Opinión

El influyente diario Financial Times publica una nota en la que revela la preocupación de Washington respecto de la influencia china en la economía peruana y la eventual dependencia geopolítica que ello podría generar de nuestro país hacia la potencia asiática (particularmente por las inversiones eléctricas y el megapuerto de Chancay).

Sobra decir que la Casa Blanca llora sobre la leche derramada. Es por la renuencia inversora de empresas norteamericanas en la región, que China ha logrado el avance que exhibe y tardíamente en los Estados Unidos se están dando cuenta de que en este mundo globalizado, donde ellos empiezan a ser desplazados como la primera potencia mundial, el patio sudamericano es de crucial relevancia para sus intereses. China se ha percatado antes y ha aprovechado el walk over gringo para dar pasos enormes.

Nuestra perspectiva geopolítica no debe nunca descuidar a Washington como norte referencial, pero en términos económicos debemos mantener la política de puertas abiertas que hasta ahora hemos tenido. En ese sentido, importa poco que las inversiones sean chinas, rusas o brasileñas.

Lo que sí debería preocupar, más bien, a las autoridades peruanas es la calidad moral de muchos inversionistas chinos que se están aprovechando de la malla porosa anticorrupción de nuestro país, para reeditar las andanzas brasileñas de la década pasada. Hay empresas chinas abiertamente corruptas que ya empiezan a tener problemas de serias denuncias y el Perú debería estar más alerta para evitar repetir de acá a algunos años megaprocesos judiciales por corrupción a autoridades compradas por yuanes.

La influencia corrupta de las empresas chinas, que están acostumbradas a jugar fuera del reglamento, es algo que sí debería preocupar al gobierno nacional, porque la corrupción en obras públicas termina siempre o en obras mal hechas o en inversiones perfectamente innecesarias, despilfarrándose los recursos, sobre todo de los gobiernos regionales, tan proclives a la corrupción fácil.

En muchas licitaciones o concursos públicos se está repitiendo la figura del caso Lava Jato o del Club de la Construcción, pero bajo el dominio de empresas chinas medianas y hasta grandes que han hallado un país que más que ser un paraíso de las inversiones, es un campo abierto para prácticas corruptas, sin instituciones que la puedan impedir, y con absoluta impunidad por parte de los funcionarios públicos. Ese sí es un peligro geopolítico a tener en cuenta.

 

 

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corrupción, Financial Times, Influencia China, inversiones, Riesgos

[EN LA ARENA] La semana pasada, la muerte del congresista Hernando Guerra García, además de alertarnos sobre la creciente precariedad del sistema de salud nacional, despertó en las redes sociales un intenso debate acerca de si era correcto burlarse o celebrar su fallecimiento. Su carrera política se inició en la izquierda universitaria, pero su apuesta por el emprendedurismo y sus ansias de poder político lo condujeron a vincularse con el fujimorismo y el enclave de Luis Castañeda Lossio. Gracias a este giro, consiguió en el actual parlamento ser congresista vocero de Fuerza Popular y dedicarse a modificar la Constitución para fortalecer el desmedido poder legislativo del que ya abusan las organizaciones políticas para delinquir cada vez más y mejor.

Cuando muere una persona que daña (a una niña, a una familia, a una comunidad, al Estado) sus víctimas reaccionan de distinta manera.  En este caso, que se trataba de un congresista, una persona cuya labor es defender los intereses del país, el hecho de que se haya dedicado a malinterpretar la Constitución para defender los intereses de organizaciones corruptas genera dilemas porque conflictúa el vínculo con una persona en la que deberíamos confiar, pues su trabajo es velar por nosotros, pero que nos ignora para proteger al corrupto y sus secuaces.

El sentir alivio por la pérdida de alguien que se aprovecha de nosotros es algo normal, pero cuando se trata de familiares que nos deben cuidar o como en este caso, de gobernantes, el no poder hacer público ese respiro inevitablemente trae problemas al exigir respeto y observar rituales de velorio y entierro que lo celebran (dado que implica celebrar también su poder corrupto o violento). Es imposible entonces que no provoque problemas emocionales y sociales. Si no se cuenta con un sistema político con dinámicas saludables, es muy probable que se sienta que desde la tumba nos puede seguir haciendo daño, dado que las instituciones insisten en mostrarlo como si fuera un ser admirable.

Una de las reacciones psicosociales más conocidas que confirma que los más crueles gobernantes pueden seguir haciendo daño es la negación de su muerte. La muerte de Adolf Hitler, por ejemplo, fue anunciada con tal solemnidad (acompañada de la música de Wagner) que se creyó fingida. Algunos imaginaron verlo como ermitaño en una cueva en Italia, otros como pastor en los Alpes suizos. Lo vieron en también en Francia y en Irlanda. Stalin, tres meses después de su muerte, insistía con que Hitler seguía con vida en España o en Argentina. Años más tarde, lo vieron en Venezuela y después en Colombia. Que no nos extrañe que también lo hayan creído ver en Perú.

Augusto Pinochet, militar que amasó millones de dólares y jugó con la vida de miles de chilenas y chilenos, murió ya anciano. La máxima sanción que sufrió fue la prisión domiciliaria. En estos tiempos en que se han cumplido 50 años de su golpe de Estado y cuando un violento fascismo renace en el mundo entero, se estrena la película El Conde de Pablo Larraín, en la que Pinochet resulta ser un viejo vampiro, tan inmortal que su madre, la vampira Margaret Thatcher lo rejuvenece y pasa de ser un anciano a ser un escolar primarioso, ahora en Argentina que corre hacia la escuela entusiasmado meneando una peluca similar a la de Javier Milei.

Aquí en Perú hasta la fecha se pone en duda el suicidio de Alan García, algunos lo han visto en Suiza, otros en Panamá, otros dicen que en Francia. La fantasía que se encuentra en lugares donde un gobernante corrupto puede disfrutar de su dinero sin ser detenido. Sin duda hay inspiración en todo el tiempo que estuvo entre Francia y Colombia esperando que algunas de las denuncias por su primer mal gobierno prescribieran y que le permitió ganar por segunda vez las elecciones del año 2006.

Guerra García intentó ser presidente en varias ocasiones, con el partido de Susana Villarán, con el de Yehude Simon y con el de Castañeda Lossio. Si hubiera sido presidente y moría, ¿nos hubiéramos preguntado si fingía su muerte? Ya no importa. Como el congresista que fue, difícilmente estas fantasmas nos llenarán de ansiedades. Aunque si de ansiedad se trata, será su corpóreo reemplazo en el Congreso quien alerte nuestra suspicacia.

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Es necesario que la derecha se una en conglomerados importantes para el 2026, pero no deben soslayarse las necesarias distancias entre una derecha liberal y una ultraconservadora que crece y adquiere cada vez mayor presencia política. Son el agua y el aceite.

La derecha liberal, en particular, debe tener mucho cuidado en no contaminarse con dos influencias perniciosas: una, primera, la mencionada, de la derecha ultramontana, autoritaria, conservadora y mercantilista, que por más que sume votos o eventual representación, distorsionaría el proyecto y hasta eventualmente lo sabotearía en caso de ganar la elección.

Y la segunda, está a su otro costado, y es el de la llamada izquierda caviar, cuyo accionar en la política peruana ha sido muy dañino. Su falta de presencia electoral la ha suplido con penetración en poderes públicos como la Fiscalía y el Poder Judicial, para, a partir de allí, arremeter contra sus adversarios (desde Alberto Fujimori, quien recibió una sentencia exagerada, hasta Alan García, a quien querían verlo preso y humillado a toda costa), enrareciendo la atmósfera política.

El odio antifujimorista irracional nace de las canteras caviares y en muchos casos ya dejó de ser un saludable síntoma de vigor democrático para convertirse en una rémora para la convivencia política en la precaria democracia peruana. Con esta izquierda, que además ha fracasado en el gobierno, en la gestión municipal de Susana Villarán, y que se prestó de comparsa del corrupto e inoperante régimen de Castillo, los liberales no pueden marchar juntos. Sería un despropósito.

Hay varios candidatos liberales en ciernes. Algunos ya inscritos, otros en pleno proceso de hacerlo. Deben sentarse y conversar. No pueden ir divididos. Tienen la ventaja de ser una apuesta nueva, no jugada en el país, con candidatos frescos y fuera del establishment, y en esa medida, con posibilidad de disputarle los fueros a la izquierda radical, que se asoma con relativa ventaja en la futura carrera electoral.

Como no puede haber una suerte de primaria solo entre candidatos liberales, otro método es el de las encuestas. Apenas muestren que alguno de estos candidatos despunte sobre los otros, ya sería ocasión de armar un pacto claro y transparente, que ojalá prenda en una ciudadanía harta de lo ya conocido y del statu quo.

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derecha liberal, elecciones 2026, Extremismo Político, Unidad Política

Es necesario que la derecha se una en conglomerados importantes para el 2026, pero no deben soslayarse las necesarias distancias entre una derecha liberal y una ultraconservadora que crece y adquiere cada vez mayor presencia política. Son el agua y el aceite.

La derecha liberal, en particular, debe tener mucho cuidado en no contaminarse con dos influencias perniciosas: una, primera, la mencionada, de la derecha ultramontana, autoritaria, conservadora y mercantilista, que por más que sume votos o eventual representación, distorsionaría el proyecto y hasta eventualmente lo sabotearía en caso de ganar la elección.

Y la segunda, está a su otro costado, y es el de la llamada izquierda caviar, cuyo accionar en la política peruana ha sido muy dañino. Su falta de presencia electoral la ha suplido con penetración en poderes públicos como la Fiscalía y el Poder Judicial, para, a partir de allí, arremeter contra sus adversarios (desde Alberto Fujimori, quien recibió una sentencia exagerada, hasta Alan García, a quien querían verlo preso y humillado a toda costa), enrareciendo la atmósfera política.

El odio antifujimorista irracional nace de las canteras caviares y en muchos casos ya dejó de ser un saludable síntoma de vigor democrático para convertirse en una rémora para la convivencia política en la precaria democracia peruana. Con esta izquierda, que además ha fracasado en el gobierno, en la gestión municipal de Susana Villarán, y que se prestó de comparsa del corrupto e inoperante régimen de Castillo, los liberales no pueden marchar juntos. Sería un despropósito.

Hay varios candidatos liberales en ciernes. Algunos ya inscritos, otros en pleno proceso de hacerlo. Deben sentarse y conversar. No pueden ir divididos. Tienen la ventaja de ser una apuesta nueva, no jugada en el país, con candidatos frescos y fuera del establishment, y en esa medida, con posibilidad de disputarle los fueros a la izquierda radical, que se asoma con relativa ventaja en la futura carrera electoral.

Como no puede haber una suerte de primaria solo entre candidatos liberales, otro método es el de las encuestas. Apenas muestren que alguno de estos candidatos despunte sobre los otros, ya sería ocasión de armar un pacto claro y transparente, que ojalá prenda en una ciudadanía harta de lo ya conocido y del statu quo.

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[DETECTIVE SALVAJE] Mi vida escolar, especialmente en lo académico, fue complicada. Repetí tercero de media, y a la segunda lo pasé con las justas. De broma, para lidiar con la humillación, decía que el colegio me gustaba muchísimo y que mi plan era quedarme para siempre. En el fondo, lo detestaba. Había gente a la que quería, me caían bien los profesores (algunos eran peruanos, muchos británicos, un australiano). Pero las tareas, los exámenes, prestar atención durante cuarentaicinco minutos de corrido una y otra vez, todo eso era el carbón en mi infierno personal.

Una cosa brilló en ese tiempo de incertidumbre, de llamadas de atención y promesas vacías: la escritura creativa. Tenía quince años. En ese entonces, yo no leía. Ni los 36 gramos de Concerta diarios bastaban para que mi atención remara por las líneas de un libro. Poco guardó mi mente de las lecturas grupales que los profesores comandaban. Se salvan algunos cuentos de Ribeyro (Alienación, Ave Fénix, La tela de araña), y uno de Cortázar: La noche boca arriba. (Ahora, ocho años después, releo esas obras maestras y la voz de mis profesores sigue siendo la que narra en mi mente). Pero la escritura creativa siempre captó mi entusiasmo.

Si bien todas las noches me reviento la cabeza contra la pared, me autoflagelo, me arrepiento hasta el hartazgo por no haber sabido apreciar la literatura desde niño, creo que ese gusto por la escritura creativa necesitaba un desprecio de mi parte hacia la literatura formal. Durante los años escolares, y por inercia hasta el día de hoy, escribir cuentos no tuvo para mí ningún valor académico. Jamás embarré un relato con detalles que complacerían al profesor, ni con la motivación extrínseca de sacarme una buena nota. Escribir siempre fue algo divertido, un acto de rebeldía.

Así, en mi (segundo) tercero de media, escribí para la clase de Castellano un pésimo cuento que me hizo muy feliz. Hablaba sobre el verano: el primero después de repetir. Se me dio por tomar todos los fines de semana, viernes y sábado, quebrado muy en el fondo por mi fracaso. Pero tenía amigos peores que yo, que además de borrachos eran avezados, y fueron sus historias, sus anécdotas, sus encuentros con la policía local, cuyas siglas eran APRILS, los que recopilé en ese Frankenstein de lisuras y revelaciones ilícitas de dos folios a doble espacio. Que venga APRILS, se llamó. Como todos, leí mi cuento en voz alta. Al final, mis dos compañeros de carpeta corearon el título del cuento y la profesora los mandó a callar.

Ahora debo aclarar que no escribo este artículo como un ejercicio nostálgico. Es otra inquietud la que predomina. En diciembre del año pasado, me hablaron por primera vez de Chat GPT. Mi primera preocupación fue egoísta. Quiero ser escritor, y este nuevo rival, la máquina, ponía en jaque mi sueño. Pero me acostumbré a la amenaza y sigo escribiendo, como siempre, por placer. En julio, me junté con mis hermanos (mellizo, hombre y mujer) después de siete meses. Yo vivo en Madrid, ellos en Lima, nos encontramos cuando la suerte quiere. Tienen 16 años. Conversando, les pregunté si el colegio había cambiado con lo del Chat GPT. Me contaron que todo el mundo lo usaba. A unos los descubrían y a otros no, pero en todas las tareas que sus amigos entregaban estaba la firma oculta del robot.

Hicieron hincapié en un trabajo para la clase de Teatro. En grupos de dos, debían escribir el guion para una obra corta. Recuerdo que, hace varios años, mi hermana me enseñó los cuentos cortos que sus compañeros habían escrito para la clase de Castellano. Eran cuentos pésimos, como el mío de APRILS, pero eran auténticos, a veces graciosos, siempre personales. Los guiones, en cambio, si bien no tenían errores, eran insulsos. Ordenaditos y aburridos. Chat GPT, afirmaron mis hermanos.

No culpo a los alumnos. Desde que existen, los colegios han impulsado la ley de que una buena nota significa la vida y una mala la sepultura. El aprendizaje y el valor de un alumno se mide por números. Y si una máquina nos asegura estar en el lado correcto del sistema, ¿por qué no aprovecharla?

Que la escritura creativa sea sometida a un juicio tan objetivo es un error. Y los errores se pagan. La pregunta, ahora, es qué tan caro.

Hace unos días leí un artículo de Vargas Llosa, publicado en 1979, con el título ¿Qué es un gran libro?. En él, hace un paralelo preciso: que la complejidad de las novelas no es “gratuita, sino la misma que tiene la vida humana”. En otro ensayo suyo, titulado La literatura y la vida, afirma que una sociedad sin literatura “está condenada a barbarizarse espiritualmente y a comprometer su libertad”. Lo segundo está ligado a lo primero. El ser humano necesita a la literatura porque esta es un reflejo de su propia humanidad. Mezcla todo lo que nos hace humanos, la historia, la psicología, la sociología, la violencia, la comedia, y nos lo devuelve de manera que podamos comprendernos a nosotros mismos.

¿A dónde iremos a parar si los autores del futuro se acostumbran a entregar las riendas de nuestra práctica más humana a una máquina regurgitadora? El pronóstico es desalentador. La responsabilidad, ¿de los alumnos, o de los profesores?

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Chat GPT, Educación, Escritura creativa, Evaluación educativa, Inteligencia Artificial

La corrupción es el segundo gran problema nacional, apenas por debajo de la inseguridad ciudadana. Eso lo ratifica la XII Encuesta Nacional sobre percepciones de la corrupción en el Perú 2022, que efectuó Ipsos el año pasado y que conviene traer a colación porque el statu quo se mantiene.

El 60% considera a la delincuencia el principal problema y el 57% a la corrupción; 4 de cada 5 peruanos estima que la corrupción en el Perú ha aumentado en los últimos cinco años; 53% considera que la corrupción aumentará en los próximos cinco años; alrededor de 9 de cada diez peruanos considera que la corrupción afecta su vida cotidiana (“principalmente, advierten que afecta su economía familiar, reduce sus oportunidades o las de sus familiares de conseguir empleo, reduce su confianza en los políticos y en la calidad de los servicios públicos que recibe”).

Esta encuesta ha sido hecha en pleno gobierno de Castillo y por ello “destaca el aumento importante que tiene el gobierno de turno en el presente año: mientras que en el 2019 solo el 10% de peruanos consideraba al gobierno como una de las instituciones más corruptas, este año esta percepción aumenta a 42%”.

Por supuesto que la corrupción no existiría sin ambos lados de la moneda, el corrupto y el corruptor, y, en esa medida, el sector privado es cómplice de la misma, pero lo que es preciso anotar, siempre, es que mientras más Estado haya (con las barreras burocráticas que lo suelen acompañar) mayor propensión a la corrupción habrá. Mientras más permisos, licencias, autorizaciones, reglamentos, trámites sean necesarios, la puerta abierta al corrupto estará allí omnipresente.

De nada parece haber servido, en cuanto a escarmiento se refiere, ver a tantas autoridades públicas en la cárcel por los recientes escándalos del caso Lava Jato, del Club de la Construcción o el de los Cuellos Blancos. La ciudadanía en el Perú sigue siendo corrupta porque se ve en la obligación muchas veces de serlo para conseguir aquello que, en principio, debería serle concedido sin mayor dilación.

Una de las grandes tareas de un buen gobierno a partir del 2026 es reducir el Estado a su mínima expresión en cuanto a tramitología. Y diseñar un esquema institucional anticorrupción, ya que, probado está, el funcionamiento vigente de la Contraloría, el Ministerio Público, el Poder Judicial y la policía, no es suficiente.

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corrupción, Encuesta, Lucha contra la Corrupción, sector privado

La regionalización, tal como está diseñada, está destruyendo el sentido republicano del país. Fue una de las más grandes reformas emprendidas por el gobierno de Toledo, pero a la vez, uno de sus peores legados por la forma en que fue concebido, a la loca, sin pensar seriamente un diseño moderno y eficaz de la redistribución de responsabilidades y gasto público.

Lo que ha ocurrido con el congresista Hernando Guerra García y su muerte por desatención en una posta médica a cargo de la Dirección Regional de Salud de Arequipa, no es si no una demostración ostensible de lo que a diario padecen cientos de miles de peruanos en todo el territorio nacional.

Políticamente parece inviable que un gobierno y un Congreso con tan baja legitimidad puedan desplegar una reforma que va a pisar callos y encender ánimos belicosos regionalistas en todo el Perú. Lo más probable es que si quieren llevar a cabo un reordenamiento del statu quo descentralizado (que llena de plata las ubres fiscales de las que maman cientos de funcionarios públicos en cada región), las protestas terminen por generar tal caos e inestabilidad que la reforma se trunque y muera antes siquiera de haberse hecho realidad.

Pero lo que sí podrían hacer en los casi tres años que les restan de mandato es diseñar, convocando a expertos en la materia e inclusive consultoras internacionales, un rediseño del proceso de regionalización y dejar el plan hecho para que lo aplique el próximo gobierno.

Y si nuestra clase política no toma el guante, bien podría la sociedad civil hacerlo, a través del Acuerdo Nacional, que fácilmente podría conseguir financiamiento internacional para trabajar un plan de consenso entre partidos, organizaciones regionales, líderes de opinión, expertos en la materia, etc., y arrojar un plan de reconstrucción de un proceso fallido que le hace mucho daño al país y que lejos de aquietar las furias anticentralistas las ha acentuado, porque todo lo que los gobiernos regionales hacen lo hacen mal y de ello, increíblemente, se culpa también al gobierno central, el cual, desde hace décadas, no maneja la mayor parte del presupuesto público nacional.

 

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La derecha peruana la tiene cuesta arriba. Un 80% desaprueba activamente al gobierno de Boluarte al que identifica como uno surgido de un pacto espúreo con la derecha parlamentaria, lo que ha diluido el efecto corrosivo del nefasto régimen de Castillo para socavar las posibilidades de la izquierda, que hoy ha retomado bríos y posibilidades (que nadie se sorprenda si logra hacer pasar a dos candidatos a la segunda vuelta).

Pero restan dos años y medio para las elecciones y si la derecha actúa inteligentemente puede recuperar posibilidades. Primero, tiene que aglomerarse (hay esfuerzos que se están haciendo en ese sentido). Si, como parece hasta ahora, presenta veinte candidatos, va muerta. En el mejor de los casos, le dejará el primer lugar de la derecha a Keiko Fujimori y ya sabemos lo que pasa cuando ella enfrenta una jornada definitoria.

Segundo, tiene que diseñar un plan de gobierno que ya no ponga el énfasis exclusivo en la defensa del modelo económico (repudiado por la mayoría de ciudadanos, lamentablemente), sino en aspectos institucionales, como la seguridad ciudadana, la corrupción, la salud y la educación públicas, en la reforma del Estado, en suma. Tiene que ser una derecha liberal, moderna e inclusiva la que intente convencer a los electores de que no se trata de más de lo mismo que nos ha gobernado los últimos 25 años (excepción hecha del periodo oscuro de Pedro Castillo).

Tercero, pero no menos importante, tiene que enmendar las prácticas nefastas que está desplegando en el Congreso su representación parlamentaria, empeñada en destruir todo reducto caviar y en ese proceso desmantelar instituciones que funcionaban cabalmente (como la Sunedu, por ejemplo).

Hay un rencor histórico justificado de la derecha con la izquierda denominada caviar, la cual, increíblemente, odia más a Fujimori o Alan García que al propio Abimael Guzmán, y utilizó su poder e influencia en las instancias judiciales para perseguir a la derecha, pero si la derecha se queda atrapada en ese rencor y actúa guiada por aquel, se destruirá a sí misma, como vemos que ocurre en el Congreso actual, que es repudiado por más del 90% de ciudadanos.

No podemos perder el país en manos de una izquierda radical, autoritaria antidemocrática y estatista, como la que se asoma. Y ello pasa porque la derecha se fortalezca, se modernice y se reconstituya inteligentemente, poniendo la perspectiva país por encima de cualquier menudencia.

La del estribo: obrón Un monstruo viene a verme, dirigida por la gran Nishme Súmar y la dirección adjunta de Verónica Garrido Lecca, con un solvente elenco de actores en el que destaca por su perfecta performance Fiorella de Ferrari. Es una obra que puede y debe ser vista también por público infantil (de diez años para arriba reza la sinopsis de la obra). Va en el Teatro Británico hasta el 10 de diciembre, camino a ser una de las mejores puestas del año.

 

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La lamentable muerte del primer vicepresidente del Congreso, Hernando Guerra García, producto de una desatención sanitaria en una posta médica de la Punta de Bombón en el valle del Tambo, debiera servir de acicate para que de una vez por todas el Estado peruano tome en serio la urgencia de emprender una radical reforma de la salud pública en el país.

Ya la pandemia nos había puesto de relieve la calamitosa situación de un servicio básico, universal y gratuito -supuestamente- para todos los peruanos, y se esperaba que ello sirviera para hacer algo al respecto, pero pasó la emergencia del covid y simplemente no se ha hecho absolutamente nada.

Casi 25 años de bonanza económica y fiscal no han servido para que uno de los servicios mínimos de un Estado decentemente inclusivo y equitativo, sea brindado con relativa dignidad.

Al día, cerca de 150 mil peruanos acuden a algún centro médico, posta u hospital estatal para buscar atención a un problema de salud, y lo que reciben de respuesta es indolencia, ineficacia, rechazo y maltrato. Si consideramos reincidencia, podemos decir que cerca de diez millones de peruanos al año, en algún momento de su vida busca atender un problema en algún centro público (sea del Minsa o de EsSalud -que es otra calamidad-) y la respuesta del Estado es un detonante de disidencia, indignación, ánimo antiestablishment, hartazgo con el orden establecido y el modelo.

Los gobiernos de transición simplemente se zurraron en una de las reformas más importantes si se quiere brindarle gobernabilidad democrática al Perú. Para llamar a mayor escándalo, según ha referido Pedro Cateriano, con espanto, en los últimos cinco años (entre el 2018 y el 2022) se han dejado de gastar, a pesar de estar presupuestados, ocho mil millones de soles en el sector salud, incluyendo gobierno nacional, regionales y locales. O, como ha revelado el exministro de Economía. David Tuesta, en el primer nivel de salud, solo hay 17 médicos por cada diez mil habitantes, solo 51% tiene medicamentos esenciales, 95% está en condiciones inadecuadas y solo 43% funciona al menos doce horas.

Dina Boluarte tiene tres años por delante para gobernar. Al menos debiera hacer algo bien hecho, con equipos técnicos y asesoría internacional, en un sector básico para la viabilidad cívica de cualquier país democrático, como es la salud pública.

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