No llega aún a los niveles destructivos del velascato o del primer Alan García, pero Castillo, al paso que va, puede entregarnos un país llano para el desmán aventurero, ser el preámbulo de la desgracia mayúscula de un país que, a pesar de la incompletud y medianía de las medidas tomadas, en los últimos treinta años logró avances que nunca antes en su historia republicana había logrado.
No hay nadie más iracundo que un decepcionado. Y peor aún, alguien doblemente decepcionado, como lo serán aquellos que en los últimos dos meses le han vuelto a entregar su confianza a un presidente mediocre, torpe, sin visión de país y, probablemente -según indicios que se acumulan-, muy corrupto.