Otras caricias es el título de la más reciente novela del escritor peruano Alonso Cueto. Es propiamente una nouvelle cuya trama se basa en la historia de un personaje singularísimo: Albino Reyes, viudo pertinaz, de día profesor de literatura en un colegio y por las noches guitarrista y cantante de una peña limeña. Aunque no es la primera vez que Cueto exhibe su gusto e interés por la práctica musical que gruesa y cómodamente llamamos “criolla” (ver Valses, rajes y cortejos, de 2005), Otras caricias representa la primera vez que el autor ingresa a este universo desde la ficción.

La historia de Reyes es acompañada continuamente por la inserción de fragmentos de letras de valses. Ese gesto textual no es, de modo alguno, gratuito: entre la vida solitaria y gris de Reyes y el espíritu muchas veces resignado y fatalista del vals peruano hay una correlación auténtica, natural. “Piensas que la vida es la letra de un vals”, lo recrimina un sobrino. Y remata: “O sea, te imaginas que todo es «Si un rosal se muere herido de aromas» y toda esa vaina. Así eres tú” (p.73).

El inicio nos muestra a Reyes en la peña La Oficina, momentos antes de empezar a cantar y el narrador penetra en su conciencia y nos informa: “Tantos años en ese piso de maderas, los sonidos enardecidos por la tristeza, la soledad de los tablones oscuros, las facciones borradas por la bruma, recuerdos de recuerdos, manchas encima de otras manchas, voces ausentes que persisten, tanta niebla detenida bajo los tubos de neón. Y en ese estrado de canciones y guitarras y cajones y quijadas de burro y castañuelas criollas. Toda esa felicidad de la pena” (pp.15-16).

En Reyes se acumulan las frustraciones y algunos logros. El personaje tiene sin duda un aliento ribeyriano: una vida cercana al fracaso, la paternidad no realizada con Gladys –su mujer ahora ánima con quien conversa imaginariamente en un alarde neorrealista y melodramático necesario– y la imposible relación con Andrea, una joven acomodada que visita la peña y queda prendada del arte de Reyes, pero entre ambos hay barreras de clase que resultan infranqueables. ¿Y los logros? Pues el sueño del disco propio, un asunto de suma importancia para cualquier músico.

El narrador, además de mostrar en varios momentos de la nouvelle los sentimientos y el temperamento sombrío y melancólico de Albino Reyes, adopta también una cierta forma ensayística para definir la música que interpreta el personaje, como se puede ver en estos pasajes, en los que proyecta estas anotaciones en la mente de Reyes: “Apenas sonó la guitarra, Albino entró en la delicadeza sombría de las palabras y sonidos de La abeja de Ernesto Soto (…) La tierra o el fuego eran para otros géneros, como el tango o la ranchera, géneros que insistían en la violencia de las pasiones como una verdad definitiva (…) En cambio, el vals evitaba mirar de frente a la vida y a la muerte (…) Escoge el silencio para ser escuchado” (pp. 53-55).

Otras caricias, más allá de la historia de Albino Reyes, nos devuelve también la mirada al vals peruano, esa especie de ADN sonoro que está impregnada en el temperamento, sobre todo, de los seres citadinos. Ese respeto por la renuncia o por la forma cómo el destino teje nuestras vidas, a veces sin apelación posible. Albino Reyes no encarna una diatriba contra el destino ni contra las desigualdades que lo rodean, es apenas un hombre cuya función es llevar al canto todas las complejidades de la vida. Un pequeño héroe, en medio de tanta sombra.

Alonso Cuesto. Otras caricias. Lima: Random House, 2021.

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Alonso Rabí Do Carmo es profesor ordinario de la Universidad de Lima, donde imparte cursos de Lengua, Literatura y Periodismo. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y obtuvo el Doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Colorado. Ejerce el periodismo desde 1989.

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Alonso Cueto, Literatura, Otras caricias

Gracias a Personaje Secundario, una joven editorial independiente, los lectores tienen ahora entre manos el volumen Something going (1975) título que reúne muchos de los poemas primigenios de Roger Santiváñez. 

Escritos por confesión propia en un viejo cuaderno escolar entre los años 1975 y 1976 (años que coinciden con el ingreso de su autor a San Marcos, al entonces Programa de Literaturas Hispánicas), encuentran una de sus fuentes en los míticos cuadernos que escribía Luis Hernández, un poeta cuya lectura es no solo una necesidad sino también una especie de ritual iniciático.

No es para nada gratuito que el conjunto de estos primeros poemas tenga un título en inglés (pago al rock y a lecturas anglosajonas, seguramente) como tampoco son gratuitos sus posibles significados: algo en movimiento, una obra en progreso, el inicio de un proceso, el creativo, tan inasible a veces, tan difícil de encerrar de una vez y para siempre en un cómodo concepto de manual. 

Somtething going es entonces el inicio, el momento fundacional de la escritura, así, con mayúsculas, de Santiváñez. Su tono fresco, de coloquialismo franco que navega entre la irreverencia y la ternura, revela sin duda el influjo de Hernández, como deja ver el “Poema 3”: “O como el sol apareciendo desde tu risa / Como un juguete inservible sobre nuestras sombras / Pasando de verano a invierno en los bosques / La derrota acaecida como un amanecer invisible (…)” (p.35). 

No es el único referente, sin embargo. La música y el entorno urbano configuran un escenario en el que el lenguaje del en ese entonces novísimo poeta empieza a buscar su propio cauce de expresión, que se decantaría luego con los años, alimentado de experiencias como la bohemia, militancia, el activismo poético, el ejercicio del periodismo y la búsqueda expresiva que, por el momento, se encuentra afincada en territorio próximo al neobarroco. 

La nota autobiográfica inicial, aclara un poco el cúmulo de referencias iniciales: “El título que le coloqué, Something going, quería ser también un homenaje a mi adolescencia en rock (…) Todavía resonaban en mí los acordes de la canción de este nombre de la banda sicodélica The Telegraph Avenue (…) El rock and roll siempre tuvo que ver conmigo” (p.13). El espacio urbano es el Centro de la Ciudad con sus lugares de culto reservados a bohemios impenitentes. Bares como el Wony, lugares como el Patio de Letras o la Plaza San Fracisco –donde se gestan Melibea y La Sagrada Familia–, más que puntos en el mapa de la ciudad son espacios en los cuales la creación encuentra un punto de ebullición. 

Recorrer los versos de Something going es asistir de alguna manera al nacimiento de un poeta; es testimoniar, casi cinco décadas después, el origen de una aventura creativa constante y rigurosa, que ha acompañado con coherencia el camino emprendido por Santiváñez. Su escritura es también lectura. Desfilan Hernández, el rock y su lírica rebelde y desafiante, el tumulto oral de los bares, las imágenes de una juventud ansiosa y experimentadora. A la distancia, uno podría reconocer en estos poemas algunos trazos de la escritura contemporánea de Santiváñez y parte de su recorrido estético desde lo conversacional y la reescritura vanguardista, hasta el misticismo y la elaboración neobarroca. Poesía, finalmente. Reconocible, conmovedora, vitalista. Dejo aquí un botón:

 

Poema 8

Guardados están los poemas  

que de alguna ciudad desconocida enviaste   

adheridos a la risa tuya

a la forma de anudarte el pelo

frente al espejo o la ventana 

que nadie nos dejó nunca,

ahora que ya no me cuentas   

las horas que dedicas a pensar

en las playas en que estamos desnudos,     

veranos que esperas sumida en palabras.

No me es difícil

decirte que ya no sigas esperando

pero no lo hago 

prefiero que sigas haciéndolo, 

como yo o mis poemas 

sin saber qué es lo que esperamos. 

Hasta mi habitación 

llegan las noticias de  

automóviles de muchachas que ríen 

y es allí donde te encuentro,   

a veces que no tengo ganas de 

hundirme en la escritura, 

allí estás aunque ya no sea 

sino un verso que recuerdas en 

alguna calle muy sucia, huachafamente

asiática, y bajo tu blusa, erótica

Roger Santiváñez. Something going. Lima: Personaje Secundario, 2021.

 

1975

 


Alonso Rabí Do Carmo es profesor ordinario de la Universidad de Lima, donde imparte cursos de Lengua, Literatura y Periodismo. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y obtuvo el Doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Colorado. Ejerce el periodismo desde 1989.

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Personaje Secundario, Roger Santiváñez, Something going (1975)

No cualquiera merece llevar el epíteto de héroe o heroína. Para ello es necesario mostrar temple en situaciones terribles, tener agallas para enfrentarse con coraje y decisión a la adversidad y el peligro, ser capaz de sortear pruebas arduas y extenuantes, tener una conducta de altísima ética y si eso no fuera suficiente, poner en riesgo la propia vida por poner a buen recaudo la ajena.  

Dicho esto, es muy probable que algunos nombres de héroes peruanos no le digan (todavía) nada. Magdalena Truel o José María Barreto, por ejemplo, podrían perderse con facilidad en un olvido del que usted no sería necesariamente responsable. Pero déjeme decirle que estos son nombres detrás de los cuales hubo personas de carácter heroico y solidario, peruanos que durante la Segunda Guerra Mundial no dudaron nunca en dejar constancia de su valentía y su nobleza. 

Una singular investigación de Hugo Coya, Estación final, recupera para nosotros la memoria de esos peruanos que no esquivaron la posibilidad de ejercer el heroísmo como corresponde: sin interés, guiados únicamente por el compromiso ético y el amor por la vida. 

Se trata, pues, de un puñado de vidas ejemplares en un contexto que resultaba protervo no solo en la Alemania nazi, sino en toda la Europa amenazada por la demencia hitleriana. En el Perú (y esta es una de varias perlas), el 9 de setiembre de 1938, bajo la tiranía de Benavides (admirador de Franco y Mussolini), salía de nuestra Cancillería un oficio vergonzante que prohibía a nuestros consulados europeos conceder visas “a las personas que profesaran la religión judía o pareciesen serlo” y, aún más: “en razón de los nombres que lleven, de las señales étnicas que ostenten o de cualquier información verídica que pudiera haber llegado a su conocimiento” (p.32). 

Dos hermanos limeños, Eleazar y Jabijo Assa, detenidos en el campo de Sobibor, en la Polonia ocupada, participaron de un levantamiento que permitió la huida de trescientas personas en 1943. El resto de la familia Assa perdió la vida. 

Héctor Levy (ex combatiente en Verdún) y su esposa Irene, junto a sus pequeños Michel y Gerard, murieron en distintas zonas del temible campo de Auschwitz. A cuatro meses de la ocupación alemana de Francia, Jaime y Rosita Lindow fueron señalados como judíos, perdieron sus empleos y pesaba sobre ellos la prohibición de que se dedicaran nuevamente al rubro textil. Fallecieron en Auschwitz, igual que otra prima, Florita. La misma suerte correrían los miembros de la familia Barouh. 

José María Barreto, cónsul peruano en Ginebra, contraviniendo órdenes de la Cancillería, extendió pasaportes que salvaron muchas vidas en 1943. Fue destituido y logró retornar al Perú en 1946, donde vivió, en general, rodeado de indiferencia. La arequipeña Isabel Zuzunaga escondió a un niño judío y logró salvarlo de las huestes del nazismo. Jack Szarfscher, sobrevivió a la guerra, igual que sus padres, lo que propició un reencuentro difícil pero inolvidable. 

Magdalena Truel, de origen peruano, escritora y heroína de la resistencia francesa 8era una experta falsificando documentos) fue martirizada de manera extrema, pero no hubo nazi capaz de hacerla hablar. Su cuerpo fue convertido en una ruina, no su fortaleza moral; fue castigada con crueldad que excedía cualquier cosa imaginable, pero allí estuvo siempre, guardando un férreo silencio y dando ánimo a sus compañeros de cautiverio. Termina el recuento con la conmovedora historia de Victoria Weissberg (Victoria Barouh era su nombre de soltera), única persona nacida en el Perú en sobrevivir al Holocausto, como recuerda Coya.

Salvadores o víctimas, ningún homenaje será suficiente.

 

Hugo Coya. Estación final. Lima: Tusquets, 2021.

 

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Alonso Rabí Do Carmo es profesor ordinario de la Universidad de Lima, donde imparte cursos de Lengua, Literatura y Periodismo. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y obtuvo el Doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Colorado. Ejerce el periodismo desde 1989.

 

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Hugo Coya, Libro Estación Final

Acabo de recibir tres impecables ediciones críticas de tres novelas que escribió y publicó Clorinda Matto de Turner (Grimanesa Martina Mato Usandivares según la lengua registral), escritora nacida en Cusco en 1852. Se trata de Aves sin nido (1889), Índole (1891) y Herencia (1893), tres novelas fundamentales para comenzar a entender la naturaleza del proyecto nacional peruano, una suma de fallas y vacíos clamorosos. No es gratuito, pues, que reaparezcan precisamente ahora, porque ellas nos tienden, desde el pasado, un puente para entender el presente.

A estas alturas la discusión de su carácter fundacional del indigenismo podría quedar en segundo plano si leemos estas novelas, más bien, como una rigurosa radiografía de la sociedad peruana de fines del siglo XIX, luego de la derrota sufrida en la Guerra del Pacífico: una élite citadina empeñada en vivir de manera egoísta su “modernidad”, ejerciéndola con violencia y abuso despiadado hacia el interior del país. Más allá de discutir la presencia del indigenismo –que tiene aquí un carácter de orden paternalista–, es más productivo ver en estas ficciones las profundas fracturas que sumieron al país en una escandalosa desigualdad (¿debo usar los verbos solo en pasado?).

Aves sin nido, editada por Isabelle Tauzin Castellanos y Carlos Estela Vilela, ambos catedráticos en Université Bordeaux Montaigne, Francia, es quizá la más conocida e importante de este trío. El pueblo imaginario de Killac, ubicado presuntamente en el Cusco, es el escenario del abuso de la Iglesia y el Estado contra los indígenas. La historia de Manuel y Margarita, pareja de hermanos que ignoraban su condición, añade un componente melodramático que tiene una proyección alegórica: al saberse hermanos su unión es imposible, ellos, al igual que la nación, son un proyecto frustrado. 

Índole, edición a cargo de Ana Peluffo, profesora de la Universidad de California en Davis, es una novela que de alguna manera prolonga los temas planteados en Aves sin nido, aunque esta vez enfatiza el trato vil que recibían los indígenas desde el poder y las relaciones de clase, y pone de relieve a un personaje femenino que es capaz de desafiar los cánones patriarcales y misóginos que dominan la sociedad de su tiempo. La conducta lujuriosa y despótica del padre Peñas es, en ese sentido, muy representativa.

Herencia, edición a cargo de Flor Mallqui Bravo (PUCP y Bordeaux Montaigne) y Carlos Torres Astocóndor (PUCP y Universidad de California en Davis), transcurre en Lima y su publicación está rodeada de circunstancias difíciles. Matto era militante del Partido Constitucional y seguidora de Andrés Avelino Cáceres. El militar sería derrotado en la guerra civil que lo enfrentó a los pierolistas y el ascenso de Piérola fue un duro revés para Matto, obligada a exiliarse en Buenos Aires mientras los pierolistas prendían fuego a la imprenta La Equitativa (muy significativo nombre) fundada por Clorinda y uno de sus hermanos. 

Leídas en conjunto, estas tres novelas representan una cumbre del realismo en el Perú. Aunque no podamos decir que su escritura haya sido una aventura formal o experimental de enorme calibre, tuvo las agallas suficientes para enrostrarle al país sus múltiples costuras defectuosas y oponerse, al igual que muchas de sus compañeras de época, como Mercedes Cabello de Carbonera o Teresa González de Fanning, al patriarcado represor de la vida creativa e intelectual de las mujeres.

Un magnífico aporte el de Ediciones MYL poniendo en manos de los lectores tres novelas cuya lectura resulta crucial para comprender, no solo parte del proceso histórico peruano, sino también los vicios de que adolecieron diversos proyectos nacionales que nunca tuvieron la voluntad de curar las heridas que aquejaban al país. La actualidad (y necesidad) de su lectura no necesita, creo mayor explicación. Leer esta trilogía es el mejor homenaje que podemos hacer a una mujer pionera, sin duda una de las intelectuales peruanas más destacadas de su tiempo. 

 

Aves sin nido. Edición Crítica de Isabelle Tauzin Castellanos y Carlos Estela Vilela. Lima: Ediciones MYL, 2021.

Índole. Edición crítica de Ana Peluffo. Lima: Ediciones MYL, 2021.

Herencia. Edición crítica de Flor Mallqui Bravo y Carlos Torres Astocóndor. Lima: Ediciones MYL, 2021.

 

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Alonso Rabí Do Carmo es profesor ordinario de la Universidad de Lima, donde imparte cursos de Lengua, Literatura y Periodismo. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y obtuvo el Doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Colorado. Ejerce el periodismo desde 1989.

 

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Aves sin nido, Clorinda Matto de Turner, Herencia, Índole, trilogía

La obra narrativa de Eduardo González Viaña (1941) tiene uno de sus ejes en la representación de personajes populares. Dos de sus títulos más conocidos son Don Tuno, el señor de los cuerpos astrales (2009), extensa y mágica conversación con el chamán Eduardo Calderón Palomino, y Habla, Sampedro (1979), libros que plantean, por su talante testimonial, una aproximación a la antropología. En la misma vertiente, impregnada de fe popular y pensamiento prodigioso, está la novela Sarita Colonia viene volando (1990); en tanto, Los sueños de América (2000) y El corrido de Dante (2006) se cuentan ya entre los   clásicos de la literatura de/sobre inmigrantes a los Estados Unidos.

No son estos los únicos ámbitos en los que González Viaña ha desplegado sus artes de narrador. En su producción literaria hay varias novelas de corte historiográfico. Mencionaré entre ellas Vallejo en los infiernos (2007), exploración de uno de los episodios más dolorosos de la vida de César Vallejo: su injusto encarcelamiento; El largo camino de Castilla (2020), esbozo épico de la vida de Ramón Castilla, primer presidente peruano de prosapia aimara y este año apareció ¡Kutimuy Garcilaso! (¡Regresa, Garcilaso!), un retrato histórico con resortes imaginarios del Inca Garcilaso de la Vega del que me ocuparé en las líneas que siguen.

 No es la primera vez que la figura del Inca Garcilaso es tematizada en la ficción o en sus bordes. El crítico Enrique Cortez señala algunos antecedentes importantes: “Retrato de Garcilaso” (1958), de Luis Loayza; Diario del Inca Garcilaso (1562-1616), de Francisco Carrillo y la novela Podres secretos, de Miguel Gutiérrez, ambos títulos aparecidos en 1996. A este corpus breve, sumaría ahora el poema que Tulio Mora le dedica al Inca en su Cementerio general, cuyos versos finales cito aquí: “Ya han traspuesto el cerco del olvido / los que escombraron en mi alma, mientras mi libro / es el poema que reta transparente / las miserias del tiempo y sus cronistas, / la belleza que derrota a la verdad. / otros hombres lo devoran en sus noches preocupadas / y lo citan cuando suben al cadalso. / Y es el sueño que aún espanta a los gobiernos”. 

La novela de González Viaña tiene desde ya un reto difícil, habida cuenta de los vacíos que rodean la biografía de Garcilaso. La ficción autoriza, no sin riesgo, que esos vacíos sean llenados con licencias de la imaginación, siempre que no se afecte la coherencia de la narración ni la integridad del personaje. González Viaña cumple cabalmente, creo, con esa licencia. La escena inicial da a entender que la “Historia” será convertida en metáfora y, por tanto, su caudal simbólico será mucho mayor. Las líneas iniciales son, en ese sentido, claves: “Había una luna grande posada en el centro del cielo, pero esas lunas llaman a la tormenta, y, debido a eso, el barco se estaba hundiendo. Quizá no iba a encontrar fondo alguno porque, a veces, el océano no lo tiene. Desde la proa, Garcilaso asomó el rostro y se dijo asustado que el mar es lo único que existe dentro y fuera del universo cuando uno se va de su tierra para siempre” (p.31).

El inicio de la narración se centra en un momento clave de la vida de Garcilaso: su travesía hacia España, donde intentará hacer valer la condición nobiliaria que le correspondía, cosa que por cierto no lograría. Sin saberlo acaso, Garcilaso (Gómez Suárez de Figueroa hasta su rebautizo) ya representaba la figura del indiano, la misma que Alejo Carpentier escenificó en toda su complejidad cultural y llevó a un punto climático en su breve y magnífica nouvelle titulada Concierto barroco (1974). El retrato de la infancia de Garcilaso que ensaya González Viaña no está exento de encantamiento: la relación con su caballo, Salinillas, atento a las frases leídas por su amo. El final cierra el viaje vital y simbólico del personaje, con un coro de sabor alegórico: “Y fue entonces cuando tomó forma aquel murmullo bajito hasta crecer y hacerse un coro inmenso de voces que resonó con los apus: ¡Kutimuy Garcilaso! ¡Padre nuestro regresa! / Pajarinmi ripuchkani / Perlaschallay / Tutatutamanta / Perlaschallay / Pajarinmi ripuchkani / Perlaschallay / Tutatutamanta / Perlaschallay” (p.380).

La capa de datos históricos va complementándose con la imaginación. La infancia de Garcilaso, la relación con su madre, el matrimonio con su padre, el viaje a España, son hechos conocidos y documentados con cierto grado de certeza. Pero no es ahí donde la ficción juega sus cartas sino, por mencionar un ejemplo, en una escena en la que Garcilaso conversa con su padre difunto y con su caballo Salinillas. La imaginación y la invención dialogan, pues, con la historia. Y no se trata de ningún pecado: la canción que cita el final corresponde a un huayno ayacuchano anónimo, grabado por primera vez en 1930: “Adiós pueblo de Ayacucho”. Viaje de siglos en la siempre escurridiza y problemática pregunta por la identidad peruana, una de cuyas posibles respuestas está en la figura del propio Garcilaso, qué duda cabe, un fantasma de nuestros días. 

Eduardo González Viaña. ¡Kutimuy, Garcilaso! Lima: Fondo Editorial de la Universidad César Vallejo, 2021.

Kutimuy,  Garcilaso

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Alonso Rabí Do Carmo es profesor ordinario de la Universidad de Lima, donde imparte cursos de Lengua, Literatura y Periodismo. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y obtuvo el Doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Colorado. Ejerce el periodismo desde 1989.

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Biografía, Eduardo González Viaña, Inca Garcilaso de la Vega, Literatura

Han pasado cuarenta años desde que apareció La guerra del fin del mundo, una de las grandes novelas de Mario Vargas Llosa. Por primera vez, una novela suya transcurría fuera del Perú y, además, en un tiempo lejano: finales del siglo XIX, en el infierno de una sequía que mataba todo en Canudos, en el nordeste brasileño, donde tuvo lugar una rebelión milenarista liderada por Antonio Conselheiro, ciego creyente que vio en el advenimiento de la República los signos del Anticristo.

Tengo el vivido recuerdo de haber visto esa esa extraña portada diseñada por el catalán Antoni Tàpies y de caer rendido ante el inolvidable inicio que presenta al Consejero a los lectores: “El hombre era tan alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Su piel era oscura, sus huesos prominentes y sus ojos ardían con fuego perpetuo. Calzaba sandalias de pastor y la túnica morada que le caía sobre el cuerpo recordaba el hábito de esos misioneros que, de cuando en cuando, visitaban los pueblos del sertón bautizando muchedumbres de niños y casando a las parejas amancebadas. Era imposible saber su edad, su procedencia, su historia, pero algo había en su facha tranquila, en sus costumbres frugales, en su imperturbable seriedad que, aun antes de que diera consejos, atraía a las gentes”. 

Un aspecto interesante de La guerra del fin del mundo es el intertextual. Vargas Llosa utiliza como una de las fuentes centrales de su novela el texto del escritor Euclides Da Cunha, publicado bajo el título Os sertoes. Da Cunha fue corresponsal de O Estado, diario de Sao Paulo, durante los terribles sucesos de Canudos y, a pesar de su seca apariencia de informe, resulta un texto cautivante porque además de cubrir los sucesos de la rebelión religiosa, elabora una ambiciosa y muy precisa radiografía social y cultural de la zona del conflicto.

No se crea que se trata entonces de un texto meramente derivativo. Sobre eso, conviene no olvidar, por justicia con una extraordinaria creación verbal, lo dicho por el crítico uruguayo Ángel Rama: “A pesar de remitirse, desde la dedicatoria del libro, a Euclídes Da Cunha, La guerra del fin del mundo es una novela autónoma, autosuficiente, que cualquier lector podrá leer sin conocer sus antecedentes, íntegramente de la escritura de Vargas Llosa. Su rica y esplendorosa materia, por amplias que hayan sido sus fuentes documentales, sólo existe en la forma literaria privativa con que la ha concebido su autor” (“Una obra maestra del fanatismo artístico. La guerra del fin del mundo”).

En el enfrentamiento de dos órdenes que propone la novela, uno representado por un Estado brasileño que aboga por la modernidad y el laicismo; otro representado por un catolicismo de indudable carácter arcaico y milenarista, está también el puente que une a esta poderosa ficción con el presente latinoamericano, especialmente, como ha sugerido Peter Elmore, en lo tocante a la viabilidad de los Estados latinoamericanos (La fábrica de la memoria). La historia, en ese sentido, no es únicamente un conjunto de sucesos fijados en un viejo almanaque, es, sobre todo, un fantasma activo y que de cuando en cuando se instala en los recovecos de nuestra precariedad regional. 

En medio de los dos contendores mencionados anteriormente, queda la estela de la monarquía brasileña, escudo del viejo orden colonial y aristocrático que la modernidad desplaza sin remedio. Muchos personajes memorables desfilan por estas páginas: Antonio Vicente Mendes Maciel, el Consejero, especie de iluminado y mesías que conduce a su grey, sin miramientos, hacia un cruento sacrificio; el León de Natuba o Joao Satán, seres de fábula, entregados a la causa del Consejero; el enano, de procedencia circense y experto en el vagabundeo; el barón de Cañabrava, aristócrata de talante agudo y escéptico o, entre otros el delirante frenólogo Galileo Gall o el periodista miope, obsesionado con explicar la naturaleza de la rebelión desatada en Canudos. A ellos se suman mujeres inolvidables como Jurema o la milagrosa María Quadrado, santa y demente.

No me pareció nunca que traer a colación el fanatismo del Consejero en un año como 1981 fuese casual o gratuito, estando ya en acción la insania del llamado Presidente Gonzalo. Tampoco creo que de eso dependa la cabal comprensión de la novela; sin embargo, el poder de las ficciones no solo radica en su capacidad de construir un mundo representado de manera autónoma, capaz de funcionar con una lógica y unas leyes propias, sino también en sus formas de establecer un diálogo entre el pasado y el presente, aun cuando las lecturas alegóricas no reciban hoy el fervor de que antes gozaron. En todo caso, ficciones como La guerra del fin del mundo actualizan las pesadillas del pasado y nos las hacen vivir de diversas maneras, unas oblicuas, otras muy directas. Cuarenta años después, se comprueba que La guerra del fin del mundo mantiene intactos su vigencia y su poder de convencimiento.

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Literatura, Mario Vargas Llosa

No está en discusión el hecho de que César Hildebrandt es una de las grandes personalidades del periodismo peruano de las últimas décadas. Tampoco se discute que sus opiniones, a veces, resulten incómodas o estén teñidas de arbitrariedad (y desde ya espero, lectores, que empiecen a arrojar sus primeras piedras). Yo mantengo nítido el recuerdo de haber leído por primera vez Cambio de palabras, un clásico de la entrevista como género en el Perú. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, esta tierna y dolorosa conversación con el poeta Juan Gonzalo Rose o aquella otra con Haya de la Torre, o acaso la magnífica sesión verbal que supuso el encuentro con Borges?

Aprovecho esta columna para confesar que sí, que esperaba que alguien como César Hildebrandt publicara un libro de memorias. Ver Confesiones de un inquisidor en el escaparate de una librería me dio la sensación, algo narcisista, la verdad, de pensar que Hildebrandt me había leído el pensamiento. La memoria es en realidad un largo diálogo entre Hildebrandt y Rebeca Diz Rey, que tuvo lugar en distintas fechas entre los años 2017 y 2020.

Descontando las erratas y las traiciones de la memoria, asunto del que se han ocupado ya bastantes caracteres en redes (y que supongo una próxima edición subsanará), el libro ofrece un variado mosaico de recuerdos personales y profesionales, que van desde la iniciación en la lectura hasta la construcción de la vocación periodística, la remembranza de grandes personajes, entre ellos periodistas como Raúl Villarán o Alfonso Tealdo, un pormenorizado relato de riesgos asumidos durante su carrera televisiva, vivida siempre en el precipicio del despido, la década fujimorista, el surgimiento de Sendero Luminoso, el retorno a la democracia en 1980, entre otros temas. 

Mi único enfado con este libro responde al hecho de que Hildebrandt no escribiera el texto, sino que este fuera el resultado de responder preguntas, lo que por cierto no quita interés al volumen y, más bien, realza las cualidades de Diz Rey como interrogadora. En todo caso, la fuerza testimonial de estas páginas no tiene pierde. Tampoco lo tiene la habilidad de Hildebrandt para producir frases memorables. Dejo por aquí algunas: 

La vocación

(…) la comunicación era mi mundo, el periodismo era mi destino. No tuve en ningún momento duda alguna. Y también supe que no iba a entrar a la universidad, que no me interesaba porque sentía que podía empobrecerme y encasillarme” (p.20).

Sobre Luis Alberto Sánchez

“Me unía con Sánchez el asunto de nuestra actividad de lectores. Nuestras lecturas comunes, nuestras fobias y filias a veces compartidas y a veces no. Pero hablábamos en muchos ratos libres y off the record sobre literatura latinoamericana. De Gallegos, de Azuela, de Chocano, de Darío…” (p.47).

Políticas

“Siempre me identifiqué con la izquierda, pero creyendo en el socialismo como un esquema libertario. Por eso, desde mis orígenes, fui antiestalinista. Leí muy temprano a autores como Solzhenitsyn y Pasternak. Y desde muy joven tuve lecturas heterodoxas que me curaron, me vacunaron, me inmunizaron respecto al socialismo realmente existente, es decir, la Unión Soviética y sus países presuntamente democráticos” (p.51). 

“La derecha bruta y achorada creo que es una definición perfecta, contemporánea y exhaustiva sobre lo que es la derecha hoy en el Perú” (p.57). 

“…lo más trágico es que de la lección de Sendero no ha surgido lo que debió brotar: una izquierda renovada, moderna, mundial, ecológica, brillante. Ese es el peor drama. Hemos tenido la guerrilla más primitiva, el marxismo más ininteligible y luego este apagón intelectual y esta debilidad de izquierda” (p.89). 

“El diagnóstico de Basadre, hecho por los años 40, está incólume, se mantiene. No hemos logrado cuajar un Estado funcional e incluyente y el abismo social nos parece natural, nos parece parte de un mandato divino. Es casi bíblico que haya peruanos en los cerros, sin agua y con poca comida. Y es parte casi de las leyes de la física que el Estado sea corrupto e ineficiente” (p.99).

Literarias

“…Neruda fue y es fundamental en mi vida. Descubrí un mundo, descubrí la ira con él. Descubrí las posibilidades de cambiar el mundo (…) Neruda se merece una memoria elefantiásica” (p.109).

“…casi me alegré de no haberle hecho alguna (entrevista) porque un tipo tan genial como García Márquez, hablando, parece otra persona. Parece un sustituto apócrifo, un impostor” (p.112). 

“…cuando entrevisté a Borges, en todo caso, ahí sí me encontré con un tipo que era deslumbrante por escrito y deslumbrante hablando” (p.113).

Una confesión

“Siento que no he sido un gran padre. Y eso es uno de los rojos más pronunciados, es un rojo carmesí. Pero lo acepto. Otro es que no tuve el coraje de abandonar el periodismo y dedicarme a la literatura, como debí hacerlo alguna vez (…) Yo creo que uno de los mayores rojos ha sido una cierta tendencia a arruinar mis placeres, a verlos desde un lado sombrío, a cuestionarme el derecho de ser feliz” (p.115).  

Últimas palabras

“¿Crees que hay alguien que vaya a salir airoso de esta crisis?

3M, los que fabrican mascarillas”. (p.245).

Confesiones de un inquisidor. Memorias de César Hildebrandt, en diálogo con Rebeca Diz Rey. Lima: Debate, 2021.

 

Portada Hildebrandt

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Alonso Rabí Do Carmo es profesor ordinario de la Universidad de Lima, donde imparte cursos de Lengua, Literatura y Periodismo. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y obtuvo el Doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Colorado. Ejerce el periodismo desde 1989.

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César Hildebrandt, Confesiones de un inquisidor, Literatura

Una de las primeras poéticas escritas por Mariela Dreyfus se ocupa de espacios y motivos muy presentes en el horizonte de su tiempo: la ciudad, el ánimo explorador del cuerpo y la sexualidad y, también, la desacralización de la figura del poeta: “y yacemos desnudos / burdos semidioses” culmina aquel breve poema, un guiño a la soberbia vanguardista de Huidobro, que veía al poeta como un pequeño dios. Sin duda entre este texto y la filiación de la autora en el grupo Kloaka, hay un vínculo muy explícito. Sin embargo, luego de distanciarse del colectivo, la poesía de Dreyfus asumió la tarea de decantar su lenguaje y su mirada más allá de cuestiones programáticas, pues la ocupó, sobre todo, la construcción de una estética personal. 

Leyendo los libros de Mariela Dreyfus se transparenta un tránsito que va desde un inicio coloquial, en busca de la luz que late en el lenguaje urbano y sus márgenes, a un presente de carácter reflexivo y, por momentos, introspectivo. Hay que anotar que la disidencia de Dreyfus respecto a Kloaka no significó el abandono total de algunas preocupaciones pertinaces en ella, como establecer una relación crítica con el logos masculino, algo muy coherente con el perfil de su generación y el espíritu del convulso tiempo en que comenzó a escribir, los ochenta.

Memorias de Electra (1984) es quizá el libro que mejor se inscribe en su época. El deseo de liberar el cuerpo, el deseo de liberar la escritura de sus ataduras más solemnes, el deseo de integrar lo visceral desde lo femenino. Los versos finales de “Post coitum” son, en ese sentido, ejemplares: “El regreso a casa es solitario / y debo esconder mis pasos, / el olor que sorprenda a mi madre / mil veces violada y todavía virgen” (p.22). 

Placer fantasma (1993) nos enfrenta a indagaciones de mayor hondura y a una distancia respecto del impulso coloquial y a una constatación que revela la fragilidad de todo lo humano: descubrir que el instante en que el placer reina sobre los sentidos es efímero y siempre insuficiente para lograr la ansiada plenitud. La conciencia del yo poético es bastante clara en ese punto: “Llevo años luchando tras la imagen que acierte/ con este malestar. / La sensación de deslizarme por un terraplén, / galerías de espejos donde un viento cruel / me deposita en la apatía, el dolor, la soledad” (p.31). 

Ónix (2001) añade al caudal de experiencia que alimenta la obra de Dreyfus un asunto nuevo: la condición de extranjera, marcado por el inicio de su estadía en Estados Unidos. Los textos de Ónix revelan una mayor intensidad de sentimientos como la soledad, la extrañeza, cierta forma de alienación provocada por un mundo desconocido y algo hostil, que obliga al hablante a refugiarse en su propia interioridad “entonces el dolor /no es una palabra sino un cuerpo // un músculo cansado que destila / este aire de muerte” (p.40).

En tanto, Pez (2005) se mueve entre la celebración íntima y el horror del mundo contemporáneo. Los textos muestran el regocijo por la procreación y la maternidad a puerta cerrada, pero el contexto global contrasta dolorosamente, con sus constantes picos de violencia y deshumanización. El asombro de ver surgir la vida, a pesar de todo, es un sentimiento expresado con notable intensidad y ritmo en las páginas de Pez: “Del pecho fluye ya el calostro río / y el puente de la pelvis se levanta // Pero el centro es la esfera —digo, el vientre— / Su convexa armonía y su balance // Vientre: cántaro y fuente / esférica mansión labrada en carne” (pp.51-52). 

En 2010 aparece Morir es un arte y este libro plantea un dolorosa discrepancia con Pez. El segundo celebra la vida: la madre vive el proceso de la procreación, el primero se interna en los vericuetos del duelo y la pérdida: la hija, ahora madre, ha perdido a su progenitora. Hay unos vasos comunicantes indudables entre ambos textos: ver nacer y vivir la muerte de la madre, la raíz de casi todo: “y en la foto sonríe entristecida / ya mamá y sus ojos en el aire / con el gesto perdido con la mano / que me dice un abrazo y abrazadas despedidas las dos / acá en su cuarto mamá yo pequeñita y ella el ángel / eso es todo mamá y un flash que suena” (p.69). 

Finalmente, la aparición de Cuaderno músico (2015) cierra un ciclo creativo que, lejos de terminar, está en proceso constante. Cuaderno músico es el regreso a ciertas fuentes de la poesía de Dreyfus, como el cuerpo y la visceralidad, que vuelven a ser explorados, pero desde claves propias de la madurez artística: no hay rabia ni grito, hay observación, hay serenidad contenida, elementos necesarios, por ejemplo, para guardar la memoria familiar, un asunto importante en el poemario. 

Gracias a la idea de Peisa de lanzar Arúspice rascacielos, una selección de la obra de Mariela Dreyfus, se nos ofrece a los lectores un apartado, titulado “Poemas aparte”, que deja vislumbrar algo del futuro de su escritura. En suma, un libro que permite aproximarse, de manera global, a una de las poetas peruanas más interesantes de su generación. Y de estos tiempos, por qué no. 

Arúspice rascacielos. Poesía selecta. Peisa: Lima, 2021.

 

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Mariela Dreyfus

Cuando la historia se interna en el presente sin tomarse tan a pecho la saludable costumbre de la distancia crítica, es decir, cuando hay una proximidad entre la realidad y su representación escrita, la frontera con el periodismo se hace muy porosa. En ambos casos, la historia del presente y el registro informativo de lo inmediato, hay un sentido de la urgencia, una ansiedad por hacer constar y ver las cosas. Esta es la impresión que deja seguramente en los lectores el volumen Días contados. Lucha, derrota y resistencia del Perú en pandemia, crónica de muchas facetas escrita a dos manos por Rafaella León y Luis Jochamowitz. 

El título es bastante explícito y se suma ya a una serie de libros aparecidos durante los oscuros e impredecibles meses que empezamos a vivir en marzo del año pasado. Sin embargo, la intención que declaran los autores de hacer de esta escritura una crónica “sanitaria” y “política” ofrece, sin duda, un matiz que nos aleja de la perspectiva intimista y coloca el relato en un horizonte más amplio (Lima, por defecto), a modo de estrategia para entender, aun inicialmente, los múltiples sentidos que adquiere el Covid 19 en relación con la vida peruana. 

La pandemia ha sido (lo es todavía) un termómetro social, un medidor de presión, un muestrario de conductas y reacciones, una caja de sorpresas. Ha sido campo fértil para la posverdad, para la desinformación y pésimas prácticas mediáticas y, también, para desarrollar la conciencia de la carencia, para transparentar una serie de desigualdades ocultas bajo el canto de sirena de las cifras macroeconómicas, dudoso escudo protector contra la menor insinuación de cambio o reforma.

El libro se centra sobre todo en el año 2020 y es una sugerente exploración de entresijos y detalles observados con rigor y precisión y abarca una vasta serie de sucesos. El libro se inicia con las primeras noticias de la epidemia, en un lugar muy remoto, en teoría ajeno a nosotros hasta que llegó ese día de marzo en que se declaró la cuarentena general. Anotan los autores (y los sigo en eso): “Durante décadas se discutirá sobre la cuarentena general del 2020, su efectividad y sus costos. En ese momento, sin embargo, nada se sabía y todo era posible. Los responsables políticos tenían en sus manos decisiones de una magnitud difícil de comprender” (p.45). Queda para la postal que fuimos el primer país de la región en ordenar una cuarentena. 

Como en los buenos relatos periodísticos, los hechos no están solos. Vienen también acompañados de las impresiones de sus narradores. El inicio del capítulo 3 (“El presidente confinado”) es muy ilustrativo al respecto: “La nueva edad del mundo comenzó con una rara belleza. Grandes avenidas vacías, autopistas silenciosas, cielos despejados, fauna silvestre que reaparecía tímidamente, como si nos hubieran estado observando desde lejos y se atrevieran a volver ahora que habíamos desparecido, nosotros, la plaga” (p.55). 

Los episodios van sucediéndose. Aparece un perfil de Vizcarra, pieza infaltable del museo del vilipendio (del merecido en todo caso), se relata el desconcierto y el miedo producidos por el aislamiento social y se enfoca un punto que mucha prensa tocó en su momento pero luego prefirió silenciar: los retornantes (a la larga una cadena de contagio), aquellos caminantes que en su desesperación abandonaban Lima para volver a sus poblados, donde al menos podrían probar bocado.

El diseño narrativo parece corresponder a la lógica (no declarada) de un diario. En su linealidad, se dibuja el drama de la pandemia de una manera sobria y contenida, aun cuando muchos de los sucesos narrados podrían despertar enorme repudio en uno. Dos ejemplos: el tristemente recordado “vacunagate” (pp. 345-356) y el comercio del oxígeno medicinal, cuya subida de precio se encargó de mostrarnos el rostro más inhumano e indolente del mercado, para no olvidar el sistema de robo y pillaje de balones procedentes de los hospitales, así como los esfuerzos por solucionar esta enorme y aguda crisis respiratoria (pp.167-170 y 297-328).

Hay mucho más, por supuesto. Personajes de perfil heroico, otros aborrecibles; historias que indignan y conmueven, abundantísimos palos de ciego para darle cara a una situación desconocida y que sorprendió al país, literalmente, en ropa interior. Una crónica del desconcierto y la desesperación. Y al fondo, algo de luz. 

Días contados. Lucha, derrota y resistencia del Perú en pandemia. Lima: Planeta, 2021. 

Libro-Días contados

 

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Alonso Rabí Do Carmo es profesor ordinario de la Universidad de Lima, donde imparte cursos de Lengua, Literatura y Periodismo. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y obtuvo el Doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Colorado. Ejerce el periodismo desde 1989.

 

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Libro, Pandemia, Rafaella León y Luis Jochamowitz
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