Se trata, pues, de un escritor muy desigual, en el que la fama es confundida como prestigio y por lo tanto quienes están predispuestos a la adoración caen como polillas ante la luz.
En cuanto a sus ensayos, suelen estar llenos de datos equivocados o manipulados, como el polémico La utopía arcaica, en que más se notan sus fantasmas con respecto a la cultura andina que la verdadera esencia y sentido de José María Arguedas, o La sociedad del espectáculo, en que hace gala de un elitismo trasnochado que, jocosamente, contradijo con su propia sobreexposición farandulera mientras sostenía su relación adúltera con Isabel Presley. Cada quien puede hacer con su vida personal lo que le plazca, pero cuando se es figura pública hay que guardar un mínimo de coherencia, ¿no creen?
El segundo aspecto del caso Vargas Llosa es la legión de ayayeros que se han revelado tras la aplastante exposición mediática en la que nos vemos sumidos día a día. No hablemos ya de los que tienen poca formación literaria, sino de aquellos que, incluso con doctorado, se arrodillan frente al pensamiento único que la posición política del Marqués implica. Los nuevos y no tan nuevos cortesanos le perdonan su apoyo a Keiko Fujimori, sus mentiras sobre el fraude de Castillo, su posición condenatoria sobre los pueblos indígenas, su espaldarazo al régimen actual de Dina Boluarte (manchado en sangre), sin mencionar su larguísimo récord de defensas acérrimas del neoliberalismo depredador que ha propalado en los últimos cuarenta años.
Algunos dirán que peco de mezquina. Así llaman ahora a todo aquel que se atreve a señalar al rey desnudo. Como en la fábula de aquel monarca al que nadie se atrevía –de puro temor– a decirle que andaba sin ropas hasta que un niño inocente no tuvo reparo en hacerlo, así pasa con el Marqués, cuyos flagrantes bemoles literarios y políticos resultan graciosamente soslayados por los turiferarios de turno.
Cada quien se pinta como lo que es. La historia de la literatura peruana está plagada de estos personajes.
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Mario Vargas Llosa