En apenas cinco meses el gobierno del Presidente Pedro Castillo ha tenido que sortear varias olas. No obstante, la que se avecina, producto de la peste que se niega a dejarnos y que más bien arremete con la variante omicron, puede ser la más devastadora en términos de políticos, económicos y de salud. Más que el torpe intento de la vacancia esta será su prueba de fuego. Como ya se ha hecho costumbre el panorama se presenta sombrío. Nos vuelve a encontrar poco preparados, a pesar del gran avance en la vacunación, sin las suficientes pruebas de descarte, los hospitales abarrotados, las camas UCI insuficientes, los ciudadanos y los empresarios poco dispuestos a aceptar más restricciones y una inestabilidad política que sólo contribuye al caos.

Con un gobierno enclenque y una oposición agazapada y lista para irle a la yugular al menor desatino, el Presidente y quienes lo acompañan deberán demostrar de qué están hechos. Si todo se maneja con prudencia, buena gestión, celeridad y se toman las medidas necesarias, por impopulares que estás sean, con la finalidad de que los estragos de la tercera ola no resulten tan catastróficos como los de las dos anteriores, el gobierno encontrará una oportunidad de oro -tal vez la última- para recuperar la sintonía con el pueblo y tomar el aliento necesario para realizar las reformas prometidas.

Conjurado el intento de vacancia y sabiendo que ésta se mantiene como la espada de Damocles pendiendo sobre su cabeza, el Presidente tendría que hacer un llamado a la unidad nacional para afrontar esta tercera ola. Recoger la valiosa experiencia y lo aprendido en las dos primeras para no cometer los mismos errores. Hacer un parte aguas entre los que verdaderamente se comprometen a poner todos sus esfuerzos para vencer al enemigo común que es la pandemia y aquellos que quieren aprovechar políticamente la muerte inminente de cientos de compatriotas para sus propios y mezquinos intereses políticos o de grupo.

Deponer las diferencias ideológicas es imprescindible, pues ante un enemigo común sólo Caben soluciones en común. Mezquinar los grandes y rápidos avances que este gobierno ha logrado en la vacunación sería miserable. De igual manera, se debe tomar la experiencia y permitir que sean los expertos quienes, con la orientación política brindada por el gobierno, sean quienes hagan su trabajo. Fue un acierto del gobierno, por ejemplo, no ceder a las voces que exigían la privatización de las vacunas y hoy vemos los resultados con las grandes mayorías populares vacunados con las dosis completas.

Esta tercera ola puede servir también para mostrar que, especialmente en temas de salud, educación y seguridad, no todo puede dejarse librado al mercado sin ningún tipo de regulación. Es momento que el Estado asuma su papel y tome las riendas para garantizar la atención de los más vulnerables, de aquellos que históricamente han sido olvidados por un modelo de bonanza sólo para unos pocos y que nos condenó a tener el peor sistema de salud de la región.

No es causal que la cifra de muertos en el Perú sea una de las más altas del mundo. Eso se debe al abandono histórico de la salud pública en el país. Tampoco es casual que aún no hayamos sido capaces de garantizar el retorno de nuestros niños de los colegios. Eso también se debe al abandono histórico de la educación pública. En cinco meses no se pueden resolver esos temas, pero sí se puede tener la clara decisión de hacerlo y empujar todos los esfuerzos en lograrlo. Una agenda mínima de no más de cinco puntos en los que todos nos comprometamos a trabajar en conjunto y en unidad sería un gran logro después de tanta confrontación.

La pandemia también ha dejado en el Perú una de las tasas de huérfanos más alta del planeta. Más de 93 mil niños se han quedado sin padres o cuidadores. Toda una generación marcada por la desgracia de la muerte y el abandono por parte del Estado. Por ello, desde aquí hacemos un llamado al Congreso de la República para que apruebe el proyecto de ley presentado por la Ministra de la Mujer, Anahí Durand, para que más de 80 mil nuños puedan acceder a una pensión de orfandad. Esa es la política de un gobierno que mira con atención a los más necesitados y vulnerables. Este proyecto aguada su aprobación desde hace más de un mes. Un mes en que nuestros niños habrían podido tener alguna ayuda para paliar la terrible situación en la que se encuentran. Ad portas de la tercera ola esta ayuda se hace imprescindible. Ojalá que el Congreso entienda que no hay nada más importante que los niños y permita en esta legislatura que esa pensión se haga realidad. Esa podría ser la muestra de que para todos lo primero es la defensa de la vida.

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Hoy el Congreso de la República deberá mostrar al pueblo peruano de qué está hecho. Deberá decidir si aprueba o no una de las embestidas más fuertes y funestas en contra de la universidad en los últimos 20 años. Los congresistas deberán decidir si se colocan del lado del país que necesita de una adecuada educación superior o si se coloca del lado de los mercaderes de la educación que con intereses mafiosos se han dedicado hacer fortuna estafando a los más necesitados.

La universidad es la madre del alma de una nación. Si una se envilece arrastra a la otra. Por ello, no nos debe sorprender que la peor crisis de nuestro sistema universitario surgiera bajo el régimen más envilecido de nuestra historia, la dictadura fujimorista. La universidad es la encargada de formar a la élite dirigente, a los científicos, humanistas, profesionales que deberán cargar en sus hombros el desarrollo material y espiritual del país. La defensa de la universidad es la defensa del destino de todos nosotros como sociedad.

Es cierto, como anota Nicolás Linch, que la Contrarreforma universitaria se inició en el momento mismo en que la tecnocracia neoliberal, liderada por el ex ministro de educación Jaime Saavedra, logra introducir un elemento extraño a la universidad como la SUNEDU: “Saavedra y su grupo obtienen lo que querían tomando por asalto una ley en cuya elaboración no habían participado hasta el momento final y usan esta oportunidad para desarrollar un proyecto mayor: la segunda fase de la privatización universitaria, hoy en curso en el Perú. Han tenido la audacia de poner las cosas al revés y tener éxito, por el apoyo mediático que ostentan, llamando “reforma” a lo que en el fondo es una “contrarreforma” de la educación universitaria” (La universidad y el poder en el Perú: Los último cien años). En todos los proyectos de ley anteriores a este se hablaba de un Consejo Nacional de Universidades que reemplazaba a la funesta Asamblea Nacional de Rectores (ANR). Se trataba de un organismo surgido del seno mismo de la universidad, pues se entiende que ésta siendo el reino de la inteligencia no puede aceptar ninguna entidad extraña a ella que la controle.

Lo que se ha logrado con la tergiversación de la mal llamada reforma universitaria es acentuar el modelo de una universidad para el mercado dejando de lado los ideales que la inspiran y guían. La SUNEDU actúa como una suerte de comisario de la educación superior atreviéndose a ir más allá de sus funciones, como la de otorgar autorizaciones de funcionamiento, sino que los burócratas también revisan los programas académicos y hasta pretenden supervisar el modo en que un profesor debe dictar su curso con odiosos formatos, carpetas, escritorios, y un largo etcétera de instrumentos que sólo ha logrado burocratizar aún más la función de los profesores.

Lo que sucede es que el debate sobre la autonomía y la excelencia de la educación universitaria (nos negamos a usar el concepto de “calidad” importado de la administración) se encuentra mal planteado. No se puede colocar en los términos en los que ahora se entiende como si se está a favor o en contra de la SUNEDU. Es cierto que ha habido algunos avances en cuanto a la investigación, pero los términos de la discusión deben ser mucho más amplios que eso. La autonomía tiene que ver con la libertad en el gobierno universitario para poder decidir sobre sus propios programas académicos, los cuales no pueden estar sujetos a la lógica del mercado pues, de lo contrario, prácticamente no habría cabida para las humanidades o las ciencias básicas, por ejemplo.

La universidad y en especial la universidad pública no podrá tener autonomía mientras el Estado le siga otorgando menos de la mitad del presupuesto que necesita para subsistir. Es una vergüenza que la universidad pública tenga que financiarse de sus “recursos propios” mientras que la tecnocracia neoliberal ha tergiversado el programa de Beca 18 que hoy sirve para financiar a las universidades privadas. La universidad pública no puede ser la última opción para sólo para los pobres, en un país que se quiera a sí mismo, la universidad pública debería ser la primera opción para todos.

Con todo esto, lo que pretende hacer el Congreso es nefasto pues significaría un retorno a una situación aún peor a la que vivimos hoy. La mafia y el oscurantismo se han juntado para pergeñar un atentado contra la universidad y sus fueros. Ya lo hicieron permitiendo una moratoria en la que se premia a la mediocridad de algunos profesores que ni una maestría ha podido obtener en tantos años y aun así tienen la osadía de seguir enseñando. Ponernos del lado de la defensa de la universidad en esta coyuntura significa estar en contra de este atentado al alma misma de la nación.

Hace casi cien años Don José Ortega y Gasset nos legó su inmortal texto sobre la Misión de la Universidad, en el que señalaba que ésta tiene tres funciones básicas: la transmisión de la cultura (la más importante), la profesionalización y la investigación. No se cansaba de abogar por que la universidad dejara de ser una fábrica de “bárbaros profesionales”. Ahora que los padecemos podemos entender la importancia de tener universidades de excelencia y con un profundo compromiso con la inteligencia y el desarrollo espiritual del pueblo.

El tema de la universidad es demasiado importante para dejarlo en manos de los políticos y menos aún de los que tenemos. Incluso para dejarlo en manos de algunas autoridades universitarias que no tienen idea de lo que sea una universidad. Ha sido lamentable ver el espectáculo de la ignorancia de balbuceantes gentes tratando de defender lo que a todas luces es el negocio de una mafia que no ha escatimado en degradar a la universidad y al país. 

En este sentido, y hablo como un profesor sanmarquino que ha dedicado su vida a la universidad pública, que las autoridades de San Marcos, la universidad que prefiguró a nuestro continente, se hayan coludido con los intereses subalternos de quienes quieren perpetuar a los pobres en la ignorancia, resulta escandaloso y decepcionante. Nos toca a sus profesores y estudiantes hacer realidad la misión que nos legó el querido siempre recordado maestro sanmarquino Juan Abugattás: “Yo estoy convencido que toca una vez más a San Marcos asumir un real liderazgo en esta difícil tarea. Su peso histórico, su prestigio secular, el hecho que no haya permitido que criterios de ventaja inmediatista o crematísticos la afecten esencialmente, la coloca en un lugar privilegiado. Tal vez haya llegado la hora de convocarnos todos a una movilización permanente para sentar las bases de una renovación profunda de nuestra vieja casa, una renovación enérgica y contagiosa que pueda ser luego emulada por el conjunto de las universidades del país y que se haga orgullosamente, con esperanza, a paso de vencedores y con la mirada puesta en el gran destino que, si así se lo propone, puede tener el Perú”. 

 

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El fracaso del intento golpista por vacar al presidente nos deja algunas lecciones de las que debemos aprender. En primer lugar, la vacuidad de un escenario político que se mueve más por emociones, intereses y mezquindades que por razones y compromisos. El uso apresurado de lo que debería ser la última ratio en toda crisis política no sólo la deslegitima sino que la convierte más en un arma de venganza que en una salida a una crisis insostenible. Querer vacar a un presidente en su quinto mes de gobierno no sólo es  un despropósito sino que también el síntoma de la desesperación que algunos deben sentir al saber que ya no tienen el control del poder que les ha permitido siempre hacerse de buenos “negocios” en base a las relaciones y amistades en algún puesto del gobierno.

Este torpe y ridículo intento lo que ha demostrado es desesperación antes que cálculo. Por eso, se les cayó de manera tan estrepitosa porque no tenían ningún sustento más que sus malas intenciones. Esto, al contrario, ha servido para fortalecer al gobierno y darle aún mayor legitimidad. Podría ser un triunfo pírrico pero por el momento es un triunfo que si se sabe capitalizar puede catapultar las tan ansiadas reformas que el pueblo está esperando.

El gobierno del profesor Pedro Castillo tiene ahora, nuevamente, la oportunidad de llevar adelante el cumplimento de los anhelos de quienes lo eligieron. Cuidando al extremo sus modos y formas de conducirse en el poder, los nombramientos impertinentes, transparentando sus acciones, castigando de manera ejemplar a quienes cometan algún acto de corrupción, puede ganar el espacio de legitimidad que ha venido perdiendo y tomar la fuerza para iniciar la reforma tributaria y la renegociación con las mineras y las empresas de gas. 

El presidente Castillo carga con la responsabilidad de haber sido elegido no para hacer más de lo mismo sino para iniciar una gran transformación del Estado que, por fin, se ponga del lado del que menos tiene y al que más se debe. Esto es lo que algunos grupos de poder temen tanto. Por ello, al rótulo de ineficiente le han querido colocar el san Benito de corrupto, pero han fallado y ahora se abre una nueva oportunidad.

En este corto tiempo si el gobierno afina la estrategia puede iniciar una segunda etapa con el reacomodo de fuerzas y sin perder de vista la razón de su permanencia en el poder. Es momento de consolidar si equipo y emprender acciones, ya pasó el tiempo de los discursos y toca ahora demostrar con hechos que las verdaderas razones de la vacancia eran que no se quiere que se cambie nada. Ese debe ser el objetivo prioritario del gobierno en estos momentos.

Aquí ha ganado la gobernabilidad. El verdadero problema por el que atravesamos no es el enfrentamiento entre la derecha y la izquierda, sino el de la corrupción, el narcotráfico, la minería y tala ilegal, esas son las acciones delictivas que han erosionado nuestra alma nacional. Ese es el verdadero enemigo. Alguno de los extremos enfrentados debería hacer un llamado por un Acuerdo por el Perú. Uno en el que puedan participar todos y buscar puntos mínimos de consenso. Ahí se sabrá quienes están de qué lado.

La magnitud de la crisis, en medio de una pandemia que sigue cobrando muertos y que amenaza con recrudecer, no puede distraer al gobierno de sus dos objetivos centrales: la salud y la reactivación económica. Son sus prioridades y teniéndolas como objetivo central debe emprender todas las otras reformas que ha ofrecido para transformar el rostro del Perú.

Tal vez a los señores de siempre no les guste, pero este gobierno tiene un mandato claro al que no puede traicionar sin traicionarse a sí mismo y al pueblo que lo eligió. Por eso, las arremetidas, las fabulaciones, las intrigas y las bajezas. Si sabemos escuchar la voz del pueblo entonces tal vez se puedan llegar a los acuerdos mínimos y necesarios para mantener nuestra endeble democracia y la estabilidad.

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Un fantasma recorre el gobierno, el fantasma de la vacancia. Desde antes de asumir oficialmente el cargo de presidente de la república Pedro Castillo ha estado bajo asedio. La vacancia, como la espada de Damocles, pende sobre él. Como nunca antes, el presidente Castillo no ha tenido un minuto de tregua. Su elección trató de ser desconocida con un falso fraude, se amenazó con elevar el dólar a 6 soles, las inversiones se contrajeron, la prensa dejó de informar para ir a la ofensiva militantemente, los grupos del poder fáctico nunca se resignaron a que perdieron las elecciones y ya no tenían más a los ministros a su disposición.

Sin embargo, también es cierto que el gobierno les ha hecho muy fácil el trabajo. Los nombramientos inoportunos, la vocación por la falta de transparencia, la torpeza política de no contar con operadores adecuados y el estilo sinuoso de gobernar, nos han conducido en pocos meses a la posibilidad de la vacancia y por tanto la total desestabilización del país. Por momentos, pareciera que de manera inconsciente el presidente Castillo quisiera que esto suceda. De otra manera, no se entiende esa persistencia en el error y ese ponerse cabe a sí mismo en todo momento. 

El reglaje (video-vigilancia?) al que ha sido sometido el presiente – algo que parece haber sido realizado o asesorado por profesionales capaces de evadir los controles de seguridad del Estado- sólo hace parte de un plan mucho mayor orquestado y financiado, tal vez, desde el momento mismo de su elección. Sólo en ese contexto cobra sentido lo que parecía un inoportuno y solitario pedido de una congresista, hija de un beodo adicto a las dictaduras, para el que se organizó una escuálida marcha a sueldo y que o contaba con el respaldo de la mayor parte de congresistas. Pero, todas estas acciones de pronto cobran sentido con el “reportaje” donde se revelan las citas clandestinas del presidente.

Ahora nos la vemos en el momento más crítico en lo que va del gobierno y otra vez atizado por lo que más que una explicación pareció una confesión de parte del presidente Castillo. Tal vez sea cierto que no ha habido nada irregular en esos encuentros -que, por otra parte, no son nada extraños en cualquier gobierno- pero para eso debe exigirse y realizarse la más rigurosa investigación por el bien mismo del gobierno y del país. Con la fragilidad que tiene, sumada a su total falta de reflejos políticos el gobierno no puede permitirse que el halo de la sospecha de la corrupción lo persiga. Eso sólo lo puede conjurar una investigación objetiva e imparcial.

El presidente de la República no es quien otorga la buena pro en una licitación, para eso existe un comité, que se investigue a fondo cuándo fueron nombrados, quién es el responsable, etc., que se ordene una auditoría a todas las obras que ha ganado esta empresa en los gobiernos anteriores. Lo que no se puede es no hacer nada pues eso sólo sigue alimentando el morbo y la sospecha pues aquí está en juego algo más que el gobierno y su estabilidad. Está en juego la institucionalidad y la viabilidad del país.

La mayoría de los peruanos votaron por Pedro Castillo más que por sus propuestas por lo que él representaba. La posibilidad de que los excluidos sean por primera vez representados. Fue un voto de hartazgo y de desesperanza en un sistema que no da para más, ahí el mayoritario respaldo al cambio de constitución. Su elección fue la expresión del rechazo a un sistema corrupto, ineficiente y que perpetua la desigualdad y exclusión. Por eso es tan grave si se llega a comprobar si este gobierno es más de lo mismo. Los ciudadanos ya no sólo quedarán rabiosos y desesperanzados sino también heridos por la traición y sin liderazgos a la vista el rumbo del país se hace absolutamente incierto.

La vacancia no puede ser un ejercicio caprichoso que se use cada vez que a alguien no le guste el que está gobernando. El legislador la pensó como una medida excepcional, pero cuando la excepción se vuelve la norma entonces volvemos al gobierno del más fuerte. Quienes promueven de manera irresponsable la vacancia deberían ponerse a pensar en las consecuencias que podría tener el jugar con fuego y el gobierno debería someterse a una investigación seria y empezar a gobernar con total transparencia que para eso fue elegido.

Nuestro país se encuentra a la deriva, sin rumbo. Navegamos bajo la tempestad sin capitán y con las ratas devorándose entre ellas por unas migajas de pan. Es en momentos cruciales como este en que se hace imperioso detenerse a pensar de uno y otro lado qué es lo mejor para todos “porque el enojo mata al insensato, y la ira da muerte al necio” (Job 5:2).

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Congreso de la República, Perú, vacancia presidencial

Aristóteles, respecto de la filosofía, sentenció para siempre que “todas las ciencias son más necesarias que ésta; pero mejor, ninguna” y esto porque la caracterizó como la “única ciencia libre”. En suma, la filosofía no sólo es la obra suprema de la razón humana, sino, también la expresión máxima de la libertad humana. Una libertad que no conoce las ataduras del dogma, el interés, la ideología, los prejuicios, las opiniones y ni siquiera la de las inclinaciones. Es el actuar libre del pensamiento que muchas veces se vuelve contra sí mismo si ve la necesidad de corregirse, criticarse, encontrar nuevos y mejores rumbos. Es por eso, que la UNESCO acordó hace muchos años ya dedicar un día al año para celebrar a la más excelsa de todas las creaciones del hombre, la libertad que entraña el pensar.

Hemos dicho que la filosofía no conoce de ataduras porque su fin no es alcanzar sino buscar la verdad. El filósofo, a diferencia del sabio, no es aquel que pontifica desde una verdad petrificada, sino que es aquel que ha dedicado su vida a la búsqueda incesante de la verdad. Su sino es más trágico, pues se sabe en el interregno entre la sabiduría y la ignorancia en esa zona gris en la que sólo puede llegar a conquistas parciales y siempre precarias. Pues vive en la paradoja de que su sabiduría consiste no en lo mucho o poco que sea capaz de conocer, sino en saberse ignorante. Sin embargo, al igual que Sísifo, hay que imaginarlo feliz.

La recompensa, si alguna la hay para quien ha decidido dedicar su vida a la búsqueda de la verdad, es el poder sentir el vértigo de la libertad. Su contacto y diálogo permanente con los otros que como él pensaron, si es honesto, le permiten ver todo en perspectiva y en contexto. Por eso, es un error estudiar la filosofía históricamente, eso supone encerrar el pensamiento en los muros de la cronología. Seguimos dialogando con los tan contemporáneos Heráclito o Platón, cuando leemos un libro de filosofía están ahí, de alguna manera, presentes todos los filósofos que antes han pensado los mismos problemas más allá del orden en los que los pretendamos colocar.. La filosofía es el diálogo permanente inaugurado hace más de dos mil quinientos años en Jonia por unos hombres que maravillados por los fenómenos que a simple vista pueden ser los más comunes, imaginaron otra manera de abordaron y descubrieron la posibilidad de la búsqueda del conocimiento por el conocimiento mismo, planteándose los problemas más urgentes que hacen retumbar el sentido mismo de nuestra existencia.

La filosofía, como bien anota Heidegger, es “el extraordinario pensar acerca de lo ordinario”. Es decir, sus temas y sus problemas son los que aquejan a la humanidad en su diario vivir. Por ello, aunque muchas de sus gramáticas resulten obtusas, complicadas, abstractas y hasta estériles, esos son los difíciles caminos del pensar. No es posible abordar los problemas en torno al sentido de la existencia, el conocimiento, la verdad, la moral, de una manera baladí y simplona. Pensar los abismos de la existencia requiere no sólo un gran coraje sino también la exigencia de llevar a la razón hasta sus propios límites en los que lo inasible muchas veces no se puede instanciar en palabras. Como decía Demócrito las palabras son sombra de obras, pues petrifican lo que está sujeto al misterio del tiempo, tratan de atrapar el instante y crean la ilusión de lo permanente.

Muchas veces se ha tildado a la filosofía de una actividad banal e inútil y a quien la practica como un hombre distraído y alejado del mundo. El hombre apresurado, acostumbrado a la inmediatez y reñido con el pensamiento lanza esa acusación desde su limitación. Es cierto que la filosofía no ofrece soluciones sino problemas. Nos abre la posibilidad de enfrentarnos ante aquello que nos subyuga por lo irresoluble pues en el fondo es lo que toca las fibras de nuestra existencia. Para qué queremos meras soluciones si con ellas vamos a tener meros hombres de hechos, gente incapaz de ver más allá de sus narices y que como cualquier ser irracional se conforma con aquellos que de alguna manera ya le ha sido dispuesto. Precisamente, para salvar lo que de humano hay en cada uno de nosotros es que existe la filosofía.

Pero, su realización también conlleva una enorme responsabilidad pues el filósofo, en su calidad de arconte de la verdad, es el que con la gravedad de su palabra y su pensar pronuncia aquello que los demás no pueden decir. Es por eso, que la filosofía debe siempre cumplir una función liberadora. Darle palabra a los que no la tienen, mostrar los horadados caminos por los que se pueda transitar hacia la libertad. Esa es la responsabilidad más importante del filósofo. No la de ser un mero profesional del argumento o un exégeta encerrado en una torre de marfil. Sino, una persona capaz de dialogar con otros modos de pensamiento, de sentir y vivir en el mundo, de confrontar su pensamiento y su saber con el de otros pueblos y tradiciones en una auténtica polifonía del logos. Esto, por supuesto, no supone –como afirman muchos enanos del pensamiento- una renuncia al estudio riguroso y meticuloso de los clásicos. Al contrario, no creo que haya experiencia más subyugante que la del gozo que puede significar enfrentarse, siempre dispuesto a aprender, a una de esas grandes conquistas del pensamiento que suponen los grandes libros que han escrito los filósofos.

Hay una belleza en el pensamiento, en el argumento bien construido, en una idea que nos saca de nuestro lugar de confort, en la gravedad que supone el salirse de la actitud cotidiana para poder reflexionar sobre ella. Todo ello, y más, es lo que permite la filosofía entrar en contacto con la expresión más sublime de la humanidad. Pero también, es riesgo permanente porque la verdad siempre incomoda. Los hombres, como los prisioneros de la caverna, prefieren siempre vivir encadenados de cara a las sombras. Por ello, la misión irrenunciable de la filosofía es la de educar para sacar a las personas de la ignorancia. Ya la ignorancia mató a la filosofía cuando condenó a muerte a Sócrates y con él a todos aquellos compañeros de ruta que se atrevieron a incomodar al poder con su pensar libre y crítico. Ese es el riesgo del filósofo, la incomprensión que muchas veces se paga con la vida y otras con la pobreza, la marginación, la postergación o simplemente con la indiferencia. Ante todo ello, en este día en que el mundo celebra a la filosofía, recordemos lo que nos legó como misión el sabio emperador Marco Aurelio: “Los hombres han nacido unos para los otros, edúcalos o padécelos.”

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Aristóteles, Filosofía, UNESCO

Esta semana ha revelado una total falta de institucionalidad y respeto mínimo a las reglas y normas que deberían imperar en un Estado de Derecho. El gobierno parece no darle tregua a cualquier mínimo intento de estabilidad. Tras la tensión desatada entre el presidente y su premier por el mantenimiento del defenestrado e impresentable ministro Barranzuela, le siguió la publicación de los audios del ministro de transportes cediendo la reforma del mismo a la improvisación de las kombis que tantas muertes han traído. Pero, por si no fuera suficiente, hoy nos la vemos con una seria denuncia, que involucra a las esferas más altas del gobierno, en el intento de manipulación en los ascensos de generales en las fuerzas armadas. Como se aprecia, estamos ante un panorama desolador en el que la ley parece no tener ningún valor.

El establecimiento y mantenimiento de un Estado de derecho ha sido una conquista muy dura en la historia. Llegar a establecer como un sentido compartido que la mejor manera de convivir es mediante el imperio de la ley, como contenedora de los impulsos autoritarios, es el mayor logro de la civilización occidental. Por ello, a las mentalidades y sociedades pre-modernas les cuesta tanto hacer el tránsito, pues siguen considerando al Estado como su botín en el que pueden hacer lo que mejor les parezca con tal de mantenerse en el poder.

Lo peor de la situación política que vivimos es que la profunda inestabilidad no es producto de un programa de gobierno transformador que esté removiendo las bases mismas de una sociedad excluyente y oligárquica. Lo que vivimos no es producto de una serie de reformas profundas que se hayan impulsado en estos cien días. Por el contrario, la inestabilidad es producto, por un lado, del rosario de desaciertos del gobierno principalmente en el nombramiento de ministros y altos funcionarios y, por el otro, una derecha obsesionada con la vacancia del presidente que no ha dado un minuto de sosiego. 

En ambos casos el factor común es la manipulación de las instituciones y de la legalidad para sus fines subalternos. El bien común ha desaparecido del horizonte y del discurso político peruano. Todas suenan a palabras vacías cuando tras ellas sólo se esconden intereses de grupos disputándose el poder. Esta situación tendrá un desenlace impredecible cuando los ciudadanos, especialmente aquellos que votaron por una transformación, sientan sus expectativas totalmente embalsadas e incumplidas. El peligro que nos acecha es que el hartazgo de las personas se traduzca en salidas autoritarias que terminen desbordando el cauce institucional.

La obstinación del presidente por perseverar continuamente en el error lo pueden llevar a una ruptura con su premier. Si eso se llegara a suceder sumergiría a su ya endeble gobierno en una vorágine de la que tal vez no haya una salida institucional. Estamos al borde de un precipicio y los políticos juegan por ver quién empuja a quién sin percatarse que todos juntos terminaremos cayendo por su irresponsabilidad y banalidad. Perder a una premier que le ha dado un respiro y oxígeno al gobierno sería un despropósito, menos aún si lo hace para mantener a un ministro tan cuestionado y que seguramente igual será censurado por el parlamento. 

Visto está que el principal problema del gobierno no es con sus propuestas de cambios estructurales, porque hasta ahora no ha iniciado ninguno. Su problema central está con los funcionarios que designa, se torna entonces en un problema de personas que no de políticas gubernamentales. Está gastando tiempo y esfuerzo en defender personas, muchas de ellas indefendibles, en ligar de dedicarlo a lo que los ciudadanos esperan y para lo que lo eligieron. Aún es tiempo de volver al rumbo de la apuesta por el cambio dentro de la institucionalidad donde la ley no sólo se acate sino también se cumpla.

 

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Hablar de derecha e izquierda extrema se ha vuelto un pleonasmo. Ambos espectros son meras caricaturas carentes de programa, estrategia y capacidad de aglutinar a los ciudadanos sobre la base de algunos principios o ideales comunes. Se han reducido a ser un recital de eslóganes sin ningún contenido que exprese siquiera una idea. Lo que nos muestra este siglo es que la idea de Marx de que todo lo sólido se disuelve en el aire se ha cumplido en una profecía autocumplida incluso para la propia izquierda que también ha perdido su capacidad utópica de proponer una alternativa social y se ha conformado con meros maquillajes en que prometen cambiarlo todo para que nada cambie.

Consecuencia de una postmodernidad que ha vaciado de contenido todo relato unificador, Marshall Merman parece tener razón cuando señala que la modernidad es una “unidad en la desunión”, es decir, que se alimenta de su propia desintegración. Por eso, vemos hoy como la derecha se ha reducido a ser la vocera de un fascismo que, como siempre, ha reemplazado el pensamiento por el cliché; y la izquierda, se limita o administrar el status quo o a ser sólo un discurso beligerante pero impracticable.

Esta situación global no es ajena a nuestro país donde asistimos al penoso y, a un tiempo, peligroso espectáculo de ver cómo tanto a la derecha y la izquierda les cuesta ser democráticas, al punto de parecer dos versiones con más coincidencias que discrepancias en sus planteamientos igualmente conservadores y reaccionarios cuando se trata de apuestas populistas o de derechos.

La raigambre autoritaria de ambas las ha llevado a un campo muy reducido de acción a quienes desde una perspectiva liberal tanto de derecha como de izquierda apuestan por un sentido de la democracia traducida en igualdad y justicia. Lamentablemente, ese espacio hoy inexistente de centro ha sido aplastado por una ciudadanía que ve en los extremos la posibilidad de salida a la crisis humanitaria que hoy vive el país. En el Perú, la ciudadanía parece estar convencida que no es el momento de las “reformas responsables” que aupadas en la tecnocracia nunca pudieron llegar a solucionar la exclusión de las grandes mayorías.   

No se trata de una crisis de la derecha. En el Perú nunca supo esta convivir democráticamente. El último experimento democrático de la derecha fue el de la república aristocrática con el civilismo a fines del siglo XIX, luego prefirieron siempre la salida dictatorial y autoritaria. Nunca tuvieron ni sintieron, hasta este siglo, la necesidad de confrontarse en el debate democrático y es por eso que siempre perdieron las elecciones aunque luego terminan gobernando con la instalación del discurso de la tecnocracia y la eficiencia. Pero, su raíz es el autoritarismo fundado no sólo en la exclusión sino fundamentalmente en el racismo y la violencia. Decir que la derecha está en crisis es aceptar que en algún momento suscribió un discurso democrático y nunca lo hizo. Al punto que su candidata durante lo que va del siglo fue la representante del autoritarismo corrupto del que siempre la derecha se alimentó en el Perú.

Por su parte, con la izquierda las cosas tampoco son muy diferentes. Si bien, es cierto, que en más de una oportunidad sí pudo ganar la elección con su discurso reivindicativo (Humala) también es cierto que rápidamente fue capturada por un sistema diseñado para no poder escapar de él. Ese también es el herrumbroso camino por donde transita el gobierno del presidente Pedro Castillo. Un gobierno que al ritmo que lleva se le hará muy difícil poder cumplir con sus ofertas de cambio. No se trata sólo de inexperiencia, incompetencia o falta de liderazgo, hay un problema más profundo que tiene que ver con una izquierda que nunca se preparó para gobernar desde fuera de los cánones del neoliberalismo que hoy encorseta al gobierno impidiéndole llevar adelante alguna transformación.

En este escenario ambos, derecha e izquierda, se limitan a jugar quién es más radical y aceptan unas reglas de juego que coloca a ambas al borde del precipicio. Lo alarmante es que no se avizora, al menos en lo inmediato, ninguna alternativa en el horizonte político. Tratar de democratizar las tradiciones, que, al menos, en el Perú siempre han querido andar al borde de lo democrático es una tarea para la no sabemos si tendremos tiempo y espacio frente a las necesidades urgentes de los ciudadanos. Es tiempo de que programas como el de una izquierda y una derecha democráticas, hoy en franca minoría, continúen dando la lucha en la disputa por el espacio simbólico más allá del inmediatismo.

El compromiso con los extremos sólo nos llevará a la polarización y la incapacidad de seguir sosteniendo una endeble democracia. Se requiere construir nuevos liderazgos con un firme compromiso democrático, cívico y ciudadano que plantee de cara al país que las transformaciones son no sólo necesarias sino posibles dentro de la propia democracia, es decir, por medio del debate, la discusión y el acuerdo. Que si todo lo sólido se disuelve en el aire también nosotros mismos nos terminaremos desvaneciendo junto con nuestras pugnas.

 

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Las expectativas que la mayoría excluida del país ha depositado en un gobierno progresista y popular como el liderado por el presidente Pedro Castillo podrían verse traicionadas no tanto porque cambie de programa o de consejo de ministros, sino por no poder salir de la trampa que significa la burocracia. Cualquier gobierno con reales expectativas de cambio corre siempre el riesgo de terminar atrapado y preso de las barreras que el propio Estado ha colocado para evitar ese tipo de cambios que constituyen la solución real y efectiva de los problemas de los más necesitados.

Encaramados en las políticas, las directivas, los planes, las matrices, los flujos, las directivas, las cajas de herramientas y cuanta invención exista, los burócratas se las arreglan para crear el artificio de un Estado ideal donde todo funciona bien cuando visto está que todo anda mal. Como diría Basadre, cambiaron las leyes y la nación siguió igual pues hay una fijación por el Perú formal en detrimento de ese Perú real al que este gobierno representa y al que se debe.

En los últimos treinta años, con el discurso de la eficiencia, la eficacia, la gestión pública, etc., el neoliberalismo ha construido un Estado que desde los ministerios y las instituciones públicas hace imposible hacer política y mucho menos aún resolver los problemas reales de las personas. Han creado un corsé en los que los tecnócratas se han encargado, ellos o los costosos consultores, de construir todo tipo de documentos, informes, evaluaciones, diagnósticos, monitoreos, etc., que cada vez alejan más al Estado de las personas.

Se ha creado un mundo paralelo que tiene como consecuencia que a más tecnocracia mayores desigualdades, brechas y exclusión. La esquizofrenia en la que vive el Estado peruano lo hace andar de tumbo en tumbo cuando quiere implementar alguna transformación seria y se estrella con una realidad que no se lo permite por alguna barrera burocrática.

Desde hace mucho la derecha tecnócrata, aquella que puede servir a cualquier gobierno porque vive en las nubes de las formas, es la que controla realmente el funcionamiento del Estado haciéndolo lento, indolente e ineficiente. Es el poder fáctico que ha logrado la más plena aceptación pues se encubre en la eficiencia de papel, los “méritos” que les otorgan sus privilegios y el control del poder real en el funcionamiento estatal.

Esta es la gran barrera a la que se enfrenta todo programa de cambio y en especial uno como el que propone legítimamente un gobierno de izquierda. Esto no significa que la tecnocracia deba ser borrada sino que se la debe dimensionar en su justa medida. Todos los instrumentos que ha desarrollado la gestión pública son un instrumento al servicio de las decisiones políticas que dicte el gobierno. No es el fin sino el medio para servir a las personas. Pero, si tras tantos años de tecnocracia las cosas continúan igual o peor que antes para una gran mayoría de pobres y excluidos que ven a los burócratas llenarse los bolsillos con los impuestos que ellos pagan, entonces quiere decir que algo no está funcionando bien.

La tecnocracia, sus perfiles y sus méritos obtenidos por sus privilegios no deben sacralizarse. Al Estado y al gobierno le corresponde hacer política. No sólo dictar las famosas políticas públicas sino hacer política para poder dar solución efectiva a los problemas de las personas. De lo contrario, el gobierno corre el riesgo de alejarse de aquellos a quienes representa y de quienes confiaron en que un cambio era posible.

El gran dilema que se vive hoy es la dicotomía entre la eficiencia burocrática y la eficacia de las decisiones políticas. Es evidente que al presidente Castillo el pueblo lo eligió no por sus dotes de gestor público, sino por los de un político comprometido con las causas populares y capaz de llevar adelante los cambios que ofreció y en los que los ciudadanos creyeron.

Esa es la gran responsabilidad que tiene ahora. Colocar las cosas en su lugar y darle prioridad a la política por sobre la burocracia obsesionada con la OCDE –que si hubiera sido tan eficiente no tendríamos los enormes problemas que arrastramos-. Un gobierno de izquierda es el llamado a colocar las necesidades de los ciudadanos por encima de los intereses de la derecha tecnócrata, esa que se oculta para conservar sus puestos, pero que también opera para que un gobierno popular fracase.

Es deber de este gobierno recuperar el sentido y la misión para la que fue elegido y no perder de vista las amargas palabras con las que Alberto Flores Galindo se despedía de sus camaradas y compañeros de lucha: «Ahora, muchos han separado política de ética. La eficacia ha pasado al centro. La necesidad de críticas al socialismo ha postergado el combate a la clase dominante. No sólo estamos ante un problema ideológico. Está de por medio también la incorporación de todos nosotros al orden establecido. Mientras el país se empobrecía de manera dramática, en la izquierda mejorábamos nuestras condiciones de vida. Durante los años de crisis, debo admitirlo, gracias a los centros y las fundaciones, nos fue muy bien y terminamos absorbidos por el más vulgar determinismo económico. Pero en el otro extremo quedaron los intelectuales empobrecidos, muchos de ellos provincianos, a veces cargados de resentimientos y odios.»

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Cuando los filósofos liberales modernos imaginaron el Estado muchos de ellos lo hicieron usando la metáfora de un monstruo de tres cabezas tratando de devorarse entre ellas. Precisamente lo que subyace a la teoría de la división de poderes es que estas tres voraces cabezas no puedan tragarse la una a la otra, sino que sean capaces de mantener un frágil equilibrio sin el cuál ellas mismas desaparecerían. En otros términos, si alguna de ellas llega a devorar a alguna otra el monstruo moriría irremediablemente, de ahí que, aunque se repelan se necesiten. Sin embargo, esa necesidad implica también un constante enfrentamiento, pero dentro del juego democrático del respeto a la Constitución que es la que coloca las reglas de ese juego.

Lo sucedido esta semana con la aprobación de una ley de “desarrollo constitucional” (que inevitablemente nos remite a la de “interpretación auténtica” del inefable Carlos Torres Lara) que limita las posibilidades del poder ejecutivo para plantear la cuestión de confianza, deja a ese poder del estado en total desprotección frente al embate de un congreso que ve fortalecido su poder rompiendo de esta manera el ya frágil equilibrio. Los fujimoristas que controlan la Comisión de Constitución han hecho malabares para pasar de un plumazo de una Constitución presidencialista pensada en el delincuente que tienen como jefe a una parlamentarista pensada en la acusada que tienen como líder.

Lo sorprendente de esto es la inoperancia que ha mostrado el ejecutivo al respecto. Mientras le asestaban el golpe más fuerte en lo que va de su gobierno el presidente sólo atinaba a celebrar su cumpleaños, mostrarse como un hombre enamorado y dejar el país a la deriva. El juego de la oposición es claro. Ha aprobado la ley que allana el camino a la vacancia, en diciembre nombrarán a sus magistrados del Tribunal Constitucional para que la avalen y de ahí en adelante la espada de Damocles penderá sobre la cabeza de Castillo.

En lugar de advertir estos peligros que pueden dar fin a su gobierno el presidente ha optado por brindarle toda la protección posible a los líderes de su partido sindicado como una organización criminal. El nombramiento del abogado del los “Dinámicos del Centro” como ministro del interior, es decir, el jefe político de la policía encargada de la captura de los prófugos partidarios del presidente, de los seguimientos y probables capturas de los que aún están siendo investigados tiene un objetivo claro garantizar la impunidad de los que vayan a resultar culpables.

En esa misma línea se inscribe el insólito nombramiento de Richard Rojas, hombre de confianza del secretario general de Perú libre, como embajador en Venezuela. Un hombre que ya fue rechazado por Panamá cuando fue propuesto para el mismo cargo, ahora se cobija bajo el manto del dictador caribeño Nicolás Maduro. Tenemos que pasar por la indignidad de tener como embajador a un investigado por lavado de activos sobre quien pesa un pedido de impedimento de salida del país. Por qué arriesgar tanto si no es con el objetivo de ir allanando un posible asilo político tal como ya lo anunciaron antes los abogados de Vladimir Cerrón.

Lo peor de todo esto es que a nadie parece importarle la gravedad del asunto. Es como si ambos poderes jugaran su propio juego y por cuerdas separadas. Los miembros de la coalición de gobierno, la prensa, tiros y troyanos se escandalizan por el nombramiento nefasto del cómico Ricardo Belmont como asesor presidencial y no dicen nada sobre el fondo del problema en el que estamos. Lo que se juega aquí es la gobernabilidad y la viabilidad del país. 

Nuevamente los políticos decepcionan por no ser capaces de dar la talla suficiente. El Perú es un páramo de estadistas. Todos ocupados como están en sus pequeñeces y mezquindades parecen no ver cómo nos dirigimos al precipicio mientras ellos siguen bailando como los pasajeros el Titanic cuando estaba a punto de hundirse.

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Perú Libre, poderes del estado
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