En esta época, Nito Mestre incorporó a su repertorio, de manera definitiva, dos canciones del último periodo de Sui Generis: El fantasma de Canterville y Fabricante de mentiras. Ambas habían sido tocadas por Sui en sus conciertos de despedida pero no llegaron a ver la luz en discos oficiales del grupo. La primera fue grabada, precisamente, para el disco PorSuiGieco -que contiene, además, otros clásicos que Nito aun canta en vivo como Quiero ser, quiero ver, quiero entrar (otra composición de Charly), La colina de la vida (de Gieco) y Fusia; mientras que la segunda se incluyó en el debut de Nito Mestre y Los Desconocidos de Siempre, lanzado en 1977. En este LP figuran alucinantes composiciones como Tema de Goro (del guitarrista Gorosito), Y las aves vuelan (otra de de León Gieco) y Mientras no tenga miedo de hablar, de su propia autoría.

Ese grupo lanzó dos álbumes más: Nito Mestre y Los Desconocidos de Siempre II (1978) -aquí videos promocionales de las canciones Algo me aleja, algo me acerca y Esto sí que es pensar– y Saltaba sobre las nubes (1979)- ya con Ciro Fogliatta y Juan Carlos Fontana, en teclados y batería, respectivamente. Fogliatta venía también de Los Gatos y Fontana, de tocar con Madre Atómica. El popular “Mono” se quedaría al lado de Mestre en sus siguientes lanzamientos, empezando por el extraordinario 20/10 (1981), el debut como solista de Nito, en el que está acompañado por una constelación de sus amigos, todos ellos padres fundadores del rock argentino, con quienes registra clásicos de su repertorio personal como Distinto tiempo, Hoy tiré viejas hojas, Afuera de la ciudad -otra vez, Charly en composición y teclados, con un aire al clásico Running on empty de Jackson Browne- o El mar de esta locura, con una alucinante línea de bajo fretless, cortesía de Pedro Aznar.

Desde entonces, el cantante, guitarrista y flautista desarrolló una discografía que, al día de hoy, supera la docena de álbumes, siempre con la colaboración de la crema y nata de la escena local argentina, aunque con fuertes altibajos. Por ejemplo, hay una gran diferencia entre discos como Escondo mis ojos al sol (1983) -que incluye una versión de otro clásico de Sui Generis, Alto en la torre, y un dúo con Mercedes Sosa en La colina de la vida- o el concierto Porque cantamos (1984), un álbum doble compartido con sus colegas Celeste Carballo y Juan Carlos Baglietto; y los decepcionantes Nito (1986) o Tocando el cielo (1991), en que el compositor intentó adaptarse al sonido del rock en español de esos años. 

Esta irregularidad también se debió, en parte, al grave problema de alcoholismo que lo aquejó durante buena parte de los ochenta y noventa. “Casi me muero -contó el artista en entrevista del año 2017-… Los médicos me dijeron: ‘te despertaste de casualidad’. Cuando me dieron el alta, pedí quedarme un mes más para recuperarme porque había perdido 16 kilos y tenía problemas físicos. Cuando salí, pedí ayuda”. En aquella ocasión, el colapso lo tuvo seis días en coma. Nito Mestre dejó definitivamente el alcohol el año 1997, a los 44 años.

Después de esa etapa vino una notable recuperación, que trajo consigo también de regreso su brillo musical. A finales del siglo XX, llegó la buena noticia en forma de disco. Colores puros (Polygram, 1999), su séptima placa en estudio, exhibe el soft-rock de Nito en su mejor forma, estrenando temas como Último verano o Te adoro desesperación, compuestos por dos notables colegas, León Gieco y Fito Páez, respectivamente. De hecho, fue el famoso rosarino quien le sugirió el título, ya que es una producción que arropa con sus sonidos acústicos, sin disfraces. Canciones nuevas de Nito como La verdad, Vienes con el sol o Sin mirar atrás, se mezclan con nuevas versiones de clásicos de su primera época como Algo me aleja, algo me acerca, del segundo LP de Los Desconocidos…- o Esperando crecer, de su segundo disco en estudio Escondo mis ojos al sol (1983), uno de los temas que ha regrabado en más de una ocasión y es uno de los favoritos de su público. El álbum incluye además un cover de Silvio Rodríguez, En busca de un sueño, que el cubano lanzó originalmente en su disco Descartes (1998).

En sus recitales, como aquel que dio hace algunos años, en el 2018 para ser más exactos, en el mismo Gran Teatro Nacional donde tocó hace dos noches, en el cual estuvo acompañado por la orquesta juvenil Sinfonía por el Perú, el maestro Nito Mestre combina las inolvidables canciones de Sui Generis con las de su propia discografía, generando un repertorio fino y elegante, capaz de convocar a las emociones más tiernas y puras. En esta última visita a nuestro país, Nito estuvo acompañado por sus compatriotas Julia Horton (voz), Ernesto Salgueiro (guitarra, voces y dirección musical), Fernando Pugliese (piano y voz) y dos músicos peruanos, el experimentado bajista Eduardo Freire (de la banda ochentera de Miki Gonzáles) y el baterista Guillermo Vallejos (batería).

Su último álbum en estudio lo lanzó hace ya siete años -Trip de agosto (Acqua Records, 2014)- y en el 2019, apareció en un concierto conjunto con Lito Nebbia (Los Gatos), Ricardo Soulé (Vox Dei) y Silvina Garré (Juan Carlos Baglietto), realizado en Rosario. Ya con la pandemia encima, Mestre inició un programa por YouTube, llamado Rock and Road, en el que combina sus anécdotas musicales con su otra pasión, manejar. A punto de cumplir 70, el legendario rockero dice sentirse “como un pibe” y le saca lustre a su renovada rebeldía, que ahora le hace arremeter contra el reggaetón y los antivacunas. “Soy rebelde, pero no soy boludo” sentenció.

Sin duda, la consagración total para Vangelis llegó con Chariots of fire, el soundtrack de la película homónima que cuenta la historia de un grupo de atletas rumbo a unas olimpiadas en los años veinte. La melodía central, Titles, se convirtió en metáfora del esfuerzo para alcanzar el éxito. La genial partitura se llevó el Oscar a Mejor Banda Sonora Original en 1981. Pero luego escribió otros soundtracks notables, como la mencionada Blade runner, ese cuento distópico y oscuro que es todo un culto para los amantes de la sci-fi. Cabe mencionar que recién se lanzó como disco en 1994, doce años después del estreno del film dirigido por Ridley Scott, que es una adaptación de la novela fantástica de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) y protagonizado por Harrison Ford, en el papel del cazarrecompensas Rick Deckard. En 1992 fue el turno de 1492: Conquest of Paradise, también de Scott, en que el actor francés Gérard Depardieu hace de Cristóbal Colón, con motivo de los 500 años del descubrimiento de América.

Vangelis fue siempre una persona recluida y de pocas palabras. Casi nunca daba entrevistas. Por eso sorprendió que, en la edición #72 de la revista Prog, dedicada a la música electrónica, los sintetizadores y su íntima relación con el rock progresivo, Vangelis no solo fuera portada sino que además diera una extensa entrevista al periodista Mark Powell, desde su casa y estudios en París, donde se muestra sumamente articulado, inteligente y crítico de la industria musical vista como negocio. Aquella publicación, de diciembre del año 2016, encontró al músico trabajando en una producción titulada Rosetta, que le había sido encargada por la European Space Agency, sobre una exitosa sonda lanzada al espacio exterior. En el 2001, quince años antes, había compuesto una sinfonía coral para un proyecto de la NASA, titulado Mythodea. En paralelo, estaba supervisando la edición y lanzamiento de una colección de trece discos, Delectus, que reunía todos sus álbumes con los sellos Vertigo y Polydor, incluidos los que hizo a dúo con Jon Anderson. En septiembre del año pasado grabó, nuevamente para la NASA, el disco Juno to Jupiter (Decca Records), con la participación de la soprano rumana Angela Gheorghiu.

La muerte de Vangelis es un duro golpe para la música y la cultura mundial. Su filosofía como artista consistía en sentir la música como algo tan natural como el hecho de respirar: “Cada vez que un sonido sale de mis manos, fue siempre y es algo 100% instintivo. No lo pienso. No tengo ninguna idea preconcebida, planes ni construcciones. Sigo lo que fluye hasta que la música no me necesite más”. Que en paz descanse.

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Grecia, Sonido

La Banda Elástica nació de una reunión entre Acher y el pianista Jorge Navarro, experimentado músico argentino que venía de tocar con grandes como Leandro «Gato» Barbieri, Bernardo Baraj, entre otros. Junto a ellos, Juan Carlos Amaral (bajo, voz), Ricardo Lew (guitarras), Enrique «Zurdo» Roizner (batería, percusión), Enrique Varela, Hugo Pierre (saxos, clarinetes) y Carlos Constantini (trompeta, voz), armaron un combo que pasaba del jazz más natural, como el Ragtime para tres, de Scott Joplin, a complejos arreglos de fusión como en los clásicos del folklore argentino Luna tucumana (Atahualpa Yupanqui) o Juana Azurduy (Ariel Ramírez) y hasta himnos del rock como Proud Mary, de C. C. Revival. Además de compartir la dirección musical y arreglos de La Banda Elástica con Navarro, Acher se encargó de tocar saxos y clarinetes, en especial el clarinete bajo. 

Las décadas siguientes, Ernesto Acher presentó diversos shows unipersonales -Humor con Acher, Veladas espeluznantes (1993), ¿Acher en serio? (2002), La orquesta va al colegio (2004), Humor a la carta (2016)-, además de incursionar en el mundo de la radio con el programa Los rincones de Acher, que se transmitió en distintas emisoras de Argentina y Chile, país donde residió muchos años con su familia, dedicándose paralelamente a la docencia en la Universidad Diego Portales de Santiago. En 1997 se unió a los pianistas Jorge Navarro y Rubén “Baby” López Fürst para el espectáculo Gershwin, el hombre que amamos, homenaje al célebre compositor de Rhapsody in blue (1924), una joya del jazz sinfónico. 

El show, en el que Acher dirige a una orquesta de 40 músicos, se presentó en varias ciudades de Argentina, Chile y Brasil, hasta el fallecimiento de López Fürst (2000). Poco antes de la pandemia, Acher y Navarro repusieron este concierto en los teatros más importantes de Argentina. También a fines de los noventa, Acher presentó el concierto para niños (y adultos) Los animales de la música, una creativa propuesta sinfónica en la que recopila obras con títulos de animales: El vuelo del abejorro, El zorro, Tiburón, La Pantera Rosa, El Cóndor Pasa, etc. El recital terminaba con Teresa y el Oso, otra de sus composiciones para Les Luthiers. La idea la concibió junto a su amigo Jorge de la Vega, flautista clásico, con quien estrenó La verdadera Cenicienta, otra exitosa parodia musical, en el 2017.   

Durante la primera visita de Les Luthiers a Cuba, en 1983, trabó amistad con el comediante y cantautor Alejandro García Villalón «Virulo», con quien inició una sociedad artística muchos años después, a través de los Juegos sinfoniquísimos (2014-2016), donde Acher dirigía a la orquesta e intercalaba sus divertidos monólogos con los del cubano, una dinámica que recuerda, por supuesto, a Les Luthiers pero también a otros humoristas hispanohablantes como el uruguayo Leo Maslíah o el argentino Luis Landriscina, exponentes de una comedia musical inteligente y contracultural, de finas ironías y elegante uso del idioma. Las creaciones de Ernesto Acher son un permanente homenaje a su pasado como integrante de Les Luthiers, experiencia que marcó por siempre su vida artística. «En Les Luthiers aprendí todo lo que sé y me da gusto el éxito que siguen teniendo», mencionó en una entrevista, no sin antes aclarar que no había posibilidad de reunirse con ellos, a pesar de ser un clamor constante de sus fans. 

Tras los fallecimientos de Daniel Rabinovich (72) y Marcos Mundstock (78), los años 2015 y 2020; y el retiro voluntario de Carlos Núñez Cortés (80) el 2017, al cumplirse 50 años de Les Luthiers, esa reunión es definitivamente imposible. El grupo continúa activo con solo dos de sus integrantes originales, Jorge Maronna (74) y Carlos López Puccio (76) y cuatro nuevos músicos y actores. Ernesto Acher regresó a Argentina el 2017 para continuar con sus múltiples proyectos, uno de los cuales era una serie de conciertos con música de Antonio Carlos Jobim junto a su cómplice en La Banda Elástica, Jorge Navarro, pero la pandemia los retrasó. Actualmente tiene 82 años.

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Cultura, Ernesto Acher, Música

El concierto arrancó con Detroit rock city -que fue la del cierre la primera vez- y una batería de explosivos que parecían querer derribar el lugar. En la previa, extremadamente larga por culpa de los organizadores que no debieron hacer el show en ese sitio, desfilaron desde Aerosmith, Motörhead, Def Leppard y ¡Kool & The Gang! (como que ya no sabían qué más canciones poner). Finalmente, fue el himno Rock and roll de Led Zeppelin el que anunció que, por fin, comenzaría el concierto.   

Lo que vino después fue un setlist que combinó la fuerza setentera de temas como Shout it out loud, Calling Dr. Love, Cold gin -con impresionante segmento de Tommy Thayer lanzando bombardas desde su brillante Gibson- con temas de su periodo sin maquillajes, como Lick it up, Tears are falling o Heaven’s on fire, más parecidas a la onda del glam metal de bandas como Poison o Mötley Crüe. Si bien la voz de Paul Stanley está un poco desgastada en comparación a lo que lograba hacer en poderosos álbumes en vivo como Alive (1976) o Alive III (1993), su carisma como showman y, especialmente, su talento como guitarrista, lo convierten en uno de los personajes más representativos de ese rock clásico que ya casi no es posible verse en ninguna parte. 

La sensualidad andrógina de Paul Stanley y la risueña oscuridad de Gene Simmons se apoderaron del público en temas como Deuce, de su primer álbum, en el que aprovecharon para proyectar antiguas imágenes en blanco y negro de la banda. Los desplazamientos de la banda, conocidos para los fans más fieles, hicieron delirar a las casi 25 mil personas que esa noche fueron testigos de un espectáculo único en su género, inigualable. Cada una de las canciones fueron coreadas sin descanso y los miembros hicieron de las suyas en reciprocidad, dando todo de sí y cumpliendo lo prometido, a pesar de la mala organización.

Paul Stanley sedujo al público con sus sugerentes bailes y posturas, voló por los aires hasta la mitad del campo durante Love gun y la infaltable I was made for loving you e hizo añicos una hermosa guitarra delante del boquiabierto público, casi al final del show. Gene Simmons señaló a todo el mundo, desplegó todo su catálogo de gestos y movimientos, escupió fuego (al final de I love it loud) y vomitó sangre en la introducción de God of thunder, mientras observaba de brazos cruzados y con rostro severo, graciosamente endemoniado, al público. Tommy Thayer ofreció una vez más, una muy convincente combinación del virtuosismo inspirado e intuitivo de Ace Frehley y la prolija técnica de Bruce Kulick (guitarristas previos del grupo). Y Eric Singer, curtido hombre de tambores, estructuró estremecedores solos de batería sobre una plataforma que, casi como una nave espacial, parecía despegar hasta el infinito en medio de una lluvia de fuego y explosiones en Black diamond y 100,000 years, dos alucinantes canciones de su primera época.

Entre las sorpresas del setlist estuvo la inclusión de uno de los mejores temas de su último tramo antes de revelar sus rostros al público, War machine (Creatures of the night, 1982), además de Say yeah, del disco Sonic boom, su penúltima producción discográfica en estudio) y Psycho circus, con imágenes en pantalla alusivas al arte de carátula de aquel disco en que se reunieron los cuatro miembros originales, de 1998. El cierre llegó con Beth, la emotiva balada del álbum Destroyer (1976) que Eric Singer interpreta de excelente forma, Do you love me y una masiva lluvia de papel picado durante Rock and roll all nite. Sin lugar a dudas, este ha sido el mejor concierto que ha visto Lima en la era post-COVID 19, y será difícil igualarlo.

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concierto Kiss, Kiss, Kiss en Perú

Martina Portocarrero nació en Ica, pero dedicó su vida al canto andino y específicamente ayacuchano, no solo interpretándolo sino también investigando sus raíces, significados y relevancias para la sensibilidad de las poblaciones apartadas del teje y maneje político. Como suele ocurrir con esta clase de artistas nacionales, no contamos con un registro formal y detallado de sus producciones musicales. Sus inicios se produjeron en la legendaria agrupación de música latinoamericana Tiempo Nuevo, en una de sus tantas e indeterminadas alineaciones, para luego comenzar su camino en solitario. 

Dicen que en total grabó cinco álbumes: Canto a la vida (1982), Martina en vivo (1987), Maíz (1993), El canto de las palomas (2001) y Carita de manzana (2012), todos con su propio emprendimiento discográfico, Discos Retama. En mis tiempos de vendedor de discos compactos, circulaban dos o tres CD en ediciones muy magras de sus recitales en el Teatro Municipal de Lima o recopilaciones salpicadas de aquellas canciones con las que se hizo conocida en el submundo del folklore: Maíz, Llanto por llanto, El hombre (del poeta ayacuchano Ranulfo Fuentes), Mamacha de las Mercedes (composición suya dedicada a José Valdivia Domínguez “Jovaldo”, el poeta presuntamente afiliado a Sendero Luminoso que falleció a los 31 años en la masacre de El Frontón, de 1986) y, por supuesto, Flor de retama, títulos por los cuales fue siempre asociada al pensamiento radical y violentista de aquel maldito movimiento terrorista, lo cual no le restó popularidad entre los conocedores y amantes del folklore andino peruano.

Portocarrero grabó por primera vez Flor de retama para un LP llamado Huaynos bien pegaditos (Discos Cosmos, 1971), como integrante del grupo Los Heraldos del Perú, dirigido por el músico e investigador huaracino Luis Espinoza Mejía, muchos años antes de que las asesinas huestes de Abimael Guzmán trataran de adueñarse de la dolorida canción. Algún agente desinformador repitió lo que Leyva dijo en su programa y, desde entonces, los ignorantes que pugnaban por hacer llegar a Keiko Fujimori al poder se lo creyeron y amplificaron la cantaleta cada vez que pudieron. Así, cantante y canción se convirtieron en “emblemas senderistas” y su sola mención volvió a encender las alarmas, las sospechas, las acusaciones, los memes.

Martina Portocarrero, como cantante, representa la continuidad del huayno tradicional cantado por mujeres, siguiendo el camino de sus antecesoras Pastorita Huaracina, Princesita de Yungay, Flor Pucarina, Bertha Barbarán, entre otras; y como parte de la siguiente generación de cultoras de la música popular andina como sus coetáneas Amanda Portales, Nelly Munguía, Doly Príncipe; pero siempre desde un punto de vista más político y social: “Los temas de la música andina se reducen al amor: que si me fui o te fuiste, que te amo, que se me fue la palomita. Esos textos son más de una balada que de un huayno…” solía decir. Así, la cantautora se apartó de las nuevas tendencias del huayno “moderno” representado por fenómenos masivos como Dina Páucar o Sonia Morales y, por ende, desapareció completamente del radar de las modas para unirse a esa larga lista de intérpretes que el poder prefiere mantener en silencio para que nada cambie, para que nada se cuestione, para que la fiesta no pare.

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Cultura, Martina Portocarrero, Música

Esta decisión de Stanley y Simmons, los indiscutibles dueños del negocio, dividió a los fans de Kiss. Por un lado, estaban quienes lo veían como un agravio, una usurpación de identidad, una actuación que además impedía reconocer cuáles eran los aportes de Thayer y Singer, como individuos y músicos, más allá de replicar los movimientos, vestimentas y personalidades de Frehley y Criss. Y, por otro lado, había quienes veían a los nuevos Spaceman y Catman como una continuidad del concepto Kiss y un homenaje a ambos. En cuanto a Thayer y Singer, ambos tienen muy claro su rol y no dan importancia a las críticas. El guitarrista siente que su legado es “el de un tipo que llegó, trabajó duro y mantuvo unida a la banda”. Por su parte, el baterista considera que los fans exageran en sus apasionamientos. “Entiendo el sentir de los seguidores pero, francamente, no hay que darle muchas vueltas a este asunto. Solo somos una banda de rock”.

Polémicas aparte, lo cierto es que con esta nueva alineación Kiss retomó el camino de toda la parafernalia que los hizo famosos y conquistó a una nueva generación de seguidores, interpretando sus llamaradas de catártico y liberador rock and roll, parafraseando al guitarrista de Rage Against The Machine, Tom Morello, quien hizo una emocionada semblanza de la banda en la ceremonia de inducción en el criticado salón de la fama. Si bien es cierto solo han producido dos álbumes con material nuevo -Sonic boom (2008) y Monster (2012)-, Stanley, Simmons, Thayer y Singer han realizado presentaciones espectaculares en todo el mundo. Fue este cuarteto el que visitó Lima la primera vez, en el año 2009, que remeció el Estadio Nacional e hizo vibrar a más de 35,000 personas, con canciones como Deuce, Black Diamond o Rock and roll all nite, que seguro volveremos a ver y escuchar este 4 de mayo, trece años después de aquella histórica visita.

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Cultura, Música

Luego del primer álbum de tres discos de vinilo que se lanzó en paralelo al estreno de la película, han aparecido infinidad de versiones, algunas de ellas supervisadas por el mismo Rózsa. Casi tres décadas y medias después de su creación, ya en la era del disco compacto, comenzaron a aparecer registros remasterizados y compendios. Los primeros lanzamientos en este formato los hizo Sony Music Records, con un CD de la serie Hollywood Collection, publicado en 1991. Posteriormente, fue el turno de Rhino Records, un sello especializado en lanzamientos de colección, que se encargó de editar la primera versión «completa» en formato digital, en 1996, un álbum doble titulado Ben-Hur (Original Motion Picture Soundtrack). Hace una década, en el año 2012 apareció una caja con cinco discos compactos y un amplio folleto en el que se explica la partitura, tema por tema, gracias al sello especializado Film Score Monthly (FSM Records). El boxset, Ben-Hur: Complete Soundtrack Collection, incluye todas las sesiones de grabación, tomas alternas, composiciones que no encontraron su lugar en la edición final y, por supuesto, la banda sonora tal y como se publicó en su momento.

Más de seis décadas después de su estreno, Ben-Hur es, de lejos, la mejor de todas las adaptaciones fílmicas -son cinco en total- que se han hecho de la novela de Wallace, incluyendo el sobreproducido y megapublicitado remake estrenado el año 2016 que está entre los fracasos taquilleros más estrepitosos de lo que va del siglo XXI. Esa vigencia del Ben-Hur de William Wyler y Charlton Heston no solo se debe a la espectacularidad de sus escenas, la majestuosidad de sus planos generales, la calidad de sus actuaciones y el manejo de efectos especiales, en una época en que eran solo herramientas para recrear situaciones y no la recargada explosión de ruidoso y violento hiperrealismo que la tecnología digital con estética de videojuego impone a la cinematografía de tiempos modernos, sino también por la potencia emotiva de la partitura ensamblada y estudiada al detalle por Miklós Rósza, orquestador de las atmósferas sonoras precisas para esta historia, una de las preferidas de la temporada de Semana Santa.

 

 

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Ben Hur, Cin, Cultura, Música

La saga de Irakere es el verdadero eslabón perdido que unió la efervescente escena del jazz latino con el glorioso pasado de la música cubana y representa todo un capítulo de su evolución, incluso la gestación de la timba -tres de sus ex integrantes, José Luis Cortés, Germán Velazco y Carlos Averhoff fundaron, en 1990, NG La Banda, uno de los más populares ensambles timberos-, pero permanece tendenciosamente oculta. Ya sea por auténtico desconocimiento o por prejuicios, Irakere no recibe el reconocimiento masivo que merece. No me refiero a los festivales de jazz en los que Valdés o cualquier otro de sus miembros brillan o a las legiones de conocedores de su trabajo, sino al consumidor promedio de “salsa cubana” que desconoce su trascendencia, pero sí sabe qué es La Charanga Habanera o Yosimar y su Yambú, esa espantosa versión local, capaz de hacer sonar la timba peor de lo que ya es.

El grupo continuó en los noventa y más allá, siempre con Chucho al frente, acompañado de músicos jóvenes. En paralelo, su carrera como solista se disparó y es hoy, a sus 80 años, uno de los pianistas más respetados del mundo. Los otros también siguieron exitosos caminos por separado: Paquito D’Rivera (73) y Arturo Sandoval (72), han lanzado imprescindibles álbumes de jazz latino y han trabajado con todos en los últimos 40 años, desde Dizzy Gillespie hasta Gloria Estefan. Ambos escaparon de Cuba para establecerse en los Estados Unidos. Su historia merecería un artículo aparte y va mucho más allá del relato sesgado y panfletario de For love or country, una mediocre película producida por HBO en el 2000, acerca de la deserción del trompetista, quien se nacionalizó norteamericano en 1998. Por su parte, Carlos del Puerto (71) emigró a Finlandia donde es un respetado profesor y director de ensambles que combinan música clásica y cubana. Chucho -quien sí vive en Cuba y prefiere mantener una postura apolítica- ha declarado recientemente que sueña con una reunión de los Irakere originales pero, dadas las circunstancias y diferencias ideológicas, es un proyecto irrealizable. Sin embargo, se ha juntado con su gran amigo Paquito D’Rivera para una gira de reunión que arrancará en España el mes de junio de este año. Una buena noticia para los melómanos del mundo.

 

 

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Cultura, Música

Con dos colaboradores estelares, Adam McDougall, ex tecladista de The Black Crowes, y la legendaria violinista Scarlet Rivera, quien fuera parte de la gira Rolling Thunder Venue de Bob Dylan (1976), Howlin’ Rain ofrece un sustancioso y caleidoscópico menú para los amantes del rock clásico: de las iniciales atmósferas floydianas en Prelude al tema-título de 16 minutos que parece un batido de David Gilmour en Echoes (Pink Floyd, 1970) con Tom Scholz en Foreplay/Long time (Boston, 1976), a los solos inspirados en Jerry García de Annabelle; los instrumentistas disfrutan de la alegría de tocar todo lo que quieran, sin que nadie les reproche ello con disforzadas acusaciones de autoindulgencia. La animada Don’t let the tears es un country-rock con espaciales intervenciones de McDougall en el Fender Rhodes y dobles guitarras como los Allman Brothers en Jessica, del disco Brothers and sisters (1973). 

Luego de salir al mercado este disco -«un viaje de 52 minutos a un reino imaginario de exageradas conexiones con el presente» como dicen ellos mismos-, Miller volvió a rearmar la banda, esta vez con Jason Soda (voz, guitarra), Kyre Wilcox (voz, bajo) y Justin Smith (voz, batería), el único sobreviviente de la formación que había grabado The Dharma Wheel. Con la reapertura de las agendas de conciertos, Miller y su combo están saliendo de nuevo al camino, anunciando fechas en EE.UU., Europa y Australia. La nueva alineación de Howlin’ Rain es tan buena como las anteriores, como puede apreciarse en estas sesiones grabadas en los estudios Palomino Sound de Los Angeles, en octubre pasado. 

La actual degeneración de la filosofía DIY («Do It Yourself») -que fue la base conceptual de importantes movimientos como el punk y sus derivados, las primeras generaciones «indie» y muchos no músicos que realizan cosas interesantes con pocos talentos, digamos, formales y/o mínimos recursos-, que hoy nos condena a escuchar a diario cómo cualquier paparruchada recibe adjetivos como «espectacular», «extraordinario», «capo», ha ocasionado que bandas como Howlin’ Rain pasen desapercibidas para los públicos masivos que regalan su admiración a lo que sea que esté de moda. Su éxito consiste en otra cosa, que es más difícil de conseguir: crear mundos paralelos, dominar a la perfección sus instrumentos, generar emociones positivas en la gente. En un mundo como este, contaminado de materialismo y superficialidades de todo tipo, guerras, corruptelas y pandemias, eso no tiene precio.

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Cultura, Música, sociedad
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