En el panorama artístico actual, la existencia de las Tunas Universitarias es algo que merece destacarse, más allá de aquellas características que me alejaron de sus ambiguos y autoindulgentes sistemas de creencias. La historia y evolución de estas agrupaciones permite resaltar su voluntad de ser un vehículo que conecte el arte con los estudios universitarios. La conservación de un repertorio constituido por géneros inactuales –pasodobles, jotas, canciones de ronda, romanzas zarzueleras- que hoy no significan absolutamente nada para las juventudes modernas, idiotizadas por Shakira, Romeo Santos, Maluma, Karol G y su larguísimo etcétera de afines, posee una carga innegable de romanticismo que encaja a la perfección con otras manifestaciones que rescatan, desde la nostalgia, el valor de aquellos tiempos en que la música de consumo popular no tenía por qué ser de mal gusto para ser masivamente aceptada. Hoy en día, prefiero mil veces cruzarme con una Tuna Universitaria en las plazas de Lima, Madrid, Lisboa, México D.F. o Santiago, saltarinas, coloridas y musicales, que con émulos de Ozuna o Bad Bunny.

Quienes más o menos me conocen, saben que mi forma de ser estuvo y está en las antípodas de la personalidad del tuno promedio. Sin embargo, mis jóvenes ansias de hacer música en esa época me unieron por un breve lapso a esta extraña cofradía en la que, entre botas de vino y trajes que parecen sacados de las páginas del Quijote o alguna comedia de Quevedo, entre zalamerías y trasnochadas, entre guitarras, panderetas y bandurrias, se cultivan -como en la vida misma- toda clase de amistades, desde las ocasionales hasta las eternas, desde las sinceras hasta las hipócritas, desde las tranquilas hasta las accidentadas, desde las valiosas hasta las superficiales.

Aunque no logré adaptarme a su lógica -jamás superé la etapa de noviciado o “pardillaje”-, conocí durante unos cuantos meses las luces y sombras de la tradición de las Tunas Universitarias. Me retiré discretamente y seguí mi propio camino, atesorando únicamente los mejores recuerdos: los ensayos, las actuaciones, las comilonas, los bordones bien colocados, al estilo Ayacucho, de un tuno moderado de hablar pausado, sonrisa abierta y carácter bonachón que me enseñó a tocar el guitarrón y que con gusto habría sido -como alguna vez me dijo- mi “padrino de ordenación”. Un tuno que, de cuando en cuando y sin dejar de observar “sus tradiciones”, mostró su vocación por cambiar aquellas cosas que otros defendían y que, por ello, contó siempre con mi aprecio y agradecimiento.

A la memoria de Óscar “Osquín” Vidal Linares (1971-2023)

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A mediados de 1976, tras un grave episodio de abuso físico en Dallas, Tina escapó de Ike con lo que llevaba puesto y unos cuantos dólares, para luego esconderse, primero, en un hotel de carretera y, posteriormente, en casas de amigos, como ella misma relata en su primera autobiografía titulada I, Tina: My Life Story (1986). Dos años después, en 1978, se divorciaron. En el juicio, Tina retuvo su derecho a usar el nombre artístico que la hizo conocida, las regalías por sus composiciones, sus joyas, vestuarios y dos automóviles. Aunque hubo varios lanzamientos más, producto de sesiones previamente terminadas y obligaciones contractuales con los sellos discográficos, la sociedad ya se había terminado de manera oficial y definitiva.

Luego de lanzar un par de álbumes más sin mayor resonancia -Rough (1978) y Love explosion (1979), apareció su quinta producción en solitario, titulada Private dancer (1984), el primero para la gigante discográfica Capitol Records. Con un sonido más orientado al pop-rock vigente en esos años, Tina Turner actualizó su propuesta integrándola a su prestigio como cantante y energética show woman, logrando colocarse por encima de las tendencias. Así, la intérprete de Proud Mary moderó sus frenéticos ataques para interpretar sofisticadas melodías como What’s love got to do with it, Private dancer -compuesta por Mark Knopfler, guitarrista y líder de Dire Straits- o el cover de Let’s stay together, clásico de 1972 de la estrella del soul Al Green.

A partir de ese momento, Tina Turner se integró, con sus vestidos cortos, sus tacones altos y una aleonada cabellera, a los ochenta casi como si su carrera recién hubiera comenzado en esa década, con apariciones en películas de ciencia ficción como Mad Max beyond thunderdome (George Miller, 1985) -donde compartió pantalla con Mel Gibson y salió el éxito radial We don’t need another hero; en proyectos colectivos como USA For Africa -fue una de las 21 superestrellas que grabaron voces solistas para el single benéfico We are the world-; y como parte del concierto que organizó en 1986 la Casa Real de Inglaterra (The Prince’s Trust) junto a grandes músicos como Paul McCartney, Elton John, Phil Collins, entre otros. Asimismo, grabó dúos junto a rockeros como Eric Clapton (Tearing us apart, 1987), Bryan Adams (It’s only love, 1985), It takes two (Rod Stewart, 1990), así como con sus amigos de toda la vida David Bowie y Mick Jagger, de quien alguna vez confesó haber estado profundamente enamorada.

En cuanto a su discografía, cosechó éxitos con sus siguientes dos álbumes, lo cual también consolidó su perfil como imbatible reina del rock and roll en aquella inolvidable década ochentera. Temas como Typical male, What you get is what you see (Break every rule, 1986), Steamy windows, I don’t wanna lose you, The best (Foreign affairs, 1989), tuvieron fuerte rotación en los programas de videoclips más populares. Mientras tanto, su agenda mundial de conciertos incluía un show sofisticado de luces, cuerpos de baile y, por encima de todo, su calidad interpretativa, que conservó intacta a pesar de los excesos de su accidentada primera etapa durante todos los años noventa. En 1997 grabó junto a Eros Ramazzotti, una nueva versión de su éxito Cosas de la vida, cantada en italiano e inglés bajo el título Cose della vita (Can’t stop thinking of you). El tema apareció en Eros, el primer recopilatorio oficial del reconocido cantautor italiano.

A pesar de su resurgimiento, Tina Turner no pudo alejar del todo la tragedia de su vida. Sus dos hijos naturales, Craig -con aquel saxofonista de The Kings of Rhythm- y Ronnie -el único que tuvo con Ike-, fallecieron antes que ella. El primero se suicidó en el 2018 y el segundo falleció en diciembre del año pasado, de cáncer. Convertida al budismo y unida al productor alemán Erwin Bach, con quien se casó en el 2013 después de casi tres décadas de relación -se conocieron en 1986- la enfermedad le trajo serios problemas: un infarto, un cáncer intestinal y un trasplante de riñón.

Finalmente, la leyenda del rock y del soul, sobreviviente de mil y un batallas, falleció pacíficamente a los 83 años, en su residencia en Suiza, país del cual adquirió la nacionalidad en el año 2013. Nos quedan para recordarla sus canciones y videos, una película sobre su vida, estrenada en 1993 -que hizo famosa a la actriz Angela Bassett-, un musical de Broadway (del año 2018) y un documental titulado simplemente Tina, estrenado en HBO en el 2021, que muchos consideraron como una despedida por las intensas revelaciones que contiene.

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Y, por supuesto, están las colaboraciones de las que se rodeó Fito Páez, una selección de nombres notables que representan, con su participación, esa atmósfera de camaradería, de hermandad, que siempre ha caracterizado a la música en Argentina (que también está presente entre músicos del Brasil, dispuestos siempre a trabajar unos con otros todo el tiempo). Allí están, por ejemplo, Luis Alberto Spinetta en Pétalo de sal, balada con entrada y salida de tango; Mercedes Sosa y nuestro compatriota, el guitarrista Lucho González en Detrás del muro de los lamentos, marinera peruana con cajón y todo; Andrés Calamaro en Brillante sobre el mic, una de las mejores y menos difundidas del álbum; Celeste Carballo y Fabiana Cantilo en Dos días en la vida, una celebración de la libertad y de escaparse un rato sin dar explicaciones –“dos días en la vida nunca vienen nada mal, de alguna forma de eso se trata vivir”-; Charly García y Andrés Calamaro en La rueda mágica, un homenaje a la decisión de volverse músico (“me fui de casa a tocar rock and roll y no volví nunca más”).

El espíritu positivo con el que Páez desplaza a las oscuridades que lo cercaron durante sus años formativos -muchas de las cuales son retratadas de manera efectiva en la serie, como quedar huérfano de madre siendo muy pequeño, enterarse de la muerte de su padre mientras estaba en otro país, el trágico asesinato de sus abuelas, sus desencuentros con el alcohol y las drogas- se luce en canciones como Brillante sobre el mic -usada en los créditos finales con una polémica detrás, el borrado digital de León Gieco de una foto histórica tomada en 1986 por la fotógrafa Andy Cherniavsky, que hasta ahora nadie explica-; la inspiracional Creo; o el rock de fiesta A rodar mi vida, ideal para saltar y sacudir la mano al estilo de las barras bravas.

Por otro lado, las letras surrealistas en temas como La Verónica, Tráfico por Katmandú o bizarras como en Sasha, Sissí y el círculo de baba y Balada de Donna Helena, que navegan entre música árabe, funk, electropop y hard-rock, nos ponen frente a una creatividad multiforme, cuya onda expansiva alcanzó para sus tres siguientes producciones -Circo Beat (1994), Enemigos íntimos (1988, con Joaquín Sabina) y Abre (1999)-, tras lo cual Fito Páez iniciaría un voluminoso aunque menos impactante camino discográfico que ya lleva acumulados, hasta el momento, más de veinte títulos en lo que va del siglo XXI.

Sus seguidores saben de sobra que, en toda su obra, el elemento autobiográfico es fundamental, con menciones directas al año de su nacimiento –Del 63 (Del 63, 1983)-, a su largo e intenso romance con la Cantilo –Fue amor (Tercer mundo, 1990)-, sus recuerdos de infancia –Mariposa teknicolor, Tema de Piluso (Circo Beat, 1994)-, dedicada a Olmedo y que fuera estrenada, precisamente, en la gira de presentación de El amor después del amor-, sus reflexiones tras la mediática pelea con Joaquín Sabina –Al lado del camino (Abre, 1999)- y tantas otras.

En ese sentido, El amor después del amor contiene tres joyas, referidas a su entonces naciente relación con la actriz Cecilia Roth. Un vestido y un amor es una balada de corte sinfónico en la que relata lo que sintió al conocerla, desde un punto de vista sublimado, que incluso fuera grabada por su amigo y colega, Caetano Veloso. En Tumbas de la gloria hace lo mismo, pero apelando a una melodía densa y lenguaje más ambiguo, con guitarras atmosféricas de Gustavo Cerati en el fondo.

Y está, por supuesto, el tema-título, con su inconfundible introducción y el intenso final con voces y metales en trance de soul, que nos invoca a creer en el amor pero no de forma etérea o imprecisa sino remitiéndonos a su propia experiencia, una interpretación a la que, por cierto, se arriba fácilmente luego de ver la serie, borrando de un plumazo la asociación al mundo homosexual que se le dio en nuestro país tras ser usada como tema central de una película nacional basada en el primer libro de Jaime Bayly (No se lo digas a nadie, Francisco Lombardi, 1998).

Como era de esperarse, la serie ha generado un renovado interés por Fito Páez y su larga trayectoria. Tanto los conocedores del rock argentino como los recién llegados logran conectarse, a través de entrañables canciones -de Charly, de Baglietto, de Spinetta, de Fito- con esa historia de rebeldía, descubrimiento y superación de adversidades que es coronada con un final feliz predecible y genuino a la vez. El artista celebrará los 30 años de lanzamiento de El amor después del amor con una gira que llegará al Perú en septiembre.

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A este periodo pertenecen clásicos del rock brasileño como Agora só falta você, Esse tal de Roque Enrow (Fruto proibido, 1975) -que inspiró al grupo femenino de rock argentino Viuda e Hijas de Roque Enroll-, Mamãe natureza (Atrás do Porto tem uma cidade, 1974), Corista do rock y Ovelha negra (Entradas e bandeiras, 1976), uno de sus temas emblemáticos. En 1976 ingresó el guitarrista y compositor Roberto de Carvalho, que se convertiría en su segundo esposo y un año después editaron el histórico álbum en vivo Refestança, a dúo con Gilberto Gil y su banda. En el álbum Babilonia (1978), el último como Tutti Frutti, Rita Lee estrenó Miss Brasil 2000, una abierta crítica en clave de sarcasmo a los concursos de belleza. Aquí la vemos interpretando esta canción en la primera edición del festival Rock In Rio, del cual fue una de las principales animadoras.

A partir de 1979, Rita Lee inició una estrecha colaboración musical con Carvalho que se extendió hasta sus últimas producciones discográficas. Dos álbumes titulados simplemente Rita Lee -en 1979 y 1980- confirmaron su estatus como intérprete de pop-rock y MPB, con temas como Papai me empresta ou carro, la balada Mania de você -aquí una versión para MTV en acústico, a dúo con Milton Nascimento, grabada en 1998-, Orra meu y tres canciones que la harían muy famosa en Latinoamérica, Lança perfume, Banho de espuma y Baila comigo -no confundir con el éxito de 1981 de Miami Sound Machine que es, en realidad, una adaptación al español de Lança perfume.

De hecho, estos tres hits fueron lanzados en versiones en español, como parte de un LP titulado Rita Lee y Roberto y alcanzaron alta rotación en las radios de la época. Álbumes de ese periodo como Bombom (1983) o Flerte fatal (1987) tuvieron resonancia en Brasil. Una buena puerta de ingreso a la musicalidad de Rita Lee es a través de su álbum en vivo Rita Lee em Bossa ‘n’ Roll (1991), una elegante gala acústica en la que recorre su amplio catálogo y rinde también homenaje a algunas de sus principales referencias musicales.

En 1993, Rita Lee tuvo un espectacular retorno con su tercer disco epónimo, de sonido más contemporáneo, sin dejar atrás sus raíces. El álbum -también conocido como Todas as mulheres del mundo-, incluye Maria Ninguém, un tema de 1959 escrito por Carlos Lyra y grabado por primera vez por João Gilberto -y que fuera un éxito en nuestro idioma, en 1977, en la voz del crooner español Manolo Otero (1942-2011). En esta renovada versión, Lee la combina con Do you want to know a secret? de sus amados Beatles. En el año 2016-2017 publicó sus memorias, Rita Lee: Uma Autobiografía, el libro de no ficción más vendido ese año en su país.

A inicios del siglo XXI, Rita Lee lanzó un celebrado tributo a los Beatles -una de sus obsesiones desde sus tiempos con Os Mutantes-, llamado Aqui, ali, em qualquer lugar -traducción al portugués del título de una preciosa balada compuesta por Paul McCartney Here, there and everywhere, incluida en el séptimo álbum del cuarteto de Liverpool, Revolver (1966)-, en el que registra once clásicos beatlescos con arreglos de bossa nova. Para el mercado no brasileño el CD fue lanzado bajo el título Bossa ‘n’ Beatles.

Desde entonces, sus apariciones públicas se hicieron más espaciadas y, tras rechazar aquella invitación de sus antiguos compañeros de Os Mutantes -que la reemplazaron con una joven llamada Zélia Duncan-, siguió produciendo discos y haciendo giras, convertida en ícono cultural del Brasil, al mismo nivel que sus colegas Caetano, Gil, Chico Buarque, Maria Bethania y Gal Costa. En el 2021 se dio la noticia de que la creativa artista estaba luchando contra el cáncer. Fiel a su estilo, salió a los medios a anunciar que le había puesto nombre a su tumor. Lo llamó “Jair”, como Jair Bolsonaro. Rita Lee falleció, víctima de esa maldita enfermedad, el pasado lunes 8 de mayo, a los 75 años. Fue despedida en redes sociales por reconocidas personalidades de la música como Roberto Carlos, Fito Páez, Carlinhos Brown, entre otros, quienes celebran su vitalidad e independencia. Transgresora y rebelde como siempre, dejó escrito su epitafio: “Nunca fue un buen ejemplo, pero fue una buena persona”.

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La columna vertebral del sonido de Yes, en todas sus etapas, fue el bajista Chris Squire, como puede uno notar desde sus primeras grabaciones -por ejemplo, el inicio de Survival (Yes, 1969) o a la sorprendente línea de bajo del cover de No opportunity necessary, no experience needed (Time and a word, 1970), tema original del trovador negro Richie Havens. Squire, lamentablemente fallecido en el año 2015, a los 67 años, de una extraña forma de leucemia, tenía una presencia sónica y escénica capaz de sostener cada canción del grupo, dando unidad a los desenfrenos instrumentales de Wakeman y Howe, con un sentido de la improvisación y las síncopas poco comunes en esta era del rock. El rotundo tono, medidamente distorsionado, de su bajo Rickenbacker de cuatro cuerdas, y esa increíble habilidad para pasar de notas aisladas, espaciadas, a cascadas de escalas que recorren todo su diapasón sin descanso y sin perder un solo tiempo -por ejemplo en Roundabout– o el contraste de veloces fraseos y pausas que realiza en Heart of the sunrise -escuchar aquí el bajo aislado de Chris Squire, para mayor detalle- basta para dar cuenta de su enorme talento y la importancia de su estilo en la personalidad musical de Yes.

El álbum no es, como pudiera parecer de primera mano, un único concierto registrado de principio a fin. Se trata más bien de una combinación de dos giras diferentes. Las canciones Perpetual change, Long distance runaround y The Fish (Schindleria Praematurus) pertenecen a la gira del disco Fragile, desarrollada entre septiembre de 1971 y marzo de 1972, cuando el baterista del grupo todavía era Bill Bruford. Unos meses después, faltando semanas para comenzar la nueva gira, esta vez para presentar el siguiente disco -Close to the edge-, Bruford renunció a Yes para unirse a King Crimson, la banda liderada por el guitarrista Robert Fripp. En su reemplazo llegó Alan White, de estilo más rudo e intuitivo, quien tuvo que aprenderse tan complicado repertorio en solo tres días. El resto de Yessongs es con White sentado detrás de los tambores, lugar que no abandonaría hasta un año antes de su muerte, ocurrida el año pasado, a los 72 años.

Como ocurre en prácticamente toda su discografía desde 1971, la carátula de Yessongs es una obra del diseñador y artista plástico Roger Dean, creador de mundos fantásticos en los que confluyen formaciones rocosas, volcanes, manantiales de agua clara, cielos limpios, floras espaciales y criaturas de todo tipo, una traducción en imágenes cósmicas de los universos sonoros de Yes. Escuchando temas como Heart of the sunrise o Starship trooper -cuya sección Würm es usada en los créditos finales de Yessongs, la película- es posible dar movimiento a las formas que componen uno de los empaques “más complejos y elaborados que me ha tocado hacer”, en palabras del diseñador. Debido a que se editó como disco triple, Dean decidió armar un cuadríptico que diera continuidad a las carátulas de los dos álbumes previos con cada elemento – Escape, Arrival, Awakening y Pathways- representando la evolución de este ecosistema planetario musicalizado.

Después del Yessongs -que fue un éxito comercial para la banda tanto en Europa como en Estados Unidos, donde fue certificado como Disco de Platino a finales de los noventa por alcanzar el millón de copias vendidas solo en ese país- vino un periodo difícil para la banda, tras la publicación del doble Tales from topographic oceans que, en su momento, ocasionó la indignada renuncia de Rick Wakeman y el primer quiebre de esta formación que volvería a reunirse en dos oportunidades, en el periodo 1977-1979 -que generó los álbumes Going for the one (1977) y Tormato (1978)- y, posteriormente, en 1995-1996, para producir el álbum doble, mitad en vivo y mitad en estudio, Keys to ascension.

Bajo la producción del “sexto integrante” de Yes durante el periodo 1970-1974, Eddie Offord, Yessongs constituye un registro único de lo que estos cinco músicos, entonces por debajo de los treinta años de edad, pudieron lograr en su mejor momento. En el año 2015, el sello Rhino -parte de Warner Music Group, casa matriz de Atlantic Records- lanzó un boxset de catorce discos compactos y vinilos titulado Progeny: Seven shows from Seventy-Two (aquí una sesión de desempacado o “unboxing” de esta colección), que consiste en siete conciertos completos -dos discos por cada uno- realizados entre octubre y noviembre de 1972, de donde se extrajeron las canciones de Yessongs, un álbum que llega a nuestros tiempos con su integridad musical intacta, tan sorprendente como cuando fuera puesto a girar por primera vez en el tornamesa de algún barrio hippie de Londres o New York, hace cincuenta años.

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Otro aspecto es la necesidad que tiene la banda de justificar sus canciones, una autoimposición que responde a mitigar potenciales controversias que terminen bloqueando su exposición en internet. Esto con relación al “disclaimer” que Metallica publica como sumilla en YouTube para presentar el video de Screaming suicide, otro de los surcos de 72 seasons. Además de una advertencia generada por la plataforma de videos en que se menciona que la canción toca “temas de suicidio o autolesiones”, Metallica -a través de su sello Blackened Recordings- se toma el trabajo de explicar a la comunidad cibernauta que “el tema incluye una palabra tabú, suicidio. Su intención es comunicar acerca de la oscuridad que todos sentimos dentro…” La declaración viene acompañada de un listado de websites de apoyo e información para individuos con ideas suicidas.

No se puede negar el sustrato positivo de esta acción, en especial en estos tiempos en que las redes sociales promueven comportamientos de riesgo que incluyen, por supuesto, la publicación de tutoriales sobre cómo quitarse la vida. Pero también es un poco extraño ver a un grupo como Metallica sometiendo sus decisiones artísticas ante la posibilidad de ser malinterpretados, una situación contra la cual muchos lucharon explícitamente a mediados de los ochenta, cuando el embate de la PMRC (Parents Music Resource Center), una asociación de esposas de congresistas de los Estados Unidos, liderada por Tipper Gore -en ese entonces casada con Al Gore- conminó a los sellos discográficos a colocar etiquetas en los discos que advirtieran acerca de los contenidos de las letras de diversos géneros musicales. En aquella ocasión, en 1985, reconocidos músicos como Frank Zappa, John Denver y Dee Snider -vocalista de Twisted Sister- lideraron la defensa de los derechos de libertad de expresión y creatividad de los artistas incluidos en aquella censura. ¿Se imaginan si Metallica hubiera tenido que explicar las letras de Fade to black o Welcome home (Sanitarium), dos de sus clásicos, que también hablan abiertamente de este tema?

Pero volvamos al último disco, cuyo título -72 seasons- alude a los primeros 18 años de nuestras vidas, “el periodo en que se forma nuestro ser sea el verdadero o el falso”, en palabras del grupo. James Hetfield (59), Kirk Hammett (60), Lars Ulrich (59) y Robert Trujillo (58) -en Metallica desde el año 2003- no están inventando la pólvora ni mucho menos. Canciones como Inamorata -la más larga del álbum con casi doce minutos-, Sleepwalk my life away o el tema-título– son pródigas en riffs poderosos, baterías incansables y solos electrizantes, con letras que hablan de emociones oscuras, mentes perturbadas y esa agresividad que, de vez en cuando, todos necesitamos desfogar usando diferentes herramientas generadoras de catarsis. Es saludable ver a nuestros ídolos del pasado recuperarse, por lo menos parcialmente, de aquella catatonia provocada por el miedo a perder vigencia -y por algunos demonios internos- y volver por sus fueros.

Sin embargo, al escuchar la última aventura musical de Metallica con intenciones comparativas, el disco no solo queda detrás de sus propios álbumes, sino que también va a la zaga de los más recientes disparos de sus contemporáneos, a pesar de que estos recibieron menos publicidad y merecieron muy poca atención del público en general. Por ejemplo, el año pasado Megadeth, con Dave Mustaine a la cabeza, editó el año pasado The sick, the dying… and the dead!, que desde sus primeros acordes hace saltar todo por los aires. Lo mismo podemos decir de discos como Titans of creation (2020) o Hate über alles (2022), de Testament y Kreator, respectivamente -otras dos leyendas del thrash que hace unas semanas ofrecieron un demoledor concierto en Lima, o de las últimas grabaciones oficiales de Slayer (Repentless, 2015) y Anthrax (For all kings, 2016). Aun así, 72 seasons supera las expectativas frente a una banda que muchos considerábamos ya fuera del juego metalero. Nada más lejos de ello.

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A mitad de camino entre el art-rock y el pop, Collins lanzó sus primeros álbumes –Face value (1981) y Hello! I must be going (1982)- en simultáneo a excelentes discos de Genesis como Duke (1980), Abacab (1981) y Genesis (1983), que siguieron dividiendo a su vieja hinchada, en algunos casos de manera irreconciliable. Canciones como In the air tonight, I don’t care anymore o Thru these walls, inspiradas por el derrumbe de su primer matrimonio, tenían aires oscuros; mientras que I missed again, I cannot believe it’s true o It don’t matter to me exhibían ritmos más festivos, adornados por los vientos de The Phenix Horns, sección de metales de Earth Wind & Fire. Collins alcanzó el megaestrellato con su tercer disco, No jacket required (1985), con canciones como Sussudio, Take me home o Don’t lose my number, cuyos videoclips tuvieron intensa rotación en el mundo entero. Posteriormente, sus álbumes … But seriously (1989), Both sides (1993) y Dance into the light (1996) produjeron más éxitos como Another day in paradise, I wish it would rain down (con Eric Clapton como invitado), Both sides of the story, Everyday o It’s in your eyes. Su estilo como solista se orientó, desde el principio, al pop-rock con fuertes dosis de soul y R&B, que le permitió construir un sonido propio de gran aceptación masiva. Cada álbum, entre 1981 y 2002, tuvo como carátula una foto en primer plano de su rostro. En 2016, cuando relanzó toda su discografía en estudio, actualizó la fotografía para mostrar el inevitable paso del tiempo en sus facciones.

La balada Against all odds (Take a look at me now), tema central de una olvidada película del mismo nombre de 1984, nominada al Oscar por Mejor Canción Original, es una de las más representativas de esa década. Otras canciones como Do you remember? (1989) o One more night (1985) siguieron esa línea romántica. Separate lives, dúo con Marilyn Martin, fue parte de la banda sonora de White nights (Taylor Hackford, 1985), film protagonizado por los bailarines Mikhail Barishnikov, Gregory Hines, y la actriz Helen Mirren. Su primer #1 llegó en 1982 con el cover de You can’t hurry love, canción de 1966 de The Supremes. El video, un homenaje a los grupos vocales de esa época, fue todo un éxito en MTV. En 1988 escribió Two hearts, otro tributo al sonido Motown, para la banda sonora de Buster, película protagonizada por él mismo. Este disco contiene otra famosa canción de amor, A groovy kind of love, cover de 1965. En sus conciertos -con Genesis o solo- Collins solía introducir fragmentos de clásicos del soul como In the midnight hour o Reach out I’ll be there. En el 2010, la pasión del cantante por este género alcanzó otro nivel con el álbum Going back, su última grabación oficial, donde interpreta prolijamente clásicos de The Temptations, The Four Tops, Martha & The Vandellas, Stevie Wonder y Smokey Robinson.

En 1996 armó The Phil Collins Big Band y dirigió, desde su querida batería, esta orquesta de veinte músicos para interpretar arreglos especiales, en clave de jazz, de sus canciones más conocidas, algunos temas de Genesis y clásicos del funk como Pick up the pieces. El álbum A hot night in Paris (1999) fue testimonio de este proyecto musical. En 1997 participó en el concierto benéfico Music For Montserrat, junto a superestrellas como Eric Clapton, Mark Knopfler, Sting, Elton John y Paul McCartney (aquí los vemos en Golden slumbers, clasicazo de los Beatles de 1969). Por esos años también compuso y grabó la banda sonora de dos películas animadas de los estudios Disney, Tarzan (1999, por la que recibió un Oscar por la balada You’ll be in my heart) y Brother Bear (2003), expandiendo aún más su lenguaje con percusiones tribales africanas de profunda sonoridad. Lamentablemente, debido a sus problemas de salud, que incluyen una operación a la espalda y dolencias nerviosas en las manos, Phil Collins dejó definitivamente de tocar la batería el año 2014. Sin embargo, sus aportes al instrumento siguen siendo valorados por las nuevas generaciones de bateros, que lo analizan permanentemente, como en este video de YouTube, del canal Drumeo.

Phil Collins, quien realizó su primer concierto en Lima en abril de 1995, comenzó a anunciar su retiro durante la primera década del siglo XXI con giras mundiales de despedida. Diversos problemas de salud fueron reduciendo sus apariciones públicas hasta el 2016, en que anunció el Not Dead Yet Tour, título de su autobiografía publicada ese mismo año. Esta gira lo trajo de vuelta al Perú, con extraordinarios músicos como Daryl Stuermer (guitarra), Lee Sklar (bajo), Luis Conte (percusión), Brad Cole (teclados), quienes lo acompañan desde hace más de dos décadas. Aunque visiblemente disminuido, Collins dio una demostración de resistencia y compromiso con su público, interpretando sus canciones dos octavas por debajo de su registro habitual y haciéndolo sentado en una silla. Cuando se anunciaron, en el 2021, las fechas de The Last Domino? Tour, esta vez con Genesis, pocos pensaron que las fuera a concluir. Pero la gira fue todo un éxito, haciendo de esta despedida una de las más emotivas de la historia del rock mundial.

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Considerada como una de las películas de dibujos animados más exitosas de la historia del género, Aladdin dio el paso hacia el circuito de musicales de Broadway, con una adaptación que fue estrenada en el año 2011, con las partituras supervisadas por el mismo Alan Menken. La versión teatral de las aventuras románticas de Aladino y Jazmín dio la vuelta por varios teatros de Estados Unidos, Europa y Japón, con elevados niveles de audiencia que se rindieron a la mágica historia de Agrabah, la lámpara maravillosa, el alocado genio azul, la alfombra voladora y sus evocadoras canciones. En el año 2019 se estrenó la versión “live-action” -es decir, actuada por seres humanos- con mucha publicidad de por medio, en especial por la participación de Will Smith en el papel del Genio.

Aunque fue un sorprendente éxito de taquillas -superando a otras en el mismo estilo como El Rey León o Dumbo, lanzadas el mismo año-, los efectos especiales y las coreografías no llegan a producir el mismo impacto de aquella en dibujos animados, con escenas y decorados que la hacen parecer más una película de Bollywood. Por otro lado, la banda sonora, basada en las partituras originales de Alan Menken, tuvo diversas modificaciones, aprobadas por él mismo, que buscan dar un sonido más moderno y actualizado e incluso tratan de hacerlas calzar en el estilo y personalidad de Will Smith, con letras aumentadas por el dúo de autores Benj Pasek y Justin Paul -conocidos por su trabajo en La La Land (Damien Chazelle, 2016), robándoles algo de su encanto original.

Para celebrar el trigésimo aniversario de su estreno, en noviembre del año pasado, el sello discográfico Walt Disney Records lanzó un CD doble con todas las grabaciones que se realizaron entre 1991 y 1992, incluyendo gran cantidad de composiciones que no encontraron su lugar en la película original, como parte de una amplísima serie denominada The Legacy Collection. La variedad de matices que apreciamos en los segmentos instrumentales de esta selección de casi dos horas de música incidental ofrecen una visión más panorámica de todas las imágenes que poblaron la imaginación de Menken al emprender la tarea de escribir esta banda sonora, más allá de los golpes de efecto de temas como Friend like me (en español Un amigo fiel) o incluso Un mundo ideal, versión en español de A whole new world que fuera grabada por la norteamericana Michelle Early con el reconocido baladista argentino/venezolano Ricardo Montaner (para Latinoamérica) y con Enrique de Pozo, del recordado dúo de canciones infantiles Enrique y Ana (para España). Aquí dejamos la versión de la película en nuestro idioma, interpretada por los cantantes españoles Miguel Morant y Angela Aloy.

Uno de los factores del éxito de películas como Aladdin y afines es, precisamente, la exaltación abierta de aquellas cosas que hoy la oficialidad suele despreciar y calificar injustamente de “cursilerías”, como la ilusión de conocer a personas que te cambien la vida para siempre con actitud sincera o que un ladrón pobre sea, en el fondo, “un diamante en bruto”. Claro que, en este último punto, viendo la espantosa e insensible criminalidad rampante en el Perú y en el mundo, la realidad aplasta por completo aquella noción del “maleante bueno”, pero ese es otro tema. Aun así, y sin dejar de lado que todavía deben existir historias de amistades y amores auténticos y positivos, tan humanas como las canalladas que nos muestran a diario la farándula nacional e internacional, en el mundo moderno es mucho más cursi querer parecerse a esos despatarrados y grotescos personajes, que demostrar algo de humanidad o siquiera empatía hacia el prójimo. Eso, hoy por hoy, es tan contracultural como en su momento lo fueron el movimiento hippie en los sesenta o la escena nórdica de black metal en los ochenta. Hoy, aquellos jóvenes -chicos y chicas- que se esfuerzan por ser buenas gentes -confiados, amables, honestos, discretos- son los bichos raros, los freaks del siglo XXI.

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PASSION – PETER GABRIEL (Real World Records, 1989)

La imagen de carátula de este álbum, titulada Drawing study for self image (1987), pertenece al artista plástico británico Julian Grater y no fue encargada de manera específica para ilustrarlo. Sin embargo, hay algo en su oscuridad, textura espinosa y perfil indefinido -una obra que usa desde flores marchitas hasta carboncillo sobre lienzo-, que la une a la mágica combinación de sonidos del Medio Oriente, África y el Sudeste Asiático que el músico británico Peter Gabriel creó para el soundtrack de The last temptation of Christ, la controversial película que Martin Scorsese filmara en 1989, con guion basado en el libro homónimo del griego N. Kazantzakis (1883-1957), publicado en 1955.

Passion representa uno de los puntos más altos de la discografía de Peter Gabriel e impone una valla muy alta para el género conocido como «world music», un membrete que, sin quererlo, el compositor ayudó a acuñar con el Festival World of Music, Arts and Dance (WOMAD), creado por él en 1980. Precisamente, de la cantera de músicos no-europeos que saltaron a la palestra internacional gracias al apoyo y vocación de Gabriel, es que salió el variado y talentoso personal que dio vida a estos orgánicos sonidos.

Suele ocurrir que las bandas sonoras de películas basadas en historias bíblicas son grandilocuentes y obvias, interpretadas por monumentales ensambles sinfónicos. Aquí pasa todo lo contrario. Sobre la base de lo que podríamos considerar como representaciones más pegadas a la realidad de los desiertos, las calles empedradas y montañas de Judea en el año 1, Peter Gabriel y sus brillantes cómplices consiguen un efecto mucho más convincente que los violines y trompetas de procedencia europea.

Passion es el octavo álbum solista del ex líder de Genesis y además de la voz -a veces natural y otras, procesada electrónicamente-, teclados y ocasionales flautas del autor; cuenta con un selecto equipo multinacional de músicos entre los que destacan los vocalistas Youssou N’Dour (Senegal), Nusrat Fateh Ali Khan (Pakistán), el percusionista Hossam Ramzy (Egipto), Vatche Housepian (Armenia), intérprete del duduk y otros instrumentos de viento, el violinista L. Shankar (India), entre otros. Asimismo, músicos como David Rhodes (guitarras) y Manu Katché (batería), habituales en sus bandas, colaboran también e intercalan sus apariciones con otros destacados músicos de sesión como Nathan East (bajo), Billy Cobham (batería) y David Sancious (teclados). Escuchar temas como Zaar, A different drum, Of these hope, Troubled, It is acomplished y With this love (choir), solo por mencionar algunos, hacen que uno se convenza de que está delante de una obra maestra de la música contemporánea: sus melodías van de lo misterioso y atemorizante a lo celestial y triste, como la historia que cuenta la película.

BONUS TRACK: Nada más irreverente en Semana Santa que recordar al colectivo Monty Python y la última escena de Life of Brian (Terry Jones, 1979). Si no la han visto, se pierden una de las más inteligentes parodias de todos los tiempos. En la última escena, un Gólgota particularmente lleno de crucificados, en trance de agonía, silban y cantan una melodía que podría haber inspirado, por su rebosante optimismo, al clásico Don’t worry be happy de Bobby McFerrin (1988). Always look on the bright side of life, escrita por Eric Idle -uno de los Monty Python- se convirtió en el emblema de este genial sexteto de actores y humoristas británicos que tuvo, entre sus más grandes fans y financistas, al ex Beatle George Harrison.

 

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