PASSION – PETER GABRIEL (Real World Records, 1989)

La imagen de carátula de este álbum, titulada Drawing study for self image (1987), pertenece al artista plástico británico Julian Grater y no fue encargada de manera específica para ilustrarlo. Sin embargo, hay algo en su oscuridad, textura espinosa y perfil indefinido -una obra que usa desde flores marchitas hasta carboncillo sobre lienzo-, que la une a la mágica combinación de sonidos del Medio Oriente, África y el Sudeste Asiático que el músico británico Peter Gabriel creó para el soundtrack de The last temptation of Christ, la controversial película que Martin Scorsese filmara en 1989, con guion basado en el libro homónimo del griego N. Kazantzakis (1883-1957), publicado en 1955.

Passion representa uno de los puntos más altos de la discografía de Peter Gabriel e impone una valla muy alta para el género conocido como «world music», un membrete que, sin quererlo, el compositor ayudó a acuñar con el Festival World of Music, Arts and Dance (WOMAD), creado por él en 1980. Precisamente, de la cantera de músicos no-europeos que saltaron a la palestra internacional gracias al apoyo y vocación de Gabriel, es que salió el variado y talentoso personal que dio vida a estos orgánicos sonidos.

Suele ocurrir que las bandas sonoras de películas basadas en historias bíblicas son grandilocuentes y obvias, interpretadas por monumentales ensambles sinfónicos. Aquí pasa todo lo contrario. Sobre la base de lo que podríamos considerar como representaciones más pegadas a la realidad de los desiertos, las calles empedradas y montañas de Judea en el año 1, Peter Gabriel y sus brillantes cómplices consiguen un efecto mucho más convincente que los violines y trompetas de procedencia europea.

Passion es el octavo álbum solista del ex líder de Genesis y además de la voz -a veces natural y otras, procesada electrónicamente-, teclados y ocasionales flautas del autor; cuenta con un selecto equipo multinacional de músicos entre los que destacan los vocalistas Youssou N’Dour (Senegal), Nusrat Fateh Ali Khan (Pakistán), el percusionista Hossam Ramzy (Egipto), Vatche Housepian (Armenia), intérprete del duduk y otros instrumentos de viento, el violinista L. Shankar (India), entre otros. Asimismo, músicos como David Rhodes (guitarras) y Manu Katché (batería), habituales en sus bandas, colaboran también e intercalan sus apariciones con otros destacados músicos de sesión como Nathan East (bajo), Billy Cobham (batería) y David Sancious (teclados). Escuchar temas como Zaar, A different drum, Of these hope, Troubled, It is acomplished y With this love (choir), solo por mencionar algunos, hacen que uno se convenza de que está delante de una obra maestra de la música contemporánea: sus melodías van de lo misterioso y atemorizante a lo celestial y triste, como la historia que cuenta la película.

BONUS TRACK: Nada más irreverente en Semana Santa que recordar al colectivo Monty Python y la última escena de Life of Brian (Terry Jones, 1979). Si no la han visto, se pierden una de las más inteligentes parodias de todos los tiempos. En la última escena, un Gólgota particularmente lleno de crucificados, en trance de agonía, silban y cantan una melodía que podría haber inspirado, por su rebosante optimismo, al clásico Don’t worry be happy de Bobby McFerrin (1988). Always look on the bright side of life, escrita por Eric Idle -uno de los Monty Python- se convirtió en el emblema de este genial sexteto de actores y humoristas británicos que tuvo, entre sus más grandes fans y financistas, al ex Beatle George Harrison.

 

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Si nos ponemos a revisar el clásico enfrentamiento pop versus rock, la lista de casos es interminable. En 1976, el mismo año que el trío canadiense Rush enloquecía a la comunidad fanática del rock progresivo con su álbum conceptual 2112 -con temas como este-, cargado de electrizantes solos y cambios de ritmo en suites de más de veinte minutos; el cuarteto vocal sueco Abba sacudía las pistas de baile con la rítmica contagiosa e inmediata de Dancing queen, de su cuarto álbum Arrival. Esta convivencia de estilos de intenciones antagónicas y comprobada calidad existió hasta entrados los años noventa, década en la que ya podemos encontrar los primeros atisbos del encanallamiento del pop con vocación estafadora, caracterizado por la ligereza, homogeneidad y simplonería de sus contenidos.

En un primer nivel de apreciación, parecería comprensible que el torso desnudo de Plant y los fantasmagóricos movimientos de Jimmy Page fueran incompatibles con las corbatas michi de Richard Carpenter y las blusas con bobos de su hermana Karen. Pero, en un segundo nivel, la calidad de ambos grupos era tan alta que podía llegar -como de hecho lo hizo- a agradar a ambos segmentos por igual, debido a que exhibían un talento superlativo e innegable. Prueba de ello es que miles de coleccionistas de vinilos alrededor del mundo tienen en sus anaqueles las discografías de ambos. ¿Ustedes se imaginan a algún audiófilo del futuro colocando, junto a los tres sólidos álbumes que lanzó el colectivo psicodélico australiano King Gizzard and The Lizard Wizard durante el año pasado, el inconexo y masivamente aclamado tercer álbum de Rosalía, Motomami (Columbia Records, 2022), -cuyo primer año de lanzamiento fue “celebrado” con multitudinarios conciertos en las versiones argentina y chilena del Lollapalooza- que conspira contra sí mismo al sepultar en pantanoso reggaetón, las dos o tres ideas ligeramente interesantes que, haciendo un esfuerzo, uno podría llegar a rescatar de sus más de sesenta minutos?

Los nuevos productos extra musicales del pop moderno, particularmente los de la vertiente «latina», tienen, entre otros elementos, bases rítmicas muy elementales que extraen de una disciplina llamada «música» que personajes como Rosalía usufructúan para alcanzar los gustos populares, hecho que se concreta con su presencia permanente en premiaciones, festivales, primeros lugares de ventas y fanatismos rabiosos de una masa farandulizada e ideologizada, en modo intolerancia absoluta a la crítica.

Otros elementos constitutivos de esos productos son la vulgaridad, el sexismo, la idiotez en el uso del lenguaje, la superficialidad absoluta de los mensajes que ofrecen a sus públicos, conformados generalmente por personas muy jóvenes, de educación muy escasa y, en muchos casos, nula. Aunque, en realidad, también es verdad que han logrado ingresar al consumo de poblaciones que sí han atravesado por ciertos momentos de educación, algunos hasta son profesionales exitosos, cultileídos y no necesariamente jóvenes. Esto se debe a que, frente a los dictados de la posmodernidad y el exhibicionismo materialista de las redes sociales, este segmento masivo encuentra, en las tendencias asociadas a la ilusión de que la vida es -o debe ser- una fiesta interminable y desenfrenada, su única manera de ser feliz.

Pero quizás lo que más sirva para ejemplificar la gran estafa del pop moderno es lo poco que ha tardado Rosalía en pervertir su sonido, de ser una supuesta promesa del flamenco moderno con un deficiente pero auténtico primer álbum, titulado Los Ángeles (Universal España, 2017), grabado a guitarra y voz, pasando por el collage desordenado de El mal querer (Columbia Records, 2018), que se enreda en exploraciones electrónicas y ciertos intentos de fusión, hasta llegar a las fórmulas repetitivas y baratas del reggaetón/bachata de su última producción -el mentado Motomami- y sus recientes colaboraciones con personajes como J Balvin, Bad Bunny, Ozuna o su actual pareja, el portorriqueño Rauw Alejandro, que, coincidentemente, la han puesto en todos los titulares. A Shakira le tomó doce años esa degradación, de sensible cantautora juvenil a ofensora del buen gusto con sus reggaetones y demás. A Rosalía, solo la mitad.

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El impacto cultural de Fiddler on the roof tiene que ver con ese enfrentamiento entre valores considerados anticuados, anacrónicos y la modernidad que irrumpe para remecer los cimientos de aquello que se cree inalterable -los huachafos de hoy hablarían de “los efectos disruptivos” de la obra-. Esta confrontación de tradición versus cambio genera, en el contexto del libreto escrito por Joseph Stein, situaciones que incluyen romance, comedia y drama, enmarcadas en conmovedoras composiciones como Anatevka, que se escucha en una de las últimas escenas del film, cuando la comunidad debe pasar al exilio; la pesadillesca Tevye’s dream o Do you love me?, una reflexión a corazón abierto acerca de la comparación entre los matrimonios arreglados –una costumbre que persiste, por ejemplo, en la India o en países islámicos como Turquía o Jordania- y la libre elección de parejas. De repente, todo el mundo de Tevye se derrumba cuando tres de sus cinco hijas rompen una de sus leyes fundamentales: deciden casarse con quienes ellas quieren y no con quienes escojan sus padres. Una metáfora que explica a la perfección, a partir de un hecho concreto, el permanente choque generacional que ha marcado cada etapa del desarrollo social del mundo.

Topol, quien tenía solo 35 años en 1971 cuando interpretó a Tevye en el cine -usó maquillaje y rellenos en el cuerpo para verse como un hombre de 70- actuó en otras recordadas películas, como la colorida Flash Gordon (Mike Hodges, 1980), encarnando al Dr. Hans Zarkov; o For your eyes only (John Glen, 1981) de la saga James Bond, en la que hace de Milos Columbo, colaborador del espía más famoso del cine, pero quedó atrapado en aquella caracterización del atribulado y campechano lechero de gruesas barbas y trajes pueblerinos, cosa que nunca le molestó por cierto. En una entrevista del año 2015, el artista dijo: “¿Cuántas personas son reconocidas por un solo papel? ¿Cuántas personas en mi profesión son conocidas en todo el mundo? No me quejo por eso. A veces me sorprende que, al llegar a China, Japón, Francia y acercarme a las oficinas de migraciones me dicen “¡Topol, Topol! ¿Tú eres Topol?”. Claro, porque todo el mundo ha visto Fiddler on the roof. Y eso no está nada mal”.

En el año 2019 se estrenó el documental Fiddler: A miracle of miracles, en que el director canadiense Max Lewkowicz hace un recuento de cómo se gestó esta obra y cómo evolucionó hasta convertirse en referente no solo de la cultura judía sino del mundo. El film resalta las figuras del actor Zero Mostel (1915-1977), el Tevye del primer montaje de 1964, el productor original Harold Prince, quien falleció durante el rodaje del documental, y Jerome Robbins (1918-1988), director artístico y coreógrafo responsable de la impresionante puesta en escena y de secuencias como la inolvidable The bottle dance, en que un grupo de aldeanos rusos celebran bailando con botellas sobre sus cabezas -simbolizando la fragilidad de la vida como inmigrantes-, mientras la chispeante música va subiendo de intensidad hasta alcanzar niveles frenéticos. Fiddler on the roof es todo un clásico que se opone a las ramplonas tendencias del pop moderno, ajenas a las exquisiteces de una tradición musical que pugna por no desaparecer.

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La balada antibélica Us and them –con sus ecos crepusculares y grandilocuentes coros- es uno de los puntos más altos de un álbum que tiene, en sí mismo, una estatura más que elevada. La circular melodía es una composición que Wright había preparado como una de las contribuciones de Pink Floyd para la banda sonora del film de culto Zabriskie Point (1970) pero que fue rechazada por su director, el italiano Michelangelo Antonioni (1912-2007) porque la consideraba “hermosa pero muy triste, me hace pensar en la iglesia”, como alguna vez recordó Waters. La letra es un listado de dicotomías y conceptos antagónicos y/o relacionables entre sí –“nosotros y ellos”, “con y sin”, “arriba y abajo», “abajo y afuera”, “negro y azul”- para luego condenar la brutalidad de la guerra, un tema que lo obsesionó siempre -su padre había fallecido durante la Segunda Guerra Mundial- y que fue insumo para composiciones posteriores como algunos cortes de The Wall –In the flesh?, Bring the boys back home– o las canciones que dieron forma al disco The final cut (1983, el último que grabó con Pink Floyd). Waters usó el título de la canción para una de sus más recientes giras mundiales, que generó a su vez el documental Us + Them (2019). En este tema, como en Money, brilla el saxofonista Dick Parry, colaborador estable del grupo entre 1973 y 1977.

El álbum comienza y termina con el latido de un corazón (Speak to me), simbolizando el pulso vital y la fragilidad humana, además de dotarlo de un sentido de continuidad. Las voces que se escuchan al fondo, en diversos momentos, haciendo comentarios sobre la vida y la muerte, la locura y la agresividad, surgieron a partir de preguntas escritas en tarjetas por el mismo Waters -como se cuenta a detalle en el capítulo de la serie documental Classic Albums dedicado al disco (2003)- y tuvo también una serie de complementos audiovisuales para los conciertos, como el video de Money, esa ácida crítica contra el consumismo o la animación de relojes voladores para Time. El último tramo del disco, conformado por el instrumental Any colour you like y Brain damage/Eclipse -otra en la que destacan las coristas Lesley Duncan, Liza Strike, Barry St. John y Doris Troy-, condensan el mensaje principal de esta visita al lado oscuro de la luna que es, en realidad, el lado oscuro del alma, marcado por el inconformismo y la neurosis como resultado de comprobar que, en el fondo, todos lidiamos con un mundo cargado de desconfianza, ambición y soledad.

Autoritario y polémico como siempre, Roger Waters anunció a principios de este año que acababa de regrabar todo el álbum y nos conmina a olvidarnos de “esa tontería de que fue un trabajo grupal. Yo lo escribí. Claro, éramos una banda entonces pero el disco es mío”. Lo cierto es que, si bien la concepción de la idea es enteramente suya, así como las letras y la planificación de detalles, en las composiciones musicales hay participación muy fuerte de Gilmour, Wright y, en menor medida, Mason. De modo que lo dicho por Waters no es del todo exacto. En todo caso, quienes han escuchado la nueva versión -un par de periodistas y amigos del músico- han comentado que se trata de una interesante relectura.

Roger Waters y su extraordinaria banda tocaron, en su primera visita a Lima, The Dark Side of the Moon completo en el Estadio Monumental, con el guitarrista David Kilminster y el tecladista Jon Carin haciendo las voces de Gilmour y Wright, aquel inolvidable 12 de marzo del 2007. La noticia anunciada por Roger Waters no fue del agrado, desde luego, de Nick Mason y David Gilmour, los dos Pink Floyd restantes -Richard Wright falleció a los 65, el 2008- e incluso Polly Samson, esposa y manager de Gilmour, tuvo duras expresiones contra Roger Waters en sus redes sociales (quienes seguimos al grupo sabemos que estos enfrentamientos son más comunes de lo que podría pensarse).

En todo caso, un desinformado periodista británico llamado Stuart Maconie se encargó de lanzar una rama de olivo entre Gilmour y Waters, cuando este último respondió con furia al enterarse de que le atribuía declaraciones injuriosas sobre los solos que su compañero grabó para la versión original de 1973. “Para mí, los solos de David constituyen una colección de los mejores que se hayan grabado en la historia del rock. Así que Stuart, pequeño idiota, la próxima vez revisa bien lo que escribes antes de imprimirlo”.

A la vista de estas discusiones interminables, parece un sueño imposible que Roger Waters (79), David Gilmour (77) y Nick Mason (79) se sienten en torno a la misma mesa para celebrar, juntos, la tremenda obra maestra que perpetraron entre mayo de 1972 y febrero de 1973, aquellos nueve meses de intensas sesiones que terminaron siendo The Dark Side of the Moon, álbum certificado catorce veces con Disco de Platino solo en el Reino Unido y que ha permanecido en los rankings por más de 950 semanas. Como premio consuelo, nos queda escucharlo una y otra vez, como venimos haciéndolo desde hace cincuenta años.

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Wayne Shorter siguió explorando su propia inspiración en paralelo a su trabajo con Weather Report que, con los años, se fue convirtiendo en predio casi exclusivo para las composiciones de Joe Zawinul. Los chispazos de arrebatada personalidad de Jaco Pastorius y la vehemencia creativa del austriaco movieron a Wayne Shorter un poco hacia atrás -metafóricamente hablando ya que “sin Shorter no había Weather Report” como alguna vez dijo el tecladista del bigote y el sombrero étnico de llamativos colores.

El saxofonista se mantuvo cómodo con ese perfil bajo, reservando su música más personal para una dilatada y simultánea discografía en solitario, con títulos como Native dancer (1974), un colorido tour-de-force por las fusiones con la música del Brasil, a dúo con Milton Nascimento; Atlantis (1985) que contiene una de sus piezas más conocidas, Endangered species; High life (1995), con la participación de Marcus Miller en bajo y Rachel Z en teclados; o Without a net (2013), con su último cuarteto. En 1975 colaboró en el primer disco como solista de Jaco, en el tema Opus pocus. En medio, la reunión del “Segundo Gran Quinteto”, es decir Shorter, Hancock, Carter y Williams con Freddie Hubbard cubriendo el lugar de Miles, un supergrupo llamado V.S.O.P que publicó cuatro álbumes en vivo entre 1977 y 2002 y una delicia en estudio, Five stars (1979).

Y, como suele ocurrir con estas superestrellas del jazz, Wayne Shorter tuvo también diversos encuentros con el mundo del pop-rock, introduciendo sus finos y complejos fraseos de saxo tenor en grabaciones de artistas como Steely Dan (Aja, 1977), Don Henley (The end of the innocence, 1989) o Joni Mitchell (Both sides now, 2000), con quien colaboró en una decena de álbumes, entre ellos los imprescindibles Don Juan’s reckless daughter (1977), Mingus (1979) o el doble en vivo Travelogue (2002).

También fue muy conocida su asociación con Carlos Santana, con quien grabó The swing of delight (1980) y Spirits dancing in the flesh (1990). En el siguiente enlace los podemos ver a ambos en el Festival de Montreaux de 1988, tocando Europa (Earth’s cry, heaven’s smile), clásica composición instrumental incluida en el LP Amigos de 1976, una de las más conocidas del guitarrista mexicano. Junto a Herbie Hancock, Santana y Shorter salieron de gira, en el 2016, bajo el nombre Mega Nova, supergrupo que completaron Marcus Miller (bajo) y Cindy Blackman (batería).

Wayne Shorter ha sido descrito como un filósofo, una persona de conceptos profundos e incapaz de decirle no a alguien, cuando se trataba de enseñar y compartir sus experiencias. Tina Turner lo consideró su salvador, pues le permitió quedarse en su casa medio año para huir de las golpizas que le propinaba Ike Turner, a mediados de los setenta, una historia que cuenta en su libro de memorias Happiness becomes you (2020). Ganador de una docena de Grammys, del Kennedy Center Honors 2018 y considerado el mejor saxofonista de jazz por los lectores de la revista Down Beat durante varios años consecutivos, el músico será recordado por sus pares como un ejemplo de creatividad artística y elevada espiritualidad.

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La columna vertebral de Def Leppard es el bajista Rick Savage (61), quien fundó el grupo en 1976. La imponente presencia de sus profundas notas arma y sostiene cada uno de los éxitos que interpretaron, como los clásicos Armageddon it, la power ballad Love bites (Hysteria, 1987) o Bringin’ on the heartbreak (High ‘n’ dry, 1981). Savage, Collen y Campbell unen sus voces para los agudos y roncos coros que caracterizan a estas y otras canciones como Rocket, Pour some sugar on me o Hysteria, tema-título del álbum más famoso de su discografía. La banda no perdió ocasión de presentarnos tres canciones de su más reciente producción, Diamond star halos (2022), entre las que destaca This guitar, canción que grabaron a dúo con la estrella de country Alison Krauss y que es una oda a la guitarra como icono de libertad y consuelo. La noche se cerró con una extraordinaria versión de Photograph (Pyromania, 1983), esa canción que todos dedicamos a aquella mujer que nos quita el sueño, y que los colocó en primer plano en una época donde la competencia era por demostrar quién era más solvente y efectivo en esto de emocionar al público a través de interpretaciones musicales diestras, intensas y auténticas.

El caso del baterista Rick Allen (59) parece haber sido normalizado por el público pero es, en realidad, uno de los más sorprendentes e inspiradores de superación personal ante la adversidad, no solo del rock sino de la vida en general. En 1984, cuando Rick tenía solo 21 años y en medio del éxito obtenido con los tres primeros discos de Def Leppard, sufrió un grave accidente mientras manejaba a toda velocidad, el cual tuvo como consecuencia la amputación completa del brazo izquierdo. Lejos de deprimirse, el músico se sumergió en extenuantes terapias físicas y psicológicas para, con el apoyo de su familia y sus compañeros, comenzar a practicar una técnica para tocar baterías electrónicas y pedaleras que le permitieran reemplazar, con los pies, las funciones del brazo faltante. Después de dos años, Allen reapareció con Def Leppard en el festival Monsters Of Rock de 1986. Desde entonces, nunca ha abandonado el puesto. Sus seguidores lo conocen como “The Thunder God”. Escucharlo y verlo lanzar en vivo, atronadores bombazos en el instrumental Switch 625 (High ‘n’ dry, 1981), justifica el apelativo.

Cuando uno se encuentra con estas bandas, que han pasado más de cuarenta años viviendo al borde la cornisa, subiendo y bajando de aviones, superando adicciones, enfermedades y tragedias, realizando conciertos uno tras otro sin descanso, produciendo música fantástica y ejecutando a la perfección composiciones propias como si se tratara de un juego, no puede evitarse esa nostalgia por aquellos tiempos en que la música de las radios nos conmovía e ilusionaba, nos sacudía el cuerpo y elevaba el alma. Mötley Crüe y Def Leppard hicieron realidad esa magia otra vez, para quienes dudan de la vigencia del hard-rock en estos tiempos de sonidos melosos y simplones.

POST-DATA: Otro grande de la música partió esta semana. Wayne Shorter, legendario saxofonista de jazz que trabajó con Art Blakey, Miles Davis, Weather Report -donde coincidió con nuestro compatriota Álex Acuña-, Joni Mitchell, Steely Dan y muchísimos otros, falleció el 2 de marzo, a los 89. Más sobre él, la próxima semana…

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Conciertos en Lima, Def Leppard, Estadio de San Marcos, John 5, Mötley Crüe, Rick Allen

Cuando Corea, en otro movimiento inesperado, decidió desarmar al cuarteto en 1976, Al Di Meola -entonces de 22 años- encontró el tiempo y espacio perfectos para dar rienda suelta a su propia voz como compositor y guitarrista. Desde ese mismo año, acompañado por grandes músicos como Steve Gadd (batería), Alphonso Johnson (bajo), Barry Miles, Jan Hammer (teclados) y Mingo Lewis (percusiones), Di Meola convirtió los estudios de grabación de Columbia Records en un crisol en el que volcó todas sus influencias e innovaciones. Al jazz-rock que había desarrollado en Return To Forever le añadió su irrefrenable pasión por géneros hispanoamericanos como flamenco español, tango argentino y bossa nova brasileña, edificando un repertorio brillante y multiforme, pero siempre con ese frenético y articulado estilo que desenvuelve con limpieza y precisión. 

Su debut como solista, Land of the midnight sun (1976), tiene además una sorpresa, la participación de Jaco Pastorius (Weather Report) en un extenso jam, Suite Golden Dawn, que -según cuenta el mismo Al- fue la primera vez que el extraordinario bajista entró a un estudio de grabación. La sociedad con el tecladista checo-norteamericano Jan Hammer (The Mahavishnu Orchestra) generó clásicos del jazz moderno como Cruisin’ del disco Electric rendezvous (1982) o Elegant Gypsy Suite de su segundo LP, Elegant gypsy (1977), disco en el que además encontramos una vertiginosa pieza flamenca, Mediterranean sundance, la más conocida de su amplio catálogo, grabada junto a Paco de Lucía, nada menos. En 1982 aparecería su primer larga duración en vivo, Tour de force y al año siguiente lanzó Scenario, álbum en que Di Meola y Hammer experimentan con elementos electrónicos y un acercamiento más elástico hacia el pop-rock vigente en esos años. En ese disco participaron tres megaestrellas del prog-rock, el bajista Tony Levin y los bateristas Phil Collins y Bill Bruford. En medio, Casino (1978, con carátula que recuerda a Al Pacino en Scarface) y Splendido Hotel (1980), dos extraordinarios discos de jazz-rock y fusión latina, confirmaron su estatura musical.

Di Meola se unió a otros dos gigantes del instrumento, el británico John McLaughlin y el español Paco de Lucía, para hacer una gira que quedó registrada en el disco Friday night in San Francisco (1981), un clásico del flamenco moderno que, el año pasado, se reactualizó con grabaciones nuevas de aquel tour que Di Meola rescató bajo el título Saturday night in San Francisco. La química entre ellos fue tal que ingresaron a los estudios para grabar Passion, grace and fire (1983) y luego, doce años después, repitieron la experiencia en el extraordinario CD The Guitar Trio (1995). Un año después, en uno de los shows benéficos organizados por el tenor italiano Luciano Pavarotti, en Bosnia, hicieron una versión relampagueante de Mediterranean sundance, una competencia sana entre tres guitarristas superdotados, que podemos ver en este enlace. En ese mismo tiempo, se reunió con su ex compañero en Return To Forever, el bajista Stanley Clarke, y el violinista francés Jean-Luc Ponty para una gira titulada The rite of strings que, a su vez, generó un álbum en estudio del mismo nombre. En el 2007, Di Meola, Ponty y Clarke se reunieron para varios festivales de jazz y llegaron a tocar en Sudamérica, concretamente en Chile, Brasil y Argentina. Y en el 2008 se produjo el esperado reencuentro de Di Meola con Lenny White, Stanley Clarke y Chick Corea, en el Festival de Jazz de Montreaux.  

Su camino musical prosiguió durante la década de los noventa y las siguientes, con más de veinte lanzamientos en las que explora su evolución como compositor y las fusiones con el tango -incluso grabó dos álbumes tributo a Astor Piazzolla, en 1996 y 2007-, y la música del Medio Oriente, a través de su proyecto World Sinfonia, una formación cambiante que incluye músicos de Turquía, Argentina, Cuba, Italia, Puerto Rico, Estados Unidos, entre otros, con quienes ha producido brillantes álbumes como Heart of the immigrants (1993), Orange and blue (1994), Morocco Fantasía (2011), concierto en un festival de jazz en la ciudad de Rabat, Marruecos; Pursuit of radical rhapsody (2012) o el extraordinario Elysium (2015) donde escuchamos cajones peruanos, bandoneones argentinos y progresiones que van del jazz a la música árabe, con la fluidez armónica y riqueza melódica propias de Di Meola, quien creció admirando a Larry Coryell y a los Beatles.

Precisamente, la música del Fab Four es una de sus más recientes inspiraciones. Los álbumes All your life (2013) y Across the universe (2020) contienen, cada uno, catorce clásicos de los Beatles, tocados por Al Di Meola en guitarra acústica, con arreglos que les dan vida nueva, como por ejemplo en Because, Dear Prudence, Being for the Benefit of Mr. Kite, Strawberry fields forever o Norwegian wood. En una reciente entrevista reconoció que los Beatles son los principales responsables de su decisión de querer convertirse en guitarrista y que hacer esas adaptaciones fue muy complicado para él, por el respeto que siente hacia el espíritu de esas entrañables canciones. 

Al Di Meola (68), la leyenda del jazz-rock, estará tocando en Lima, por primera vez, este 9 de marzo en el Gran Teatro Nacional, gracias a la productora de Jorge Fernández, a quien le debemos también la inolvidable tocada que hizo Pat Metheny hace unos meses. Y llega con una banda multinacional integrada por algunos de sus colaboradores más estables en los últimos años: Mario Parmisano (piano, Argentina), Paolo Alfonsi (guitarra acústica, Italia) y Sergio Martínez (percusión, España). Una cita imperdible para los amantes de la buena guitarra.

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En esos años, era común ver a Burt Bacharach de gira con su propia orquesta, recorriendo Estados Unidos, Canadá y Europa; conduciendo programas de televisión y recitales con invitados de prestigio. Los años ochenta trajeron nuevos éxitos para Bacharach, esta vez haciendo equipo con Carole Bayer Sager, destacada letrista que fue, entre 1982 y 1991, su tercera esposa. Ambos, junto a Peter Allen y Christopher Cross, recibieron un Oscar conjunto a Mejor Canción Original por Arthur’s theme (The best that you can do), que este último grabara para el film Arthur, protagonizado por Dudley Moore y Liza Minelli. No hace falta decir que es una de las canciones más destacadas de esa década. En 1983 la banda británica de electropop y new wave Naked Eyes reactualizó (There’s always) Something there to remind me, que había sido grabada en 1967 por Dionne Warwick. La estrella de Bacharach seguía brillando en un ecosistema musical en permanente evolución.

1985 fue el año del reencuentro entre Burt Bacharach y su musa definitiva. Y fue por razones benéficas, para apoyar la investigación y prevención del SIDA, a través de las ventas del single That’s what friends are for, compuesta por él y su esposa Carole. El tema, grabado originalmente por Rod Stewart algunos años antes, se convirtió en un megaéxito gracias a esta nueva versión en que Warwick se une a tres famosos amigos: Elton John, Gladys Knight y Stevie Wonder. Otras composiciones destacadas de la nueva pareja Bacharach/Bayer Sager fueron Heartlight de Neil Diamond (1982) o el dueto entre Michael McDonald y Patti La Belle, On my own, éxito radial de 1986.

Durante los años siguientes, Burt Bacharach se mantuvo activo ofreciendo recitales y dando su venia para múltiples regrabaciones y uso de sus clásicos en películas, entre ellas la trilogía cómica Austin Powers, protagonizada por Mike Myers (1997, 1999, 2002), la comedia romántica La boda de mi mejor amigo (1997), con Julia Roberts y Cameron Díaz, o el remake de Alfie (2004), en que el tema central es interpretado por Joss Stone -en la película original, de 1966, fue grabada por Cher y Cilla Black. En 1998, al cumplir 70 años, Burt Bacharach inició una colaboración, para muchos inesperada, con una leyenda del rock británico, Elvis Costello. Ese año, la pareja publicó un extraordinario disco titulado Painted from memory, en el que retoma el estilo que lo hizo conocido en los sesenta y setenta. Aquí los vemos a ambos en vivo. Entre los muchísimos homenajes que recibió en vida, destaca este del año 2012, organizado por la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos y realizado en la Casa Blanca, con la participación de Diana Krall, Stevie Wonder, Sheryl Crow, Arturo Sandoval, Lyle Lovett, entre otros.

Al momento de propalarse la noticia del fallecimiento de Burt Bacharach, estrellas de diferentes épocas de la escena pop -antes del encanallamiento que atraviesa actualmente- desde Brian Wilson hasta Liam Gallagher, desde Paul Stanley hasta Billy Corgan, han lanzado en sus redes sociales, sentidas palabras y declaraciones de admiración ante tan influyente artista, “un titán” como lo describe el vocalista y guitarrista de los Smashing Pumpkins. Con su muerte, muere también la elegancia en la música pop.

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En 1983 llegaría Bienvenido al club, disco que trajo otras dos buenas canciones, Hay algo en ella y Por volverte a ver, ideal para aquellas amores frustrados por la separación. Todos estos temas fueron escritos por Ray Girado, nombre artístico del reconocido compositor español Rafael Gil Domínguez (1947-2015), también autor de El primer beso o Para que no me olvides, éxito setentero de Lorenzo Santamaría que Dyango también grabara en su disco Corazón de bolero (1990). Al año siguiente, la canción Corazón mágico del LP … Al fin solos! (1984) se convirtió en un nuevo triunfo para el barcelonés, quizás la canción por la que más se le recuerda hasta ahora, una de las que “no puedo dejar de cantar en cada país que visito”. Sus últimos hits radiales en esa década fueron Esa mujer (1985) y El que más te ha querido (1989), bolero compuesto por la cubana Concha Valdés.

Pero, además de la música, Dyango tiene otras dos pasiones: el fútbol y la política. Como buen catalán, el cantante se declara “culé” -apelativo con el que se conoce a los hinchas del Barça- a muerte. De hecho, su relación con el club azulgrana es tan cercana que compuso y grabó una canción para el equipo, titulado Som més que un club (2004), en catalán. Incluso, Dyango contó hace algunos años que, mientras vivía en Argentina en los setenta, vio a un jovencito de 16 años jugar maravillosamente y llamó de inmediato a los directivos del Barcelona, para que lo contrataran y lo adoptaran pensando en el futuro. Era Diego Armando Maradona. Sin embargo, no aceptaron porque no querían “hacerse de un desconocido por poco que costara”. Años después, tras la revelación de “El Pibe” en el Mundial de España ’82, el Barcelona FC tuvo que pagar 1,200 millones de pesetas por el pase del argentino. Dyango y Maradona fueron grandes amigos.

En cuanto a la política, el cantante ha sido uno de los activistas más consecuentes del independentismo catalán, aunque en la actualidad reconoce que eso lo verán posiblemente sus nietos, pero él no. Ha grabado varios discos en ese idioma -En català (1982), Per a la meva gent (1984), Quan l’amor és tan gran (1997), El pare (2004)- y, como lo hacen también otros cantautores nacidos en Cataluña como Lluís Llach o Joan Manuel Serrat, Dyango defiende la autonomía y el orgullo de su origen cada vez que tiene ocasión. En el LP Per a la meva gent incluye una versión de la tierna balada Paraules d’amor (Palabras de amor), de su paisano Serrat. Y, en su perfil de Twitter, el intérprete se describe de la siguiente manera: “Músic, cantant i català” (“Músico, cantante y catalán”) y acompaña su imagen con el característico lazo amarillo que identifica a los separatistas. 

Sin embargo, por delante de todo está la música. A partir de los noventa, la carrera de Dyango se mantuvo vigente por todo lo producido en las décadas anteriores, con recitales por toda Hispanoamérica y los Estados Unidos. Álbumes como Morir de amor (1993), donde entona, el clásico bolero Espérame en el cielo a dúo con otra artista europea enamorada de nuestras músicas, la cantante griega Nana Mouskouri -donde nos hace recordar a Demis Roussos-; o los discos de covers Himnos al amor (2001), A ti (2003) e Íntimamente (2005), lo trajeron de regreso interpretando canciones de sus colegas Charles Aznavour, José José, Julio Iglesias, Roberto Carlos, Edith Piaf, entre muchos otros. En los últimos años ha grabado discos de boleros, tangos, rancheras y hasta un homenaje a Andalucía, Coplas (2008), con el acompañamiento de la Orquesta Sinfónica de Bratislava. En el 2018, luego de anunciar su retiro de los escenarios por problemas de salud hasta en dos ocasiones -algo que no cumplió, por supuesto- recibió el Premio Grammy Latino a la Excelencia Musical. 

Más de cuarenta discos después, Dyango sigue conquistando escenarios con el poder de su voz. En octubre del 2022 llenó dos fechas en el Teatro Gran Rex de Buenos Aires, Argentina, país que siempre lo ha recibido con brazos abiertos. Y sus aportes a la música se extendieron a través de dos de sus hijos, Marcos Llunas (el apellido es de su madre) y Jordi. se hizo muy conocido en los noventa con canciones como Sentir, Para reconquistarte o Eres mi debilidad y grabó en el 2012 un disco homenaje con once canciones de su famoso padre, titulado A la voz del alma. Y Jordi, el menor, saltó a la fama en 1997 con un buen disco de composiciones propias del cual se popularizó la canción Desesperadamente enamorado. Por otro lado, sus nietos Izán y Axel destacaron como actores en la serie de Netflix sobre Luis Miguel (2018-2021), a quien Dyango le dio clases de canto cuando era niño. “A mí también me gustaría una serie sobre mi vida”, dijo Dyango recientemente. “Me gustaría que alguien piense en mí”. 

PST-DATA: Al cierre de esta columna, se publicó el deceso del compositor, pianista y arreglista Burt Bacharach, a los 94 años, un caballero que dedicó su vida a ensalzar la música pop con canciones que las nuevas generaciones jamás tendrán el placer de reconocer. Más sobre él, la próxima semana…

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