Alonso-Rabi-Do-Carmo

La casa Verne

"En la calle Charles Dubois, en un malecón que mira el discurrir del Loira, está ubicada una casa que tiene un hondo significado para todo lector que se precie de guardar memoria de sus pinitos: la casa de Julio Verne"

Un reciente viaje condujo mis pasos a la ciudad de Nantes, a orillas del río Loira, a pocos kilómetros de alcanzar el Atlántico, al noroeste de Francia. Los viajes suelen provocar epifanías, tener un efecto muy profundo en la sensibilidad de los viajeros y constituir una auténtica experiencia de conocimiento. Un poco de todo esto me pasó en esta bella ciudad francesa, cuna del galó, un antiguo dialecto de origen románico, entre otros datos curiosos.

En la calle Charles Dubois, en un malecón que mira el discurrir del Loira, está ubicada una casa que tiene un hondo significado para todo lector que se precie de guardar memoria de sus pinitos: la casa de Julio Verne, escritor que todo Nantes venera y recuerda y que es muchas veces el responsable directo de muchas vocaciones por la lectura y la escritura.

La casa, naturalmente, es un museo que guarda muchos tesoros. Uno de ellos, que adorna una amplia pared interior, es un árbol genealógico de Verne, cuidadosa y primorosamente confeccionado con fotografías y retratos del archivo familiar. La casa empieza en la parte alta, donde una modesta entrada evita presagiar lo que se hallará dentro.

Curado con sencillez, pero con enorme eficacia narrativa, el descenso por los tres niveles de la casa, que termina en una terraza de piso empedrado que conversa en silencio con el río, es un viaje por el universo imaginado por Verne para felicidad de los niñoadolescentes (me perdonan el neologismo) que, como yo, sucumbimos al encantamiento de su inventiva.

Manuscritos, planos y maquetas de máquinas asombrosas (una de ellas, el Nautilus, provoca una profunda impresión en los visitantes), cartas, documentos, ediciones de biografías, libros ilustrados, una sala en la que pueden pasarse maravillosos minutos viendo fragmentos de películas basadas en la obra de Verne, minutos de asombro técnico, de imaginación futurista, de poesía fabril y visionaria.

Al descender hasta la terraza, observo dos recias mesas de piedra. Sobre ellas, unas cajas que llaman mi atención, sobre todo por no comprender o descifrar qué hacen allí. Al acercarme se despejan las dudas: parte de la narrativa de la casa museo es dejar allí, a merced de los visitantes, dos juegos de mesa inspirados en las aventuras plasmadas por Verne en el papel. ¿Hay mejor manera, me pregunto, de cerrar la visita a este santuario literario que retozar ante un tablero que se va abriendo a infinitas posibilidades, rara mezcla de azar y ciencia que en un golpe de dados nos sumerge en profundidades abisales y en otro nos catapulta fuera de la atmósfera? Diría, complacido, que no.

Dejo atrás la casa Verne y de a pocos me interno en el centro de la ciudad. En cuestión de media hora estoy en una explanada donde funciona una sala de máquinas, llamada mas propiamente el Bestiario de Máquinas, donde un grupo de inventores ha dado rienda suelta a su imaginación –inspirada en Verne, claro está– y allí me detengo a contemplar un portentoso elefante mecánico que recorre la explanada y rocía agua con su enorme trompa para refrescar a los curiosos que estamos allí, boquiabiertos y con la testa expuesta a cuarenta grados de temperatura.

Pocos escritores como Verne resultan tan decisivos al momento de reconstruir los hitos de una vocación literaria. Yo me recuerdo aún leyendo a Verne en la semioscuridad del vientre de una inmensa máquina plana, soñando con vidas, destinos y lugares que solo pueden experimentarse gracias a la magia de las palabras. Dejo Nantes con una sensación que mezcla sin remedio la gratitud y la melancolía y la promesa de volver, muy pronto, a las páginas de Verne. Así sea.

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escritor, Julio Verne

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