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El caso Roald Dahl

El caso Roald Dahl

"Los editores en inglés de Roald Dahl (1916-1990), el gran autor inglés de relatos muchos de los cuales, por alguna razón, comprensible o no, son catalogados como infantiles o juveniles (otra dudosa frontera), han decidido, treinta y tres años después de la muerte de su autor, llevar a cabo prácticas deshonrosas sobre los textos de Dahl."

Por estos días el ruido literario se concentra en unas decisiones editoriales que no permiten ver el límite entre una supuesta “corrección” y la idiotez galopante. Los editores en inglés de Roald Dahl (1916-1990), el gran autor inglés de relatos muchos de los cuales, por alguna razón, comprensible o no, son catalogados como infantiles o juveniles (otra dudosa frontera), han decidido, treinta y tres años después de la muerte de su autor, llevar a cabo prácticas deshonrosas sobre los textos de Dahl. Sus editores en español y francés, en cambio, han rechazado tajantemente la intromisión.   

Los comisarios que han llevado a cabo esta operación de “limpieza” ideológica, recuerdan sin duda tiempos oscuros, cuando la censura franquista o, peor aún, la estalinista, intentaban enrumbar creaciones cuyo contenido, de manera explícita u oblicua, desafiaba la moral que inspiraba a sus tiranías o socavaba el férreo verticalismo en que fundaban su espurio poder. 

Un juego sin duda peligroso; un dictado moral que pretende destruir, en nombre de fantasmas, obras que por derecho propio pertenecen a la tradición literaria. Los textos literarios no son tratados de conducta moral, tampoco manuales de ética, aun cuando estén inspirados en una enorme fuerza reflexiva. La presentación, en una novela, de una situación repudiable, por ejemplo, no es una invitación a imitarla, sino a pensar y analizar la naturaleza de dichas acciones.

¿O acaso Raskolnikov, el homicida atormentado de Crimen y castigo, es en realidad un manual de instrucciones para asesinar ancianas indefensas? No. La grandeza de este personaje de Dostoievski permite vislumbrar la naturaleza del mal, los secretos más recónditos de la condición humana, las pulsiones que laten en nosotros y preferimos no ver, porque si no nos hemos dado cuenta todavía, vivimos a un paso del horror. 

Si seguimos el criterio de los censores de Dahl, tendríamos que convertir a Raskolnikov en un dulce enfermero que trabaja abnegadamente en una casa de expósitos y ocultar lo que en realidad es: un pobre hombre viviendo el insondable abismo de su propia desesperación, agobiado por la culpa y los pensamientos más oscuros que quepa imaginarse. 

La lista podría ser mucho más larga y podría agotar al mismo Job. Hay muchísimos textos literarios que de ser leídos desde esta pobre perspectiva, sin respetar su contexto de origen, la singularidad de su lenguaje, la visión histórica y social que subyace en ellos –y que servía para comprender su tiempo y entorno– caerían sin remedio en esta cacería comendada por la torpeza y la poca o nula apertura para comprender el arte.

El arte, e incluyo a la literatura en él, es autónomo. Está abierto a permanente interpretación e incluso podría decir que es posible intervenir en ellos, por ejemplo, a través de operaciones de reescritura o por mecanismos de adaptación. Pero nada, ni en teoría el mejor propósito del mundo, puede justificar la mutilación o mudanzas de por sí cuestionables en textos que además de pertenecer a un autor, nos pertenecen a todos los lectores. Estoy seguro de que, por ejemplo, retirar las escenas de la Opa Marcelina en Los ríos profundos, de José María Arguedas, nos privaría de conocer una de las representaciones más intensas y conmovedoras de la precariedad humana. Descreo que su lectura nos convierta en misóginos o violadores. 

En fin. Hacer que la niña que lee a Joseph Conrad aparezca ahora leyendo a Jane Austen o eliminar alusiones a la gordura de un niño en los textos de Dahl es un insulto a la memoria. Y una puerta siniestra se abre. Mantengamos la cordura: No escuchemos el llamado de la hoguera.

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