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Las primeras marchas nacionales

"60 vidas van, pero aún las protestas no consiguen que la presidenta reconozca que su renuncia es la punta del hilo que requerimos para salir del laberinto en el que la corrupción nos tiene secuestrados."

No todas las marchas de protesta son iguales. Nunca lo fueron y nunca lo serán. Pero su finalidad es indiscutible: desde sus albores al comenzar el siglo XIX, los trabajadores europeos descubrieron que las marchas servían tanto para presionar a los poderosos, como para construir una opinión pública nacional. Existían también las manifestaciones que movilizaban a las élites, como la conquista del sufragio universal para obtener la ciudadanía. En esos casos, sus organizadores, tan concentrados en dar una imagen de legitimidad política, marchaban de manera sumamente ordenada, con sus mejores trajes. Pero claro, no fue lo mismo cuando lideraron mujeres, quienes fueron violentamente reprimidas al terminar el siglo en Inglaterra y en Estados Unidos. 

Las marchas en el Perú comenzaron en Lima con las huelgas de trabajadores durante la primera década de la República Aristocrática. Panaderos, obreros y estibadores consiguieron la conquista de las 8 horas de trabajo; luego empezaron a marchar con los estudiantes universitarios, organizados primero en la Universidad del Cusco y después en la Universidad de San Marcos y en la Escuela de Ingenieros. Al llegar el año 1916 formaron un frente único que derivaría en las universidades populares.

Hasta la década de 1960, las zonas rurales no participaban de las marchas urbanas y menos aún de las limeñas. Se encontraban protagonizando arriesgados movimientos campesinos para recuperar la tenencia de sus tierras, acciones que acarreaban enfrentamientos con policías y militares que resguardaban a los hacendados. A lo largo del siglo, se trató de un proceso de sublevación que creció tanto como la expansión de las haciendas y que costó cientos, sino miles de vidas. Si había un vínculo con Lima, se trataba más de una alianza de apoyo primero con los indigenistas y luego con las guerrillas de izquierda. Pero tras la reforma agraria, su intervención en las protestas resaltó durante el paro nacional de 1977. Participaron los pueblos y ciudades de todo el país, donde se desarrollaron manifestaciones callejeras por doquier. Costó la vida de cinco personas, pero tres meses después, el temible gobierno de Francisco Morales Bermúdez convocó una asamblea constituyente. Era indiscutible la necesidad de un nuevo pacto social. Gracias a la Constitución redactada, la población que los hacendados mantuvieron analfabeta pudo votar por primera vez. 

Precisamente en ese momento, el Partido Comunista Sendero Luminoso desató una cruenta guerra contra el Estado, en la que las víctimas fueron los pobladores rurales de los Andes y la Amazonía que decían representar y defender. El largo tiempo que costó el fin del conflicto armado, impidió el desarrollo de movimientos similares a los que surgieron durante las celebraciones de los 500 años del “descubrimiento” de América en Ecuador, México o Bolivia y que derivaron en nuevas legislaciones para sus países. Recién en el año 2000 se realizó en Lima una protesta pacífica con el arribo de pobladores de todo el Perú: la Marcha de los 4 suyos, imprescindible para derrocar la violenta dictadura de Alberto Fujimori. Sin embargo, como casi todo acto “nacional”, fue convocada desde Lima.

No tienen parangón, por lo tanto, las marchas que se están produciendo desde diciembre en el Perú y desde enero de este año en Lima, pues en esta ocasión las han convocado indígenas y mestizos, urbanos y rurales de regiones del sur andino: apurimeños, puneños, ayacuchanos, arequipeños, cusqueños que han constatado durante la pandemia cómo el estado peruano se había desentendido de su salud, educación, transporte; cómo los grupos de poder fujimoristas asentados en Lima, se dedicaron a despreciar con discursos racistas al gobernante que habían elegido. Son los pueblos del sur ahora quienes demandan una asamblea constituyente que nos reintegre como nación. No obstante, la respuesta ha sido acusarlos de subversión y abrir fuego contra ellos. 60 vidas van, pero aún las protestas no consiguen que la presidenta reconozca que su renuncia es la punta del hilo que requerimos para salir del laberinto en el que la corrupción nos tiene secuestrados. Y parece cuestión de tiempo, pues ningún manifestante parece que se va a rendir.


*Fotografía perteneciente a tercero

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Dina Boluarte, Marcha Nacional, Marchas, Perú

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