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El largo y extraño viaje de Bob Weir | Sudaca - Periodismo libre y en profundidad
Jorge Luis Tineo - Sudaca.Pe

El largo y extraño viaje de Bob Weir

“La historia de Bob Weir es el sueño logrado de la era del hippismo y la cultura de la droga: salir de casa a los 16, tras años de sentirse solo y desarraigado, en el seno de una familia adoptiva y cariñosa pero sobreprotectora, sin capacidades formales para la escuela, para unirse al grupo más importante de la Costa Oeste, animador de los festivales de Monterey, Altamont y Woodstock…”

El rock ha producido, a lo largo de seis décadas, muchos personajes legendarios y, a la sombra de ellos, siempre han estado los segundos, los lugartenientes, las fuerzas invisibles que apuntalaban al principal, al líder mediático, a la estrella llamativa dispuesta siempre a ser el centro de la atención. Y, como ocurre con los actores secundarios en el cine, en ocasiones cargan una parte importante del peso y las responsabilidades de mantener el sonido, prestigio y continuidad de una banda, convirtiéndose –muchas veces, sin quererlo- en la columna vertebral y motor del colectivo al cual pertenecen.

Normalmente, los historiadores del rock se han fijado, por ejemplo, en la figura del bajista como elemento de perfil bajo (valga la redundancia) y actitud contemplativa que, a diferencia del vocalista/líder o el guitarrista principal –“frontman” y “guitar hero”, respectivamente- prefiere no estar en los spotlights aun cuando en su trabajo y precisión descansa el alma rítmica de cualquier grupo de rock clásico que merezca respeto.

Algo similar ocurre con los encargados de la segunda guitarra. Cuartetos, quintetos y formatos más amplios, en todas las vertientes del rock and roll, han tenido segundos guitarristas que, ya sea por su personalidad, voz principal, aportes creativos o capacidad para intercambiar roles con la guitarra líder –o cualquier combinación de estos factores- eran imprescindibles para su lenguaje sonoro e incluso su imagen. ¿Puede pensarse, por ejemplo, en Ac/Dc sin la locomotora andante de Malcolm Young? ¿O en Kiss sin los sorprendentes riffs y solos de Paul Stanley? ¿Los temas más veloces de Metallica habrían sonado igual sin el pulso imparable de James Hetfield? De estos segundos guitarristas, de gran influencia en sus respectivos grupos, uno de los más importantes –y, probablemente, menos visibles- es Robert Hall Weir –Bob o Bobby para amigos y seguidores-, que hoy cumple 74 años de edad.

A pesar de su trascendental presencia y papel en Grateful Dead, institución señera de la psicodelia y el country-rock norteamericano, creadora de toda una subcultura que continúa vigente de diversas maneras al margen del music business, un cuarto de siglo después de su disolución oficial, Bob Weir nunca tuvo los reflectores sobre él, aun cuando su voz, guitarra y composiciones fueron tan dominantes como las de Jerry García, su amigo del alma, hermano musical, maestro y partner-in-crime entre 1963 y 1995, año de la muerte del inolvidable Captain Trips. 

Para quienes están medianamente familiarizados con la discografía de Grateful Dead, canciones como Truckin’, Sugar Magnolia, One more Saturday night o Playing in the band (estas dos últimas lanzadas originalmente en el disco como solista que Weir grabara en 1972), son solo la punta del iceberg de aquel universo sonoro que excede los límites convencionales del rock de los sesenta/setenta. Todos estos clásicos –y muchos otros de los Dead- fueron cantados y coescritos por Weir. El menor de los integrantes del combo de San Francisco, inició su carrera como alumno de García, quien le enseñó a tocar guitarra y banjo en la parte de atrás de una vieja tienda de discos, cercana al barrio californiano de Haight-Ashbury. Weir estuvo al frente de la banda desde el principio y consolidó, con los años, un estilo único como segundo guitarrista que, en los jams más insólitos, podía realizar secuencias de acordes y riffs tan raras que parecían salirse de las coordenadas armónicas de cada canción.

En el 2014 se estrenó, en el prestigioso festival internacional de cine independiente de Tribeca, el film The other one: The long and strange trip of Bob Weir –disponible en Netflix-, en el cual el documentalista Mike Fleiss, un Deadhead (*) convicto y confeso, hace justica a Bob, “el otro”, echando luces por primera vez acerca de su “largo y extraño viaje” (sí, ese tipo de viaje) y tomando, para el título, letras de dos temas emblemáticos de la banda, escritas por Weir: That’s it for the other one, nombre de la suite de ocho minutos de duración incluida en su segundo LP Anthem of the sun (1968) y “what a long strange trip has been”, verso final del coro de Truckin’, carretero y lisérgico himno del cuarto álbum American beauty (1970), una de sus producciones más celebradas. (*) En la terminología de los Grateful Dead se conoce como “Deadheads” a la multitudinaria comunidad de fanáticos que seguían a la banda, en coloridas caravanas pasadas de vueltas, estado tras estado, cada vez que salía de gira. Personalidades como Bill Clinton, Nancy Pelosi, Al Gore, Matt Groening y Steve Jobs han declarado haber sido Deadheads en su juventud.

La historia de Bob Weir es el sueño logrado de la era del hippismo y la cultura de la droga: salir de casa a los 16, tras años de sentirse solo y desarraigado, en el seno de una familia adoptiva y cariñosa pero sobreprotectora, sin capacidades formales para la escuela (disléxico, rebelde, siempre metido en problemas de conducta), para unirse al colectivo de hippies más alocado y colorido de entonces –los Merry Pranksters de Ken Kesey y Neal Cassady, creadores de Furthur, el bus parrandero cargado de LSD que sirviera de inspiración a Tom Wolfe (1930-2018), el cronista de la contracultura- y alcanzar la gloria musical con el grupo más importante de la Costa Oeste, venerada casi como una religión en los Estados Unidos y respetada en el mundo entero como uno de los principales actos rockeros de su tiempo, animador de los festivales de Monterey, Altamont y Woodstock.

Consciente de que sus limitaciones no le permitían satisfacer las expectativas de una vida normal, Weir hizo de la música su tabla de salvación y de los Grateful Dead su familia, con quienes hizo de todo y sin medida, parafraseando a José José. Recordando su psicotrópico pasado, Weir apenas puede creer todo lo que ha visto y experimentado, en una vorágine que, incluso, lo convirtió en una especie de desenfrenado galán hippie –no solo era el más joven del grupo sino que, a decir de sus mismos compañeros, el que más groupies congregaba en sus interminables giras- y declara, aun hoy, alejado de las drogas y practicando meditación para mantenerse en equilibrio, que su gran amigo Jerry se le aparece en sueños y guía su camino mientras toca. 

El retrato de Bob Weir que ofrece este interesante documental es emocionante y, por momentos, increíble, contado en un tono personal y cálido. Desde sus inimaginables juergas hasta el reencuentro con su padre biológico, su relación familiar con la banda y, en especial, su conexión con Jerry y sus deudos, hasta su actual vida como abuelo con aspecto de coronel de la Guerra Civil que sigue de gira –ha hecho más de 3,000 conciertos desde la muerte de García, cantidad que ya había superado con los Dead en tres décadas de carrera-, todo hace que Bob Weir se convierta en un sobreviviente admirable, con quien daría gusto sentarse a conversar en medio de su brillante colección de guitarras, sus mascotas y su amplio rancho en California, donde vive con Natascha, su esposa desde 1999. 

Durante los años dorados del grupo, Weir publicó dos álbumes como solista, Ace (1972) y Heaven help the fool (1978), el primero con sus compañeros de Grateful Dead como apoyo y el segundo con un elenco de músicos de sesión, entre los que destacaban varios integrantes de Toto, Chicago y la banda de Elton John. Paralelamente, formó dos proyectos musicales: entre 1976 y 1978 fue Kingfish, junto a unos amigos de San Francisco y, luego, entre 1981 y 1984, Bobby & The Midnites, en el que reunió a titanes del jazz-fusión como Alphonso Johnson (bajo) y Billy Cobham (batería) con el tecladista Brent Mydland, por entonces también miembro de los Dead. 

Y tras la muerte de García, en 1995 a los 53 años, Weir, entonces de 48, jamás renunció a la música. Además de formar RatDog –grupo con el que aun toca de vez en cuando– se juntó en varias ocasiones con sus ex compañeros, hasta llegar a cinco apoteósicos megaconciertos del año 2015 -dos en California y tres en Chicago- para celebrar los 50 años de Grateful Dead, denominados Fare Thee Well Concerts, a los que asistieron, en total, más de 350,000 personas. Para esas tocadas, Weir y los otros miembros originales –el bajista Phil Lesh, los bateristas Billy Kreutzmann y Mickey Hart- estuvieron acompañados por Bruce Hornsby (piano, voz), Jeff Chimenti (teclados) y Trey Anastasio (guitarra, voz). En el 2016 lanzó su tercer disco en solitario, Blue mountain

Y, en medio, múltiples reuniones con sus compinches de siempre, la última de ellas llamada Dead & Company, con el consagrado guitarrista John Mayer. En 2018, en simultáneo, armó The Wolf Brothers junto a Don Was (bajo), Jeff Chimenti (teclados) y Jay Lane (batería). Con ambas bandas mantuvo una intensa agenda de presentaciones hasta la llegada del COVID-19. Este 2021, tras año y medio de para obligatoria, Weir está de nuevo en la ruta con estos dos ensambles, como anuncia su web https://bobweir.net, cargada de información e iconografía clásica de su psicodélico pasado musical. Aquí, podemos verlo en acción, con The Wolf Brothers y Dead & Company, en recientes conciertos realizados en EE.UU., ante miles de personas, Deadheads enfundados en coloridos y caleidoscópicos polos “tie-dye”, bailando y celebrando la vida y talento de este legendario rockero.

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#Rock, Bob Weir

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