Las expectativas que la mayoría excluida del país ha depositado en un gobierno progresista y popular como el liderado por el presidente Pedro Castillo podrían verse traicionadas no tanto porque cambie de programa o de consejo de ministros, sino por no poder salir de la trampa que significa la burocracia. Cualquier gobierno con reales expectativas de cambio corre siempre el riesgo de terminar atrapado y preso de las barreras que el propio Estado ha colocado para evitar ese tipo de cambios que constituyen la solución real y efectiva de los problemas de los más necesitados.
Encaramados en las políticas, las directivas, los planes, las matrices, los flujos, las directivas, las cajas de herramientas y cuanta invención exista, los burócratas se las arreglan para crear el artificio de un Estado ideal donde todo funciona bien cuando visto está que todo anda mal. Como diría Basadre, cambiaron las leyes y la nación siguió igual pues hay una fijación por el Perú formal en detrimento de ese Perú real al que este gobierno representa y al que se debe.
En los últimos treinta años, con el discurso de la eficiencia, la eficacia, la gestión pública, etc., el neoliberalismo ha construido un Estado que desde los ministerios y las instituciones públicas hace imposible hacer política y mucho menos aún resolver los problemas reales de las personas. Han creado un corsé en los que los tecnócratas se han encargado, ellos o los costosos consultores, de construir todo tipo de documentos, informes, evaluaciones, diagnósticos, monitoreos, etc., que cada vez alejan más al Estado de las personas.
Se ha creado un mundo paralelo que tiene como consecuencia que a más tecnocracia mayores desigualdades, brechas y exclusión. La esquizofrenia en la que vive el Estado peruano lo hace andar de tumbo en tumbo cuando quiere implementar alguna transformación seria y se estrella con una realidad que no se lo permite por alguna barrera burocrática.
Desde hace mucho la derecha tecnócrata, aquella que puede servir a cualquier gobierno porque vive en las nubes de las formas, es la que controla realmente el funcionamiento del Estado haciéndolo lento, indolente e ineficiente. Es el poder fáctico que ha logrado la más plena aceptación pues se encubre en la eficiencia de papel, los “méritos” que les otorgan sus privilegios y el control del poder real en el funcionamiento estatal.
Esta es la gran barrera a la que se enfrenta todo programa de cambio y en especial uno como el que propone legítimamente un gobierno de izquierda. Esto no significa que la tecnocracia deba ser borrada sino que se la debe dimensionar en su justa medida. Todos los instrumentos que ha desarrollado la gestión pública son un instrumento al servicio de las decisiones políticas que dicte el gobierno. No es el fin sino el medio para servir a las personas. Pero, si tras tantos años de tecnocracia las cosas continúan igual o peor que antes para una gran mayoría de pobres y excluidos que ven a los burócratas llenarse los bolsillos con los impuestos que ellos pagan, entonces quiere decir que algo no está funcionando bien.
La tecnocracia, sus perfiles y sus méritos obtenidos por sus privilegios no deben sacralizarse. Al Estado y al gobierno le corresponde hacer política. No sólo dictar las famosas políticas públicas sino hacer política para poder dar solución efectiva a los problemas de las personas. De lo contrario, el gobierno corre el riesgo de alejarse de aquellos a quienes representa y de quienes confiaron en que un cambio era posible.
El gran dilema que se vive hoy es la dicotomía entre la eficiencia burocrática y la eficacia de las decisiones políticas. Es evidente que al presidente Castillo el pueblo lo eligió no por sus dotes de gestor público, sino por los de un político comprometido con las causas populares y capaz de llevar adelante los cambios que ofreció y en los que los ciudadanos creyeron.
Esa es la gran responsabilidad que tiene ahora. Colocar las cosas en su lugar y darle prioridad a la política por sobre la burocracia obsesionada con la OCDE –que si hubiera sido tan eficiente no tendríamos los enormes problemas que arrastramos-. Un gobierno de izquierda es el llamado a colocar las necesidades de los ciudadanos por encima de los intereses de la derecha tecnócrata, esa que se oculta para conservar sus puestos, pero que también opera para que un gobierno popular fracase.
Es deber de este gobierno recuperar el sentido y la misión para la que fue elegido y no perder de vista las amargas palabras con las que Alberto Flores Galindo se despedía de sus camaradas y compañeros de lucha: «Ahora, muchos han separado política de ética. La eficacia ha pasado al centro. La necesidad de críticas al socialismo ha postergado el combate a la clase dominante. No sólo estamos ante un problema ideológico. Está de por medio también la incorporación de todos nosotros al orden establecido. Mientras el país se empobrecía de manera dramática, en la izquierda mejorábamos nuestras condiciones de vida. Durante los años de crisis, debo admitirlo, gracias a los centros y las fundaciones, nos fue muy bien y terminamos absorbidos por el más vulgar determinismo económico. Pero en el otro extremo quedaron los intelectuales empobrecidos, muchos de ellos provincianos, a veces cargados de resentimientos y odios.»