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Las cartas de sujeción del Sodalicio

"Cada vez que se lea una de esas cartas de sujeción, se deberá ponerlas en su contexto y conocer las circunstancias en que fueron escritas. No son expresión de libre voluntad."

El 3 de noviembre de 2012 el sociólogo peruano Eduardo González escribía en La Mula lo siguiente:

«Uno de los artefactos más atroces de la guerra peruana de los 80 y 90 es la “carta de sujeción” que todo militante senderista debía suscribir, como parte de su inducción a alguna estructura. En estos documentos, el individuo renunciaba por completo a su identidad, a sus intereses, a sus derechos y afirmaba ante Sendero una serie de dogmas y compromisos.

Las cartas estaban todas cortadas con el mismo molde. No había —no podía haber— espacio para la innovación o para el estilo personal. Toda muestra de individualidad y originalidad era peligrosa, reveladora de tendencias erróneas, una invitación a la crítica fratricida y a la liquidación política».

Si cambiamos “militante senderista” por “sodálite” y “Sendero” por “Sodalicio”, encontramos una descripción exacta de lo que también ocurría en la cuestionada asociación católica. Pues en el Sodalicio, una institución sectaria y totalitaria como Sendero Luminoso —aunque sin el recurso a la violencia armada—, también había algo así como cartas de sujeción. Es decir, misivas dirigidas al líder supremo, Luis Fernando Figari, que uno debía escribir —de preferencia de puño y letra— para pedir ser admitido en el Sodalicio, ingresar a vivir a una comunidad o hacer una promesa donde uno ascendía dentro de los niveles de pertenencia a la institución. Y que debían expresar la completa adhesión personal de uno al Sodalicio y a su Superior General.

Dentro de la magra documentación que Alessandro Moroni, entonces Superior General del Sodalicio, me envío a solicitud mía el 27 de enero de 2016, estaban incluidas copias de tres de estas cartas:

1° una mecanografiada, con fecha del 17 de diciembre de 1981, donde solicito mi ingreso a una comunidad sodálite;

2° una manuscrita del 13 de agosto de 1988, donde solicito que se me permita hacer la promesa de profeso temporal;

3° otra carta manuscrita del 12 de agosto de 1991, donde solicito se me permita renovar por un año mi promesa de profeso temporal.

No recuerdo si escribí una carta para solicitar mi admisión en el Sodalicio como aspirante, la cual se realizó formalmente el 6 de diciembre de 1980 en la capilla del Colegio Santa Úrsula, en el distrito de San Isidro. Pero si esa carta existió, con toda seguridad Moroni no me la habría enviado, pues constituiría una prueba fehaciente de que se admitían menores de edad en la institución, considerando que yo tenía entonces sólo 17 años de edad. Aun así, esa ceremonia no constituyó mi iniciación en el Sodalicio, pues yo ya era parte de la institución desde el 2 de diciembre de 1978, cuando a los 15 años de edad —sin conocimiento de mis padres— hice mi primera promesa de sodalite mariae, un compromiso de pertenencia institucional para sodálites en edad escolar que posteriormente sería abolido.

Lo cierto es que estas cartas fueron redactadas con un lenguaje nada personal, estereotipado, salpicado de frases sacadas de la ideología sodálite con que se nos adoctrinaba.

«Habiendo escrutado los designios de Dios en mi propia historia personal, y habiéndolos meditado en oración, he descubierto que el Señor me llama a un estado de vida religiosa», escribía el muchacho de 18 años que alguna vez fui. «El Señor Jesús nos llama a todos los cristianos a vivir en la dimensión del amor a Dios y a los hermanos… / ..sé también que tendré que buscar al Señor junto con mis hermanos en Cristo, en una vida comunitaria… / …espero poder servir en mi vocación a Dios y a los hombres, para instaurarlo todo en Cristo bajo la guía de Santa María».

Diez años más tarde, utilizando el mismo lenguaje, yo mismo escribía: «Con el fin de seguir madurando en la fe, buscando conformarme con el Señor Jesús bajo la guía de Nuestra Señora Santa María, en la vocación de plena disponibilidad apostólica a la cual creo con firmeza que estoy llamado, te solicito la renovación de mi profesión temporal por el lapso de un año».

Lo que sí debía contener obligatoriamente la carta era una cláusula como «esta decisión la he tomado libremente y por mi propia voluntad», «este anhelo mío es completamente libre, sin coacción de ningún tipo», «esta decisión la he tomado libre de coacción externa e interna». Y el consejero espiritual que a uno le habían asignado se encargaba de verificar que frases como éstas o similares estuvieran presentes en el escrito.

El Sodalicio conserva celosamente los originales o copias certificadas de estas cartas, para usarlas como prueba de que no hubo secuestro mental de nadie en la institución y de que todos estuvieron allí porque así lo querían, cuando en realidad estas cartas demuestran el lavado de cerebro a que fuimos sometidos, pues todas se parecen en los términos y usan el mismo lenguaje estereotipado y clichetero extraído de los textos doctrinales sodálites elaborados por Figari y compañía.

Según cuenta Pedro Salinas en su último libro Sin noticias de dios – Sodalicio: crónica de una impunidad, el 1° de agosto de 2016 durante una audiencia en el Ministerio Público el abogado de Eduardo Regal le mostró varias de estas cartas, preguntándole: «¿Recuerda haber solicitado voluntaria y entusiastamente a través de cartas escritas por su puño y letra su ingreso a la vida comunitaria, y posteriormente su reingreso a la misma? ¿Reconoce su firma en esta carta?» Salinas respondió lo siguiente: «La carta solicitando el ingreso a la vida comunitaria, prácticamente me la dictó Virgilio Levaggi, y era de puño y letra, pues ese era el requerimiento sodálite. La presión que ejerció el Sodalitum, a través de personas como Figari, Levaggi, Baertl y Doig, entre otros, fue fundamental y definitiva en mi incorporación. Jamás me dijeron a lo que estaba ingresando. No recuerdo la carta solicitando mi reingreso (permanente a las comunidades “de formación” de San Bartolo; la primera carta era para hacer un período de prueba). No la recuerdo, pero reconozco mi firma». Y continúa así su relato:  «No las podía negar. Eran mías. Sólo atiné a decir que no me reconocía en ellas, por el estilo postizo y las frases rígidas, extraídas aparentemente de las Memorias que cada fin de año pergeñaba Figari, y que nos hacían aprender de paporreta».

No sé de ninguna asociación religiosa en la Iglesia católica donde se exijan este tipo de cartas a sus miembros. Asimismo, no existe ninguna norma o reglamento escrito en el Sodalicio donde se ponga como requisito para hacer promesas formales el tener que escribir este tipo de cartas. Sin embargo, en la práctica se exigía hacerlo si uno quería seguir ascendiendo en la escala jerárquica de la institución. Rehusarse a escribirla era impensable, inimaginable. Debido al lavado de cerebro a que habíamos sido sometidos, carecíamos de la información y la voluntad para cuestionar esta práctica. En estas cartas no se permitía poner libremente lo que uno quisiera, sino solamente lo que el destinatario quería oír. Y de que eso ocurriera se aseguraban los consejeros espirituales y superiores de la comunidad, quienes revisaban las cartas antes de ser entregadas a Luis Fernando Figari.

Que tan poco libre y voluntaria era la permanencia en el Sodalicio lo muestra el hecho de cuando uno manifestaba su deseo de salir de comunidad, comenzaba un procedimiento tortuoso de “discernimiento” que podía durar meses, y en algunos casos incluso años, pues no estaba previsto que nadie se fuera: se consideraba una anormalidad, un mórbido imprevisto, una traición al inexorable llamado de Dios.

Cuando en enero de 1993 manifesté mi deseo de dejar la vida comunitaria y de ya no querer seguir siendo un laico consagrado, pasarían siete meses hasta que eso se concretara, siete meses que viví con una angustia permanente y recurrentes pensamientos suicidas. Eso explica por qué para muchos la huida tempestiva y clandestina era el procedimiento más expeditivo para abandonar el Sodalicio, a veces en circunstancias aventureras, como la de aquel exsodálite peruano que huyó de una comunidad sodálite en Bogotá y realizó por tierra el viaje hasta Lima, pasando por Ecuador, sufriendo contratiempos e incomodidades en una odisea que merece ser contada.

Todos los que huyeron se libraron de escribir sus cartas de salida, que también eran una especie de cartas de sujeción, pues en ellas debía quedar plasmado por escrito que la culpa de abandonar la comunidad era única y exclusivamente del renunciante. En mi carta, escrita en San Bartolo y fechada el 17 de julio de 1993, decía yo lo siguiente:

«En mi vida comunitaria, a lo largo de estos últimos años, siempre he tenido problemas debido en gran parte a mis propias inconsistencias. Estos problemas se han manifestado de manera particularmente fuerte en los últimos tiempos, de tal modo que me han hecho llegar a una situación de profundo cuestionamiento personal. En estas circunstancias, luego de pasar por un largo período de discernimiento en San Bartolo, he llegado al punto de considerar la posibilidad de abandonar la vida comunitaria, puesto que me resulta difícil permanecer en ella, y creo que, debido a mis problemas personales, ello puede conllevar obstáculos para el desenvolvimiento de mi vida cristiana».

No era el Sodalicio el que estaba mal, sino yo. Sacudirme esa conclusión me demoró más de una década. Y a pesar de lo que allí yo escribía con candorosa ingenuidad —«sé que podré contar siempre con la ayuda de mis hermanos sodálites en los momentos más difíciles»—, lo que en realidad ocurrió fue otra cosa: una mezcla de traición, desprecio y discriminación hacia mi persona por haber abandonado el camino de la vida consagrada sodálite.

Cada vez que se lea una de esas cartas de sujeción, se deberá ponerlas en su contexto y conocer las circunstancias en que fueron escritas. No son expresión de libre voluntad —pues se revisaba sus contenidos para que estuvieran conformes, mientras se tenía controlados mental y afectivamente a quienes las escribían—, sino prueba del lavado de cerebro que se practicaba en el Sodalicio. Y uno de los artefactos más atroces de la manipulación ejercida por las autoridades sodálites sobre quienes pertenecen o pertenecieron al Sodalicio.

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