Martin Scheuch

Una historia más de abuso sexual

El 25 de septiembre de 2018, en la ciudad de Fulda, la Conferencia Episcopal Alemana presentó oficialmente su informe sobre abusos sexuales en la Iglesia católica. Se contabilizaron 3,677 víctimas en el período de 1946 a 2014. El informe, elaborado por investigadores independientes del Instituto Central para la Salud Mental de Mannheim y de las universidades de Heidelberg y Giessen, sólo suministraba cifras y estadísticas, sin mencionar nombres de responsables, a pesar de que se había establecido que los abusadores en este mismo período llegaban por lo menos a los 1,670 individuos. Los casos concretos de las víctimas quedaban ocultos bajo esta maraña de datos, que transmitían poco o nada de lo que realmente habían tenido que padecer.

El 19 de abril de este año, Die Rheinpfalz, periódico regional de la zona de Alemania donde vivo, publicó una de esa historias que ni siquiera ha entrado en las estadísticas, pues el caso nunca fue denunciado ni documentado en su momento. Como ocurre con un elevado número de casos, donde las víctimas se llevan su secreto a la tumba y el abusador queda impune.

Ésta es la historia de abuso de Markus M. Se inicia en el año 1964, cuando el joven muchacho de 14 años cantaba en el coro de la catedral de Espira y también era acólito durante las ceremonias litúrgicas. Para su familia católica el mundo todavía estaba en orden.

A Markus le estaba permitido acudir a la fantástica piscina del seminario diocesano, donde alternaba con jóvenes teólogos que eran formados para ser clérigos. Era un ambiente muy especial. La piscina tenía 25 metros de longitud y varias pistas, además de una alberca con torre de saltos y trampolín. «Estábamos allí como en bandeja de plata», recuerda Markus.

En algún momento un sacerdote lo aborda. Continuamente lo envuelve en conversaciones, hasta que un día le pide que vaya a su oficina. Allí le menciona el sexto mandamiento: «No cometerás adulterio». El adulto le explica al menor de edad lo que eso significa: «No debes masturbarte». Insiste en ser su confesor y le exige al joven acólito informarle siempre al respecto sobre este tema. A continuación lo apremia a escribir todo al detalle: lo que ha hecho y lo que ha pasado por su cabeza en ese momento. En caso de que hubiera sucedido “eso”, debía acudir de inmediato donde él, si no quería terminar en el infierno. El joven obedece las instrucciones, pues se siente amedrentado. En ese entonces, la sexualidad era un área dominada por el miedo y la angustia.

Llega el año 1966 y un día el clérigo se lleva a Markus de paseo al bosque de Dudenhofen. Allí le ordena que se arrodille delante de él. Luego saca su pene y termina eyaculando en la frente del muchacho.

Markus le confiaría lo sucedido a sus progenitores. Pero ellos no están dispuestos a creerle. Un sacerdote es incapaz de hacer eso. La familia es muy religiosa, «desde la mañana hasta el anochecer», va tres veces por semana a la iglesia. «A mí me estaba permitido sostener el báculo episcopal», recuerda Markus.

A partir de entonces deja de acudir a la piscina. «Mi autoestima estaba menoscabada». Su rendimiento escolar disminuye, y en la escuela es objeto de bullying y mofa por parte de sus compañeros. Sus padres deciden entonces enviarlo a un internado en Donnersberg. «Eso fue mi salvación». Se hallaba lo suficientemente lejos como para garantizarle tranquilidad. El párroco del pueblo lo acogió psicológicamente.

«Con el tiempo lo he superado», dice el actual pedagogo jubilado. Rompió con sus progenitores y a los 21 años llena el formulario para salirse oficialmente de la Iglesia. 15 años después echa su fe en Dios por la borda. Hoy día Markus M. se define a sí mismo como un agnóstico. No descarta definitivamente nada. Su abusador muere en 1972. Con sus padres se reconciliaría posteriormente, pero nunca más se habló del abuso. «La Iglesia era un lugar donde yo me sentía bien. En algún momento esa historia se terminó».

Durante décadas Markus M. mantuvo en silencio el abuso sufrido, reprimiéndolo en el fondo de su psique. Pero cuando en el año 2010 salen a la luz pública los abusos de dos jesuitas en el Colegio Canisio de Berlín —caso emblemático que gatillaría posteriormente la revelación de innumerables abusos sexuales en la Iglesia católica alemana—, Markus sintió que ya no podía permanecer callado. Sus hermanos lo animaron repetidas veces para que presentara una solicitud de reconocimiento del sufrimiento padecido en la Iglesia católica en Alemania. Lo hizo finalmente en enero de 2019. Tenía entonces 70 años de edad.

La Comisión Independiente para Prestaciones de Reconocimiento (Unabhängige Kommission für Anerkennungsleistungen – UKA) examina la plausibilidad de los testimonios. En el caso de Markus M., Ansgar Schreiner, ex director del juzgado de primera instancia de Germersheim y hasta septiembre del año pasado encargado independiente de abusos de la diócesis de Espira, elevó una solicitud de reconocimiento del sufrimiento padecido a la Comisión para la Atención de Abusos Sexuales (Komission zur Aufarbeitung des sexuellen Missbrauchs), con sede en Bonn. La Iglesia no habla de indemnización, aclara Markus, pues judicialmente los hechos han prescrito.

Markus recibió la suma de 3,000 euros. Ansgar Schreiner logra, tras una conversación con Andreas Sturm, vicario general de la diócesis de Espira, la suma adicional de 2,000 euros, pero nada más. Tienen las manos atadas, asegura la víctima de abusos que dicen las autoridades eclesiásticas. Una solicitud posterior y más detallada a la UKA resultó en el reconocimiento de una prestación de 5,000 euros que, sin embargo, no le fueron transferidos a Markus debido a que ya había recibido dinero anteriormente.

Markus M. es muy crítico respecto a la labor realizada por la Comisión. «La UKA es una organización de coartada de la Conferencia Episcopal», asevera. No es transparente y trabaja muy lentamente. No está claro cuáles son los criterios para determinar los montos a pagar, y las prestaciones inferiores a los 10,000 euros ni siquiera son registradas en el listado público.

Markus es consciente de que cuando una persona es violentada sexualmente, las consecuencias se arrastran durante toda la vida. «Yo me he enterado de cosas inauditas», dice el septuagenario refiriéndose a acontecimientos ocurridos en el hogar infantil de la Engelsgasse en Espira. Hay casos de quienes no pueden ducharse sin antes desatornillar el cabezal de la ducha, porque con este artefacto fueron abusados analmente. A un niño de 8 años le fue arrancado el prepucio de un mordisco. Markus sabe de niños con sangre corriéndoles por las piernas.

Mientras tanto, ha presentado una tercera solicitud para reconocimiento del sufrimiento padecido, ante lo cual el obispo de Espira, Karl-Heinz Wiesemann, lo invitó en febrero a él junto con su mujer al palacio episcopal. De nuevo relató detalladamente lo que le había sucedido. «Eso fue muy doloroso para mí, hasta el punto de derramar lágrimas». Sin embargo, el obispo no tiene la potestad de elevar la suma de la prestación concedida, dice Markus que fue el resultado de la conversación.

A pesar de todo, está convencido de que puede motivar a otros a hablar de sus experiencias de abuso y a confrontar a la Iglesia católica con los reprochables actos de sus dignatarios eclesiásticos. Por eso mismo, ha aceptado a ser uno de los nueve miembros honoríficos del Consejo Consultivo (de Sobrevivientes de Abuso Sexual) de la diócesis de Espira, fundado en abril de 2021 por Bernd Held, entonces de 55 años, quien también fue víctima de abusos a los 13 años por parte de dos religiosos en un liceo de Homburg. El objetivo de este consejo es ayudar a que se vea el abuso desde la perspectiva de los afectados, lo cual no siempre se logra. Como actual presidente del consejo, Held es de la opinión de que el tema del abuso eclesiástico ha obtenido una amplia difusión en los doce años transcurridos desde que en 2010 salieran a la luz los casos del Colegio Canisio de Berlín. Sin embargo, «la Iglesia católica hace como que estuviera procesando el asunto, pero nada resulta de eso».

La experiencia de Markus M. en su búsqueda de una justa compensación económica por los daños sufridos resulta más dolorosa ante uno de los más recientes escándalos en la Iglesia católica alemana, a saber, que el arzobispado de Colonia, según informa la Süddeutsche Zeitung, pagó entre los años 2015 y 2016 las deudas de juego de un presbítero de la arquidiócesis. ¿El monto total, que incluía amortización, intereses e impuestos? Aproximadamente 1’150,000 euros. Y el dinero salió de un fondo especial que sirve, entre otras cosas, para pagar las reparaciones a las víctimas de abusos. Una raya más al tigre para el impresentable cardenal Rainer Maria Woelki, arzobispo de Colonia, que se encuentra ya desde hace tiempo en la cuerda floja. «Cuando se trata de sus clérigos, no hay sacrificio demasiado grande para la Iglesia, su protección y la protección de la imagen de la institución vale casi cualquier precio», comenta, en una entrevista con t-online del 18 de abril de este año, Matthias Katsch, sobreviviente de abusos del Colegio Canisio de Berlín y fundador de Eckiger Tisch, una asociación defensora de los derechos de las víctimas de abuso eclesiástico.

Las cifras sobre abusos son sólo referenciales y no reflejan la verdadera magnitud del abuso sexual en la Iglesia católica, considerando que una inmensa multitud de afectados nunca llegan a verbalizar su experiencia de abusos, manteniendo el silencio al respecto durante toda su vida. Son vidas dañadas cuyo sufrimiento no se puede expresar en cifras, pero cuyas historias merecen ser conocidas sin que sus protagonistas deban temer consecuencias de parte de los abusadores y de la institución que los protege. Por eso mismo, un relato biográfico más, con perfil personal aun cuando el testigo decida proteger su identidad bajo un seudónimo, es un grano más de arena para lograr que las cosas cambien. Una historia más sí importa.

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Iglesia, sociedad

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