Alonso-Rabi-Do-Carmo

Nunca olvidar

La escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich obtuvo el Premio Nobel de Literatura el año 2015. Como era de esperarse, el mundo se dividió entre quienes nunca habían escuchado hablar de ella y quienes habían seguido su valiente derrotero como cronista atenta a su tiempo, presta siempre a examinar conflictos, a construir memoria y, eventualmente, a plantearle cara a censores y dictadores.

No es casualidad que escriba hoy estas líneas (dado el rumbo que empieza a tomar la invasión rusa a Ucrania). No hace mucho llegó a mis manos el que debe ser uno de los libros más conmovedores de la autora: Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial. Se estima que al final de la Segunda Guerra solo en la zona de Bielorrusia se contaron alrededor de 27 mil huérfanos.

Alexievich tuvo la idea y la paciencia de buscar a esos antiguos huérfanos en las postrimerías de la década del 80 del siglo pasado y con esos testimonios, que evocan casi siempre una infancia dulce y serena interrumpida por el horror de las bombas y el hedor de los muertos, construye una especie de fresco, suma de muchas historias, suma de memoria por siempre desgarrada.

Los testimonios son presentados de manera consecutiva y autónoma, creando un efecto polifónico o coral, que recuerda un poco el modo de construcción de La noche de Tlatelolco, de Poniatowska, otro emblemático libro de no ficción que da cuenta de una vil matanza de estudiantes en Ciudad de México, ocurrida en 1968.

El libro de Alexiévich reúne un total de 101 historias en las que los lastres de la guerra y las sombras de la destrucción y la pérdida son constantes imborrables, una huella traumática imposible de borrar, un ominoso vestigio en virtud del cual la inocencia se quiebra, se pierde, transmuta en dolor.

“Nos lo quitaron todo, pasábamos hambre. No nos dejaban entrar en la cocina, allí cocinaban para ellos: Mi hermano el pequeñín sintió el olor y gateó tras él. Los alemanes hacían sopa de garbanzos todos los días; esa sopa huele mucho. Al cabo de un minuto oímos el grito de mi hermano, un chillido tremendo. Le tiraron por encima agua hirviendo porque les había pedido comida. Era tan pequeño que le pedía a mi mamá: ´Cocinamos mi patito´. Aquel patito era su juguete favorito, ante son dejaba que nadie lo tocara. Dormía con él” (Nina Rachitskaia, pp.80-81).

Un ejemplo del hondo patetismo que contienen estas historias. La fuerza de los testimonios es, sobre todo, la fuerza de la memoria. Nadie que haya pasado por la experiencia de una guerra puede quedar indemne, más aún cuando se ha tenido la desdicha de espectar tan terrible y miserable creación humana durante la niñez.

Una de las razones por las que los discursos de no ficción han ganado tanto terreno, no solo en América Latina –donde hoy vivimos el auténtico auge de una antigua tradición textual–, se explica no solamente por la cercanía que plantea el género con el testimonio, sino además por situarse casi siempre en ámbitos de urgencia que pueden ser tanto presentes como pasados. El cronista, en muchos casos ejerce un rol: es depositario de la memoria de otros y tiene la obligación de difundir y transmitir esa memoria con claridad ética y contundencia expresiva.

La crónica está siempre del lado de la vida. Las historias que reúne Alexiévich nos invitan a pensar en la vida, en la urgente necesidad de defenderla de la brutalidad, la indiferencia y el olvido. El recuerdo de una infancia inocente, el monstruo de la guerra. En esa sucesión ocurren las pérdidas, el terrible vacío en que las víctimas viven su oscuro desamparo.

Y aunque Alexiévich se refiera a víctimas de otro tiempo, esas historias podrán repetirse y pondrán, una y otra vez, el telón de fondo con el que los seres humanos adornamos nuestra decadencia: ejerciendo el poder de destruir a los otros. Dudo que esta sea solo una lectura recomendable, la considero obligatoria.

 

Svetlana Alexiévich

Svetlana Alexiévich. Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial. Barcelona: Debolsillo, 2020.

 

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Libros, Literatura, sociedad

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