perdigone en marchas

Mamá, estoy aquí. ¡Volveré, te lo prometo!

“Sufrí 4 balazos de perdigón y presencié de cerca la trágica muerte de Víctor Santisteban Yacsavilca en estas fatídicas jornadas de protestas. He aquí lo vivido”.

Era el jueves 26 de enero y este columnista tenía un recital de poesía en Quilca. De la cual fue a recoger a su hermana, Dalma, con quien había quedado ir, alrededor de la plaza San Martín ante la demora que ella presentaba. Preocupado me dirigí por el Jirón Contumaza, al lado de JNE, que era donde por donde mandaba su ubicación. De pronto, al llegar a la Av. Nicólas de Piérola vi una neblina aterradora de gases, y que daba exactamente al lugar que fijaba su ¡localización! En eso se encontraba alguien herido, traté de ir su socorro y de pronto recibí 4 balazos de perdigones. Sin un hecho vandálico en común que pueda avalarlo. Es más, el batallón policial se dirigía a la Plaza San Martín cuando súbitamente voltearon y dispararon contra mí. En el brazo, las dos piernas y una en el estómago, que fue que mayor dolor me produjo y por el cual tuve que ser llevado de emergencia al hospital Loayza. Según palabras del doctor, tuve la suerte de que no haya alcanzado una mayor dimensión por la distancia en la que lo recibí, sino otro pudo haber sido mi destino. Como se sabe, el perdigón puede causar muertes o dejarte hasta sin algún ojo como casi fue el caso de un amigo el sábado 29 de enero.

Justamente, ese desgraciado sábado presenciaría entre alaridos y ahogos la muerte de Víctor Santisteban Yacsavilca. Aquella tarde me estaba yendo a tomar el tren con dirección a casa, aún adolorido y cojeando por las balas recibidas dos días atrás. Cuando de pronto recibí la llamada de un miembro de un misterioso grupo del Centro, La Hermandad de los Bohemios Rotos, un grupo de jóvenes entre gente a favor de las marchas como otros no, pero donde prima el respeto y la tolerancia sobre el pensamiento ajeno, tan necesario para estos turbulentos tiempos. Y me invitan, el sector que acude a las marchas, a que sea testigo del “abuso policial”: “Tú cómo periodista debes ser testigo. Rasgarte las suelas y anotar todo lo que ves. Para que luego no digan que mentimos o que somos vándalos”. Y tenían razón de alguna forma, de esto se basa el periodismo y las calles es su lugar, con la gente, de la que debe oír y reflejar lo que les sucede. Así que decidí volver. Ellos se encontraban en Abancay. Me dirigí por Grau y me encaminé con una comitiva grande de Puno, que con banda, ronderos y personas con trajes incaicos iban a la vanguardia por esa transitada avenida.

La marcha se desarrollaba de manera pacífica. Era multitudinaria, al punto que toda Abancay como la Plaza San Martín estaba copada por cientos de manifestantes tanto del interior como de la capital. Incluso, a parte de los cánticos, se verían juegos artificiales y bengalas, dándole un colorido distinto a la marcha. Pero todo se descontrolaría llegado el ocaso del sol, cuando por el jirón Inambari, donde se encuentra impregnado una imagen del Cristo morado, irrumpiría una bandada de policías motorizados lanzando bombas lacrimógenas a donde estaban los manifestantes, a su vez otro grupo policial cercaba la cuadra 10, donde también lanzaban a mansalva bombas. Encerrados, ahogados, ¡muchos no sabíamos dónde ir! 

Ya el jueves, un grupo de vates me habían dicho: “las bombas lacrimógenas en la época fujimorista eran asfixiantes, pero estas son más letales, te ahogan al segundo, como si te ahorcaran con una cuerda y sientes como si te explotara la cabeza”. Lo viví en carne propia. Pero pude hacer que una chica del grupo y estudiante sanmarquina, Lore, entrara a un estacionamiento a resguardarse en esa cuadra a pesar del tumulto despavorido con que la gente se encontraba ante ese mar furioso de gases. Al saber que no podía entrar a aquel lugar, tuve que correr hacia el Parque Universitario y tratar de meterme por el Jirón Inambari que colinda con la Galería “El Parque”. En esos minutos las imágenes eran tan penosas, mamitas y adultos mayores estaban por desmayarse y las lágrimas como los ahogamientos eran el fondo de una escena tan dolorosa, del “sálvense quien pueda”. Y fue en ese preciso momento, esquivando esos gases que como juguetes en navidad seguían siendo tirados, donde veo que había un hombre en el piso alrededor de algunos brigadistas que trataban de ayudarlo. Me acerco un poco y es cuando veo parte de ¡masa encefálica! Tuve una sensación de repulsión, bronca, impotencia, desasosiego, ira, miseria… Por ese entonces sentí que me desvanecía. Con las horas me enteraría que sería “Bimbo”, como así lo llamaban sus seres queridos, el primer manifestante fallecido en Lima.

Al volver por el sentido contrario, buscando a los otros miembros del grupo, como uno que sufre de ceguedad, encontraría con la cabeza rota e inconsciente, alrededor de un charco de sangre desparramado a otra persona en plena esquina. Pedimos a la policía que deje de tirar gases y reprimir. Pero siguieron. Para entonces estaba tan ahogado y pasmado, que comencé a vomitar. Yo tengo problemas de salud en relación a la respiración. Pero de alguna forma tenía que vivir todo esto en carne propia para poder escribir y así dar la mayor objetividad posible a los que me leen. Estos son los gajes del oficio. Pero, a decir verdad, nunca imaginé que algo así pudiera desencadenarse. Me sentí como en las crónicas que leía muy joven de Hemingway en la guerra civil española. Y el solo hecho de pensar que pude haber sido yo o cualquiera de los del grupo alguna de las víctimas muertas o heridas, me aterra. En eso, entre los mareos y llantos, me detuve agitado y vi una pancarta en los suelos inscrito con las siguientes palabras: “Mamá, estoy aquí. ¡Volveré, te lo prometo!”. Pero muchos no volvieron como pasaría días atrás en el interior del país, y como esa noche tampoco volvería a ver más a su familia, Víctor Santisteban Yacsavilca.

Acompañé a la gente que lo llevaba al hospital EsSalud de Grau en una camilla. Del que entraría una familiar o esa era la intención, puesto que entró una chica que de la impresión ni podía esgrimir ninguna palabra. Dentro, había un tipo haciendo mimos burlescos, riéndose asquerosamente de lo que veía. Y que lastimosamente representa cierto sector fascistoide que ya no solo lo piensan sino que abiertamente dicen: “deben matarlos a todos”. Muchos de los presentes estuvimos allí, en espera y vigilia. Luego, como se ven en videos, la policía una vez más actuó de manera desproporcionada y sacó a la gente de la puerta de emergencia a golpes.

Esa noche otra vez Lima fue manchada de sangre. La única ciudad en donde si pareciera importar los fenecidos de nuestro país. Al escribir esto, sigo absorto y con la perplejidad en la mirada ante estos hechos que nunca pensé vivir y como del cual dudo mucho poder olvidar. Y ya al terminar, agradezco entrañablemente a las personas que me acompañaron el jueves después del accidente, como el abogado Arturo Morales, mi hermana, quien es mi mejor amiga, y una de mis compañeras de vida, Grecia. ¿Cuánto más seguirá todo esto como cuánto más podremos aguantar? Cuántas sangres más tendremos que ver derramadas para decir “ya basta”. Ahora hay un canto al cielo y me pregunto con una tristeza tan grande depositada en los ojos, a dónde irán sus esperanzas y sueños de todos nuestros hermanos peruanos fallecidos estas últimas semanas. A dónde…


Fotografía: Pua Nozi

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