Lerner, Roberto

La mente copiona en la república de Azángaro

"Aunque hay otras metáforas para la mente humana que son mucho más elegantes y elogiosas para el orgullo del Homo Sapiens, la verdad es que nuestro cerebro es una prodigiosa fotocopiadora."

¿Es este texto totalmente original? Ninguno lo es. Las ideas que expresa, o esconde, difícilmente han nacido por vez primera en la mente cuyo dueño lleva mi nombre y se identifica con su DNI. Los conceptos y palabras que contiene esta columna tienen semejanzas, sin duda, con muchas cadenas discursivas, escritas y habladas.

Aunque hay otras metáforas para la mente humana que son mucho más elegantes y elogiosas para el orgullo del Homo Sapiens, la verdad es que nuestro cerebro es una prodigiosa fotocopiadora. Su enorme poder se debe a una prodigiosa capacidad replicadora. Aprendemos imitando, copiando, justamente porque no nacemos con programas detallados para realizar las cosas. A veces, por casualidad, por alguna forma de inspiración o como resultado de un esfuerzo intelectual, hay variaciones que ofrecen sorpresas, técnicas, estéticas, científicas o de otra naturaleza. 

Pero, en general, somos copiones, desde en nuestras conductas triviales hasta las más elaboradas y trascendentes. Vestimentas, comidas, códigos de interacción social, rezos, admiración por ideas y personas. El sueño de todo emprendedor, marquetero, diseñador de ropa, político o científico, es generar plagios a gran escala.

¿Por qué tanto lío, hace buen tiempo, con plagios y plagiadores? 

Porque evaden mecanismos de control, certificación y validación. Suplantan identidades y se saltan a la garrocha etapas y filtros que dan sentido al curso de la vida y garantizan el ejercicio de oficios y profesiones. Recuerdan, sobre todo ahora, a los virus frente a las defensas del sistema inmunológico. Son chocantes cuando se trata del saber y la ciencia —en el arte, interesantemente, nos dejan con sentimientos encontrados—, aunque hay algo de hipocresía dados los muchos y muy sonados casos de fraudes en los entornos académicos más insignes del mundo desarrollado. 

Pero la hipocresía es mayor cuando pensamos en nuestro país.

Hemos convivido, en medio de crecimientos económicos vigorosos y sostenidos, en tiempos de relativa bonanza, sin la sombra de una pandemia mortífera ni de una turbulencia geopolítica de calibre mayor, sin crisis política generalizada, con un jirón donde se falsifica todo, desde certificados de nacimiento, hasta títulos profesionales, pasando por DNI para niños bien que quieren ingresar en discotecas o tomar licor en Miami y, Covid obliga, certificados de vacunación. Para no hablar de los múltiples lugares virtuales y presenciales donde se fabrican trabajos —el cliente puede indicar qué nota, más o menos, quiere obtener— para colegios y universidades.

Y no es un jirón que está situado en ningún paraje remoto, ni en un espacio subterráneo, en los extramuros de la seriedad moderna. No, se encuentra en las inmediaciones del Ministerio Público, BCR, Reniec, Catedral de Lima, Municipalidad Metropolitana, Palacio de Gobierno y otros símbolos de la legalidad y la formalidad. 

¿Alguien hizo algo realmente contundente, castigó el plagio monumental, puso en vereda a los falsificadores? No, impunidad total a vista y paciencia de toda la sociedad, de quienes representan la ley y de los ciudadanos que supuestamente la respetan, incluyendo ilustrados y educados, que usaron los servicios ilegales. ¿De qué diablos nos sorprendemos tanto?

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