Lerner, Roberto

Viscerocracia

No somos, como lo planteaba Aristóteles, seres naturalmente racionales. Cuando se trata de contrastar ideas acerca de cómo se debe organizar la sociedad o sustentar las diversas maneras en que vivimos nuestras existencias, son las entrañas lo que manda. En épocas más o menos estables, cuando la lista de lo que puede ocurrir es más o menos corta aunque siempre incluya el azar, el imperio de visceral no es tan evidente. Pero cuando el horizonte se ensombrece y nuestros radares se llenan de peligros y amenazas: la pandemia, una guerra lejana pero que impacta la sensibilidad y el bolsillo, catástrofes naturales que se anuncian frecuentes, delincuencia, racismo, autoritarismo, para mencionar unos pocos, intuiciones e impulsos lo definen casi todo. 

En esas circunstancias, las señales que vienen desde dentro de nuestros organismos se hacen más intensas, se convierten en alarmas que no es posible desconocer y su calidad se torna esencialmente negativa, desgastante, corrosiva. Nos sentimos frágiles, irritables e inseguros. La incertidumbre domina la mente, la anticipación de deterioro se consolida. 

Todo lo anterior se traduce en una actividad interpersonal, social y política esencialmente confrontacional, que se sostiene en la búsqueda de respuestas sencillas, explicaciones totales de las que no se escapa ningún fenómeno —desde las enfermedades hasta las violaciones, pasando por las posiciones sobre cualquier tema—, enemigos fácilmente identificables por lo que dicen, su vestimenta o cualquier otra señal de identificación, que se convierten en culpables indudables a los que se sentencia y castiga, preferentemente fuera de las instancias y las formas consagradas. Y confianza ciega en quienes proporcionan respuestas, explicaciones y culpables. 

El debate, la negociación, la tolerancia, el respeto a la minoría, el acatamiento de procesos institucionales, todo lo que distingue a la democracia y las sociedades abiertas, es sumergido por un torrente de emociones al servicio de atacar y defender, sobrevivir. Porque al final de cuentas, el organismo debe sobrevivir y rehuye circunstancias de incertidumbre que duran tiempos prolongados. Y si todo aquello que debe protegerlo es percibido como inútil o puesto al servicio de unos cuantos que lo explotan, detenerse, reflexionar y controlar impulsos es sencillamente estúpido.  

Cuando la anticipación de estados negativos se hace colectiva y se pierde la esperanza de que las cosas mal que bien van a mejorar, los seres humanos se dejan llevar por las turbulencias de sus emociones y pierden capacidad de autocontrol, flexibilidad, paciencia. En el mundo de la política, sus actores pierden la palabra o la convierten en arma. Al final lo que se impone es el gobierno de las emociones descarriladas, una suerte de viscerocracia. 

 

 

 

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Cultura, Humanidad, sociedad

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