Almacenes

Los lectores de Sudaca pensarán, seguramente, en puertos bloqueados, en la crisis de los contenedores, en anaqueles vacíos, o en cualquiera de las pesadillas logísticas que caracterizan la economía en tiempos de pandemia. Pero, no. Este columnista no entiende nada de esos asuntos. 

“Primero encontré un nido, más adelante un colegio donde ponerlo. Luego vino la academia y posteriormente ingresó, felizmente, a la universidad. El año pasado fue contratado —¡increíble, qué alivio!— en una consultora como practicante, cuando estaba haciendo su último ciclo de contabilidad. Los primeros meses la cosa fue remota, claro, pero ahora les han ofrecido regresar —en su caso va a ser un debut— de manera flexible, ahora le dicen híbrida, a la oficina. Le han dicho hasta 3 días a la semana, pero él no quiere. Yo estoy desesperado porque no veo las horas de que tenga un horario de trabajo fuera de casa. ¡Hasta le he ofrecido llevarlo y traerlo!” Dice un padre, en tono de confesión, a una ejecutiva de alto nivel de una consultora. 

Nido, colegio, academia, universidad y oficina —puede ser también fábrica u otro lugar en el que se labora— son espacios alternativos a los que sirven de vivienda, digamos el hogar. Desde que nuestra vida dejó de ser agrícola y se convirtió en predominantemente urbana, pero sobre todo con la revolución industrial, sirven para albergar a muchísima gente. Últimamente son depósitos, almacenes, de individuos hasta los 23 años que en realidad no producen nada, ni dinero ni hijos, por lo menos del nivel socioeconómico medio bajo hacia arriba y en países de desarrollo intermedio para adelante. Se supone que están aprendiendo a hacerlo, de acuerdo, pero tenerlos todo el tiempo en casa sería, pues, terrible.

Y terrible ha sido. Para ellos y la o las generaciones anteriores. 

Porque más allá de las declaraciones protocolares y románticas que se escucha en los días de la madre, del maestro, que hacen ministros de educación, directores de escuelas, gerentes de recursos humanos y gurús del desarrollo personal, la sabiduría organizacional y el crecimiento colectivo, tener todo el tiempo en casa a los aprendices, digamos, profesionales —esos que en el nido se preparan para la escuela, en la escuela para la academia, en la academia para la universidad, en la universidad para el trabajo y en el primer tramo laboral pichanguean para poder jugar los partidos de verdad—, no sale a cuenta. 

Parte de la energía con la que se propugna el regreso a los mencionados lugares obedece a que deseamos que sus ocupantes vuelvan a un aprendizaje socializado y relevante desde el punto de vista interpersonal, a una experiencia educativa que vaya más allá de lo académico, de los datos y los conocimientos. Recluidos en el hogar dejan de tener vivencias sumamente importantes. Otra parte, sin embargo, deriva de lo que perdemos teniéndolos encima nuestro, interfiriendo con lo que consideramos, a veces con razón, a veces sin ella, es el manejo de aquello que verdaderamente cuenta, define, produce y reproduce.

No es muy glamoroso y hay algo de provocación en haber llamado a nidos, escuelas, academias, universidades y empresas, depósitos y almacenes. Pero tienen mucho de eso, de contenedores, palabra que, dicho sea de paso, también se refiere a contención —control, sujeción, moderación— de energías que en la calle pueden ser subversivas, devastadoras. En casa es enormemente difícil manejarlas. Rompen equilibrios —por ejemplo entre géneros y generaciones, en el hogar y fuera de él— que ha tomado décadas lograr y cuyo futuro, pandémico y pospandémico, no es fácil avizorar.  

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Almacenes, Depósito, vida
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