Eduardo González Viaña

[BATALLAS PERDIDAS] Parece que vas a ser escritor y luchador social, le había dicho su padre, y de esas profesiones en el Perú no se vive, generalmente se muere, cuenta Eduardo González Viaña, en su novela Kachkaniraqmi, Arguedas (2023), que le dijo su padre a José María Arguedas. Pero quizás esté contando una anécdota de su propia vida. Son las licencias del escritor, que nos revelan su profunda identificación con el mítico narrador andino. Novelar a un novelista, todo un desafío del que Eduardo González Viaña sale más que airoso.

¿Quiénes mejores que dos zorros, uno de arriba y otro de abajo, para narrar la vida de José María Arguedas? En la obra del gran escritor peruano, los zorros son personajes mitológicos que encarnan la sabiduría y la astucia. En El zorro de arriba y el zorro de abajo estos animales se reúnen para conversar y revelar lo que sucede a su alrededor. Representan el conocimiento y la comprensión de la realidad, capaces de percibir lo que escapa a los humanos y de desvelar secretos naturales y espirituales.

Los zorros también simbolizan la tensión entre la tradición andina y la modernidad. El zorro de arriba representa la tradición, la sabiduría ancestral y la conexión con la naturaleza. El zorro de abajo representa la modernidad, la tecnología y el cambio social. En este sentido, los zorros son símbolos de la lucha interna que Arguedas vivió como mestizo. Representan esta tensión interna, la lucha entre dos mundos que se atraen y se repelen al mismo tiempo. Arguedas era un hombre que se sentía profundamente conectado con la cultura andina, pero también estaba educado en la cultura occidental.

Inspirado por Eduardo González Viaña, aunque en algún momento de la narración estos le desafíen, dos zorros entablan un diálogo-narración sobre la vida de José María Arguedas. La tarea no es sencilla, pero la sensibilidad para comprender al colega escritor y la maestría en el arte del relato de Eduardo González Viaña hacen que Kachakamirakmi Arguedas enfrente este desafío desde una perspectiva única, combinando en este texto literario la prosa, la poesía, la música y la misma voz de Arguedas, fuente principal de la obra.

Precisamente, uno de los méritos de la obra es la reconstrucción de la vida de Arguedas, utilizando todos los fragmentos que nos dejó en sus diversos escritos, no solo en “Los ríos profundos”, sino también en sus cartas y declaraciones públicas. Para el autor, Arguedas es un escritor andino “que posee un lenguaje que no solo es quechua, sino que también abarca un espacio y un tiempo diferentes”. Este lenguaje, señala, tiene la capacidad de dar voz al mundo andino, que a menudo se reduce a una imagen estereotipada.

González Viaña no pretende ser un biógrafo, lo que le permite usar la ficción en beneficio de una imagen más nítida de lo que representó Arguedas: la voz de lo  indígena y la denuncia de las desigualdades sociales, que lo llevaron a orientarse hacia el socialismo. Arguedas, lejos de presentarnos respuestas -ya que se quedó en el camino de obtenerlas (o tal vez constató que ese camino no existía)-, nos plantea interrogantes profundas sobre lo que somos como sociedad. Y esa es también precisamente la sensación que puede experimentar el lector después de la lectura de la novela de Kachkaniraqmi, Arguedas.

Abarcar la vida completa de Arguedas en una novela no es posible, pero González Viaña ha tenido la capacidad de presentarnos, a lo largo de sus más de 400 páginas, los elementos esenciales de la vida del escritor, incluso aquellos que normalmente son silenciados, como lo que significó para él en sus últimos años la  relación con quien fuera su compañera.

El último capítulo de esta novela es memorable. Eduardo González, valiente, recrea los últimos minutos de la vida de Arguedas que, como sabemos, no murió de muerte natural, sino por sus propias manos. Pretender comprender el significado de José María Arguedas sin esta parte sería una omisión absurda. En Arguedas, su trágico final es una parte integral de su historia. Ignorar su suicidio sería ignorar la profundidad de su sufrimiento y el impacto que tuvo en su escritura. Su vida y su muerte son inseparables de su obra, y ambos deben ser considerados para entender su legado. El ineludible encargo lo cumple González Viaña de manera sobria, con respeto, pero también sin ambages.

Sin embargo, que en la narración aparezca el último minuto de la vida de Arguedas, sellado con un disparo, no significa que sea lo que prevalezca en la novela. La producción de Arguedas es vital y eso forma parte primordial del texto. No en vano el vocablo quechua que titula la novela: “Kachkaniraqmi”, que significa “todavía estoy aquí”.

Como muestra, el párrafo final: «Allí, enfrente, Máximo Damián levantó el violín, rasgó sus cuerdas, miró hacia el cielo, obtuvo permiso y, por fin, emitió algo que parecía ser el sonido primero de la creación. Frenética y arrolladora, la vida volvió a brotar».

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Eduardo González Viaña, influencia literaria, José María Arguedas, Kachkaniraqmi

De una manera natural, el escritor liberteño nos deposita en la compañía de los zorros de arriba y de abajo, que conversan con el personaje y con el autor de manera socarrona y encantadora. También aparece Sybila Arredondo, la esposa de José María momentos antes de su trágico suicidio, ocurrido en 1969, y la madre rediviva del propio José María a una edad provecta, conversando con su hijo y dándole consejos. Asimismo, a lo largo de la novela se presencia el cantar de otros zorros, demonios, apus y paqarinas, con lo que el paisaje andino se convierte en un coro esplendoroso de diálogos con los seres humanos y por lo tanto en caldo de cultivo para la mutua comprensión y la convivencia respetuosa.

Este jueves 23 de marzo a las 7 pm se presenta esta novela en el Centro Español del Perú, en la Av. Salaverry 1910, Jesús María, Lima. Se contará con la presencia de los destacados estudiosos e intelectuales José Antonio Mazzotti, Manuel Rodríguez Cuadros y José Carlos Vilcapoma, además del autor.

La jarana promete.

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Eduardo González Viaña, José María Arguedas, Literatura peruana

La obra narrativa de Eduardo González Viaña (1941) tiene uno de sus ejes en la representación de personajes populares. Dos de sus títulos más conocidos son Don Tuno, el señor de los cuerpos astrales (2009), extensa y mágica conversación con el chamán Eduardo Calderón Palomino, y Habla, Sampedro (1979), libros que plantean, por su talante testimonial, una aproximación a la antropología. En la misma vertiente, impregnada de fe popular y pensamiento prodigioso, está la novela Sarita Colonia viene volando (1990); en tanto, Los sueños de América (2000) y El corrido de Dante (2006) se cuentan ya entre los   clásicos de la literatura de/sobre inmigrantes a los Estados Unidos.

No son estos los únicos ámbitos en los que González Viaña ha desplegado sus artes de narrador. En su producción literaria hay varias novelas de corte historiográfico. Mencionaré entre ellas Vallejo en los infiernos (2007), exploración de uno de los episodios más dolorosos de la vida de César Vallejo: su injusto encarcelamiento; El largo camino de Castilla (2020), esbozo épico de la vida de Ramón Castilla, primer presidente peruano de prosapia aimara y este año apareció ¡Kutimuy Garcilaso! (¡Regresa, Garcilaso!), un retrato histórico con resortes imaginarios del Inca Garcilaso de la Vega del que me ocuparé en las líneas que siguen.

 No es la primera vez que la figura del Inca Garcilaso es tematizada en la ficción o en sus bordes. El crítico Enrique Cortez señala algunos antecedentes importantes: “Retrato de Garcilaso” (1958), de Luis Loayza; Diario del Inca Garcilaso (1562-1616), de Francisco Carrillo y la novela Podres secretos, de Miguel Gutiérrez, ambos títulos aparecidos en 1996. A este corpus breve, sumaría ahora el poema que Tulio Mora le dedica al Inca en su Cementerio general, cuyos versos finales cito aquí: “Ya han traspuesto el cerco del olvido / los que escombraron en mi alma, mientras mi libro / es el poema que reta transparente / las miserias del tiempo y sus cronistas, / la belleza que derrota a la verdad. / otros hombres lo devoran en sus noches preocupadas / y lo citan cuando suben al cadalso. / Y es el sueño que aún espanta a los gobiernos”. 

La novela de González Viaña tiene desde ya un reto difícil, habida cuenta de los vacíos que rodean la biografía de Garcilaso. La ficción autoriza, no sin riesgo, que esos vacíos sean llenados con licencias de la imaginación, siempre que no se afecte la coherencia de la narración ni la integridad del personaje. González Viaña cumple cabalmente, creo, con esa licencia. La escena inicial da a entender que la “Historia” será convertida en metáfora y, por tanto, su caudal simbólico será mucho mayor. Las líneas iniciales son, en ese sentido, claves: “Había una luna grande posada en el centro del cielo, pero esas lunas llaman a la tormenta, y, debido a eso, el barco se estaba hundiendo. Quizá no iba a encontrar fondo alguno porque, a veces, el océano no lo tiene. Desde la proa, Garcilaso asomó el rostro y se dijo asustado que el mar es lo único que existe dentro y fuera del universo cuando uno se va de su tierra para siempre” (p.31).

El inicio de la narración se centra en un momento clave de la vida de Garcilaso: su travesía hacia España, donde intentará hacer valer la condición nobiliaria que le correspondía, cosa que por cierto no lograría. Sin saberlo acaso, Garcilaso (Gómez Suárez de Figueroa hasta su rebautizo) ya representaba la figura del indiano, la misma que Alejo Carpentier escenificó en toda su complejidad cultural y llevó a un punto climático en su breve y magnífica nouvelle titulada Concierto barroco (1974). El retrato de la infancia de Garcilaso que ensaya González Viaña no está exento de encantamiento: la relación con su caballo, Salinillas, atento a las frases leídas por su amo. El final cierra el viaje vital y simbólico del personaje, con un coro de sabor alegórico: “Y fue entonces cuando tomó forma aquel murmullo bajito hasta crecer y hacerse un coro inmenso de voces que resonó con los apus: ¡Kutimuy Garcilaso! ¡Padre nuestro regresa! / Pajarinmi ripuchkani / Perlaschallay / Tutatutamanta / Perlaschallay / Pajarinmi ripuchkani / Perlaschallay / Tutatutamanta / Perlaschallay” (p.380).

La capa de datos históricos va complementándose con la imaginación. La infancia de Garcilaso, la relación con su madre, el matrimonio con su padre, el viaje a España, son hechos conocidos y documentados con cierto grado de certeza. Pero no es ahí donde la ficción juega sus cartas sino, por mencionar un ejemplo, en una escena en la que Garcilaso conversa con su padre difunto y con su caballo Salinillas. La imaginación y la invención dialogan, pues, con la historia. Y no se trata de ningún pecado: la canción que cita el final corresponde a un huayno ayacuchano anónimo, grabado por primera vez en 1930: “Adiós pueblo de Ayacucho”. Viaje de siglos en la siempre escurridiza y problemática pregunta por la identidad peruana, una de cuyas posibles respuestas está en la figura del propio Garcilaso, qué duda cabe, un fantasma de nuestros días. 

Eduardo González Viaña. ¡Kutimuy, Garcilaso! Lima: Fondo Editorial de la Universidad César Vallejo, 2021.

Kutimuy,  Garcilaso

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Alonso Rabí Do Carmo es profesor ordinario de la Universidad de Lima, donde imparte cursos de Lengua, Literatura y Periodismo. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y obtuvo el Doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Colorado. Ejerce el periodismo desde 1989.

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Biografía, Eduardo González Viaña, Inca Garcilaso de la Vega, Literatura

Esta semana ha estado gratamente agitada por el nombramiento del reconocido escritor Eduardo González Viaña como nuevo Agregado Cultural del Perú en España. De larga y nutrida trayectoria, González Viaña empezó a publicar en los años 1960 y formó efímeramente parte del grupo Narración, para luego desarrollarse individualmente como escritor, recogiendo tradiciones populares y chamánicas de su norte querido, ya que es oriundo de Chepén, en el departamento de La Libertad.

Los méritos de este autor son enormes, sobre todo internacionalmente desde los años 90, cuando se trasladó a los Estados Unidos para ejercer la docencia universitaria y se encontró con la dura realidad de los migrantes latinos en ese país. Ese fenómeno inmenso e intenso le dio material vital y literario para algunas de sus más reconocidas novelas: El amor de Carmela me va a matar, El corrido de Dante, El camino de Santiago, Siete noches en California, La frontera del paraíso, etc., que apuestan por el derecho de los migrantes a establecerse en el gigante del norte y de vivir vidas dignas hablando su propio español y sus lenguas originarias. También ha dedicado numerosas páginas a elaborar ficciones basadas en personajes muy queridos y valiosos para el Perú: Vallejo en los infiernos, El largo camino de Castilla y, hace apenas pocas semanas, ¡Kutimuy, Garcilaso! (¡Vuelve, Garcilaso!), que recrea e imagina pasajes de la vida del Inca Garcilaso en su búsqueda de sus raíces peruanas en medio de un mundo adverso para los mestizos ilegítimos en el siglo XVI. ¡Kutimuy, Garcilaso! es una novela que nos atrapa desde el principio y que nos lleva a repensar nuestro destino como miembros de una comunidad dividida aún por los rezagos del sistema discriminador heredado de la colonia.

Los méritos intelectuales y profesionales de González Viaña como referencia cultural sobran y no creo que haga falta explayarse sobre eso. Los premios y reconocimientos internacionales que ha recibido atestiguan esa trascendencia. La Cancillería, pues, ha dado en el clavo al designar a una figura de enorme prestigio para representarnos en un país con el que el Perú comparte una historia ineludible y en el que habitan decenas de miles de compatriotas que requieren de la protección y ayuda del estado peruano, incluso en el plano simbólico y cultural.

Por eso sorprende que un periodista –Golem de su abuelo– ataque la figura de González Viaña para destilar esa piconería de la derecha local por perder su “chacra” estatal (léase su mamadera y sus argollerías). Acusan a González Viaña de haber sido simpatizante de las guerrillas en los 60. Vaya noticia. Casi toda la generación del 60 lo fue (¿cómo no quitarse el sombrero –ironía presidencial– ante la figura y el heroísmo de Javier Heraud, aun si discrepamos de su ideología?). También lo acusan de tener casi 80 años. Ya quisiéramos muchos llegar a esa edad tan sanos y lúcidos (con esa lucidez profunda que otorga la experiencia). El periodista simplemente peca de algo que está penado por la ley: la discriminación etaria.

Por último, acusan a González Viaña de decir que la derecha peruana carece de intelectuales y que en el Perú hay presos políticos, como en tantos otros países. Lo primero carece de contrapruebas sólidas. Si vamos a lo alto (Vargas Llosa) encontramos tantas falencias y desigualdades literarias y periodísticas imbuidas de golpismo y apoyo a la corrupción que ese personaje resulta hoy poco creíble como intelectual. No hablemos ya de los periodistas que escriben ensayos enclenques y se dedican a propalar psicosociales en las ondas de las radios y televisoras de la maquinaria cavernícola. Su papel es más bien político, y como tales echan mano de cuanta mentira y manipulación les sirva. Pensemos en la superficialidad de sus “investigaciones”, que los descalifican como verdaderos intelectuales.

Y sobre los presos políticos: numerosas entidades (la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, la Corte Interamericana de Derechos Humanos) definen este concepto en relación con los presos de conciencia y aquellos que ejercen su derecho a la libertad de expresión sin recurrir a métodos violentos. Para aquellos que incurren en delitos tipificados por motivaciones políticas, la extensión injustificada de sus condenas ya cumplidas los convierte de facto en prisioneros políticos. A esto se suman los arrestos “preventivos” bajo la dudosa figura de la “apología del terrorismo”, un criterio que, como el lecho de Procusto, se ajusta a los intereses de los políticos de turno. De modo que sí hay prisioneros políticos en el Perú (como en muchísimas democracias neoliberales; pensemos en los propios Estados Unidos y su tratamiento de los nacionalistas puertorriqueños o los activistas indígenas) y declararlo no significa de ninguna manera una defensa de la violencia.

González Viaña tiene llegada mediática a través de su ya legendaria columna “El correo de Salem” y es un apasionado investigador y defensor de los derechos humanos de los migrantes peruanos en todas partes del mundo. Sin duda que lo espera una tarea ciclópea en España, pero no dudamos que hará una labor memorable dados sus prolíficos antecedentes.

Hay que felicitar, por eso, a nuestra Cancillería, que retoma con este nombramiento la antigua tradición de enviar intelectuales de peso al extranjero para representarnos (lo hicieron Chile con Raúl Zurita y Pablo Neruda, México con Octavio Paz y Argentina con Mempo Giardinelli en su momento). También hay que felicitar a RREE por el afianzamiento de su política de diplomacia cultural a través de sus consulados y, de paso, al Canciller Héctor Béjar por haberle devuelto la dignidad a la política exterior peruana al retirar a nuestro país del lambiscón Grupo de Lima y propiciar así un diálogo abierto y sin injerencias en la soberanía de los países hermanos de América Latina.

Lo demás son ñoñerías con tufo gamonalesco de parlamentarios y periodistas ardidos por haber perdido su “hacienda”. Triste papel el que les dio la historia.

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Eduardo González Viaña

La última entrega del prolífico narrador Eduardo González Viaña está construida entre la ficción y la historia de un personaje sumamente importante para nosotros los peruanos, sobre todo en este contexto que vivimos, nuestro Bicentenario de la Independencia y la fundación de la república. En esta ocasión, la novela se centra en la gran figura del primer mestizo, el Inca Garcilaso de la Vega.

Mencionar lo que representa el Inca es afirmar nuestra condición de mestizos y migrantes, una situación que a él le pudo traer muchos problemas en la época en que vivió, pero por el gran apoyo y sabiduría de su madre incaica y una herencia monetaria que le deja su padre español, opta por dejar Cuzco e irse a buscar su futuro en el Viejo Mundo como se lo había dispuesto su padre.

Kutimuy, Garcilaso es la obra donde González Viaña (el gran novelista de la migración latina a los EEUU) plasma la vida del Inca, usando magistralmente una voz narrativa en tercera persona. El relato empieza in medias res…. para girar hacia la posible tragedia en medio de una tormenta cerca de Lisboa, lo que le permite al personaje evocar su pasado inca, la grandeza de su señorío, su propia niñez cuzqueña cuando era llamado Gomes Suárez de Figueroa. Al no ser una narración lineal, la novela utiliza giros en el tiempo para enaltecer la niñez del Inca y darnos un bagaje entre ficticio e histórico de lo que fue “el ombligo del mundo” en esos días. Asimismo, el relato narra las aventuras, anécdotas, reflexiones y travesías que le acontecen al Inca en su trayectoria hacia el Viejo Mundo y durante su larga estancia en España (56 años, la mayor parte de su vida) desde 1560.

El discurso entonces se configura a través de un lenguaje común, regional y actual, pero echando mano de fragmentos de los Comentarios reales del propio Inca Garcilaso de la Vega, de concilios y de documentos de archivo para abrir un diálogo con estos textos y afinar la verosimilitud del relato. Asimismo, notamos la presencia del quechua en ciertos términos y apelativos, pero también en cantos que se producen en fiestas como la del Taqui Onqoy en la década de 1560. El Inca Garcilaso recuerda su pasado constantemente porque esas imágenes siempre son duraderas, sobre todo si están ligadas a alguna historia de amor. Las descripciones son totalmente puntuales y en detalle, lo que permite al lector transportarse a nuestra sierra peruana, al Océano Pacífico y el Atlántico y también al Viejo Continente.

La relación de Garcilaso con su padre al principio de la novela es fundamental para entender por qué el Inca va a España, pero también para mostrar la relación y una situación tan compleja. Esa relación genera en Garcilaso una gran fortaleza y le brinda profundidad a su propia condición de mestizo, ya que además de ser letrado, también frecuenta ámbitos y acciones propias de los colonos, pero siempre arraigándose a sus raíces incas. Por ejemplo, Garcilaso aprende a montar a caballo desde muy joven y es por medio de la compañía de “Salinillas”, su rocín, que Garcilaso empieza a dar vislumbres de una personalidad imbricada entre la inca y la española, ya que llega a preguntarse si el caballo tenía alma. Es realmente un acierto configurar a nuestro Inca tan humano, tan pegado a sus raíces y tan tenaz en sus determinaciones.

Kutimuy, Garcilaso nos brinda una visión esperanzadora de nuestro país a través de la imaginación del pasado, al marcar un regreso al mestizaje, a Garcilaso propiamente tal. Volver a una nación que, aunque fragmentada, está viva en un mejor ambiente de confraternidad para así crecer como comunidad y celebrar un Bicentenario donde todos nuestros valores y nuestras raíces indígenas sean nuevamente evaluados bajo una luz más fresca y democrática.

Kutimuy, Garcilaso es un viaje y un regreso, pero no al Tahuantinsuyo, aunque sí al legado de nuestra más grande e importante figura literaria, el primer mestizo de nuestro suelo y el primero en ir a reclamar y a dejar muy en alto el nombre de lo que ahora conocemos como nuestro Perú. Y todo contado con una prosa deliciosa que captura de arranque al lector.

Vale la pena leer esta novela, ya en las prensas del Fondo Editorial de la Universidad César Vallejo. Y que regrese Garcilaso, que buena falta nos hace.

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