[La columna deca(n)dente] El escenario político nacional hace tiempo que dejó de ser solo caótico: ahora es profundamente ilegítimo. La crisis de representación ya no es un diagnóstico técnico, sino una experiencia cotidiana para millones de peruanos y peruanas que no se sienten reflejados en ninguna de las organizaciones políticas que dicen hablar en su nombre. En teoría, los partidos deberían canalizar demandas sociales, construir agendas públicas y disputar el poder en función de proyectos ideológicos. En la práctica, nuestros partidos se han convertido en otra cosa: cascarones vacíos, personalistas, desarticulados del tejido social y enfocados casi exclusivamente en capturar cuotas de poder. Hoy, el Congreso parece más un mercado persa que una arena democrática.
Su fragmentación no expresa pluralismo, sino el efecto de una proliferación de agrupaciones diseñadas para las elecciones, como las famosas “combis electorales” que todos conocemos: sirven para llegar al poder, pero no tienen ni dirección, ni pasajeros, ni destino común. Partidos como Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Renovación Popular, Perú Libre y otros como Acción Popular o Somos Perú actúan más como cárteles o consorcios de intereses privados que como organizaciones al servicio del bien público.
Lo que estamos viviendo es más que una crisis política: es una degradación institucional sostenida. El Congreso no solo legisla, sino que ha capturado al Ejecutivo, vaciando la separación de poderes y anulando cualquier posibilidad de contrapeso. La presidenta Dina Boluarte, sin legitimidad ni respaldo político real, ha sido funcional a este nuevo régimen de facto. Un pacto informal entre facciones parlamentarias —unidas por el miedo a la justicia, el afán de impunidad y el deseo de controlar el aparato estatal— ha instaurado una forma perversa de gobernabilidad: autoritaria y antidemocrática.
El resultado es un vaciamiento democrático en toda regla. Tenemos elecciones, parlamento, leyes y discursos de legalidad. Pero lo que se esconde detrás es otra cosa: redes de protección mutua, legislación a medida de las organizaciones criminales y debilitamiento sistemático de los organismos de control.
Mientras tanto, los ciudadanos y ciudadanas observan con desconfianza, desafección y resignación. La política ha dejado de ser un canal de transformación para convertirse en un espectáculo ajeno. Y, sin embargo, ahí donde la indignación se vuelve generalizada, también surge la posibilidad de cambio. No se trata de una ilusión. Se trata de una urgencia. Hoy más que nunca, la participación ciudadana honesta, informada y activa no es un lujo, sino una necesidad vital. En este pantano político, quienes aún creen en la democracia tienen el deber de organizarse, fiscalizar, disputar espacios, construir nuevas formas de representación y afiliarse a partidos políticos que no están en el poder hoy. No para repetir las fórmulas fallidas, sino para sentar las bases de una regeneración que devuelva sentido a la política.
Porque si algo ha quedado claro es que lo viejo ya no sirve. Y lo nuevo, si no lo construimos nosotros, lo construirán otros… y no necesariamente para bien.