estudiantes remoto

“Tiene hambre de conocerte”, me dice otro chico, estudiante de artes escénicas. “No lo consumo en forma de esos videitos en los que alguien baila y hace fonomímica, no, eso no me interesa”. Se refiere a una plataforma inmensamente popular entre los menores de 24. “Me conoce, sabe lo que me puede gustar, sabe todo de mí y eso me encanta, no para de mostrarme partes de series y películas, mira”, me muestra un pedacito de Los locos Adams y luego de Los pájaros, ambas en blanco y negro, como para que no haya duda de que, independientemente de la tecnología, él sabe lo que es cultura en serio.

“Lo único que hago”, prosigue, emocionado, “es traducir mi placer, mi interés, mi aprobación con mi dedo y ya, en todo este tiempo se ha ido desarrollando una copia artificial de mi cerebro, una copia de mí, cada vez más igual a mí”, da fin a la descripción de su compañero más preciado, no el único, de ninguna manera —es pasablemente sociable y está en un lugar en el que la presencialidad ya no tiene sabor de regreso reciente sino de realidad consolidada—, pero sí, al parecer, el más confiable y, sobre todo, el más predecible.

Son los integrantes de esa generación de la última letra del abecedario, los que no vivieron la emoción del ingreso en un nuevo siglo y milenio, que abrieron los ojos en un mundo con menos ilusiones y se hicieron adultos encerrados protegiendo a sus padres y abuelos de la muerte, los que deben aprender una socialización que combina la fascinación por los espejos con el miedo a la compañía. No la tienen fácil.

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