Mario Vargas Llosa

[PIE DERECHO]  En estas fechas comienzan las elucubraciones de quién podría ser el peruano que mejor ejemplifique el año. De arranque, debe decirse que ninguna autoridad política, económica, empresarial, judicial lo merece.

Sí, en cambio, una persona ilustre con la que el país ha guardado siempre una relación ambigua de amor-odio, nuestro escritor Mario Vargas Llosa, que este año ha recibido el alto honor de ser admitido en la Academia Francesa, pero que, más allá de honores a los que ha estado acostumbrado toda su trayectoria, ha decidido poner fin a su carrera de una manera digna y propia, como siempre ha sido su línea de vida.

Vargas Llosa ha renunciado a escribir más novelas, a redactar sus columnas periodísticas quincenales y a conceder entrevistas. Consciente del paso del tiempo, reposará seguramente ensimismado en el mayor de sus placeres, la lectura, y en culminar el libro de ensayos que ha anunciado sobre Jean Paul Sartre (si hubiera podido imaginar el cierre redondo de su ciclo vital, no lo podría haber hecho mejor que rindiendo homenaje a su paradigma de juventud).

Vargas Llosa ha llevado una vida ejemplar. Celoso de su propia consecuencia ha sido capaz de enfrentar grandes adversarios en aras de sus convicciones, empezando con su enfrentamiento al establishment cultural de izquierda cuando decidió denunciar, antes que nadie, las tropelías dictatoriales del régimen de Fidel Castro, en Cuba.

Nos ha demostrado -y ojalá los jóvenes estudien su vida- que las pasiones vitales acompañadas de una inmensa vocación de trabajo y dedicación, puede hacer realidad los sueños más difíciles (aún hoy, es una temeridad querer ser escritor en el Perú). Es realmente digno de admiración.

Su vida es una gran aventura intelectual, preñada de compromisos, desvelos y actitudes valientes para defender sus convicciones. En ristre, sin cálculos subalternos, se ha comprometido con las causas de la modernidad de su tiempo y siempre lo ha hecho sin medir otra cosa que no sea la consecuencia con su verdad.

Este año, que marca su retiro, el país le debe rendir homenaje a uno de sus hijos más ilustres y que hasta el final de sus días (léase la extraordinaria novela Le dedico mi silencio) no ha cejado en rendirle tributo a su patria natal, a pesar de ser ciudadano del mundo, en el cabal sentido del término.

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[EN UN LUGAR DE LA MANCHA] Supongo que a estas alturas es poco probable que alguien quiera reivindicar la actualidad de Balzac, Tolstoi o Dostoievski. Sin embargo, nadie que reclame un conocimiento aceptable del realismo en la novela occidental podrá ignorar esos nombres y, sobre todo, los libros producidos por esos autores. Es decir, constituyen un legado, como legado serán, si no son ya, novelas como La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en La Catedral o La guerra del fin del mundo.

Pero en estos días impera la costumbre de denostar para quedar bien con las audiencias, sedientas de sangre e insultos. El elogio a una obra significativa universalmente está mal visto. Lo tachan a uno de complaciente, acrítico y no sé qué otras idioteces más. Las opiniones políticas de Vargas Llosa probablemente le han jugado mal, pero, realmente, exigiendo al máximo el sentido común, ¿qué tienen que ver esas opiniones con la calidad indiscutible de cuatro novelas que ya son historia?

Tampoco se trata de promover la imitación, que hoy goza de nulo valor. Lo importante es el estudio de la obra, sus secretos estructurales, sus magias, sus atributos técnicos, las capas de sentido en las que nuestra conciencia lectora puede encontrar agua donde nadar. Escribir al modo de Vallejo o Adán no asombraría particularmente a nadie, valdría más tener una comprensión amplia y suficiente de sus mundos creativos. La escritura es o debería ser un territorio personal, permeable a las influencias, claro, pero con ciertos límites.

¿Entonces, de dónde viene esa urgencia cancelatoria? ¿Dónde se origina esa infantil soberbia de descalificar autores que durante décadas han dado grandes lecciones en el ejercicio de una vocación cada vez peor entendida? Bajo esa lógica, ya deberíamos haber enterrado el pasado y cremado a Homero, a Cervantes, a Borges, a García Márquez. ¿Por qué? Porque no consideramos la idea de legado. Porque decir “ya fueron” está de moda.

Yo soy profesor de literatura. Y estoy cada vez menos interesado en dejar de estudiar los verdaderos hitos de nuestra tradición que seguir la ola frívola y el cuestionable deporte de mascullar contra todo salvo contra lo que sí me parece. Entender a fondo un arte, una literatura, significa también ponerse por encima del gusto, revisar contextos, sopesar la recepción de los textos en diversos momentos históricos e ir registrando las variaciones de la práctica lectora.

Me preocupa poco o casi nada que sobre la última novela de Vargas Llosa caigan rayos y centellas. Quizá las merezca, quizá no. Pero perder la oportunidad de examinar el conjunto de una obra y su significación por apedrear una novela me parece, sin más una tontería, una lectura sin propósito. Por supuesto soy respetuoso del hecho de que cada quien lee como le da la gana y construye sus propios horizontes. No pienso entrar en esa discusión. Enorgullecerse de leer poco y mal, esquivando el legado, en cambio, es una frecuente aberración, una máscara más de la banalidad de nuestros días. Y de eso sí reniego.

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[DETECTIVE SALVAJE] En 1944, Anthony Burgess era un diplomático británico que ejercía sus funciones en Malasia. La guerra le quedaba lejos. Su esposa, en cambio, estaba en Londres cuando un apagón sumió a la ciudad en la penumbra. Estaba embarazada, sola y e incomunicada. Tarde en la noche, un grupo de soldados estadounidenses desertores entraron a su departamento. La mujer fue golpeada y violada. Perdió a su hijo. Burgess se enteró de la tragedia a la distancia. En plena guerra, no era fácil regresar a su país.

El trauma y el gusto por la literatura distópica sembraron una semilla en el escritor. Leía a Orwell, a Huxley, a Zamiatin, y observaba a la sociedad londinense de la postguerra. La naranja mecánica narra las aventuras violentas de cuatro jóvenes colegiales, quienes, liderados por Alex, encuentran un retorcido placer en violentar sin motivo a personas inocentes. De alguna forma, son como niños que descubren la violencia partiendo por la mitad a una lombriz, o arranchándole las alas a una mosca.

La banda de Alex semeja a los Teddy Boys, una personalidad juvenil que vio su auge en Inglaterra después de la Segunda Guerra Mundial. Vestían como los dandis de la antigüedad, adoraban el rock and roll, echaban por la borda los modales y llevaban una vida callejera. Era el desenfreno después de la opresión.

La naranja mecánica es una mezcla de todos estos elementos: la violencia injustificada, ya no bélica sino doméstica; las modas extravagantes, una juventud que ha perdido la sensibilidad por la vida. La escena trágica que sobrevivió la esposa del autor, Llewela Jones, está reproducida en una de las escenas del libro, cuando la banda de Alex entra a la casa de un escritor, atacan y violan a su esposa.

La literatura, entre sus tantas metamorfosis, en los momentos más oscuros suele ponerse la sotana, alzar una cruz y practicar exorcismos en los poseídos. A veces, el demonio abandona el cuerpo; otras, se replica sobre las páginas sin liberar al autor. Es el caso de la norteamericana Sylvia Plath. Sus poemas representaban la autodestrucción, el no pertenecer a un entorno materialista y artificial. Todo se hace claro en su única novela, La campana de cristal. Esther, la protagonista, está becada en una buena universidad, es aspirante a escritora y debe ser internada en el hospital psiquiátrico por su depresión e intento de suicidio. La experiencia de Plath coincide. Excepto por el final: si bien la protagonista se recupera y encuentra fuerzas para vivir, Plath se suicidó antes de que el libro se publicara.

A veces, las letras son más amables. Lo fueron con Mario Vargas Llosa, quien vivió el calvario del Colegio Militar Leoncio Prado para reproducirlo en La ciudad y los perros. El motivo por el que estuvo dos años en ese internado frente al mar también es relevante: a su padre le disgustaba su inclinación por la literatura. La consideraba femenina, y pensó que el antídoto era una estricta educación militar. Como Alberto, uno de sus personajes, Vargas Llosa reforzó su lado literario en contraposición a la barbarie. Las igualdades entre la vida del autor y la de los colegiales del libro son evidentes.

La vida militar ha sido un manantial para esta clase de literatura, en la que el trauma es el motor y la memoria la gasolina. En este caso, no hay mejor referente que Ernest HemingwayAdiós a las armas lo confirma. El autor, estadounidense de robusta constitución, fue voluntario para la Cruz Roja durante la Gran Guerra. Sirvió de conductor de ambulancia en las líneas italianas. En el frente, e igual que el personaje de la novela, Frederic, que también venía de Estados Unidos y manejaba ambulancias para el ejército italiano, Hemingway fue herido en la pierna por el impacto de un mortero austriaco.

Son ejemplos de literatura inevitable, que nace de un germen ajeno al artístico, que no sueña con aplausos, que se engendra casi por cuenta propia. Cabe un paralelo más siniestro: son los sacrificios sangrientos que, como los dioses de la antigüedad, el libro ha cobrado.

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[EN UN LUGAR DE LA MANCHA] Yo recuerdo con gratitud mis primeras lecturas de Vargas Llosa porque al igual que otros autores –como Arguedas o Ribeyro– me enseñó, en imborrables lecciones, a acercarme al Perú con ojo crítico, señalar un derrotero para encauzar el cuestionamiento de un orden social muchas veces asimétrico, violento, injusto y, lo peor de todo, sin mucha posibilidad de cambio o mejora.

Leer novelas como La ciudad y los perros (1963) o La casa verde (1965) al borde de terminar el colegio, fueron una experiencia deslumbrante que luego, en la universidad, se repetiría solo para confirmar el extraordinario tejido narrativo y la rigurosa técnica empleada en su construcción: un nuevo realismo se abría paso, sin maniqueísmos, mostrando la crudeza y la ambigüedad del mundo social.

Conversación en La Catedral (1969) completaba esta primera parte de su novelística, dejando una estela de escepticismo y amargura, concentrada en la célebre pregunta de su personaje, Zavalita: ¿cuándo se había jodido el Perú? Pregunta que parece acompañarnos muchos años antes de que Zavalita apareciera sobre la faz de una página.

Luego vendrían Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía julia y el escribidor (1977). En la primera, hay un deslizamiento de la idea de la escritura como deber inclaudicable, rayano en el fanatismo, y, en clave cómica, el propio Vargas Llosa parecía burlarse traviesamente de algunas de las ideas que expuso en “La literatura es fuego” el famoso discurso que pronunció en 1967, con ocasión de recibir el premio Rómulo Gallegos.

En la segunda, el novelista trabaja con materiales de “poco prestigio” literario, como las radionovelas, un importante género de ficción masiva, pero que se aprovechaba muy bien para explorar todo un universo de relaciones entre lo ficticio y lo real, además de plantear cuestiones autobiográficas que volverían a resonar muchos años después en El pez en el agua (1993) su libro de memorias.

De todo el período posterior a La guerra del fin del mundo (1981) uno de los puntos más altos de su obra novelística, destacaría en lo personal La fiesta del chivo (2000) y El sueño del celta (2010). No se me malentienda. No descarto novelas como Historia de Mayta (1984), Lituma en los Andes (1993) –ambas despertaron ardorosas disputas políticas– u obras de decidido tono menor como ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986) o Elogio de la madrastra (1988), pero siendo francos no me despertaron tanto interés.

Vargas Llosa, único peruano que ostenta el Premio Nobel, ha escrito cientos de artículos periodísticos dedicados a la política y a la literatura, dos de sus temas principales. Incursionó también en el teatro, logrando obras sugerentes como La señorita de Tacna (1981) o Kathie y el hipopótamo (1983). Una nouvelle, paradigmática, Los cachorros (1967), el cuentario Los jefes (1959) y ensayos de gran calado como Historia de un deicidio (1971), La orgía perpetua (1975), La verdad de las mentiras (1990) o La utopía arcaica (1996) conforman una obra de ribetes magníficos. Discutible, sí, en muchos aspectos, pero de inocultable valor.

No sé si le será grata la idea del retiro, tampoco su motivo central. Justo es el descanso para quien ha hecho tanto. Ahora miro hacia mi estante y veo, en perfecto orden, los libros de Mario Vargas Llosa. Sé que al paso del tiempo, ese nombre seguirá brillando y seguirá siendo, como desde el primer día en que me cruce con sus libros, una invitación a la pasión de leer y pensar.

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[DETECTIVE SALVAJE] Mario Vargas Llosa comenzó a escribir La ciudad y los perros en una desaparecida tasca madrileña llamada El Jute, en Menéndez Pelayo, a pocos metros del Retiro. Ahí se recluía con su pluma y un cuaderno, se atascaba, escribía diez páginas al hilo, retrocedía y de nuevo avanzaba. Así se lo explicó en una carta a su amigo Abelardo Oquendo: “En la novela avanzo y me retuerzo; me cuesta mucho trabajo. No tengo la menor idea acerca de cómo me está saliendo, pero me siento embriagado. Escribir es lo único realmente apasionante que existe”.

Similarmente, en la historia que cobraba vida en los reglones, Alberto se refugia lejos de las cuadras del Colegio Militar Leoncio Prado y escribe novelitas sexuales que luego vende por cigarros o a cambio de favores.

Era el año 1958, cuando el régimen franquista se sostenía firme sobre sus cuatro patas. Mario no llegaba a los veinticinco años. Había aterrizado en Madrid porque ganó una beca para estudiar en la facultad de Filosofía y Letras de la Complutense. Los amigos y familiares que dejaba atrás creían en su vuelta a los pocos meses. Pero él lo tenía claro: si quería ser escritor, quedarse en Perú era una muerte lenta y segura. Sin embargo, cruzado el Atlántico, se encontró con un Madrid ensombrecido, sin la pólvora cultural que abundaba, por ejemplo, en París.

Ya durante la guerra civil española, un bando y otro malabareaban con la censura para ocultar información que los perjudicara, para ganarse la simpatía de la gente o disimular la derrota. Al terminar la contienda bélica, esto no cesó. Ahora que la iglesia recuperaba poder, empezaron a prohibirse y a quemarse libros y obras que contradijeran los valores nacionalistas, conservadores y autoritarios del régimen. Poco antes de que el bando Nacional venciera, se afianzó la censura literaria (aunque a Federico García Lorca se le fusiló en el 36, que no deja de ser la más imperdonable de las censuras). En 1938, a veinte años de que Mario tomara asiento frente a una mesa en El Jute, el régimen franquista hacía efectiva la censura previa a la publicación.

Cuatro años transcurrieron desde que Vargas Llosa escribió las primeras palabras de La ciudad y los perros (actulamente la publica Alfaguara) hasta que Carlos Barral se refirió al manuscrito como el más importante que había pasado por sus manos. “La terminé en el invierno de 1961, en una buhardilla en París”, cuenta el autor. Fue rechazado por varias editoriales, pero el apoyo de Barral fue implacable. “Al término de la lectura mi entusiasmo fue absolutamente indescriptible”. También Julio Cortázar elogió el manuscrito inédito, y el comité de lectura de la editorial catalana Seix Barral, que otorgó a la obra el Premio Biblioteca Breve.

Una reunión entre Vargas Llosa, Carlos Barral, un profesor de historia de América y el comandante Robles Piquer, decidiría el porvenir de la obra. El representante de Franco no fue ciego a la calidad del libro, más tenía sus reproches: “¡Pero es que se tiran a una gallina!”. Es cierto. Basta leer los primeros capítulos para alzar las cejas y no poder creerlo. En un pasaje de voces entrecruzadas y tiempos mezclados, Cava descubre un gallinero detrás del galpón de los soldados y avisa a los demás. Cogen a una de las aves, le amarran las patas y el pico, hacen un sorteo, sale ganador el propio Cava. “Te la tiras o te tiramos como a las llamas de tu pueblo”. Primero el miedo: “¿Y si me infecto?”. Luego las dudas: “¿Están seguros que las gallinas tienen huecos?”. Después, más decidido: “Tiene hueco, quietos por favor, y por todos los santos no se rían que se adormece el elefante”.

Robles Piquer dio luz verde al caso de la gallina, a la que dejan moribunda, tuercen el pescuezo y rematan con un patadón de fútbol. Pero no cedió en otros pasajes. Cuando a un coronel “bajo y gordo” se le adjudica el “vientre de una ballena”, Piquer protestó, porque ese era el jefe del cuartel y no se podía ridiculizar a una institución militar. Vargas Llosa sugirió simplemente darle un “vientre de cetáceo”, lo cual fue aceptado.

En otro pasaje, al capellán del colegio se le ha visto “muchas veces, vestido de civil, merodeando por los bajos fondos del Callao, con aliento a alcohol y ojos viciosos”. Originalmente, el capellán frecuentaba los burdeles y sus ojos eran ardientes.

Tras una negociación de un año, que Carlos Barral protagonizó, el libro fue dado el visto bueno con la modificación de siete frases. Al leer la novela una, dos y tres veces, es difícil adivinar dónde está esa capa de barniz. Sí es fácil suponer, en cambio, qué frases causarían revuelo si un escritor desconocido, como lo era a comienzos de los años 60 Mario Vargas Llosa, publicara hoy un libro como este.

En las primeras páginas, en un enfrentamiento entre el Jaguar y Cava, el primero le reprocha un error al segundo y le dice: “Tenías que ser serrano”. Poco después, refiriéndose a Vallano, Alberto piensa: “En los ojos se le vio que es un cobarde como todos los negros”. Por ahí también: “Los serranos, decía mi hermano, mala gente, lo peor que hay”. En el mismo capítulo se tiran a la gallina, a la Malpapeada, una perrita chusca y desnutrida, bromean con tirarse a la vicuña e intentan violar a uno de los cadetes de tercero, “cómo patea el enano”, “qué esperas para treparte, no ves que duerme más calato que una foca”.

Cuando uno de los personajes pregunta por el bienestar de la gallina (“¿Ustedes creen que los animales sienten?”), alguien contesta: “¿Sienten qué, huevas, acaso tienen alma?”. El preocupado se rectifica: “Quiero decir gusto, como las mujeres”.

Los fines de semana, los consignados visitan el kiosco de Paulino, La Perlita, donde compiten en carreras masturbatorias, a ver quién se viene primero, mientras el dueño del local observa regocijado.

Los ejemplos son incontables. Sería necesario un artículo de 532 páginas, las mismas que abarcan La ciudad y los perros, para reproducir una por una las frases que hoy serían sentenciadas como políticamente incorrectas. Lo que levanta la siguiente pregunta: En la segunda década del siglo XXI, ¿las editoriales se atreverían a poner su sello sobre la portada de tal obra maestra?

A la corrección política se le puede sumar el caso de unas cuantas censuras recientes. En España (donde se publicó por primera vez La ciudad y los perros), Orlando, la novela de Virginia Woolf, está siendo adaptada al teatro por la compañía Defondo. Sin embargo, la miembro de Vox Victoria Amparo Gil Molvan, tras su nombramiento en la concejalía de Cultura, puso una equis sobre la producción. Según Pablo Huertas, productor de la obra, se trata de “un caso de veto ideológico”. La villana de Getafe, obra de Lope de Vega, fue impulsada por el Ayuntamiento de Getafe y censurada por Vox, por sus referencias sexuales incómodas. ¿Qué cara pondrían estos políticos con las aventuras sexuales zoofílicas de los leonciopradinos? ¿Serían tan facilitos como Robles Piquer?

Quién sabe, quizá un editor con buen ojo leería hoy el manuscrito de un tal Mario, peruano de 26 años, reconocería una obra maestra en bruto y, como Carlos Barral, lucharía con capa y espada contra las mil cabezas de la censura moderna, contra los dueños de la moral que abundan en X (antes Twitter).

Lo cierto es que Vargas Llosa mostró en La ciudad y los perros un compromiso con la realidad. Lo explica en su prólogo de 1997: “Para inventar su historia, debí primero ser, de niño, algo de Alberto y del Jaguar, del serrano Cava y del Esclavo, cadete del Colegio Militar Leoncio Prado, Miraflorino del Barrio Alegre y vecino de La Perla, en el Callao”. Esto no significa ser estrictamente fiel a los hechos, pero sí a las ideas que los ordenan, al contexto y a la verosimilitud.

Escribió la realidad sin un cartel de advertencia, sin detener la narración para explicar las cosas con manzanas. La vio cruel, descarnada, vio las injusticias de una institución, la desigualdad de un país. Notó las ropas con las que la vida disimula, se las quitó y reprodujo sus verrugas.

Es un libro que habla como persona, que da la impresión de haber crecido partes por cuenta propia. Desfilan en él la violencia animal de los niños y la ternura humana que todos llevan dentro. Porque hasta el disciplinario teniente Gamboa resulta ser el único hombre en poder que pone la justicia encima de su pellejo. El Jaguar, que se agarra a golpes con quien se le cruce, que va y viene con postura de macho alfa, trae detrás una historia de desamor que le cambió la vida.

Cada uno de los protagonistas, perdidos en el laberinto de la adolescencia, en algún punto de la historia cuestionan la actitud violenta de la que se saben culpables. Sin embargo, esas rebeliones no suelen pasar del pensamiento. La fuerza de la opresión es demasiada y lo único que importa es sobrevivir. La violencia, en sus distintas formas, no es producto del mal, sino de la debilidad, que es síntoma de la falta de cariño y comprensión.

La ciudad y los perros es, sobre todo, una novela sensible. Tiene que doler cuando le pegan al Esclavo, cuando los papás maltratan a los hijos, cuando abusan de los animales o cuando entre cadetes se insultan por serrano, por negro, por blanquiñoso. La sensibilidad, esa supuesta pata floja de las nuevas generaciones, no es un crimen. El verdadero mal es el de la lectura superficial, el vicio de querer todo masticado, a medio digerir. La literatura no acaba en la escritura. El buen lector tiene mucho que hacer.

En cuanto a los que ven al cuco en cualquiera que se oponga a sus costumbres, tal vez les sirva de consuelo imaginar a los militares del Perú cuando el Boa dijo que Leoncio Prado era un “baboso” por querer comandar el pelotón de fusilamiento chileno que lo ejecutó.

La ciudad y los perros sobrevivió a la censura franquista, se desliza por el hielo de la cancelación, nadie que esté en gobierno y conserve un poco de su sano juicio se atreverá a tocarlo y vencerá, no cabe duda, la prueba del tiempo, que ya le ha echado sesenta años encima.

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[AGENDA PAÍS] Hace pocos días, me sumergí en la lectura del libro de Mario Vargas Llosa, “La llamada de la tribu”, donde al autor hace una retrospectiva de los pensadores que influenciaron en su transformación política, la cual lo llevó del sueño socialista de juventud, a la madurez liberal con la que lo conocimos en su campaña presidencial de 1990 y que continúa expandiendo a través de disertaciones y fundaciones.

Uno de los pensadores que Vargas Llosa analiza y que fue, según sus propias palabras, uno de los que más influenciaron en su transformación política, es Friedrich August von Hayek (1899-1992), filósofo político que tuvo una contribución literaria extensa a través del siglo XX en ámbitos como el político, económico y sociológico principalmente.

Hayek era un individualista por naturaleza y por contraposición, un enemigo de cualquier forma de asociación que tenga como objetivo definir la forma de vida de las personas a través de la elaboración modelos económico-políticos, cuyas vertientes van desde el comunismo al fascismo.

Vargas Llosa puntualiza ciertos aspectos de Hayek que lo podrían caracterizar como un liberal extremo al exponer que algunos elementos que vemos como comunes en nuestra vida cotidiana como el lenguaje, la propiedad privada, la moneda, el comercio y el mercado, no son construcciones impuestas, sino que van naciendo espontáneamente, de manera natural.

Casi se siente que Hayek es un anarquista, que, desde la explosión de iniciativas individuales, se forma un cierto orden que regula naturalmente los posibles excesos. Sin embargo, de lo que hemos visto, vivido y leído, el ser humano tiende a no ser tan solidario y un individualismo excesivo puede llevar a sociedades con concentraciones de poder económico y político que dejarán al margen a aquellas personas que quizá, por su naturaleza o por su entorno, no hayan tenido la capacidad de generar, individualmente, suficiente valor para tener una vida digna.

El Perú, con 80% de informalidad, es entonces, un país esencialmente liberal por la naturaleza de su gente emprendedora, donde día tras día se crea oportunidades, valor, comercio y propiedad.

Sin embargo, no todas estas valiosas iniciativas llegan a generar suficiente valor para que, por sí mismas, puedan retribuir a todos con un mínimo de bienestar que permitan a las personas tener una vida digna.

Y es allí donde la figura del liberalismo a ultranza choca y se enfrenta al dilema de la necesidad de contar con algún tipo de contrato social que permita un sistema en el cual los ciudadanos tengan acceso a salud y educación gratuita de calidad, seguridad para vivir en paz y un sistema de justicIa que realmente la imparta sin presiones ni corrupción.

No es tema de construir sistemas totalitarios para ello. Todos han fracasado, desde los nacionalistas y fascistas, los comunistas, o los llamados socialistas, término suavizado, pero de puro cinismo, como Maduro o Petro, que lo único que buscan es concentrar poder y recursos, olvidándose de buscar, realmente, el bienestar de la población.

El liberalismo económico puede y debe unirse con el liberalismo social, aquel que respeta la iniciativa del individuo y su derecho a realizar sus sueños. Pero también se requiere de un Estado con las suficientes capacidades para brindar servicios públicos de alta calidad que liberen al individuo de necesidades básicas para así generar un entorno favorable que fomente las iniciativas ciudadanas.

Ver y constatar nuestra realidad política y social hace que, esa visión de un liberalismo económico y social acompañado de un Estado eficiente donde trabajen los mejores, parezca más una utopía que un sueño.

Pero ese sueño es también una visión política que habrá que compartir con nuestros conciudadanos, para atraerlos y convencerlos que se sumen a la transformación de nuestro país hacia una sociedad solidaria, emprendedora y feliz. No hay tiempo que perder.

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El conjunto de estas cartas representa un documento de interés. Es una parte de la historia del boom tras bambalinas y, al mismo tiempo, la exhibición del pensamiento de cuatro autores que en su momento representaron una cumbre estética en la novela de nuestra región. Con el mismo ánimo con que defienden sus lecturas y sus proyectos narrativos discuten los derroteros de la literatura de su tiempo, se ocupan de redefinir el lugar del escritor y van tejiendo el mapa de sus influencias y de sus inquietudes.

Se tratan asuntos que van por otra cuerda. La política uno de ellos. Una carta de García Márquez a Carlos Fuentes, fechada en Barcelona el 2 de noviembre de 1968 dice: “Te buscamos en todos los teléfonos de París a raíz de la matanza de Tlatelolco y no apareciste en ninguno. Tu silencio era abrumador” (p.276), dicho en relación a una carta anterior de Fuentes en la que, algo tarde, se refiere al terrible suceso. No menos reveladora es una carta de Cortázar a Vargas Llosa en relación con José María Arguedas y la desazonada polémica sostenida con el argentino.

Esa carta, fechada en París el 11 de noviembre de 1969 comienza así, de una manera muy sentida: “Mi querido Mario: Pensar que estuvimos hablando de Arguedas en Londres, te acuerdas, y que ya estaba muerto. Curiosamente, después de lo que me habían dicho de él, la noticia no me sorprendió demasiado, puesto que Arguedas repetía en su último mensaje lo que tú habías adivinado sobre su estancamiento. Pero nada de eso altera la gran desgracia que es su muerte, y en cambio prueba hasta qué punto él vivió y vivía para su obra, al punto de matarse frente a la imposibilidad de continuarla. A mí, ahora, me queda pendiente un diálogo con él que ya nunca tendré en este mundo, y como no creo en otro, y supongo que él tampoco, no volveremos a vernos” (p.317).

En suma, no exageraría al decir que este libro constituye un tesoro de información contextual que será muy útil para conocer, comprender y encontrarse con el Boom en una dimensión que está más allá de la crítica en la medida en que responde a ánimos y pasiones por las que muchas veces se prefiere pasar de largo. Si hubiera oportunidad, un volumen siguiente con los intercambios epistolares entre estos autores y diversos críticos latinoamericanos (por ejemplo Ángel Rama o Luis Harss) añadirían a este mosaico cartas clave que muchos lectores, me incluyo, agradecerían.

Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa. Las cartas del Boom. Edición de Carlos Aguirre, Gerald Martin, Javier Munguía y Augusto Wong Campos. Bogotá: Alfaguara, 2023.

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Con agudeza que merece ser destacada, el nicaragüense Sergio Ramírez discute en Los ríos profundos, en relación con La región más transparente, de Carlos Fuentes, una supuesta condición de hitos de lo arcaico y lo moderno en la novela latinoamericana que representarían dichos textos, cuando lo cierto es que Arguedas parecería estar más cerca de Rulfo de lo que normalmente se imagina. “Rulfo escribía desde la entraña de sus personajes y sus voces eran también la suya, o como la suya”, dice Ramírez y añade: “Este entrañamiento no extraña a Arguedas. Los ríos profundos es una novela escrita desde dentro, no como un acto de exploración académica, o, por otro lado, de intención didáctica, o proselitista, sino de reivindicación verbal y mágica, de un mundo de soledades y desgarros al que su lenguaje híbrido convierte en propio” (LIV).

Tiempo es de reivindicar sin apasionamientos ni monsergas ideológicas la obra de José María Arguedas. La relectura de Los ríos profundos en esta bella edición, es un buen comienzo para hacer algo que nunca terminaremos de hacer: darle las gracias a su autor.

José María Arguedas. Los ríos profundos. Real Academia Española: Barcelona, 2023.

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Se trata, pues, de un escritor muy desigual, en el que la fama es confundida como prestigio y por lo tanto quienes están predispuestos a la adoración caen como polillas ante la luz.

En cuanto a sus ensayos, suelen estar llenos de datos equivocados o manipulados, como el polémico La utopía arcaica, en que más se notan sus fantasmas con respecto a la cultura andina que la verdadera esencia y sentido de José María Arguedas, o La sociedad del espectáculo, en que hace gala de un elitismo trasnochado que, jocosamente, contradijo con su propia sobreexposición farandulera mientras sostenía su relación adúltera con Isabel Presley.  Cada quien puede hacer con su vida personal lo que le plazca, pero cuando se es figura pública hay que guardar un mínimo de coherencia, ¿no creen?

El segundo aspecto del caso Vargas Llosa es la legión de ayayeros que se han revelado tras la aplastante exposición mediática en la que nos vemos sumidos día a día. No hablemos ya de los que tienen poca formación literaria, sino de aquellos que, incluso con doctorado, se arrodillan frente al pensamiento único que la posición política del Marqués implica. Los nuevos y no tan nuevos cortesanos le perdonan su apoyo a Keiko Fujimori, sus mentiras sobre el fraude de Castillo, su posición condenatoria sobre los pueblos indígenas, su espaldarazo al régimen actual de Dina Boluarte (manchado en sangre), sin mencionar su larguísimo récord de defensas acérrimas del neoliberalismo depredador que ha propalado en los últimos cuarenta años.

Algunos dirán que peco de mezquina. Así llaman ahora a todo aquel que se atreve a señalar al rey desnudo. Como en la fábula de aquel monarca al que nadie se atrevía –de puro temor– a decirle que andaba sin ropas hasta que un niño inocente no tuvo reparo en hacerlo, así pasa con el Marqués, cuyos flagrantes bemoles literarios y políticos resultan graciosamente soslayados por los turiferarios de turno.

Cada quien se pinta como lo que es. La historia de la literatura peruana está plagada de estos personajes.

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