Música

En la semana del Día del Periodista, que desde 1953 se celebra en el Perú cada 1 de octubre, conmemorando la aparición del Diario de Lima, periódico fundado ese día en 1790 por Jaime Bausate y Meza (nombre real: Francisco Antonio de Cabello y Meza), un escritor, abogado y militar español que vivió en nuestro país durante el virreinato de Francisco Gil de Taboada (1790-1796), dedico esta columna a los quijotescos escribas que insisten, desde diversos espacios, en colocar noticias asociadas al mundo de la música en las mentes de un público cada vez más anestesiado por la farándula, la política y el fútbol.

Lester Bangs (1948-1982), el irreverente cronista y entrevistador de los años setenta, prefería iniciar sus diálogos con estrellas de rock con la pregunta más malcriada posible, pues no creía en endiosar a personas comunes y corrientes. Inició su carrera destruyendo el debut de MC5 (que incluye el clásico proto-punk Kick out the jams) y escribió, sobre el primer disco de Black Sabbath, que “sus jams parecen una carrera de locos drogados corriendo a toda velocidad y que jamás llegan a sincronizarse. Como Cream. Pero peor». Bangs –quien falleció prematuramente a los 33 años-, paseó su implacable pluma por otras publicaciones importantes como Creem, New Musical Express y The Village Voice. Su estilo ácido puede haber sido la causa de que Frank Zappa soltara esta frase, lapidaria contra nosotros, allá por 1977: «La mayoría de periodistas de rock son personas que no pueden escribir, entrevistando a personas que no pueden hablar para personas que no pueden leer».

En contraste, David Fricke (1952), demostró respeto absoluto por todos los músicos a quienes conoció en sus cuatro décadas escribiendo sobre rock. Como editor general de los mejores años de la revista Rolling Stone, ha entrevistado a todos, desde Joe Strummer y Lou Reed hasta Kurt Cobain y Jack White. Su erudición es oceánica y genuina -no como las posturas sectarias del idolatrado británico Simon Reynolds (1963), uno de los escritores de planta del histórico semanario Melody Maker en los ochenta, hoy convertido en celebridad cultural por sus amplios, profundos y muy documentados ensayos acerca de la cultura retro y la escena moderna- y sus descripciones, lo más parecido a escuchar un disco, conocer a un personaje o asistir a un festival. Desde su oficina en Manhattan, Fricke deja las cosas claras, a sus 69: «Cuando voy a un concierto es mi obligación experimentarlo todo. Si lo grabas desde un Smartphone, eres un idiota».

La crítica musical apareció en el siglo 19 en Europa. Prominentes compositores como el francés Hector Berlioz (1803-1869) y el alemán Robert Schumann (1810-1856) la ejercieron, cien años antes de la subcultura pop-rock. En el ámbito de la literatura -antaño tan ligada al ejercicio periodístico-, personajes como el cubano Alejo Carpentier (1904-1980), el norteamericano Norman Mailer (1923-2007) o el irlandés George Bernard Shaw (1856-1950) también nos regalaron exquisitas páginas sobre música, con niveles de altura pocas veces replicados en tiempos modernos, salvo las crónicas y perfiles que, de vez en cuando, se publican en The New Yorker (EE.UU.), El Clarín (Argentina) o The Guardian (Inglaterra). Aunque revistas como Melody Maker (pop-rock) y Down Beat (jazz) aparecieron en 1926 y 1934, respectivamente, a partir de los cincuenta/sesenta surgió, en EE.UU. e Inglaterra principalmente, una generación de periodistas que se entregaron, en cuerpo y alma, a la cobertura de las nuevas escenas populares. Publicaciones como New Musical Express (1956), Creem (1969), Rolling Stone (1967) presentaban extensas piezas periodísticas –crónicas, entrevistas, reportajes- sobre artistas marginales, creando un mundo paralelo de códigos propios, cuando el pop-rock era todavía un fenómeno subterráneo y profundamente disruptivo, al margen de industrias más convencionales como el cine y la literatura, permeando poco a poco sus contenidos, acontecimientos y personajes. Un caso aparte fue Billboard, revista que apareció en 1894 hablando de teatro, circo y otras artes escénicas, para luego dedicarse exclusivamente  a la música.

En los ochenta, la evolución del rock y sus derivados se reflejó en Kerrang! (1981) y Metal Hammer (1983); The Wire (1982), Spin (1985) y Q (1986), que competían por una legión de lectores ávidos de información fresca y especializada. En Francia, Les Inrockuptibles (1986) y en España Rockdelux (1984), marcaban la pauta del periodismo musical no anglosajón, combinando sus escenas locales con lo que pasaba afuera. Asimismo, revistas de música clásica, electrónica o sobre instrumentos –Guitar Player (1967), Bass Player (1988), Modern Drummer (1977), entre otras- complementaban sus ediciones con partituras, cassettes y, más adelante, CD recopilatorios (práctica que aquí fue replicada por Caleta, con varios discos que hoy son artículos de colección).

La década siguiente salieron Mojo (1993), Vibe (1993) y Uncut (1997) con una gama cada vez mayor de propuestas musicales. Classic Rock Magazine combina, desde 1998, hondos artículos revisionistas con información sobre artistas nuevos. El equipo editorial TeamRock/Louder Sound, responsable de su edición, lanzó una familia de revistas asociadas: Prog Magazine, Vintage Rock, AOR y Blues Magazine, todas con textos, fotos y diagramaciones de excelente calidad y rigor periodístico. En el 2015 apareció la colección The History Of Rock, que recopila las páginas de Melody Maker y NME, en lujosas ediciones mensuales de 150 páginas, año por año, desde 1965. Cada fascículo permite un acercamiento directo a aquella época en que los artistas abrían sus puertas a la prensa para mostrarse en estado puro, como reflejó la película Almost famous (2000), dirigida por Cameron Crowe. Todas tienen, actualmente, su versión online, uniéndose a websites como Pitchfork, All Music o MetaCritic, solo por mencionar los más visitados. Pero eso no significa que solo existan páginas de pop-rock en inglés. Una simple búsqueda en Google basta para descubrir una infinidad de opciones con información sobre toda clase de artistas, países y géneros.

En Sudamérica, un caso emblemático fue la revista Pelo de Argentina, fundada por el periodista y promotor de conciertos Daniel Ripoll, que impulsó desde 1970 a su rica escena local. Sus vibrantes páginas se publicaron hasta el año 2001 y hoy están alojadas en la web. En nuestro país, en cambio, el periodismo musical es un bicho raro, espacio para la terquedad de quienes tratamos de sostener ese género que tiene de crónica, recuperación y organización de datos, referencias culturales pero también de amor al arte -en todos los sentidos-, hobby que apenas sirve para cubrir algunas cuentas (del alma) y que pugna por encontrar espacios en medio de noticias de farándulas ramplonas y espectáculos masivos.

Aunque no era estrictamente un periodista, Gerardo Manuel Rojas (1946-2020) se convirtió en el principal difusor del rock en radio y televisión nacional. Gerardo Manuel había sido vocalista de pioneras bandas nuevaoleras y psicodélicas como Los Doltons, Los Shain’s, The (St. Thomas) Pepper Smelter y Gerardo Manuel y El Humo, aunque su talento al micrófono era bastante limitado, a decir verdad. Profundo conocedor de los vericuetos del pop-rock, condujo el programa Disco Club, entre 1978 y 1985 de manera ininterrumpida a través del canal del Estado y luego, esporádicamente, en televisión por cable hasta los primeros 2000 aproximadamente, marcando a fuego la cultura musical de toda una generación de jóvenes peruanos. Siguiendo sus pasos, personalidades como Javier Lishner, Sonia Freundt, Diana García de Palacios, Miguel Milla, Cucho Peñaloza, entre otros, crearon espacios de muy breve duración y fuerte impacto entre públicos rockeros, pero siempre como casos aislados, casi místicos. También vale la pena recordar a divulgadores de otros géneros musicales como Jorge Henderson (baladas), Luis Delgado Aparicio «Saravá» y Roy Rivasplata (salsa y latin jazz), Juan Ramírez Lazo (boleros), Roy Morris y Salvador “Speedy” Gonzales (jazz y música «adulto-contemporánea”), Nicomedes Santa Cruz y Manuel Acosta Ojeda (música criolla y folklórica).

Volviendo al rock, la única revista musical especializada en el Perú fue, por supuesto, Caleta (1995-2002) -sin olvidar a sus antecedentes directos, Esquina (1986 y que siguió, con altibajos, hasta hace poco) y Ave Roq (1983-1986)- que logró reunir, bajo el liderazgo de Percy Pezúa y Julián Rodríguez, a los mejores periodistas musicales del medio, muchos de los cuales aun publican de manera dispersa en diarios, redes sociales y blogs, como John Pereyra (alias Hakim de Merv), en su interesante blog Apostillas desde la disidencia. Hubo otras –mayormente derivadas de Caleta- como SUB, Britania, Interzona, 69 y Freak Out!, de corta duración y siempre bajo el espíritu/formato de fanzine –que merecería una nota aparte, por cierto- por obvias razones presupuestales pero también por rebeldía frente el establishment periodístico limeño. Sucede lo mismo con el fanzine Cuero Negro, dedicado al heavy metal y sus vertientes más extremas. En la prensa convencional, las expertas plumas de Raúl Cachay (Cosas), Ricardo Hinojosa (El Comercio), Fidel Gutiérrez (Diario El Peruano), Rafo Valdizán, entre otros, persisten en este empeño, placentero e ingrato, de escribir para minorías.

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Música, periodistas

Provengo de un tiempo en que las palabras «artista», «estrella», «músico» o «cantante» denominaban a un tipo especial de seres humanos, personas que, sobre la base de creatividad, talento, clase y sobre todo, disciplina, eran capaces de despertar emociones, generar ilusión y establecer una relación profunda con los demás, sin importar edades, idiomas o estilos. Siendo niño, aprendí de inmediato a distinguir entre el aspirante con madera y el voluntarioso sin futuro, entre el brillo natural y el falso disfuerzo, entre el artista verdadero y el farsante montado por campañas invasivas de publicidad.

En ese sentido, siempre me han causado desconfianza los programas-concurso que buscan el «talento oculto» de personas comunes y corrientes, ciudadanos que siempre soñaron con subir a un escenario y que, gracias a la magia de la televisión y la aprobación de un jurado (a veces no tan) especializado, se convierten en estrellas del micrófono. No es que no existan esa clase de personas, sino que el montaje televisivo termina siempre armando historias donde termina entrometiéndose la impostura de lo ensayado. Y no solo me refiero a la retahíla de versiones locales de realities surgidos desde los albores del siglo 21, réplicas de franquicias creadas en España (Operación Triunfo, 2001), EE.UU. (American Idol, 2002), Inglaterra (Britain’s Got Talent, 2007/The X Factor, 2004) u Holanda (I Am… /The Voice, 2010).

Desde el set caótico y destartalado de Trampolín a la Fama, con cartones pegados sobre cortinas de plástico y el acompañamiento de un teclado Yamaha; hasta La Voz Perú, con su escenario sofisticado, multicámaras, luces LED y banda completa en vivo, la historia es la misma -insisto, estoy refiriéndome a las versiones peruanas: disfuerzos, chacota, lucimiento excesivo de ciertos anfitriones. Y uno que otro caso aislado en el que se da esa extraña ecuación de talento y naturalidad que logra abrirse camino y destacar, si es que no se mete, en el medio, la «argolla». Esta mala práctica de peruano cuño extiende una sombra de informalidad que puede convertir a este formato, esencialmente entretenido e inocuo, en una insufrible fuente de injusticias y esa impunidad de la que gozan los que, siempre con una sonrisa en el rostro, deciden quién sigue en carrera y quién no.

Desde que se estrenó en nuestra televisión, en el año 2013, el programa atrapó la atención de las masas. Siguiendo al pie de la letra a su formato matriz The Voice, creado por el promotor de espectáculos y multimillonario holandés John de Mol Jr. (66), que lanzó desde su productora Endemol Shine Group –una gigantesca compañía de distribución y realización que opera en más de 30 países-, La Voz Perú tuvo, como uno de sus principales atractivos, la presencia entre los entrenadores o coaches de uno o dos artistas de renombre internacional. El modelo de franquicia televisiva –concepto extraído de la actividad empresarial y económica- exige que se repliquen, con absoluta exactitud, todos los detalles de la fuente original, con segmentos, terminologías, escenarios y comportamientos repetitivos y estandarizados. Hasta el pegajoso tema que identifica al show, Esta es la voz, es versión en español de This is the voice, escrito por el holandés Martijn Schimmer (46), compositor de jingles para comerciales y programas de televisión. La cancioncita de marras hoy se escucha, en sus respectivos idiomas, en los 145 países –desde Arabia Saudita hasta Brasil, desde Estados Unidos hasta Turquía- en los que se emite The Voice.

Ocurre que, en el Perú -a diferencia de otros países de la región como Argentina, México, Colombia, Venezuela o Chile-, no tenemos artistas que hayan trascendido, realmente, en la escena musical internacional. Incluso si pensamos en personajes como Eva Ayllón (integrante del jurado desde la Temporada 1), Gianmarco Zignago (Temporada 2) o Daniela Darcourt (Temporada 4), han alcanzado fama en otras latitudes pero mucho después –y, en el caso de la joven salsera, muy recientemente-, y no han conseguido despegarse del todo de su perfil localista. Para decirlo de otra manera: artistas como José Luis Rodríguez «El Puma» (Venezuela), Álex Lora (México) o Pimpinela (Argentina) podrían ser jurados o consejeros no solo en sus países sino en cualquier otro de Latinoamérica e inclusive España, merced de su innegable trayectoria y reconocimiento. No podríamos decir lo mismo de Ayllón o Gianmarco, que solo pueden serlo aquí, donde son muy conocidos, pero no en otros lugares, a pesar de sus Grammy Latino, sus ventas millonarias e incluso sus colaboraciones con personalidades de la estatura y popularidad de Pedro Aznar, Alex Acuña, Emmanuel, Tito Nieves o los Estefan.

Hay dos aspectos que resultan especialmente grises en la dinámica de La Voz versión nacional, y ambos tienen que ver, precisamente, con la porción local de coaches, conformada por Eva Ayllón y Daniela Darcourt. El primero es el afán de figuración de ambas, sobre todo durante la primera etapa del show, denominada «Audiciones a Ciegas». Todo el tiempo trasponen la línea de sus funciones -decidir si voltean o no, aconsejar, analizar cada presentación- y se entrometen a cantar con los participantes –muchas veces desviando la atención hacia ellas y dejando en segundo plano a los concursantes, quienes son (o deberían ser) los absolutos protagonistas de cada emisión. Todo lo contrario ocurre con los otros dos miembros del jurado actual, Tony Succar –talentoso productor y percusionista nacido en Perú que creció en EE.UU., donde desarrolla su carrera desde el año 2015- y el famoso dúo argentino Pimpinela, con 40 años de carrera artística, quienes mantienen una actitud más moderada.

En versiones foráneas no ocurre eso. Los entrenadores, en algunos casos artistas de peso como Alicia Keys (EE.UU.), Rafaella Carra (Italia) o Michael Monroe (Finlandia, vocalista de la legendaria banda de hard-rock y heavy metal Hanoi Rocks), solo ofrecen actuaciones en ocasiones anunciadas como algo especial, e incluso preparan presentaciones con sus pupilos o entre sí, para que los participantes vean a sus profesores hacer lo suyo, a manera de estímulo. El premio final incluye dinero y la posibilidad de grabar un disco con Universal Records, además por supuesto de la fama que llega con la sobre exposición en medios y los ansiados likes en redes sociales.

El segundo aspecto lo mencioné líneas arriba, la sospecha de la «argolla». Si acaso me leen personas no peruanas, este término coloquial alude al favorecimiento que obtiene un trabajador o aspirante a determinadas posiciones, por tener alguna relación -familiar, amical- con quienes están a cargo de la evaluación que decidirá quién ingresa, quién asciende, quién gana. Y en La Voz Perú -y su reciente spin-off, La Voz Senior, cuya primera temporada está hoy en pleno desarrollo- parecería ser uno de los caminos que asegura, a ciertos candidatos, avanzar en la competencia, lo que constituiría una exhibición descarada de esa odiosa y siempre asolapada conducta que, en el Perú, es moneda corriente en prácticamente toda actividad pública y privada -desde la política hasta el mercado laboral, pasando por el deporte y, por supuesto, la industria del entretenimiento masivo- en la que, en lugar de la meritocracia o la imparcialidad, priman el amiguismo, la ayuda tácita. En el contexto del concurso, existiría una forma de disimular esto: la figura del “robo”. Cuando un concursante es declarado ganador(a) de una “Batalla” –otro de los segmentos estandarizados de la franquicia- sin merecerlo, el perdedor(a), que debió ganar, pasa a otro equipo gracias a que otro entrenador lo incorpora a su equipo –lo “roba”-, y de esta manera sigue en carrera.

La Voz Senior, derivado de La Voz Perú, recibe, como sugiere su nombre, a participantes mayores de 60 años, señores y señoras que ofrecen, en la mayoría de casos, momentos de emoción auténtica, haciendo gala de talento y carisma. Los concursantes nos regalan un agradable menú de otras épocas: boleros, salsas, baladas, valses, huaynos, rock en español y clásicos de la nueva ola, trayendo al horario estelar canciones de aquellos artistas que marcaron la vida de nuestros padres y abuelos, de instrumentaciones sofisticadas y letras inspiradoras, interpretadas de manera sobria y elegante, a diferencia de los exagerados gritos y «melismas”, esas ondulaciones disforzadas de las que suelen abusar los concursantes, hombres y mujeres, de La Voz Perú.

NOTA: Para cualquier melómano que se respete, decir «La Voz» remite a uno de los alias artísticos que, durante décadas, sirvió para identificar a Frank Sinatra (1915-1998), extraordinario vocalista e intérprete norteamericano de jazz, recordado por su elegancia, sus romances y sus nexos con la mafia. A Sinatra, el crooner por excelencia, le decían «The Voice» porque acariciaba las canciones con ese tono de barítono y, cuando quería, las hacía explotar con energía y emoción.

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La voz Perú, La voz Senior, Música

Not dead yet (en español «Aún he no muerto» o «Aún no muerto» si nos ponemos literales) es el título del libro autobiográfico de Phil Collins, publicado en el año 2016. El lanzamiento editorial coincidió con una serie de problemas de salud que mellaron drásticamente su imagen pública. Desde que se difundieron las primeras noticias, allá por el 2000, de sus caídas y pérdidas de audición, múltiples operaciones y posteriores dificultades para mantenerse de pie y hablar con fluidez (sin mencionar la reincidencia en el alcoholismo tras su tercer divorcio), la sombra del retiro forzado era un tema recurrente entre los seguidores del extraordinario baterista, cantante y productor, uno de los músicos británicos de pop y rock más populares de la historia. Con solo mirarlo, lo más lógico era pensar que su final había llegado.

Sin embargo, ese mismo año, Collins sorprendió al mundo entero cuando anunció una gira mundial de despedida. Casi 100 conciertos en dos años y medio (entre junio del 2017 y octubre del 2019), en 25 países -entre ellos Perú, donde se presentó el 13 de marzo del 2018, en el Jockey Club– parecía un proyecto imposible de cumplir para quienes sabían de su fragilidad, especialmente si pensamos en los detalles: vuelos largos y pesados, entradas y salidas de aeropuertos y hoteles, extenuantes pruebas de sonido, conferencias de prensa y shows de dos horas cada uno, rigores comunes para el rockero activo que pueden volverse una tortura si estás ligeramente fuera de forma. Ese esfuerzo fue muy valorado por el público, que agotó las entradas apenas salieron a la venta. Y Phil Collins enfrentó, con enorme tenacidad, la doble exigencia: no solo luchaba contra su propia corporalidad sino que también se ponía en bandeja para que sus detractores lo destruyeran, acusándolo de dar un espectáculo patético cuando ya no estaba en capacidad de ser el dinámico showman de antes. Y, contra todo pronóstico, lo hizo muy bien. Entonces, surgió la interrogante: ¿Podría repetir la hazaña con Genesis, la banda que lo vio nacer artísticamente a finales de los años sesenta?

Formados en 1967 en los patios de una decimonónica escuela pública llamada Charterhouse, ubicada en Surrey, al sur de Inglaterra, Genesis lanzó su primer álbum, dos años después, From Genesis to Revelation (Decca Records), con carátula absolutamente negra y el nombre en tipografía antigua. Los empleados de las tiendas de discos de entonces, confundidos por el título y la ausencia de fotos, ubicaron aquel auroral LP en los anaqueles de música religiosa. La banda original, integrada por Peter Gabriel (voz, flauta, percusión), Tony Banks (teclados), Mike Rutherford (bajo, guitarra), Anthony Phillips (guitarra) y Chris Stewart (batería), tenía un estilo semi-acústico influenciado por el soul. Esta formación produjo un álbum más, Trespass (Charisma Records, 1970), donde comenzaron a aparecer elementos del estilo por el cual se harían conocidos posteriormente, en temas como The knife y Looking for someone

Con el ingreso, en 1971, de Steve Hackett (guitarra) y Phil Collins (batería, coros), en reemplazo de Phillips y John Mayhew, el segundo baterista, se iniciaría el periodo clásico del grupo. Sobre la base de complejas y extensas composiciones, de letras enigmáticas con referencias a la era victoriana y la mitología, Genesis se convirtió en uno de los principales exponentes del rock progresivo, con fabulosos álbumes como Nursery cryme (1971), Foxtrot (1972) o Selling England by the pound (1973). La personalidad creativa y extravagante de Gabriel, que sorprendía tanto por los textos que escribía como por su intensidad vocal, disfraces y caracterizaciones, combinada con la extremada destreza instrumental del resto, hacían de cada concierto de Genesis una experiencia audiovisual muy poderosa. Canciones como Supper’s ready (duración: 23 minutos y medio), The cinema show, Watcher of the skies, I know what I like (in your wadrobe) o The musical box son algunos ejemplos de aquella extraña propuesta que rompía con todos los paradigmas de la época y obtuvo particular éxito en Gran Bretaña, Francia e Italia, países donde rápidamente alcanzaron estatus de banda “de culto”.

Para 1974, sin embargo, los excesos histriónicos de Peter Gabriel comenzaron a pasar factura a la armonía interna del quinteto. Tras la gira del álbum doble The lamb lies down on Broadway (aquí en versión animada del año 2020), Gabriel decidió renunciar a Genesis para iniciar su propio camino artístico. Como cuarteto, Genesis lanzó dos extraordinarios álbumes, A trick of the tail (1976) y Wind and wuthering (1977), con Phil Collins estrenándose como cantante y líder. Hackett, frustrado porque sus aportes como compositor no eran tomados en cuenta, también renunció, en 1977. Como trío, Genesis dio un viraje radical a su sonido, lo que le permitió acercarse a públicos más amplios. Aun cuando no abandonaron la sofisticación y complejidad instrumental, producciones como Duke (1980), Abacab (1981), Genesis (1983), Invisible touch (1986) o We can’t dance (1991) dividieron a sus seguidores, quienes consideraron que el grupo “se había vendido”, por el sonido más accesible de canciones como Turn it on again, That’s all, Illegal alien o Throwing it all away, influenciadas por la discografía en solitario de Collins. 

Como sabemos bien sus fanáticos, al tradicional debate sobre qué etapa fue mejor -con Peter Gabriel (1968-1975) o con Phil Collins al frente (1976-2007)- se añadió la esperanza de que los cinco integrantes de aquella primera época decidieran juntarse nuevamente. Después de todo, es una de las pocas bandas de los setenta que aún tiene vivos a sus integrantes y, hasta donde se ha sabido, no había mayores desencuentros personales entre ellos. Lo cierto es que, tras las salidas de Gabriel y Hackett, la formación del periodo clásico se ha reunido solo en dos ocasiones: en 1982, para el concierto Six of the Best; y en 1999, en que regrabaron The carpet crawlers, hipnótico tema de 1974, para el CD recopilatorio Turn it on again: The Hits.

Con la llegada del siglo 21, los rumores de una reunión se hicieron mucho más fuertes. Sin embargo, problemas de agenda impidieron que Hackett y Gabriel se comprometieran con tan ansiado proyecto. En cambio, Collins, Rutherford y Banks salieron al ruedo junto a sus habituales compañeros para las actuaciones en vivo, Daryl Stuermer (bajo, guitarra) y Chester Thompson (batería), para la gira Turn It On Again, 48 fechas alrededor de Europa y EE.UU., que incluyó un multitudinario show gratuito y al aire libre, ante medio millón de personas, en el Circus Maximus de Roma, Italia, registrado en el CD+DVD When in Rome (2007), en que hicieron un recorrido por su extenso catálogo, con excelentes versiones de clásicos como In the cage, Ripples, Follow you follow me, Home by the sea o Los endos. Aquella fue la última gira del grupo. Hasta ahora.

En años recientes, nuevos rumores comenzaron a circular por redes sociales. En el documental Genesis: Sum of the parts (BBC, 2014), Peter Gabriel (71) y Steve Hackett (71) manifestaron estar de acuerdo con la idea. Pero la cosa se cayó de nuevo, en especial por el malestar de Hackett tras ver la edición final del largometraje y por las dudas que generaba la salud de Collins. Una cosa era, decían algunos, presentarse como solista, interpretando sus éxitos radiales para públicos masivos y otra, muy distinta, comprometer el legado artístico de un grupo con seguidores extremadamente exigentes. ¿Podría el cantante de Sussudio con este nuevo reto?

Las dudas quedaron absueltas, en enero del 2020, con los primeros anuncios oficiales de The Last Domino?, gira que marcaría el retorno de Genesis a los escenarios, después de 13 largos años. La primera ronda de ensayos tuvo lugar en New York, poco antes del inicio de la pandemia. Precisamente, la crisis mundial del coronavirus hizo que se pospusieran las 20 fechas pactadas para Inglaterra, Canadá y Estados Unidos. Collins (70), Rutherford (70), Banks (71) y Stuermer (68) se han pasado casi todo este tiempo ensayando y cuadrando pruebas de sonido, iluminación y proyección de imágenes para los 37 shows que harán en total, como puede apreciarse en el documental estrenado el 5 de septiembre en YouTube, producido por PBS Network

Ante la ausencia de Chester Thompson (72) -quien no fue invitado a participar- y los problemas físicos de Phil Collins, la batería estará a cargo de Nic, su hijo de 20 años, una tarea que ya viene cumpliendo con la banda solista de su padre, desde el 2015. Otra novedad será la presencia de dos coristas, Daniel Pearce y Patrick Smyth, para apoyar vocalmente a Collins, quien canta desde hace varios años sentado en una silla. La gira The Last Domino? fue reprogramada en dos ocasiones: primero para abril de este año y luego, tras una segunda cancelación, ahora sí arrancará este lunes 20 de septiembre en Birmingham (Inglaterra) y se extenderá, si nada malo pasa, hasta el 15 de diciembre con dos shows en Boston, Massachusetts (EE.UU.) ¿Será la última oportunidad de verlos juntos? Todo parece indicar que sí.

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Conciertos, Música, Phil Collins

El año pasado, algunos meses antes de cumplir 90, lúcido y brioso, el saxofonista de jazz Sonny Rollins disparaba frases como estas, en entrevista para la sección cultural de The New York Times: «A mi edad, todos mis amigos ya se han ido -Miles, Coltrane, Dizzy, Bird-, y ahora debo lidiar conmigo mismo. A veces comienzo a quejarme pues no puedo llamar a nadie por teléfono para perder el tiempo conversando, pero para mí es una señal de debilidad. No hay escapatoria para esto. Tengo malestares por todo el cuerpo pero, espiritualmente, viejo… me siento mejor que nunca. Estoy en el camino correcto».

Este martes 7 de septiembre, Rollins cumple 91 años de edad y, aunque dejó de tocar el saxo tenor en el año 2012, debido a una fibrosis pulmonar, la vitalidad de sus memorias y la devoción que despierta entre los verdaderos amantes del jazz ha mantenido su imagen presente, como un tótem, casi como una divinidad. Ahora, que se nos están haciendo costumbre los obituarios de excelentes músicos que, por razones cronológicas, van «mudándose al otro barrio» -Rubén Blades dixit-, vale la pena recordar la trayectoria de este iluminado improvisador que brilló, como acompañante o al frente de sus propias bandas, por más de seis décadas.

Se trata de uno de los dos únicos sobrevivientes (el otro es el saxofonista Benny Golson, de 92 años) de aquella generación proverbial de jazzistas que posaron en la legendaria sesión fotográfica conocida como A Great Day In Harlem, realizada el 12 de agosto de 1958 frente a un edificio ubicado en el #17 East de la 126th Street, entre Madison y la Quinta Avenida, el corazón del barrio más negro de la Gran Manzana. En la toma, preparada por el entonces novel reportero gráfico Art Kane para una edición especial de la revista Esquire, Sonny Rollins, entonces de 28 años, aparece al lado de otros 56 grandes nombres del jazz, entre ellos su gran amigo Coleman Hawkins (1904-1969) y su maestro, el pianista Thelonious Monk (1917-1982).

Para esa época Rollins, aún con el pelo corto y sin su característica barba puntiaguda bajo el mentón, ya había trascendido la categoría de «promesa». Su sexto álbum como líder de grupo, Saxophone Colossus (Prestige, 1956) –que contiene St. Thomas, una de sus composiciones más famosas-, se convirtió en su principal carta de presentación y, posteriormente, en su apelativo. También le decían, como cuenta el trompetista Miles Davis (1926-1991) en su autobiografía, «Newk», por su gran parecido físico con el jugador de béisbol Don Newcombe, con quien hasta lo confundían en taxis y trenes.

Rollins grabó más de sesenta producciones discográficas, entre álbumes en estudio y en vivo, para los sellos más importantes de la edad dorada del jazz: Prestige, Blue Note, Impulse!, Riverside y Milestone. Su amistad con Max Roach (1924-2007) -el genial baterista con quien trabajó durante muchos años- o con Ornette Coleman (1930-2015), generaron algunas de las grabaciones más fluidas de hard bop, be bop y free jazz, entre lo clásico y la avant-garde. Pero si a alguien en realidad admiraba Rollins, era a Monk, con quien publicó una histórica colaboración titulada simplemente Thelonious Monk & Sonny Rollins (1953).

A finales de los años 50, luego de codearse con los más grandes de su tiempo –Charlie Parker, Miles Davis, The Modern Jazz Quartet- y publicar una veintena de álbumes, muchos de ellos alabados por la crítica especializada -como Tenor madness (1956), cuyo tema-título es la única grabación que hizo junto a John Coltrane (1926-1967); Way out West o A night at the Village Vanguard (1957), Rollins, abrumado por un éxito que jamás soñó conseguir e imbuido de una densa convicción espiritualista, desapareció del ojo público y el ajetreo de su vida profesional. Pero no dejó la música. Durante casi tres años se le vio, saxo en mano, practicando en el puente Williamsburg, que conecta el bajo Manhattan con Brooklyn, según sus propias palabras, “para no molestar a sus vecinos”. En 1962 regresó de ese hiato con un LP titulado, convenientemente, The bridge. Hoy, miles de sus seguidores vienen realizando una campaña, por redes sociales, para que este puente se llame Sonny Rollins Bridge, en su honor.

De mirada torva y gesto serio, Rollins fue defensor, como muchos otros jazzeros, de los derechos civiles de las poblaciones negras en los duros años de la segregación racial. Su álbum Freedom suite, de 1958, netamente instrumental, grabado junto a Max Roach (batería) y Oscar Pettiford (contrabajo), contiene una dura declaración de principios, un alegato contra la injusticia de un país que “quiere escuchar la música de los negros pero no la historia de los negros”. Para muchos, Freedom suite –tema de casi veinte minutos- es la primera canción de protesta sin letra. El álbum contiene también una hermosa interpretación del clásico de 1950 ‘Till there was you, también grabada por los Beatles en 1963, en su segundo LP With The Beatles.

A diferencia de sus pares, que se entregaron a las fusiones y subgéneros como el jazz-rock o el smooth jazz, Rollins se mantuvo en sus trece, lanzando una sucesión de álbumes de jazz puro, algunos más accesibles que otros -tocando standards, baladas o acercándose al blues y al funk, como en The way I feel (1976) o Easy living (1977), en sociedad con un elenco diverso de colegas de esas nuevas vertientes como el tecladista George Duke, el bajista Stanley Clarke, los bateristas Billy Cobham y Jack DeJohnette, en los que presentó sus composiciones ancladas en su inacabable capacidad para la improvisación, los fraseos vertiginosos y la influencia de ritmos como el soul y el calypso.

La única vez que cruzó la frontera hacia el universo del pop-rock fue en 1981, cuando aceptó participar de las sesiones del álbum Tattoo you de los Rolling Stones, para colocar su experto saxofón en tres canciones, Slave, Neighbours y el éxito Waiting on a friend. Y como él mismo cuenta, lo hizo un poco a regañadientes: «Mick (Jagger) no entendía lo que yo estaba haciendo y yo no lo entendía a él. Fue mi esposa –Lucille, fallecida en el 2004- quien me convenció de grabar con ellos. Yo los consideraba -y es un error, por supuesto- una banda que no estaba al nivel del jazz». Por el lado de los Stones, no cabían en sí mismos de la felicidad porque este titán del jazz trabajara con ellos. Jagger calificó aquella sesión de «maravillosa» y Charlie Watts, que lo había visto en vivo en 1964 en la efervescente 52nd Street de New York, quedó fascinado y hasta desarrolló una gran amistad con Sonny. «Compartimos el mismo sastre en Nueva York. Aquella vez tocó de maravilla. Lamentablemente nunca coincidimos en el estudio, fue un overdub. Y si eso hubiera ocurrido… ¡Carajo, no habría sabido qué tocar!»

A partir de los noventa, Sonny Rollins se fue encerrando y recluyéndose más -tuvo otro año sabático previo, entre 1969 y 1971, en que se concentró en el yoga-, aunque siguió lanzando álbumes de gran factura como Here’s to the people (1991) o Global warming (1998). Con los años su imagen cambió hasta volverse icónica: vestido de frac o de colores, enormes lentes oscuros y una electrizada pelambrera y barbas blancas, un personaje de aspecto misterioso y fantasmagórico, venerado por pequeñas legiones de amantes del jazz en el mundo entero y desconocido por las masas gigantescas y deformes que creen que escuchar jazz es tener canciones de Kenny G y música lounge en su iPad. Su vínculo con New York es extremadamente fuerte. En 1985 dio un recital exclusivo de puras improvisaciones, en el Museum Of Metropolitan Arts (MoMA), titulado convenientemente The solo album. Y en el 2001, tras los ataques terroristas del 9/11, Rollins dedicó su álbum en vivo Without a song a su ciudad natal. 

Walter Theodore Rollins, el coloso del saxofón, ha recibido múltiples condecoraciones en los últimos veinte años. Diez veces coronado con el grado de Doctor Honoris Causa por prestigiosas escuelas de música –Berklee College de Boston y Julliard School de New York, nada menos- y depositario del prestigioso premio y medalla Kennedy Center Honors, que recibió de manos del presidente Barack Obama en el año 2011, en una ceremonia en la que también fueron premiados las actrices Meryl Streep y Barbara Cook, el cantautor Neil Diamond y el cellista Yo-Yo Ma, declara no tenerle miedo a la muerte y, aunque ya no toca su querido saxo, supervisa los detalles de cada lanzamiento nuevo con material inédito como el disco doble Rollins in Holland (Resonance Records, 2020), que recupera grabaciones y recitales de 1967. O la serie Road shows, cuatro álbumes lanzados entre 2008 y 2016, que contiene grabaciones de Rollins entre los 70 y 80 años de edad. 

OTROSÍ: Mientras cerraba estas líneas me enteré del fallecimiento de otro legendario músico, el compositor griego Mikis Theodorakis, conocido universalmente por la melodía central del film Zorba The Greek (Michael Cacoyannis, 1964), protagonizada por Anthony Quinn, de nefasta recordación para nosotros por ser música de cabecera del terrorista Abimael Guzmán Reinoso. Theodorakis fue una de las figuras artísticas y políticas clave en el desarrollo de Grecia durante el siglo 20. Nos seguimos quedando solos…

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Compositores, Música, Saxofón, Sonny Rollins

UNO

Fue a mediados de los setenta que viajamos, la familia completa, de vacaciones a Tingo María. Teníamos que cruzar Ticlio (a 120 km de Lima) para llegar a destino. Nunca olvidé esa experiencia. Fue pesadillesca para los 3 hermanos. Sufrimos mareos, vómitos, el famoso mal de altura, que me aturdió hasta llegar. Nos recibió mi tío Lucio, hermano de mi mama, quien nos llevó raudamente a su casa, ubicada a 40 minutos de la discreta ciudad selvática.

Ese año, ellos vivían en un pueblito llamado La Roca, a orillas del rio Huallaga, y era el típico pueblo salido de una novela costumbrista: 2 hileras de casuchas sin asfalto, ni vereda y al fondo, el imponente Rio Huagalla.  Había una ausencia total de luz eléctrica, por ende, no teníamos tv (una huevada). Empezábamos mal las vacaciones, nos dijimos entre los hermanos; y si bien mi tío tenía 4 hijos, ellos eran más pequeños, y no les dábamos bolilla. 

Pasamos cerca de 2 meses allí. La primera noche, pregunté dónde estaba el baño me señalaron la agreste vegetación detrás de la casa y me dieron un rollo de papel higiénico: me quedé de una pieza. 

La casa era, típica de la selva, de madera, con techo a dos aguas. Cuando llovía podía durar todo el día. En las noches, con el calor, emergían toda clase de bichos y arácnidos. Dormíamos con mosquitero sino era imposible dormir. Ahora debo ser justo, las calideces de mis tíos aplacaban los inconvenientes. Los almuerzos eran pantagruélicos. 

DOS

La Roca era un pueblito que estaba en la línea invisible de lo pintoresco y patético. Uno de aquellos personajes inolvidables era el Tío Lino. Era un personaje canoso, petiso y gordito, de edad indescifrable (podía tener entre 50 y 60 años) y siempre son una gorrita de color níveo que ocultaba su calvicie. Poseía un colectivo de los años cuarenta, creo, con carrocería de madera y bancas dispuestos en forma horizontal. Hacia viajes a Tingo María los cuales duraban cerca de una hora y media. Avanzaba siempre por la ruta, con o sin asfalto, a 20 km por hora. Bamboleante llevaba en su interior, aparte de pasajeros, mercaderías, maletas e incluso animales. En pocas palabras, el Tío Lino manejaba la carcocha del pueblo. 

En cierta ocasión, subí a su carricoche. Al lado mío, iba una señora que llevaba unos polluelos, en una caja de cartón, la cual tenía unos huequitos laterales para que el animal no se asfixie. Todo iba bien, hasta que el pollito saca su cola y deja caer su mierda en mi pantalón nuevecito. Ante mi estupor, la selvática mira lo que hizo su animalejo y se rio a carcajadas. Lógicamente monté en cólera, pero cuando tienes 10 años, generalmente, la gente no te hace caso y menos a tus cóleras.

TRES

Las veces que las pasamos mejor fue cuando coincidíamos con mi tía Marionila y sus hijos. Eso sí era un despelote. Jugábamos sin descanso y jodíamos a todo el mundo. Ahí degustamos el popular Juanes, del cual me convertí en fanático. 

El rey de ese lugar era mi primo Grimaldo, tenía 25 años. Mis hermanos, primos y el que suscribe, lo reverenciábamos: Poseía auto y era de contextura mediana, morocho y con barba tupida. Su ropa era bacán, pero lo más importante: tenía éxito con las mujeres. Estar al lado de él, era un cague de risa, y nunca nos ninguneaba, sabia tratar a sus primos menores.

Ese verano descubrí la música de Juaneco y su Combo. Sin mentir, deben haber tocado más de una veintena de veces, en la radio. En cualquier parte, donde íbamos, en el ambiente sonaba la canción “Mujer Hilandera”. Hace unos años atrás, les conté a los alumnos, de Informática aquella anécdota, y se cagaron de risa. Incluso varios buscaron en Youtube la canción y me mostraban las versiones de la susodicha canción.

CUATRO

En 1980 fue el último año que fuimos toda la familia a Tingo. Contaba con 14 años y le pedí a mi tío para trabajar con él ese verano. Había comprado un camión nuevo y transportaba gente con sus mercaderías a la ciudad. Me despertaba tempranito y lo acompañaba a laburar. Al llegar, a Tingo María, el tío Lucio me llevaba a un restaurante para desayunar opíparamente. Era un hombre callado, pero con una gran calidez. Era fachero y poseía unos bigotes que lo hacían parecer actor de cine mexicano. 

Luego al año siguiente mis hermanos y yo nos negamos rotundamente a viajar. Vivíamos en nuestro microcosmos adolescente y no permitíamos que el recuerdo de la Selva lo invadiera. Nunca más volvimos. En los noventa volví a ver al hermano de mi mama, en Lima, más viejo, pero siempre con la misma calidez con que me trataba de chico. Nos saludamos efusivamente. 

Ahora con más de cincuenta años, el tiempo ha suavizado las incomodidades que pase. El conocer una cultura distinta enriquece y es cierto cuando dicen que en el Perú subsisten varias realidades. Pero más que nada fue conocer a gente siempre dispuesta a recibirte con los brazos abiertos, y sin prejuicios. Tal como son descriptos la gente del interior. Esas personas no se olvidarán jamás, siempre estarán en el recuerdo.

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Cultura peruana, Juaneco y su combo, Lima, Música, Perú, Tingo María

Iba en un taxi, el martes pasado, pensando sobre qué escribir para mi columna de hoy, cuando recibí la noticia. Primero fue un mensaje por messenger, luego en el Facebook y grupos de WhatsApp. Por un par de minutos, la posibilidad de que fuera uno de esos «fakes» -como el que anunció, hace una semana, la muerte del charro mexicano Vicente Fernández- me entretuvo revisando fuentes. Infobae, The Guardian, Ultimate Classic Rock, TMZ, The New York Times, CNN, BBC. Ya no hay dudas. Charlie Watts, el inamovible baterista de los Rolling Stones, falleció esa tarde en un hospital de Londres, dos meses después de haber cumplido 80 años.

Su salud ya estaba quebrada, al punto que se había anunciado su no participación en No filter, la gira que traerá de vuelta a esta pandilla de viejos zorros, la primera vez que no subiría al escenario, en casi sesenta años, como integrante de la banda de rock más longeva de la historia -la noticia fue difundida en Twitter por Andrew Loog Oldham (77), amigo y productor del quinteto en sus años más rebeldes. La explicación no ahondaba en detalles, solo mencionaba que el legendario baterista iba a ser sometido a un procedimiento quirúrgico. De hecho, los resultados de aquella operación habían sido positivos, según pudo conocerse. El comunicado oficial de los Stones, en el que informan sobre esta lamentable pérdida, es también escueto y no ofrece pormenores de las causas del deceso. En cambio, muestra profundo cariño y admiración por el compañero caído y pide respeto a la privacidad de sus familiares y amigos.

«Es un día triste para el rock and roll» dijo el músico, productor y personaje de redes sociales Rick Beato, conocido entre músicos y melómanos por sus videos de YouTube en los que decodifica el lenguaje musical. Entre los acordes de Brown sugar (1971), Angie (1973) y Can’t you hear me knocking (1971), el norteamericano rindió homenaje, a su estilo, al motor de este grupo británico que lideró, junto a los Beatles, la escena rockera en sus primeros años. El ritmo sólido y contenido, los redobles colocados con precisión entre las rugosas guitarras, el hábil manejo del hi-hat, la química con Bill Wyman, descritos en 13 minutos cargados de duelo rockero. Keith Richards declaró alguna vez que Watts era «el cuarto de máquinas» de los Rolling Stones. Mick Jagger, durante los febriles y alcoholizados años ochenta, lo llamó «su baterista». Y recibió por respuesta un puñetazo y una aclaración: «Jamás vuelvas a llamarme tu baterista. ¡Tú eres mi cantante!». Aunque siempre declaró no sentirse orgulloso de aquella reacción, el buen Charlie se dio el gusto de poner en su sitio a uno de los cantantes de rock más temidos por su carácter irascible y engreído.

Presente en los Rolling Stones desde el día 1 de su formación -y en los más de sesenta discos que publicaron entre 1963 y 2016-, Charlie Watts mantuvo siempre su perfil bajo, casi invisible si lo comparamos con la extravagante personalidad de los «Glimmer Twins», como se les conocía a Jagger y Richards. Aun cuando muchos consideraban que Bill Wyman era «el tranquilo» -de hecho, un interesante documental sobre el bajista se llama, precisamente, The quiet one (Oliver Murray, 2019)-, este título representa mucho mejor a Watts. A pesar de que pasó también por oscuros lapsos de adicción durante los ochenta (la época del puñetazo a «su cantante»), la vida del baterista fue, en medio de la vorágine de los estudios de grabación y las permanentes giras alrededor del mundo, bastante tranquila: ningún escándalo mediático, ningún ingreso a prisión, un solo matrimonio, una sola hija, no groupies. De hecho, los periódicos ingleses de los años setenta no pensaban en el atildado baterista y diseñador gráfico cuando les preguntaban a las madres de entonces, en sus titulares, si «dejarían a sus hijas escaparse con un Rolling Stone».

Convertidos en íconos del rock y asociados al arte y la cultura de toda una época, los Rolling Stones han sido retratados en libros y documentales de toda clase. Cineastas como Jean-Luc Godard y Martin Scorsese registraron sus movimientos, gestos y procesos creativos, en distintas etapas. El primero en One plus one, desde un punto de vista vanguardista y en el contexto de la lucha por derechos civiles y las protestas estudiantiles, mientras la banda grababa su noveno álbum Beggars banquet (1968), que contiene el clásico Sympathy for the devil, como también se conoció al film; y el segundo en Shine a light (2008), para mostrarnos a la banda en pleno concierto, desde ángulos nunca antes vistos. Watts, de mirada adormecida y sonrisa socarrona, fue testigo y protagonista de una de las sagas más interesantes y desenfrenadas de la música popular contemporánea.

El toque de Charlie Watts es directo, de tamborazos agresivos y secos, rellenos y fraseos impredecibles, y sutiles remates en platillos y hi-hats, recursos aprendidos de su gran amor por el jazz y sus ídolos Max Roach, Roy Haynes o Elvin Jones. Basta con observar su forma de sostener las baquetas, tan diferente a la de sus contemporáneos y grandes amigos Ringo Starr (The Beatles), Mick Avory (The Kinks) o Keith Moon (The Who) para entender ese estilo 100% jazzero, que aportaba singularidad al blues, rock y R&B de la banda. Tampoco tuvo la espectacularidad de Ginger Baker (Cream), Mitch Mitchell (The Jimi Hendrix Experience) ni el protagonismo de Mick Fleetwood (Fleetwood Mac), también afectos al jazz norteamericano. Lo suyo era la base, la tierra firme sobre la cual se sostenía todo el sonido de los Stones. Podía ser estricto rock and roll –Gimme shelter (1969), Hang fire (1981)-; balada –Fool to cry (1976), Wild horses (1971)-; o disco funk –Emotional rescue (1980), Miss you (1978)-, la batería de Charlie Watts siempre resolvía con personalidad y acentos propios. En Waiting on a friend (1981), por ejemplo, acompaña únicamente con el borde de su tarola, bombo y un suave hi-hat, mientras que en Love is strong (1994), el ataque es rotundo, contundente.

En términos de imagen, Watts también se distanciaba de sus compinches, algo que comenzó a notarse más en la tercera y cuarta etapas de la banda. Entre 1963 y 1979 todos lucían relativamente igual: pelos revueltos, uniformes al estilo Beatle (a veces), pantalones acampanados, bufandas coloridas, maquillaje en los ojos. Cómo olvidar su disfraz de dandy psicodélico en Rock and Roll Circus (1968) o la carátula del álbum en vivo Get yer ya-ya’s out! (1970), en la que Charlie aparece, ingrávido, de blanco y con gorro del Tío Sam, sosteniendo dos guitarras junto a un burro. Pero, a partir de los ochenta, mientras Jagger era capaz de aparecer semidesnudo, Wood, Wyman y Richards salían despeinados y, en el caso de Keef, con sus inseparables bandanas y aretes, Watts mantuvo una apariencia muy sobria, dentro y fuera del escenario. Incluso desarrolló una obsesión por el buen vestir, al punto de ser considerado «el rockero más elegante» por una revista especializada en moda.

Entre 1986 y 2017, el baterista formó su propia banda, para tocar jazz, swing y boogie woogie a sus anchas. Con The Charlie Watts Quintet -que, en ocasiones, llegaba a ser una big band de diez músicos- grabó una decena de álbumes, en vivo y en estudio, entre los que destacan un concierto de 1986 en el Fulham Town Hall de Londres (con una orquesta de 30 integrantes) y dos tributos a Charlie Parker –From one Charlie (1991) y With strings (1992). Su capacidad de trabajo era inagotable. Estamos hablando de una persona que, hace apenas un par de años, en el 2019 –tras superar sus adicciones y hasta un cáncer a la garganta que amenazó su vida en el 2004- le decía a New Musical Express, una de las revistas musicales más importantes de Gran Bretaña, que no pensaba para nada en retirarse y, aunque resentía cada vez más eso de salir de giras, estaría junto a los Rolling Stones cada vez que fuera necesario.

Charlie Watts es el segundo miembro fundador de los Rolling Stones que abandona el mundo físico, 52 años después de que Brian Jones fuera hallado muerto, a los 27, en la piscina de su propia casa. En cierto modo, es increíble que Jagger (78), Richards (77) y Wood (74) lo sobrevivan, dados sus excesos a través de los años. Estrellas del rock como Paul McCartney, Elton John y Ringo Starr han expresado su pesar por este fallecimiento, resaltando su amabilidad y estilo. Lars Ulrich, baterista de Metallica, comentó alguna vez que su objetivo de vida era llegar a la edad de Charlie Watts y seguir tocando. Ray Davies, vocalista y líder de The Kinks, recordó cuando Watts le contó, en algún pub londinense mientras tomaban unas cervezas, que lo habían invitado a unirse a una banda llamada The Rolling Stones. “Acepta” –le respondió- “puede ser que paguen bien”. Pero la mejor frase me la regaló la cantautora norteamericana Joan Baez, quien lo recordó como “un príncipe entre ladrones”. Eso era.

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Charlie Watts, Música, Rolling Stone

Inmediatamente después de la proclamación como Presidente de la República del profesor de Primaria Pedro Castillo Terrones, natural de Chota (una de las trece provincias de la histórica y hermosa región Cajamarca), una melodía, alegre y saltarina, tocada con acordeones y guitarras acústicas, comenzó a sonar. Frente a la Casa del Maestro, en Paseo Colón. En la Plaza de Armas de Chota. En las redes sociales. Un huayno de carnaval que muchos jóvenes limeños conocimos, a comienzos de los años noventa, a través del comercial de una conocida marca de cerveza, grabado precisamente para Fiestas Patrias.

«Tenemos un desafío, paisano. Tenemos un desafío, paisano. Hay que hacer un Perú grande, paisano. Para todos nuestros hijos, paisano…» entonaban, acompañados por la Orquesta Sinfónica Nacional, Los Campesinos, un conjunto cusqueño/andahuaylino muy popular en toda la sierra sur y en los enclaves de migrantes integrados a la capital desde los años cincuenta –Wilfredo Quintana, uno de sus fundadores, falleció en junio del año pasado– pero que, para el público limeño de la época, eran solo unos señores sin nombre, quizás actores, y su aparición en la tanda publicitaria de los cuatro o cinco canales de televisión que existían en esos años (no había cable ni internet) no trascendía más allá de la anécdota, la tonadilla pegajosa, el mensaje positivo, la superficial y siempre dudosa intención “inclusiva” de publicistas con buen ojo oportunista para aprovechar las olas de patriotismo que se levantan cada mes de julio para vender más.

El tema, que lleva por nombre El Cilulo (o simplemente Cilulo), es el más representativo del cancionero folklórico cajamarquino, infaltable durante las festividades de la última semana de febrero, en pasacalles, coliseos y patios de casas donde el carnaval se celebra(ba) a todo dar. La paternidad del Cilulo se la disputan, desde hace décadas, las provincias de Celendín y Cajabamba, aunque según los expertos hay más de una evidencia de que se trata de un himno “shilico” (así se autodenominan los nacidos en Celendín, cuyo gentilicio oficial es celendino).

Una de las particularidades del Cilulo es que no tiene una letra fija. Las coplas, de tono pícaro y costumbrista, cambian según la inspiración de las comparsas, aunque siempre conservan elementos comunes, usados para describir un tradicional cortamonte. Hay distintas versiones del significado de “cilulo”. Mientras que algunos dicen que es un árbol, otros dicen que se trata de uno de los aparejos del jinete de caballos de paso. Una tercera teoría afirma que “cilulo” era un muñeco que se ubicaba junto al árbol durante la danza, previa al ritual de echárselo abajo a machetazos. Toda una interesante discusión en la que confluyen elementos artísticos, simbologías locales, costumbres familiares y leyendas rurales, en el marco de una celebración pagana, el carnaval, en su versión mestiza de sabor nacional.

Este contraste de la popularidad del Cilulo –máxima en Cajamarca; mínima en Lima-, es solo una de las tantas muestras de la profunda y normalizada desconexión entre lo provinciano y lo capitalino que nos caracteriza como país desde hace mucho tiempo. Un himno en toda Cajamarca, que corona las fiestas carnavalescas desde los años cuarenta (hace 80 años) pero que en Lima apenas es reconocido por algunos círculos de estudiosos, melómanos y gente más o menos interesada en la música nacional. Eso sin mencionar, por supuesto, a los miles de descendientes de cajamarquinos nacidos y establecidos en Lima, limeños de padres y abuelos provincianos. No es que sea una novedad esa desconexión. O un descubrimiento. Es, sencillamente, una lamentable demostración de la grieta cultural que aún está pendiente de resanarse en nuestro país. Nos divierte la tonada, pero no sabemos ni su nombre ni su origen. No es el único caso.

Guillermo Salazar Pajares es un nombre que al limeño promedio no le suena absolutamente a nada. En Cajamarca es conocido como «El Frank Sinatra del Carnaval». Desde los años setenta, Salazar Pajares compone y canta huaynos, parrandas y carnavales para que salgan las patrullas cada febrero a encender calles y plazas, con sus animadas rondas y coloridos trajes típicos. Don Guillermo y su Conjunto ha puesto la música en los festejos de su tierra desde muy joven, siempre con su güiro en la mano y flanqueado por sus principales vocalistas: Violeta Valdez y Carlos Izquierdo, con quienes compartía micrófono en grabaciones para sellos como Odeón del Perú e Iempsa. Lamentablemente, don Carlos –a quien llamaban cariñosamente “Che Carlitos”- falleció en el 2014 y doña Violeta, en febrero de este año, víctima de COVID-19. Aquí los vemos en una de las tantas versiones que hizo Don Guillermo y su Conjunto del popular Cilulo.

Otro importante intérprete de folklore cajamarquino fue Miguel Ángel Rubio Silva, más conocido en el ambiente artístico como El Indio Mayta. Sus LP, publicados por la desaparecida compañía discográfica Fabricantes Técnicos Asociados (FTA), junto a su grupo Los Huiracochas, tuvieron mucho éxito en la década de los setenta, en que la migración del campo a la ciudad y el gobierno de Velasco dieron mucho espacio a opciones musicales vernaculares. Pero, otra vez, las sombras de la discriminación y el centralismo convirtieron al Indio Mayta en poco más que un personaje pintoresco. Los niños limeños supimos de su existencia por la imitación que, de él, hacía el recordado cómico Miguel Ángel «Chicho» Mendoza, en el programa Risas y Salsa, de gran parecido físico con el cantante. Siempre con su bombo y vestido de campesino, El Indio Mayta soltaba su característico saludo «usshhhaa» y cantaba (La) Matarina, otra melodía clásica de las fiestas cajamarquinas. El popular cantautor falleció el 2010, a los 78 años, en la más absoluta pobreza y abandono estatal.

Aunque su popularidad en Lima es infinitamente más pequeña que en el interior, Matarina –composición del violinista cajamarquino César Ramiro Fernández Bringas-, tuvo en algún momento cierta presencia entre públicos capitalinos más jóvenes. Pepe Alva y Jean Paul Strauss, cantautores pop surgidos en los años noventa, la grabaron en el 2001 y 2008, respectivamente. Mientras que la versión de Alva, quien inició su carrera en los Estados Unidos, tuvo mediana aceptación entre los consumidores de pop-rock convencional en onda «fusión»; la de Strauss es un mamotreto intragable, un insulto a años de tradición musical de la Capital del Carnaval en el Perú.

Así como Don Guillermo y su Conjunto o El Indio Mayta y Los Huiracochas, agrupaciones como Los Reales de Cajamarca, Los Alegres de Bambamarca (Hualgayoc) o Los Tucos de Cajamarca, con trayectorias que superan, en el caso de los primeros y los últimos, las cuatro décadas, son extremadamente populares entre sus paisanos, pero han pasado desapercibidas para la “oficialidad” capitalina. Esta dinámica se cumple, por cierto, en todas y cada una de las regiones del interior del país, con casos excepcionales de personajes que lograron instalarse en los gustos limeños, ya sea por su talento, logros artísticos o por simple y llana casualidad, usados como símbolo efectista de la engañosa “inclusión” con la que muchas veces se trata de asolapar la discriminación y racismo aun vigentes entre nosotros. Así, por ejemplo, tenemos el caso de Silverio Urbina, cuya canción Mi linda flor –escrita por el cantante Tomás Pachecho, hermano de Lucio Pacheco, conocido intérprete de huaynos en arpa- se convirtió, desde el 2005, en el equivalente moderno de La Matarina, un huayno alegre que se coló entre las cumbias norteñas, el Jipi Jay y Bareto en discotecas, setlists de Spotify y horas locas faranduleras.

Pero no todo es folklore en Cajamarca. Bandas como Gredel (pop-rock), Karikatumba, Parque Catarsis (hard-rock), Nueva Dirección, Padme (punk), Kaliko y sus Kaliches (rock), La Kuchanguita (reggae), Ruido Negro o Ácido Instinto (new wave) son conocidas por las juventudes rockeras de la región, pero totalmente invisibles en Lima. Lo mismo ocurre con un interesante proyecto de música electrónica llamado DMTH5, de la cineasta y comunicadora Irma Cabrera Abanto, que ha tenido repercusión en diversos festivales de arte vanguardista en otros países. Estos exponentes del pop-rock cajamarquino, son solo las puntas del iceberg de una escena en eterna búsqueda de espacios para mostrarse, aun cuando algunos suenan incluso mejor que muchos encumbrados grupos limeños (gracias a mis amigos/informantes Carlos Terán, Wilder González y John Pereyra por la información sobre esta activa escena regional).

Solo 900 kilómetros separan a Cajamarca de Lima pero, en términos de reconocimiento e identidad, estamos a años luz de distancia. Y es que en realidad no importa cuántas veces se hable, mediáticamente, del orgullo y la pluriculturalidad. Estos artistas y sus canciones siguen siendo vistos, desde Lima, como esfuerzos artísticos ajenos, lejanos, exóticos, que una gran mayoría de limeños ve casi con ojos de turista o investigador desapegado de aquello que no consideran propio porque no es igual a ellos. Una patética metáfora que también explica el rechazo visceral de ciertos sectores hacia el Presidente electo, a escasos días de que asuma su puesto en Palacio de Gobierno.

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Cajamarca, Música, Pedro Castillo

El estudio «Music on Our Minds», elaborado por Global Council on Brain Health (GCBH) destaca el efecto positivo de la música en el bienestar emocional, incluida la mejoría del estado de ánimo, la disminución de la ansiedad y el manejo del estrés. «Hay tantos mecanismos que explican el gran impacto que puede tener escuchar una pieza musical», indica la colaboradora del informe Suzanne Hanser, presidenta de la International Association for Music & Medicine (IAMM) y profesora de musicoterapia en Berklee College of Music.

Dicho estudio recomienda algunas pautas para que puedas apoyarte en la música y adquirir un mejor estado emocional:

-Disfruta escuchar música familiar que te consuele y traiga recuerdos y asociaciones positivas.

-Si estás triste, prueba escuchar o crear música para mejorar tu estado de ánimo o aliviar sentimientos de depresión.

-Baila, canta o muévete al ritmo de la música. Estas actividades no solo proveen ejercicio físico, sino que también alivian el estrés y crean conexiones sociales.

-Aunque escuchar música que conoces y disfrutas tiende a causar la respuesta cerebral y la liberación de dopamina más fuertes, prueba escuchar música nueva. Las melodías no familiares pueden estimular tu cerebro.

-Prueba haciendo música tú mismo mediante el canto o un instrumento. Aprender a tocar un instrumento musical puede ofrecer una sensación de dominio y autoestima, y aumentar la actividad cerebral.

Top 10 de canciones para el buen ánimo

El Dr. Jacob Jolij de la Universidad de Groningen en Holanda, desarrolló una fórmula matemática que evalúa la canción que nos hace sentir bien (FGI) según su letra (L), su tempo en golpes por minuto (BPM) y su clave (K). El autor del estudio puso la fórmula a prueba con 126 canciones y comparó los datos que obtuvo con las opiniones de los sujetos participantes en una encuesta que se llevó a cabo en el Reino Unido. A partir de ello laboró la lista de las 10 canciones que nos hacen sentir mejor y que tienen un efecto positivo sobre nuestra conducta:

  1. Don’t Stop Me Now – Queen
  2. Dancing Queen – Abba
  3. Good Vibrations – The Beach Boys
  4. Uptown Girl – Billy Joel
  5. Eye of the Tiger – Survivor
  6. I’m a Believer – The Monkeys
  7. Girls Just Wanna Have Fun – Cyndi Lauper
  8. Livin’ on a Prayer – Jon Bon Jovi
  9. I Will Survive – Gloria Gaynor
  10. Walking on Sunshine – Katrina & The Waves

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alegría, Motivación, Música

«Las amarguras no son amargas cuando las canta Chavela Vargas y las escribe un tal José Alfredo…» entonaba el español Joaquín Sabina, en uno de sus temas más famosos, Por el bulevar de los sueños rotos, título que tomó prestado de algo que dijo la legendaria cantante, el día que se conocieron, después de uno de sus primeros recitales en «los madriles», a comienzos de los noventa. Y, aunque la frase es uno de esos clásicos e inteligentes juegos de palabras y rimas consonantes de Sabina, resulta que es una descripción totalmente opuesta a la realidad. Las amarguras, cantadas por Chavela, eran aún más amargas y dolorosas.

Desde aquel momento, comenzó una de las amistades más atípicas de la escena musical hispanoamericana. El poeta maldito del pop-rock trovadoresco, que entonces recién pasaba los 40 años, se hizo compañero de juerga y colaboración musical de una trajinada señora que iba rumbo a los 75, a paso firme tras décadas de carrera artística. El vínculo se hizo tan estrecho que, según cuenta el mismo Sabina, hasta llegó a pedirle que se casara con él y lloró desconsolado tras su fallecimiento en el 2012, algo que no había hecho ni por sus padres.

La voz ronca y masculina de Chavela Vargas comenzó a rodar en México a inicios de los años sesenta. Desde el saque, su imagen y sonido colisionaron frontalmente con la conservadora escena artística del país de las cantantes y actrices vaporosas y coquetas. A contramano de lo que pudiera pensarse, nunca fue vetada o marginada, ni por los medios ni por el público, aunque ella se colocó, voluntariamente, en la orilla alternativa del amplio espectro folklórico mexicano.

Desde niña, Isabel Vargas Lizano –su nombre legal- había dado claras muestras de una orientación sexual definida, opuesta a la que genéticamente le fue asignada. Era un hombre encerrado en el cuerpo de una mujer. Esto le generó serios problemas familiares en Costa Rica, país donde había nacido en 1919, motivo por el cual terminó emigrando a México, antes de cumplir los 18, para instalarse y, años después, nacionalizarse. Vestida de pantalones largos, ponchos, con el pelo amarrado atrás y sin una gota de maquillaje, Vargas ganó su espacio cantando rancheras, corridos y boleros, con singular estilo y sentimiento.

Chavela -aunque en sus primeros Long Play, publicados por el histórico sello mexicano Orfeón, aparecía con «b», la grafía habitual que se utiliza para escribir “Chabela”, el nombre hipocorístico de Isabel-, se hizo conocida en palenques, teatrines y bares por ese estilo agresivo, apesadumbrado y borrachoso. Sus grabaciones junto al guitarrista Antonio Bribiesca, «La Guitarra de México», publicadas entre 1961 y 1977, definieron su estatus de artista de culto, con canciones tradicionales como La llorona (de autoría indeterminada), Paloma negra (Tomás Méndez) o Macorina (poema del español Alfonso Camín), hasta ahora citadas como sus principales aportes a la música latinoamericana.

Sobre los escenarios, desarrolló una intensa amistad con José Alfredo Jiménez (el «tal José Alfredo» de la canción de Sabina), importante compositor de música popular, creador de inmortales canciones como En el último trago, Amanecí en tus brazos, Un mundo raro, No me amenaces, entre otras, que Chavela convertía en lamentos íntimos de insondable oscuridad. Ambos, además, compartían un irrefrenable alcoholismo. Cuentan que, entre los dos, eran capaces de acabarse decenas de botellas de tequila por noche. Cuando el autor de El Rey falleció, de cirrosis, en 1973, Chavela Vargas fue al velorio y cantó, completamente ebria y entre lágrimas, junto al ataúd.

Paralelamente, su lesbianismo se hacía cada vez menos fácil de disimular. Aun cuando, de manera oficial, recién decidió aceptarlo públicamente a los 80 años, eran conocidas sus múltiples conquistas. Como detalla el documental Chavela (Catherine Gund, 2017, disponible en Netflix), la intérprete tenía un encanto arrollador entre las mujeres y tuvo sonados romances con famosas personalidades como la destacada pintora mexicana Frida Kahlo o la actriz norteamericana Ava Gardner, diva de Hollywood.

Asimismo, solía enamorar a las elegantes esposas de políticos y empresarios, como la novia del poderoso broadcaster Emilio Azcárraga, una aventura amorosa que terminó con su carrera artística. El fundador de Televisa se encargó de borrarla de las agendas de teatros, casas discográficas y medios de comunicación. Durante casi una década, Chavela Vargas se exilió y se refugió en el tequila. Sin trabajo y con la ayuda de algunos amigos, la cantante desapareció del mapa, al punto que muchos la creyeron muerta.

De aquel destierro salió gracias a una joven abogada, su último gran amor, la mexicana Alicia Elena Pérez Duarte, tres décadas menor, quien fuera una de las artífices de su recuperación personal y profesional. Aunque se mantuvieron en contacto prácticamente hasta su muerte, la relación duró solo cinco años, entre 1988 y 1993. Como relata la abogada, el romance se rompió por un hecho peligroso e intolerable: Alicia encontró a Chavela enseñándole a su hijo de 10 años a disparar una pistola.

Sin embargo, los años noventa la verían resurgir y recuperar su estatus de leyenda viva, un segundo debut que definiría su legado artístico. Desde España, el mundo vio el retorno de Chavela Vargas, convertida en un ídolo pétreo e imperturbable, una presencia escénica monolítica y sin precedentes. Cada vez que abría los brazos, extendiendo su sonrisa arrugada y su poncho rojo para abrazar al público, Chavela paralizaba al mundo para que lo único que se escuchara fuera su estentórea voz. Con una legión de nuevos amigos y admiradores -Pedro Almodóvar, Miguel Bosé, Joaquín Sabina-, la vida azarosa, llena de excesos, conflictos y rarezas de «La Chamana» se recompuso.

También fue vital para este retorno el sello discográfico WEA Internacional, filial latina de Warner Bros. Records, responsable de la publicación, distribución y venta de discos que hicieron de Chavela Vargas una estrella de fines de los noventa e inicios del siglo XXI, una viejecita con voz de trueno y actitudes irreverentes, tótem de la comunidad LGTBI e ícono con características exóticas que, a pesar de ser tan diferente, la acercaba a otros artistas de la world music como los Buena Vista Social Club o Cesaria Evora.

Álbumes como La llorona (1993), Somos (1996) y Chavela Vargas (1997), instalaron el vozarrón de Chavela en el imaginario colectivo de las generaciones modernas, con versiones nuevas de canciones que había grabado 40 años atrás, algunas de las cuales habían sido utilizadas por el cineasta Pedro Almodóvar, una de las personas que más la promocionó en España, en varias de sus películas. La primera vez fue en Kika (1993), en que se escucha el famoso bolero Luz de luna (composición de Álvaro Carrillo que fuera éxito del gran Javier Solís).

Chavela Vargas en Carnegie Hall (2004) es un CD doble que condensa ese estilo melancólico pero a la vez fuerte, que cautivó a un público más joven, convirtiéndose casi en amuleto culturoso y superficial. Dos años antes de su muerte, en el 2010, con 91 años, lanzó un disco de duetos, ¡Por mi culpa!, con artistas como Lila Downs, Pink Martini y el mismo Joaquín Sabina, con quien ya había grabado Noche de bodas, para el extraordinario disco 19 días y 500 noches (1999).

Chavela Vargas representa el lado oscuro de aquel México lindo y querido que conocimos a través de Pedro Infante, Jorge Negrete, Cantinflas y María Félix. Y, al mismo tiempo, expresa lo que estas luminosas estrellas del cine y la música trataban de reflejar, pero sin disfuerzo ni sobre actuación: el dolor, la angustia, la transgresión y el riesgo de enfrentarse a los convencionalismos, con la frente en alto a pesar de los errores y, ya desde el punto de vista artístico, con la plena disposición de emocionar a su audiencia sin concesiones, declamando esas letras desgarradoras como si la vida se le fuera en ello. Esa intensidad, sufriente pero auténtica, es un acercamiento a aquella idea etérea de libertad, tan huidiza para personas comunes y corrientes. Como dice Sabina, otra vez, en esa canción homenaje que sellaría a fuego su amistad y admiración, contenida en su noveno álbum, Esta boca es mía, del año 1994: «Quién pudiera reír como llora Chavela…»

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Chavela Vargas, México, Música
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