protestas sociales

La memoria colectiva del país no puede albergar conmiseración alguna respecto de un sujeto de mala entraña, que entró al poder a saquearlo, sin importarle un comino la buena gestión pública y que, al final, zarandeado por las acusaciones fiscales de corrupción, intentó tomar el camino del autoritarismo golpista, felizmente de modo fallido. El Perú, gracias a sus fuerzas institucionales -incluidas las Fuerzas Armadas-, se libró de seguir el camino de Venezuela o Nicaragua, que era el que pretendía desvergonzadamente Pedro Castillo.

Corresponde hacer pedagogía política y mediática sobre la desventura castillista (los canales harían bien en repetir cuantas veces sea necesario el video del golpe del 7 de diciembre) y que ello sirva para que la población que aún sigue engañada respecto de su figura, se dé cabal cuenta del despropósito y el error de seguirle concediendo alguna virtud a un gobernante malhadado.

Posdata: esta columna, como corresponde, sale de vacaciones un par de semanas, hasta el mes de junio.

La del estribo: notable, superlativa, extraordinaria la puesta en escena de Maquinal, dirigida magistralmente por el cineasta Josué Méndez, con un elenco actoral de primer orden, encabezado por Jely Reátegui. Va en el Centro Cultural de la PUCP hasta el 10 de julio. Y recomiendo ir temprano, de paso que le dedican un tiempo a la también extraordinaria exposición Una mirada al legado de Venancio Shinki.

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corrupción, Dina Boluarte, memoria colectiva, Ministerio público, Pedro Castillo, protestas sociales

“A principios de febrero, el Ministerio del Interior no había abierto ninguna investigación sobre la conducta policial y ningún agente de policía había sido sancionado ni apartado del servicio”.

“El gobierno peruano debe garantizar investigaciones rápidas, independientes y exhaustivas de todos los abusos cometidos por la policía y las Fuerzas Armadas, así como de los actos de violencia, enjuiciando a los responsables según corresponda. Los fiscales deben investigar y presentar cargos, según proceda, no sólo contra los militares y policías que cometieron los abusos, sino también contra sus superiores y las autoridades gubernamentales que pueden haberlos ordenado, no haber tomado medidas efectivas para impedirlos o no haber respondido adecuadamente para impedir nuevos abusos y garantizar la rendición de cuentas”.

“Hay fuertes razones para creer que la presidenta Boluarte, el primer ministro Otárola y otros altos funcionarios no tomaron medidas efectivas para detener las muertes, a pesar de tener conocimiento de la responsabilidad de las fuerzas de seguridad en ellas”.

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Lo cual conlleva a que las fuerzas del orden traten de restaurar “la paz social” de manera desproporcionada, sin mayor control y violando los derechos de las personas que se movilizan. Por eso, el gobierno no condena el accionar de la policía nacional sino le agradece por su “inmenso sacrificio y profesionalismo” (Otárola) y resalta su actuación “inmaculada” como lo hizo la presidenta Boluarte. Afirmaciones que pueden ser interpretadas como un claro respaldo y anuencia hacia el desempeño de la policía y el Ejército.

La no condena de la represión policial y militar violatoria de derechos humanos y la deshumanización recurrente de quienes protestan hacen presumir que al gobierno de Boluarte y al Congreso poco o nada les importa la muerte de nuestros conciudadanos. Por el contrario, pareciera que la administración de la muerte es hoy una política de Estado, la cual es utilizada como un mecanismo más para intentar salvaguardar “el orden y el estado de derecho” y como un mecanismo de control y de silenciamiento de aquellos que exigen la renuncia de la presidenta y de la convocatoria a elecciones generales. Una “necropolítica” que debe ser cuestionada y condenada en defensa de la vida. Nada, absolutamente nada justifica la muerte de quienes ejercen su legítimo derecho a la protesta  y menos que sea legitima. 


*Fotografía perteneciente a terceros

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En un país como el nuestro, que ha sufrido la violencia senderista y sus secuelas, resulta absolutamente indispensable definir, con la mayor claridad posible, cuál es la naturaleza del enemigo comunista al que la ultraderecha se siente en el deber de combatir, “subidos en el caballo de la lucha y con la Constitución en la mano” como proclama el mencionado Almirante (r),  pues es imposible aceptar en democracia, los patéticos argumentos que vienen siendo esgrimidos, para calificar las protestas sociales, tanto las violentas como las que no lo son, como acciones terroristas, en las que, por tanto, es posible justificar las decenas de muertes civiles ocurridas, como “hechos lamentables”, pero inevitables en una confrontación armada. 

La violencia se encuentra, casi invariablemente, presente en los conflictos sociales que ocurren en el mundo, sea por la acción directa de grupos minoritarios, con agendas particulares, o como una reacción a la represión coercitiva ejercida por las fuerzas estatales del orden. Para lo primero, como bien han señalado Rosa María Palacios y César Hildebrandt entre otros, se deben aplicar las medidas establecidas en el Código Penal, y para lo segundo, tener muy presente, que, salvo situaciones muy precisas, la policía debe utilizar medios de intervención no letales, dirigidos preferentemente a producir una agresión a los sentidos y no a la integridad física de los manifestantes.

Las protestas sociales, no solamente deben ser permitidas y toleradas, en tanto que contrapoderes de la sociedad, sino valoradas como oportunidades de generar, mediante la negociación y el consenso, reformas de contenido social. Como ha sido dicho: “El primer derecho de un ciudadano bajo un sistema democrático, es el derecho a tener un Estado que garantice los derechos de la ciudadanía” (Leguizamón), como el derecho a la protesta, sin que por ello se le califique como terrorista comunista sin pruebas válidas, y se ejerza sobre ella o él, una violencia estatal injustificada, propia de gobiernos dictatoriales.


*Fotografía perteneciente a un tercero

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