Otros, bastante más diestros en el arte de la tauromaquia política, como Rosa María Palacios, admiten la necesidad de introducir “algunos cambios” -nunca por cierto en el Capítulo Económico- en la actual Carta del 93, para inmediatamente después, afirmar que ello es únicamente posible “a través de los mecanismos que la propia Constitución establece” en otras palabras, nada de Asambleas. Estos elitistas parecen, y solo parecen, olvidar como se procedió al cambio de Constitución en 1993, en contra de lo estipulado en el Artículo 306 de la Carta del 79, y de la advertencia de ilegalidad contra cualquier otro procedimiento en su Artículo 307. Conveniente memoria selectiva, como la que exhiben cuando insisten en el restablecimiento de una Cámara de Senadores, a pesar de que esta propuesta fue rechazada por una amplia mayoría de peruanos en el referéndum del 2018. La razón es simple, la famosa Cámara Alta, en un sistema bicameral, funciona como una institución “supramayoritaria” (Adam Przeworski) que aumenta sensiblemente la dificultad de realizar cualquier modificación del statu quo y que, unida a un Tribunal Constitucional en “buenas manos” conservadoras, lo hace prácticamente imposible.
Hacen legión los elitistas que alegan que es impensable cambiar una sola letra del Capítulo Económico de la Constitución del 93, pues el Perú, gracias a él, ha conocido la más grande bonanza económica de su historia. Bueno, incluso sin ese dichoso Capítulo, nuestro país ha conocido varios periodos de prosperidad ligados a actividades extractivistas, como la del guano, el salitre, el caucho y la harina de pescado, todas ellas “prosperidades falaces”, como diría Basadre, pues fueron mucho más eficaces creando ricos, que riqueza nacional, algo muy parecido a lo que sucede en nuestros días, para comprobarlo, basta mirar nuestros índices de pobreza multidimensional y las tasas de anemia infantil. La ilusión del “chorreo económico”, ese espejismo de progreso popular, que al estilo del pobre Lázaro espera las migajas que caen de la mesa del rico Epulón, ya convence a muy pocos, de ahí el increíble éxito del célebre e igualmente falaz “no más pobres en un país rico”, que llevó a Castillo a la Presidencia.
La ofensiva contra la Asamblea Constituyente aumentará en el corto plazo, echando mano de todo tipo de medias verdades, mentiras, cuando no de francos despropósitos. Vemos a un Primer Ministro, aprendiz de Goebbels, afirmar con total desparpajo, que el país está en contra de una Asamblea Constituyente, cuando la última encuesta del IEP muestra que el 69% de peruanos lo está, al abogado y periodista René Gastelumendi sugerir con una enorme dosis de cinismo e ignorancia interesada, que lo único que puede ofrecer una Asamblea Constituyente en nuestro país, es un papel impreso con un “idealismo tan o más imposible como el que ya está escrito.»
Por cierto, y contrariamente a lo que afirman algunos, no todos los que estamos a favor de una Asamblea Constituyente somos comunistas, castillistas, ni menos aún terroristas, sino simplemente ciudadanos preocupados por el futuro de nuestro país. A quien escribe estas líneas le tocó dirigir, en un importante hospital del MINSA, conjuntamente con otros entregados colegas, los esfuerzos médicos por salvar la vida a nuestros hermanos más necesitados, en los peores momentos de la pandemia, y fue entonces, entre la tristeza y la rabia de ver morir a tanta gente, que pude apreciar, en toda su indigna dimensión, la injusticia consustancial de nuestro sistema político y económico. ¿Qué a la Constitución del 93 no se le puede culpar de nada? Las Constituciones no proveen directamente los bienes y servicios que necesita la sociedad, pero moldean la forma de hacerlo, las Constituciones condicionan las agendas públicas prioritarias, sus metas y las vías para alcanzarlas. No es lo mismo un Estado social de bienestar que uno neoliberal, ni es verdad que el segundo sea la única garantía de desarrollo.
Hay temas urgentes que requieren nuestra atención y demandan una amplia discusión nacional en el marco de una Asamblea Constituyente, como por ejemplo nuestro vergonzante sistema político, atomizado, inestable y con rasgos autoritarios, quizás sea el momento de considerar un régimen de Estado Parlamentarista, en donde no existirían nunca más Jefes de Gobierno sin mayorías congresales que lo respalden, ni necesidad alguna de recurrir a nebulosas “incapacidades morales” para poner fin a gobiernos disfuncionales como el de Pedro Castillo. Con una descentralización absolutamente deficiente como la que tenemos, deberíamos evaluar seriamente la conveniencia de una organización territorial de tipo federal (como la propuesta reciente de Virgilio Acuña). Al veneno del racismo rampante que se vive en nuestro país, deberíamos administrar un antídoto constitucional, introduciendo el tema de nuestras poblaciones originarias, como un asunto abiertamente político, un camino de democracia inclusiva y de construcción del Estado peruano, de esta manera, ya no habría nada que temer del cuco Evo Morales, su RUNASUR, sus ponchos rojos y sus supuestos proyectos geopolíticos.
A pesar de las protestas y la opinión favorable de la gran mayoría de nuestros compatriotas, es casi imposible que se logre un referéndum para la convocatoria a una Asamblea Constituyente, al menos con este Gobierno y este Congreso, pero tarde o temprano habrá elecciones generales y quizás en ese momento, el electorado decida apoyar predominantemente a las opciones democráticas que defiendan tal planteamiento. Entre tanto debemos seguir argumentando a su favor, paciente y tercamente, pues tal como ha afirmado el constitucionalista Francisco Eguiguren, la Constitución del 93 “ya fue”, aunque esto le joda a don Augusto Álvarez Rodrich y a sus representados.
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Augusto Álvarez Rodrich