Opinión

Es realmente digno de un ejercicio psicoanalítico el que amerita el quehacer cotidiano de la derecha empresarial y sus acólitos de terruquear a la primera que se pueda cualquier atisbo de reclamo o protesta social. Desde jóvenes ejecutivos hablando de que la protesta de estos días solo es comparable a la violencia terrorista de los 80 hasta quienes han hecho referencia a que, curiosamente (¿?), coincidía el natalicio de Abimael Guzmán, insinuando de que detrás de las movilizaciones había motivaciones subversivas encubiertas.

Es curioso este tic terruquero. Se puede entender, claro está, el trauma colectivo que en la sociedad peruana ha dejado aún vivo los casi 20 años que sufrimos de violencia terrorista. Sus secuelas psicológicas se trasladarán, inclusive, a una o más generaciones.

Pero si queremos ser objetivos deberíamos decir que el sector social que más sufrió la insania demencial del senderismo, no fue el sector más pudiente del país si no, básicamente, los sectores populares y campesinos en particular. Y los hijos de esos pobres asesinados y violentados por el terrorismo seguramente eran muchos de los que hoy marchan en Ica terruqueados a mansalva.

Es evidente, respecto de la protesta agraria, que hay un problema suscitado por una ley de promoción extendida infinidad de veces y que aún desde un punto de vista liberal merece serias observaciones respecto de la necesidad de su vigencia (un sector como el agropexportador no tiene por qué recibir excepcionalidades distintas a las de otros sectores igual o menos rentables).

Es torpe negarse a entender la lógica de la protesta y por ende conducir el conflicto a tan solo represión policial, como dejaba entrever el candidato Fernando Cillóniz, al reclamar airadamente la presencia del Estado (no se refería, por cierto, a mesas de diálogo o interlocutores calificados, sino a tropa policial represiva que restableciera el orden público).

La derecha terruquera busca un baguazo y después pedirá que rueden cabezas (eso es también lo que busca ahora, desestabilizar al gobierno, aun a costa de muertos y heridos). Es de esperar, por cierto, que el régimen no sea tan tonto de caer en esta lógica alentada por empresarios reaccionarios y sus cavernas periodísticas habituales.

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Gobierno, Terrorismo

¿Puede alguien dudar que durante los primeros meses de la pandemia se produjeron hechos abominables de corrupción al interior de las Fuerzas Policiales? Las denuncias abundaron y con documentación suficiente. ¿Para alguien es un secreto que una de las instituciones más corruptas del país es la Policía? Años de denuncias sin fin lo demuestran y miles de experiencias cotidianas de ciudadanos de a pie lo certifican.

¿A la luz de los hechos conocidos queda alguna incertidumbre respecto del punible manejo de la represión policial durante las marchas de protesta contra la asunción de Manuel Merino como Presidente, que han dejado dos muertos, decenas de heridos, algunos de ellos de irremediable gravedad?

A pesar de todo ello, ha bastado una poda policial efectuada por el flamante ministro del Interior Rubén Vargas para que un sector del país se agite en defensa de la sacrosanta institución tutelar, como si no se tratara de un organismo que quizás requiera, inclusive, de podas mayores y más profundas.

En el colmo de la irresponsabilidad hay medios y analistas que deslizan y difunden los rumores de una paralización policial los próximos días, soñando con una orgía de caos, violencia y sangre que simplemente les sirva como munición para atacar al nuevo gobierno. Y no es casualidad de que la mayoría de estos azuzadores indirectos no sean si no viudas políticas del régimen deleznable de Merino.

Ha hecho bien el presidente Sagasti en respaldar a su ministro del Interior. Frente a lo hecho no debería haber marcha atrás. Por el contrario, se espera que la reforma policial siga su curso, que la salud de la República exige una institución tutelar limpia de corrupción y de intereses políticos.

Junto a los temas de agenda ya señalados por el Presidente respecto de su régimen de transición, como son el control de la pandemia, la reactivación económica y la garantía de elecciones limpias, tiene que sumarle el restablecimiento del orden interno, que un sector corrupto e ineficaz de la policía ha permitido crecer.

A pesar de todo, un importante sector de la Policía Nacional es honesta y mantiene vivo su compromiso cívico. En esa policía es que debe apoyarse la tarea señalada.

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Cuarentena, Pandemia, Policia

La decisión del expresidente Vizcarra de acudir a las listas de Somos Perú para candidatear al Congreso pinta de cuerpo entero a alguien que gracias a un extraordinario marketing político les hizo creer a muchos que era la encarnación de un líder republicano que iba a retomar las banderas fallidas de la transición y que para lograrlo era capaz de enfrentarse a las mafias políticas que lo acechaban desde el Congreso.

Lo cierto es que conforme transcurrían los meses se iba viendo el fustán creciente de un líder taimado, traicionero y de poca monta. Que, además, tiene en su haber serísimas denuncias de corrupción que a la postre le han costado la propia Presidencia que ejercía. Y que probablemente a futuro -de no mediar la inmunidad congresal- lo podrían llevar a la cárcel.

Carece de toda perspectiva política o ideológica esta postulación. El cuento de que Vizcarra lo hace porque está interesado en retomar sus ideas reformistas de la institucionalidad política es una quimera que pocos pueden creerle. Vizcarra busca la inmunidad relativa que le otorgaría ser congresista por cinco años, que si bien no le alcanza para no ser investigado por hechos precedentes a su elección congresal sí le permiten gollerías que le aseguran un mejor pasar.

Si Vizcarra hubiese tenido solera y dignidad, pues se soplaba a pie firme la investigación fiscal y al cabo de los años, si salía bien librado, tentaba suerte el 2026, cargado del inmenso activo de la altísima popularidad que ha obtenido, sumada a la limpieza moral que las pesquisas judiciales le fueran a otorgar.

Al final, Vizcarra postula por un partido que votó a favor de su vacancia, con autoridades seriamente comprometidas en corrupción (acaban de detener al segundo vicepresidente de la agrupación, en calidad de gobernador de Ancash), y el exmandatario se tiene que tragar todos esos sapos vergonzosamente.

Mal final para un aventurero político al que le tocó en suerte ocupar la Presidencia y que debido a la crisis alcanzó tan altos niveles de aprobación ciudadana que parecen haberle hecho creer que goza de una investidura francamente discordante con alguien que hace gala de enorme medianía.

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Martín Vizcarra

No le falta razón a  Vargas Llosa cuando dice que el resultado de la primera vuelta nos ha colocado frente a un abismo. En lo que se equivoca y se traiciona es en hacer un llamado para que nos arrojemos en él. Ante el vértigo de la nada que supone estar frente a un abismo, queda siempre la actitud estoica y responsable de mantenerse en pie, al borde del mismo, resistiendo la tentación de caer o arrogarse en él. Como hemos dicho aquí, ambas candidaturas resultan igualmente deleznables. Son los extremos que se tocan en su obcecación por un autoritarismo que apenas pueden disimular.

 

En el caso del fujimorismo es claro, pues no sólo reivindica la dictadura asesina y corrupta de la que nació, sino que propone, como una bofetada a la dignidad nacional, la liberación del delincuente que tienen como fundador. Ese sólo hecho ya implica un profundo desprecio por la democracia y sus valores pues significa enrostrarnos a todos que el pillaje, el latrocinio y el asesinato son tolerables en un Estado de derecho.

 

En ese mismo sentido apunta la propuesta de Pedro Castillo de un cambio de la Constitución. Estamos de acuerdo en que se hace imperativo que vayamos a un nuevo pacto social que nos lleve a un cambio de la actual Constitución –hija también de la dictadura fujimorista- pero no a cualquier precio. De ninguna manera, violentando la institucionalidad democrática y atentando contra la libertad.

 

Ya hemos escuchado a los rabiosos esbirros de Pedro Castillo anunciar con todas sus letras que ellos, en seis meses, disolverán el congreso recién electo para convocar a una Asamblea Constituyente. Es decir, han anunciado que harán un golpe de estado, en los mismos términos en que lo hizo Alberto Fujimori en 1992. Otra vez los extremos se tocan en su vilipendio por la democracia. Lo que buscan es tener un gobierno sin ningún contrapeso ni control fiscalizador para poder gobernar a su antojo con decretos-ley mientras se instala la nueva asamblea, tal como lo hizo Fujimori antes. Como ya dijimos, son las dos caras de la misma moneda.

 

Es cierto que vivimos un momento constituyente y que el país demanda un nuevo pacto social y que para lograrlo debemos ser creativos. Pero, éste no puede hacerse a condición de sacrificar nuestras libertades. Esa es la razón por la cual la izquierda progresista y democrática propuso una ley de referéndum primero para consultar si el pueblo estaba de acuerdo con una nueva constitución y recién, a partir de ahí, convocar a una asamblea constituyente cuya única misión sea redactar la nueva carta fundamental. En ningún momento se propuso disolver al primer poder del estado, en tanto constituye la soberanía encarnada de la voluntad popular. Es decir, nunca rehuyó a la fiscalización y el control político. Nunca más, debemos asistir o permitir prácticas antidemocráticas y poco civilizadas como la disolución de un congreso.

 

El abismo al que nos enfrenta el señor Castillo es uno del que tal vez ya no podamos salir, pues se puede convertir en la instauración del abuso, la prepotencia y el autoritarismo sin ningún control. Sin Congreso, ni Tribunal Constitucional (al que también ha dicho que quiere disolver) no queda manera de defender institucional, civilizada ni democráticamente nuestros derechos. Nos convertiríamos en una dictadura como las muchas que ya hemos tenido en nuestra historia y sería el fin del período democrático más largo en nuestra república. Ingresaríamos al bicentenario otra vez, en medio de la dictadura, el caos y la poca viabilidad de constituirnos en la sociedad que queremos ser.

 

Tal vez el señor Castillo no entienda qué significa una democracia. Su confusión mental lo hace una persona llena de contradicciones, como cuando, por ejemplo, dice en una entrevista del 12 de febrero de este año con el correcto periodista Diego Acuña, que no es marxista, mientras que el plan de gobierno que defiende señala textualmente “que decirse de izquierda cuando no nos reconocernos marxistas, leninistas o mariateguístas, es simplemente obrar en favor de la derecha con decoro de la más alta hipocresía”. Según su mismo partido, el señor Castillo sería un hipócrita que le hace el juego a la derecha al querer emularla con otro golpe de estado más. Tal vez, esa misma confusión sea la que lo lleve a querer liberar al pueblo con un golpe de estado que termine oprimiéndolo.

 

Es muy grave lo que se ha dicho, desde Perú Libre, sobre el modo cómo piensan cambiar la constitución. Esperamos que la izquierda democrática no ceda a las tentaciones autoritarias y ponga por delante la defensa de la democracia y la libertad. La sociedad civil debe prender todas sus alertas y mantenerse vigilante. Nuestros jóvenes hace poco ya fueron capaces de evitar un golpe de estado y todos deberemos estar listos para volver a salir a las calles y evitar otro, así esta vez venga disfrazado de pueblo.

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Elecciones, Mario Vargas Llosa, Pedro Castillo

La fama que precede a los libros escritos por presidentes −o, acaso políticos en general− no es buena. Publicados como prueba de descargo de una carrera política, salen a librerías como indigestos mamotretos que encubren mezquinos arreglos de cuentas con aliados y rivales o como sibilinos intentos de racionalización de caprichos y pasiones políticas. En otros casos, salen a la luz como apresurados panfletos publicitarios de campaña o para adornar una carrera política en ciernes.

Las más de las veces, se trata de trabajos de encargo negociados en la penumbra y anonimato con algún escritor menesteroso de pluma ligera y mercenaria.

Por supuesto también están los escritores o intelectuales que practicaron la política un tiempo y que luego reflexionaron a través de la escritura sobre sus errores, aciertos y la experiencia de la vida pública. Faustino Sarmiento, André Malraux, Vaclav Havel y más cercano a nosotros, Vargas Llosa son algunos ejemplos dignos de mención.

Originalmente concebido como un proyecto editorial de 300 páginas que debió ser concluido en dos años, en cambio, Una tierra prometida es un logrado ejercicio de reflexión, memoria y escritura. De hecho, las casi 800 páginas del libro cubren sólo los primeros cuatro años del gobierno de Barack Obama, hasta el año 2012.

La intención inicial de su autor era de hacer partícipe a sus lectores de lo que “es realmente ser” presidente de la nación más poderosa del planeta. Transmitir por lo menos parcialmente ese sentimiento de frustración e impotencia de ocupar el cargo de presidente y al mismo tiempo depender de un aparato político descomunal que parece tener vida propia. También de mostrar los entresijos de la política partidaria y airear como se definen y negocian las políticas que impactaron no sólo a los Estados Unidos por casi una década, sino en buena medida a la mayor parte del mundo. En suma, describir las habitaciones más recónditas de la Casa Blanca, presentar a sus habitantes e invitados, darle una voz al personal de servicio, en su mayoría asiáticos, hispanos y afroamericanos, que la mantiene viva.

Publicado como un libro de memorias, es también la continuación de un ejercicio autobiográfico iniciado ya en sus dos primeros libros “Sueños de mi padre”, 1994, y “La audacia de la esperanza” (2002): libros que hábilmente combinan elementos autobiográficos y reflexión política para desarrollar un vivido análisis de cómo en esa Norteamérica multirracial, crisol de culturas diversas, pudo darse el fenómeno de elegir un presidente afroamericano.

Empero, la originalidad de Una tierra prometida reside precisamente en que evita convertirse en un mero ejercicio de contrapunto ideológico entre valores democráticos y republicanos, o caer en la tentación de una apología retórica de la cultura afroamericana. En vez de ello, la narración se ofrece al lector como una cautivadora aventura. Barack Husein es un protagonista real, de carne y hueso, abrumado por el descubrimiento de su realidad mestiza de blanco y negro, hijo de una madre de Kansas, y un estudiante becario de Kenia, se lanza en una búsqueda farragosa de su propia identidad ayudado por los libros de Foucault, la poesía de Ralph Ellison, Langston Hughes, Ralph Waldo Emerson y en los conflictos morales de Dostoyevski. No falta el humor en su educación intelectual, hay lecturas que sólo realiza para impresionar a alguna chica, o para fútilmente intentar una relación íntima con una pareja de lesbianas. La escritura no trata de ordenar o mostrar una línea recta entre ese joven imberbe y el expresidente maduro que recuerda. Más bien muestra una ruta sinuosa, plagada de acantilados intelectuales. Se trata de un viaje de reflexión, en el cual el lector acompaña al héroe de esa fusión de culturas distintas y encontradas que es la realidad política y social de los Estados Unidos de Norteamérica.

Hay, en esa historia, un héroe que actúa, decide, consulta, interpela y al mismo tiempo intenta mantener una vida familiar con dos hijas pequeñas. Pero también hay otro que, agazapado detrás del primero, reflexiona, rememora y recuerda constantemente. Ese otro personaje es quien retrotrae el espectáculo caleidoscópico del pasado: quien recuerda el baremo moral de la abuela materna, la comprensión generosa de las debilidades humanas, legado materno. El acopio intelectual y emocional de la cultura afroamericana que resurge una y otra vez como una fuerza tectónica que a veces parece amenazar el proyecto personal de ciudadano americano sin distinción de raza o credo, que el propio Barack Obama trata de construir y vivir.

Una tierra prometida como título es un reclamo a una metáfora de la evolución misma de la cultura e historia de los ciudadanos afroamericanos. La tierra prometida es la alusión y el recuerdo de las generaciones pasadas de afroamericanos, el padre de Obama incluido, a los que no les fue permitido entrar. Se trata de ese pueblo de Moisés, de las canciones afroamericanas, que deambuló por décadas en el desierto: esas generaciones que vivieron y padecieron la segregación, la represión, la generación del Dr. Luther King, de Rosa Parks, de los miles de hombres y mujeres de color que vivieron como ciudadanos de segunda solo por el hecho de tener un color de piel distinto. Obama es consciente que él es percibido como una suerte del Josué bíblico que ha hecho caer las murallas de la diferencia racial. No hay orgullo o vanidad en esta toma de consciencia, más bien preocupación y desasosiego.

Obama sin embargo es consciente que la lucha empieza recién, y que en tanto que presidente, no puede, ─o, ¿no debe? ─ ser solo el presidente de los desposeídos afroamericanos o de color. Obama sabe que es también el presidente de la economía más importante del planeta, que su gobierno debe también gobernar con y para la comunidad de inversionistas y operadores de Wall Street. Que debe alinear los intereses del país con el de los accionistas de las grandes empresas constructoras de automóviles, con las transnacionales que reclaman excepciones fiscales y al mismo tiempo deslocalizan sus fábricas fuera del país dejando sin trabajo a miles de americanos. En fin, que debe lidiar con los generales del ejército más poderoso y mortífero del planeta.

La magia de la memoria

Por la lista de agradecimientos al final del libro se deduce que a un equipo de personas les fue encomendada la misión de cotejar cada uno de los hechos narrados con archivos y registros oficiales para comprobar su veracidad y exactitud. Sin embargo, a lo largo de las más de novecientas páginas de Una tierra prometida, el lector se ve envuelto en ese ambiente de inminente zozobra que impulsa y urde la trama de la historia.

La presidencia de Obama durante su primer periodo marcha sin tregua ni sosiego: su administración asume el poder en medio de la mayor crisis financiera de la historia del país, con el sistema financiero al borde del colapso, con millones de familias incapaces de pagar la hipoteca. Pero aún si el lector conoce o recuerda el desenlace de la mayoría de los acontecimientos narrados, al seguir el recuento con la voz que recuerda, quisiéramos que Obama pueda conseguir esa victoria que le fue negada en el Congreso o que no perdiera esa otra elección interna, que lograra que el Huracán Katrina cobre menos víctimas o que las víctimas no fueran en su mayoría los mismo pobres afroamericanos e inmigrantes o, que el desastre ecológico del Deep Horizon fuera menos catastrófico.

Quien hechiza al lector y lo vuelve incondicional de los esfuerzos heroicos del equipo de Obama es el narrador que recuerda, el que condimenta el pasado con las reflexiones del presente o de un pasado más remoto aún. Es en ese contraste de circunstancias que se crea una nueva realidad a medio camino entre la realidad y la literatura.

No sin intención, Una tierra prometida también arroja alguna luz sobre el fenómeno Trump. Como ciertos hermanos mitológicos, Donald Trump es la antítesis de Barack Obama: del padre africano pobre y ausente opuesto al padre europeo que legó su fortuna personal al hijo díscolo para que pudiera iniciar sus negocios, o si se compara el estilo del discurso intelectual, pausado y reflexivo del abogado de color frente a la salida ocurrente, vacua e insolente del blanco que desconoce la geografía o los más elementales modales de la diplomacia internacional. El celo y preocupación por mantener el orden democrático institucional y al mismo tiempo crear espacios de inclusión para las minorías desposeídas en contraposición con la obsesión por el protagonismo cínico e inútil de un presidente oligofrénico y sin escrúpulos que no duda en otorgar amnistía presidencial a sus compinches criminales.

Aunque no lo haga explicito en ninguna de sus páginas, el lector presiente al final del libro que el mayor fracaso del reformismo de Obama y del Partido Demócrata es haber despertado ese monstruo extremista que reposaba arrullado por el orden social dominante de una cultura caucásica anglosajona, en la cual la gente de color solo podía tener acceso a la Casa Blanca como sirvientes o visitantes de alguna escuela pública.

Al cerrar el libro, es inevitable pensar en la política de nuestro Perú, en la profunda transformación social y económica que hemos llevado a cabo en los últimos cincuenta años. Una tierra prometida, nos muestra que cada sociedad debe combatir sus propias quimeras. Y nuestros aspirantes a políticos, deben saber que en la política como en la literatura: los héroes más capaces son los que afrontan los monstruos más terribles.

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Barak Obama, Una tierra prometida

Frente a la ofensiva ideológica de la izquierda por cambiar la Constitución, es preciso que la derecha le entre al debate y zanje claramente con el propósito de tirarse abajo la estabilidad fiscal y monetaria que la Constitución del 93 ha permitido y que ha hecho posible que en el país se reduzca la pobreza y se reduzcan las desigualdades.

La mayoría de candidatos en la partida electoral es de derecha y, sin embargo, no hacen gala de los preceptos ideológicos que los define como tal. Y en este envite planteado por la izquierda sería terrible perder por walk over.

Claramente lo que el Perú necesita es profundizar el capitalismo existente, hacerlo competitivo, extirpar la infinidad de núcleos mercantilistas que en diversos sectores productivos exageran las ganancias y concentran la riqueza artificialmente, en base a leguleyadas, no en función de la libre competencia.

Esa es la tarea pendiente de la transición, dejada de lado últimamente con grosera inacción, lo que nos ha hecho perder grandemente en materia de productividad y competitividad.

La última vez que se produjo una campaña ideológica fue en 1990 y si bien su portavoz Mario Vargas Llosa perdió, impregnó de sus ideas la atmósfera ideológica reinante en adelante. Hoy debiera ocurrir lo mismo. Si todos los candidatos de derecha o centroderecha aprovechan la misma para hacer hincapié en la defensa del modelo económico liberal, le será más fácil a quien nos gobierne del 2021 en adelante llevar a cabo las múltiples reformas que hacen falta para construir una cabal economía de mercado en el Perú.

Si la izquierda y sus ideas económicas triunfan en la próxima elección, el Perú retrocederá décadas de crecimiento. Es menester por ello dar la batalla y no escamotear el debate planteado por la izquierda, que, aunque minoritario, empieza a prender en algunos sectores sociales, aun cuando en muchos casos (como ha revelado una última encuesta de Datum) se responde favorablemente por un cambio de Constitución, pero contrariamente a lo que pretende la izquierda, para hacerla más punitiva, más reaccionaria.

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Constitución del 93, Derecha, Izquierda

Hernando de Soto viene subiendo en las encuestas digamos que sostenidamente. Ha pasado, según la encuesta de Ipsos, de 2% de intención de voto en setiembre a 4% en noviembre; estadísticamente ha duplicado su caudal electoral.

Es junto a Julio Guzmán y Verónika Mendoza parte del pelotón que ha trepado en la última medición. Y en su caso en particular no se detecta vínculo alguno con la reciente movilización anti Merino y antivacancia. Por el contrario, el autor de El misterio del capital, se puso de costado frente al tema.

De Soto es claramente una opción de derecha, pero tiene la virtud de no dejarse encasillar. Se sale de la caja permanentemente. Y lo hace no solo convocando a gente tan dispar como Francisco Tudela y Jorge Paredes Terry, sino también haciendo planteamientos disruptivos o teniendo iniciativas audaces, como retar a un debate a Verónika Mendoza, aun antes de que saliese la encuesta que los mostrase a ambos como beneficiarios del favor popular.

Tiene buen olfato político y será por ello un candidato con visos protagónicos. Por alguna extraña razón, sin embargo, es fértil también en cometer dislates, como, por ejemplo, decir que Patria Roja era quien dominaba a Martín Vizcarra o como cuando, hace unas pocas horas, declaró rotundamente que él había visto una foto de Verónika Mendoza con senderistas (¿?).

Le hemos dado la bienvenida a De Soto a la contienda. Más allá de los brulotes mencionados, aporta ideas y planteamientos programáticos y su peso específico hace que ello irradie al resto de contendores, lo cual puede convertir ésta en una campaña atípica, con debates ideológicos y no solo un torneo de pullas y memes.

Desde ya la suya es una candidatura que asume un pacto electoral para ganar la contienda. Recoge personajes de diversas tendencias y trayectorias. Beberá, sin duda, de buena parte del fujimorismo desencantado, de un sector liberal y también, de sectores populares que normalmente se inclinaban por opciones de izquierda, inclusive radicales. Dependerá de él morigerar sus arrebatos mediáticos irreflexivos si quiere ser tomado en serio.

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Hernando De Soto, Julio Guzmán, Verónika Mendoza

Se ha ido Maradona, un futbolista superdotado, habilidoso y estratega (ambas virtudes suelen abundar, pero raras veces juntas), pero, sobre todo, un tipo al que las eventuales miserias de la vida que le tocó en suerte no manchan.

“Se esté de acuerdo o no con su estilo, nos caiga simpático o no, es rescatable de Maradona su personalidad individual. Se negó a los dictados de la FIFA cuando los consideró abusivos, siempre defendió sus derechos personales por encima, inclusive, de los ¨sacrosantos¨ templos de la opinión pública. No le importó pelearse con los periodistas -aquellos a los cuales los políticos perdonan todo- cuando sentía que lo querían someter a sus intereses. Sabía que se exponía al descrédito, pero no le interesó. Maradona no quería ser nuestro ni de nadie. Él quiere discrepar, no desea ser prisionero de la imagen que todos queremos adosarle, se niega a aceptar el corsé de la fama. Reacciona y muchas veces reacciona mal, pero es explicable. Él quiere ser dueño de sus actos y también, por supuesto, de sus desatinos (…) Es ese Maradona el que vale más”.

Esto lo escribí el 16 de julio de 1994 en la página de Opinión del diario Expreso, pocos días después de que Maradona fuera sancionado por la FIFA por haber arrojado positivo en el examen antidoping en pleno Mundial de Estados Unidos.

Lo reafirmo ahora, 26 años después. A mí el Maradona futbolista me pareció un genio y aseguró mi devoción, pero también y quizás más el Maradona persona, que debió lidiar con las profundas heridas y cicatrices que dejan la extrema carencia en cualquier ser humano y que de pronto es transportado a la riqueza y a la fama agobiante, y que a pesar de ello fue capaz de formarse criterio propio y sensibilidad política, sin que importe un rábano si sus ideas puntuales eran las acertadas o no.

Lo especial era ver a un futbolista capaz de manifestarse cuando muchos otros callaban y callan frente a las monstruosidades de este mundo (la pobreza extrema, la violencia, la marginación, etc.) y que vivió su propio infierno, del que no pudo librarse nunca a pesar de sus reiterados esfuerzos por lograrlo. A ese Maradona completo, mi homenaje hoy que ha decidido partir.

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Diego Maradona, Fútbol

Lo importante de la decisión anunciada por el presidente Sagasti de remover a los altos mandos policiales no radica tan solo en el anuncio en sí mismo, que de por sí es algo bienvenido luego de los atropellos institucionales cometidos durante las protestas por la asunción al mando de Manuel Merino.

Lo relevante, en términos políticos, es que resulta la primera señal de que Sagasti ha entendido que no le basta con asumir una actitud pasiva, centrada tan solo en los objetivos macro de combatir la pandemia, reactivar la economía o asegurar un proceso electoral limpio. Se trata de gobernar y de mandar, en una situación políticamente compleja, con una mayoría adversa en el Congreso y con una calle movilizada que no le va a perdonar la inacción.

No fue el caso de Valentín Paniagua, que llegó bajo similares circunstancias, pero sucedía a un régimen putrefacto, puesto en mayor evidencia por la aparición de los vladivideos y frente a lo cual lo único que se quería era una gestión honesta (a pesar de ello, Paniagua también acometió algunas decisiones ejecutivas).

Paniagua gozó de una luna de miel ciudadana que le permitió sobrellevar un momento terrible de la democracia con una solvencia ética indiscutible. No se le podía exigir más que la reconstrucción moral del país, en sus términos más básicos.

No es el caso de Sagasti. El actual gobernante necesita, por añadidura, mantener niveles de aprobación altos, que van a ser su único activo capaz de refrenar a la coalición vacadora, que hoy solo esta atontada por el mazazo popular recibido, pero que apenas se recomponga volverá a las andadas.

Los intereses mafiosos de un grupo de universidades, coligados a empresas corruptas del Club de la Construcción y lamentablemente a algunos conglomerados mediáticos capaces de sumarse a la desestabilización porque disminuye la publicidad estatal, están allí presentes y apenas sientan que pueden volver a tentar suerte lo harán sin tapujos, sin que les importe nada.

Sagasti está advertido. Lo peor que nos podría pasar como país es que las buenas maneras del Presidente sean síntoma de candidez política.

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Francisco Sagasti
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