Opinión

George Forsyth mantiene su nivel de intención de voto en las últimas encuestas. Según Ipsos, en noviembre tenía 16%, en diciembre 18% y la última de enero 17%. Sorprende que no caiga, la verdad.

Porque en su caso no estamos frente a un líder carismático, arrasador, elocuente o particularmente brillante en términos ideológicos. Tampoco ante una ex autoridad que haya hecho una gestión superlativa en la alcaldía de La Victoria, aunque eso tampoco asegura buen resultado presidencial (véase los casos de Andrade o del propio Castañeda, quien luego de su exitosa primera gestión edil no tuvo fortuna en las ligas mayores).

Algunos datos a tener en cuenta: su mayor intención de voto es limeña y urbana; además, tiene un muy buen resultado en el norte (18%), una región tradicionalmente fujimorista y acuñista (Keiko tiene 10% y Acuña 8% en esa región del país).

Hay claramente un ánimo antipolítico en el grueso de la población que lo respalda, gente que está harta, realmente hastiada, de los “nuevos” políticos tradicionales (particularmente quienes han estado en el Congreso los últimos cinco años).

En esa línea, es más probable que una mayor proporción de los que hoy aún no deciden su voto (14% blanco y viciado y 11% no precisa), se termine inclinando por una opción antipolítica como la que Forsyth representa, antes que por una identificada como parte del statu quo.

No hay nadie en el proscenio que parezca querer o poder disputarle ese perfil. Ni Keiko Fujimori, ni César Acuña (a pesar de su filón disruptivo), ni Daniel Urresti (su vinculación a Luna Gálvez es un lastre difícil de sobrellevar) y mucho menos Verónika Mendoza, para solo mencionar a los punteros. El único del tabladillo que quizás podría cosechar de ese espíritu cívico sería Hernando de Soto, pero lamentablemente está haciendo de su carrera electoral una llena de obstáculos y gazapos. Tal vez también Yonhy Lescano, una suerte de outsider sistémico, por su origen provinciano y su discurso anti establishment de siempre.

Lo primero que deberían hacer los adversarios de Forsyth, si quieren derrotarlo, es no subestimarlo. O no subestimar, mejor dicho, el trasfondo de su respaldo. Hay, alrededor de ello, toda una estrategia detrás de su candidatura. Por lo visto, contra todos los pronósticos -incluidos los de quien escribe-, si no comete un error mayúsculo o no asoma alguien que le dispute el mismo nicho, será protagonista principal de esta elección.

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Forsyth

Al promover la ivermectina como cura para el Covid-19 sin evidencia científica, nuestras autoridades han socavado su propia credibilidad para promover la seguridad de las vacunas contra dicha enfermedad.

La reciente encuesta nacional de Ipsos muestra que el 48% de los entrevistados no se vacunaría cuando las vacunas contra el Covid-19 se ofrezcan masivamente en el Perú. También muestra que el 13% de estos cree que las vacunas no son necesarias, pues la ivermectina puede curar esta enfermedad. Hay mucha evidencia científica a favor de la seguridad y eficacia de las vacunas, y muy poca e insuficiente que muestre la efectividad de la ivermectina. ¿Cuál ha sido la postura del gobierno peruano respecto a esto último?

Pese a la falta de evidencia, hasta octubre del 2020 nuestro gobierno incluía a la ivermectina oficialmente en sus protocolos para tratar el Covid-19. Uno podría pensar que nuestras autoridades habrían apostado por ella porque no había nada que perder y sí mucho que ganar: no se sabe si es efectiva, pero al menos es inocua y económica. Pero este no ha sido el mensaje que transpiró. Por el contrario, hace unas semanas el expresidente Martín Vizcarra dijo que, si bien no hay evidencia científica, de alguna manera él sabía que la ivermectina funcionaba. Asimismo, el Colegio Médico del Perú (CMP) ha difundido mensajes ambiguos, enfatizando, por ejemplo, que el Dr. Ciro Maguiña tomó ivermectina antes de curarse de Covid-19, para luego afirmar que no existe evidencia científica sobre la eficacia de este medicamento. Al leer esto, el ciudadano de a pie obviamente se pregunta: ¿Cómo sabe Vizcarra que la ivermectina funciona? ¿Posee Vizcarra evidencia “no científica”, que sería en este contexto tan aceptable como la evidencia científica? ¿Y qué es lo que sabe el Dr. Maguiña que no sabe el “establishment” científico mundial? Tal vez pueda argumentarse que la apuesta por la ivermectina sería defendible en un contexto de emergencia, sobre todo durante los meses iniciales de la pandemia, pero el abierto desdén por la evidencia mostrado por el gobierno y el CMP podría traer terribles consecuencias sociales. A pesar del cambio de política por parte del Ministerio de Salud respecto del uso de la ivermectina, el daño ya está hecho.

¿Pero cuál sería este daño? ¿No es, al fin y al cabo, una medicina inocua? En primer lugar, se tiene que estudiar más si es realmente inocua en situaciones de Covid-19. Pero más importante, las afirmaciones y medidas han creado una bomba de tiempo, pues han socavado la credibilidad de las instituciones médicas. Al promover la ivermectina sin evidencia, el gobierno (y el CMP y todos los que apoyan esto) han cuestionando abiertamente las recomendaciones de organismos de reputación internacional tales como el Centro Estadounidense de Control y Prevención de Enfermedades, y la Organización Mundial de la Salud. Son justamente estos organismos los que defienden la seguridad de las vacunas. ¿Qué va a suceder entonces cuando lleguen las vacunas al Perú? ¿Cómo va a justificar el gobierno que las vacunas son seguras? ¿Dirá que la seguridad se ha comprobado científicamente? El gobierno se ha cerrado esa puerta a sí mismo, pues ¿cómo le van a explicar a la población que, cuando se trata de ivermectina no se necesita evidencia científica, pero cuando se trata de vacunas sí se debe confiar en las autoridades médicas? Al haber implementado la ivermectina como política pública usando mensajes ambiguos, el gobierno ha asumido el rol de tribunal supra científico, politizando de esta manera un debate que debió quedarse en el plano científico.

¿Qué se puede hacer? Hay que promover la confianza en la ciencia. Espíritu crítico sí, pero la crítica tiene que ser razonable y no basarse en mera especulación. Lo primero entonces es coordinar un mensaje claro y honesto sobre la ivermectina y otros posibles tratamientos contra el Covid-19. Lo segundo es difundir información sobre los estudios científicos que se vienen realizando. Lo tercero es aprovechar esta oportunidad para educar a la población sobre los detalles que están detrás de la construcción del conocimiento científico. Nuestras autoridades tienen que confiar en que los peruanos podemos comprender situaciones complejas. Pero sobre todo tienen que dejar de generar confusión, y enfocarse en brindar claridad en estos tiempos de incertidumbre.

Manuel Barrantes es profesor de filosofía en California State University Sacramento. Su área de especialización es la filosofía de la ciencia, y sus áreas de competencia incluyen la ética de la tecnología y la filosofía de las matemáticas. Obtuvo su doctorado y maestría en filosofía en la Universidad de Virginia, y su bachillerato y licenciatura en la PUCP.

Aún si la segunda ola arreciase mucho más fuerte de lo que ya nos está golpeando es perfectamente factible realizar el proceso electoral en las fechas pactadas (11 de abril primera vuelta y 6 de junio segunda vuelta).

Ha habido países que no solo las han realizado en plena primera ola sino que en otros tiempos, algunas naciones en guerra también las han llevado a cabo sin mayores contratiempos.

Es importante para la salud política del país que se respeten los cronogramas y lleguemos al 28 de julio con una nueva administración en Palacio, con un horizonte de cinco años por delante y con un mejor panorama, además, en términos sanitarios. Debemos suponer que para fines de julio ya habrá un importante número de peruanos vacunados y la pandemia habrá empezado su descenso irreversible, como está ocurriendo en países que han alcanzado cuotas de vacunación significativas (es el caso de Israel).

Si se planifica bien -y al parecer la ONPE tiene varias alternativas estratégicas diseñadas-, acudir a un centro de votación no tendría por qué suponer mayores riesgos. Se ha multiplicado el número de centros de votación y, por ende, las aglomeraciones difícilmente ocurrirán. Además, se están sugiriendo horarios graduales para la asistencia y en lo que concierne a los miembros de mesa, supuestamente van a ser vacunados (lo que sí, tendría que haber una multa considerable para aquellos miembros de mesa que habiendo sido vacunados, luego se ausenten de sus obligaciones).

Y, por supuesto, si no cabe encontrar argumentos para postergar las elecciones, mucho menos los debe haber para postergar el mandato de Sagasti. Si a algún peregrino asesor palaciego se le ocurriera semejante idea y logra convencer al Primer Mandatario del despropósito, pues corresponderá al Congreso vacarlo de inmediato.

Necesitamos salir de la crisis política este 28 de julio. Dadas las circunstancias, es una respuesta institucional que honraría las celebraciones alicaídas que vamos a tener por el bicentenario (sería bueno, dicho sea de paso, anunciar que por la situación mundial de pandemia, al menos en lo concerniente a las celebraciones y actos masivos, las mismas se postergan para el 2024, fecha coincidente con los doscientos años de la batalla de Ayacucho, en términos históricos más relevante que la proclama de San Martín).

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Elecciones 2021

La crítica académica ─no siempre sin razón─ desconfía de la buena fortuna de las obras literarias: Mil Novecientos ochenta y cuatro, según los especialistas, no parece ser la excepción. Prototipo del “best seller”, el libro no ha cesado de publicarse en más de 60 idiomas hasta alcanzar 30 millones de ejemplares vendidos. En 1984 ─35 años después de su primera edición─, durante varios meses ocupó el número uno en ventas, y en enero de 2017 ─como efecto de las declaraciones de la directora de prensa de la Casa Blanca al justificar los flagrantes embustes del presidente Trump, calificándolas de “hechos alternativos” ─ en pocos días las librerías en Estados Unidos agotaron 75,000 ejemplares.

Hace pocas semanas, los derechos intelectuales de la obra de Orwell pasaron a ser dominio publico lo que ha generado una serie de proyectos editoriales, y en España a dado lugar a una edición de 1984 en estilo manga destinada a una nueva generación de jóvenes lectores. Se espera que en los próximos meses aparezca una edición crítica de sus otras novelas, cartas y ensayos y sobre todo una edición definitiva de su célebre novela ─considerada entre las 100 mejores de todos los tiempos─.

La paradoja señalada por la crítica es que no es necesario conocer los ensayos de George Orwell o haber leído su novela para estar familiarizado con los conceptos del omnipresente e hiper vigilante Gran Hermano ─irónicamente, convertido hace algunos años en un programa de telerrealidad en la que sus participantes se someten voluntariamente a vivir e intrigar ante las ojos avizores de millones de tele espectadores ─, de la infame habitación 101 ─alusión indelicada a cualquier habitación dedicada la tortura─, y de la ubicuas policía del Pensamiento y de la neolengua, adaptación del idioma inglés en la que se reduce y se transforma el léxico con fines represivos, basándose en el principio de que lo que no forma parte de la lengua, no puede ser pensado.

Quizá ese desconocimiento ─o, incomprensión en palabras de sus especialistas─ fue causado por la timidez y circunspección británica propia del autor. Nacido en 1903, en la periferia India del Imperio Británico, Eric Arthur Blair ─su verdadero nombre─, quiso que el título de su obra más conocida fuera impreso en letras, tal cual apareció en la primera edición inglesa de junio de 1949, siete meses antes de su muerte. La novela que Orwell ─ gravemente aquejado de tuberculosis─ tardaría poco más de un año en escribir llevaba como título inicial El último hombre de Europa y una de sus fuentes iniciales de inspiración fue la noticia de la primera de tres reuniones estratégicas entre Churchill, Roosevelt y Stalin que tuvo lugar en Teherán, en 1943. Es probable que de ahí derive la visión satírica de la novela de un mundo dividido en regiones con imprecisos rasgos geopolíticos y escaza identidad cultural, pero en conflagración permanente.

Aún si George Orwell era un escritor largamente reconocido y un ensayista respetado en el ámbito literario de habla inglesa, el éxito editorial ─sobre todo a nivel internacional─ de esa historia que describe un mundo gris, opresivo y gobernado por un gobierno autoritario de origen socialista tiene mucho que ver, por un lado, con el clima de tensión entre los países del bloque soviético y Estados Unidos y sus aliados ─que rápidamente se instaló al final de la guerra y que más tarde se conocerá como la Guerra Fría─, pero por otro lado se puede considerar como una suerte de trasformación catártica y una reflexión metafórica de los abyectos crímenes cometidos por el régimen Nazi en Europa contra las minorías étnicas y la población civil de los países ocupados en general y que comenzaron a ser conocidas y difundidas en el dominio público.

A diferencia de El Proceso de Kafka, novela que también evoca una realidad distópica, el texto de Orwell proyecta una dimensión social y una reflexión política e ideológica que va más allá del mero conflicto o sufrimiento del individuo. Hay en el texto de Orwell un “nosotros” que nos involucra como lectores, sobre todo en la famosa frase “estamos muertos”, o en las sesiones de histeria colectiva cotidianas conocidas en la novela como “los minutos de la violencia”. Winston Smith, el personaje principal ─curiosamente de edad similar a la del autor─, sobrelleva una existencia insignificante y monótona: una pieza más de la maquinaria del estado que lo oprime, su trabajo consiste en modificar, adulterar, falsificar, deformar las noticias pasadas, libros ─en realidad, todo material escrito que haga referencia al pasado histórico.

En una suerte de mito de Sísifo moderno, su tarea es tanto inútil como perpetua: Winston debe revisitar constantemente noticias que ya cambió en el pasado para adaptarlas a alguna nueva versión del presente, para evitar contradicción o conflicto con los hechos de “ese pasado”. Su actividad no está exenta de consecuencias materiales en la vida de otros, Winston lo descubre cuando debe alterar noticias del pasado relativo a un grupo de personas con el fin de desacreditarlos políticamente, y los cuales terminan siendo “vaporizados” o desaparecidos. Sin ninguna traza material de haber existido jamás.

Sus biógrafos mencionan la experiencia en carne propia de la persecución política sufrida por Orwell durante el corto periodo de su participación en la Guerra Civil española. Injustamente calumniado por una facción estalinista y declarado traidor a la causa revolucionaria, Orwell durante varias semanas tuvo que vivir a salto de mata y atravesar la frontera española con documentos falsos para poder retornar a la seguridad de Inglaterra. En 1984 el lector se ve envuelto por ese profundo sentimiento de impotencia e indefensión, en el que los personajes ─Winston Smith y Julia─ están condenados a vivir.

Pero hay otras dos experiencias que probablemente marcaron al futuro Orwell, su niñez la vivió en total ausencia ─quizás normal en esa época─ de su padre, a quién no vería sino hasta los 10 años, su proceso de alienación de toda vida familiar se completó por la decisión familiar de enviarlo a un internado regentado por religiosas y que lo acogió casi de caridad. En ensayos y escritos que rememoran esa época se puede percibir el sufrimiento emocional, humillación social y miseria material que caracterizaron aquellos años fundamentales de su existencia. En la novela, la relación entre padres e hijos aparece viciada por el miedo a la delación que los niños desde temprana edad practican regularmente contra sus padres, y por el desprecio con que los padres se refieren a sus hijos. En un dialogo con Julia, Winston recuerda que en un momento de hambre extremo le había arrebatado la ración de chocolate que le correspondía a su hermana, seguramente condenándola a muerte por inanición. Víctima de una esterilidad simbólica─mientras que Orwell realmente fue diagnosticado estéril─, Winston parece estar incapacitado físicamente para procrear, así los hijos de sus vecinos aparecen como seres violentos y monstruosos, imbuidos de una personalidad zafia y salvaje que le causa a la vez terror y repulsión.

La familia Blair no podía costear una educación universitaria para Eric, así la carrera de funcionario colonial ─al igual que su padre─ parece lo más accesible. A los 19 años, Orwell postula e ingresa al cuerpo de la Policía Imperial y es destacado a la provincia de Burma ─el actual Myanmar─,esos casi 6 años serán decisivos para el futuro escritor, además de encontrarse con tiempo libre para leer, Orwell se ve confrontando a la parafernalia burocrática imperial diseñada exclusivamente para controlar y dominar a los súbditos y sirvientes de la corona británica. Orwell ─según sus biógrafos─ llega a asumir la responsabilidad por el control policial, el orden y seguridad de más de 200,000 personas. George Orwell tuvo que confrontarse a ese sentimiento de injusticia y arbitrariedad que exhala la maquinaria del poder colonial que tras un lenguaje legal de ordenanzas y reglamentos lo que hacía era imponer un sistema colonial de explotación basado en la esclavitud.

El amor en los tiempos del Gran Hermano

Los lectores que conocen de oídas a 1984 se sorprenden al descubrir que una buena parte de la novela está dedicada a narrar la historia de amor improbable entre Winston y Julia. Es verdad que se trata de una historia trágica, destinada al fracaso. El sentimiento declarado de Julia por Winston es “amor”, ─“lo amo”, le escribe en el primer mensaje─, Winston se entrega a ese amor a pesar de los temores de traición y delación que implica ese encuentro fortuito con una mujer desconocida. Su primer encuentro en un claro de un bosque abandonado alude a una tradición amorosa de la literatura clásica, en que los héroes se encuentran en lugares amenos para entregarse al sentimiento y practicas amorosos. Sin embargo, en los sucesivos encuentros se reducen a la habitación “secreta” en la que al final son capturados.

En la novela, El amor, al igual que el alcohol, se transforma rápidamente en una droga que adormece los sentimientos. Winston Smith no aspira a la pureza de Julia, quiere y demanda un puro instinto animal, se siente satisfecho de saber que Julia ha tenido muchos amantes antes que él. A pesar de jurarse promesas de amor imposibles, saben que su relación no tiene futuro. El sexo cada vez más breve entre ellos se ve remplazado por una especie de letargo individual que no los une. Saberse juntos es simplemente esperar a la llegada inevitable del momento en que la policía los descubra y los destruya para siempre.

Así analizada la novela, 1984 puede aparecer como una especie de ejercicio intelectual esquemático y teórico: nada más lejos de la experiencia de lectura. En realidad, el narrador logra capturar al lector y lo conduce en esa maraña de sentimientos, experiencias olfativas, y una apertura sin tapujos hacia la más recóndita interioridad de la naturaleza de Winston.

En esa fascinante aventura el lector se descubre avizor y desvergonzado convirtiéndose en una suerte de Gran Hermano que observa ese maravilloso drama que se desarrolla ante nuestros ojos. Como una especie de teatro que nos educa y advierte en lo que se puede convertir la naturaleza humana.

1984, George Orwell, Debolsillo (Punto De Lectura), Barcelona, 2020, 224 paginas

Ginebra, 23 de enero de 2021

Al encuentro de lo que se podría esperar en una época como la nuestra ─de extrema digitalización y contenidos minimalistas─, los autores y libros de Historia gozan de una paradójica y muchas veces sorprendente acogida. Uno de los ejemplos más sonados probablemente sea el del profesor Yuval Noah Harari y su Sapiens, Una breve Historia de la Humanidad (2014): un super ventas de alcance planetario, que ─gracias a su incombustible popularidad editorial, traducido a 45 idiomas─ hace unos meses ha sido relanzada en formato cómic. Con una prosa diáfana y un estilo desenfadado, y en algo menos de 500 páginas, el ensayo de Noah Harari deslumbra a sus lectores con un recorrido que va del Big bang hasta los últimos avances informáticos, pasando por la evolución del cerebro humano, a las civilizaciones de todos los continentes. La tesis del profesor Noah ─para los obsesionados de la literatura─ aparece tanto más fascinante cuanto escueta: nuestra capacidad humana de inventar, articular y creer en historias ─de los mitos fundacionales a las grandes religiones, pasando por el discurso de las teorías científicas; de la declaración de derechos del hombre y el ciudadano durante la Revolución Francesa a la promesa de pago impresa en el papel moneda a los planes de negocio de las empresas de Wall Street─, esa suerte de fantasía colectiva es lo que ha permitido a la raza humana sobrevivir y triunfar materialmente en un mundo hostil como el nuestro, y llegar a ocupar el primer lugar en la evolución de las especies.

Otros dos autores ─ambos de habla inglesa─ no sólo fueron, en su momento, super ventas mundiales, pero además sus libros fueron adaptados y convertidos en libretos de suntuosos documentales, narrados y protagonizados por ellos mismos. Se trata del profesor norteamericano Jared Diamond, quien obtuvo el premio Pulitzer en 1998 por su libro Armas, gérmenes y acero (1997) y del ensayista británico Niall Ferguson y su profético Elascenso del dinero, libro publicado unos meses antes de la crisis financiera mundial de 2008 y que anunciaba el riesgo de la burbuja inmobiliaria que pondría de rodillas al sistema bancario mundial. En el documental, lujosamente producido por la BBC, Niall Ferguson ─con el mismo talante y acento escoces de su compatriota Sean Connery, en James Bond─, visita históricas casas de moneda en París, Londres y Venecia, recorre las calles de Potosí y Cajamarca, se entrevista con operadores de la bolsa de Wall Street, en Nueva York, recorre en barco el Mississippi, y camina por las calles de alguna chabola africana mientras narra la historia de como el dinero y su evolución ha determinado la miseria o riqueza de las sociedades.

Esas obras no solo comparten éxito editorial y comercial o, la notoriedad académica y mediática de sus autores ─además de ser cotizados conferencistas internacionales, vi en un auditorio londinense, decenas de sus lectoras hacer cola para obtener autógrafos del apuesto profesor Ferguson. Se trata de textos, en los que sus autores, partiendo de un aspecto de la humanidad más o menos desapercibido ─sea el dinero, la geografía o, la psicología y evolución anatómica─, se lanzan con intrepidez y destreza a un ejercicio de relectura de la Historia de la humanidad para revelar al lector una dimensión inusitada o desconocida de nuestro propia identidad, de nuestra relación con el dinero y la tecnología, o nuestros gustos alimenticios, y que al final nos otorga nuevas herramientas de comprensión y entendimiento para relacionarnos con otros seres humano. Sin ser creaciones literarias, son libros que se leen con el mismo entusiasmo y arrobamiento que una buena novela o una de esas series que podemos engullir en un fin de semana. El libro del profesor Jared Diamond nos conduce en un viaje apasionante que va de las colinas de Nueva Guinea a las llanuras del medio oriente, pasando por las dehesas castellanas, para demostrar como la conjunción de ciertos elementos clave de la geografía y del medio ambiente, así como el contacto milenario con ciertas especies animales posibilitó a los europeos la conquista del mundo, mientras que los pobladores de otros continentes ─en una especie de azar geológico─ se vieron excluidos por la naturaleza.

Como es de imaginar, a estos escribidores no les falta su cohorte de detractores. En el peor de los casos, se les acusa de ligereza profesional, de falta de precisión académica y de prestarse a la corrupción del entretenimiento informativo. Sus críticos más indulgentes, reducen sus obras a una suerte de pátina seudo intelectual que permite a políticos y hombres de negocio ─de dudosa cultura─ participar en inanes conversaciones de sobremesa.

Hay algo de arrogancia ─y, es licito sospechar, mucho de envidia─ en esos juicios lapidarios. Hay entre los historiadores una larga y distinguida tradición de escribidores polémicos, entre los cuales se puede nombrar a los favoritos y siempre citados por Borges: Edward Gibbon ─Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano─ y Theodor Momsen ─Historia de Roma─, sendos historiadores y polígrafos sin par, en sus respectivas épocas. Siendo Momsen el único historiador de profesión que ha recibido el premio Nobel de Literatura. A ambos se les reprochó en su tiempo falta de disciplina, ligereza en el estilo. Sin embargo, siglos después, sus obras son aún referencia precisamente por lo que en su tiempo se consideró como defecto.

La Humanidad y el Mosquito

Continuando en este contexto, Mosquito invita al lector a revisitar el pasado de la humanidad y constatar ─a través de documentadas observaciones multi disciplinarias─, cómo una sola enfermedad, la malaria, transmitida a los humanos por el protagonista de nuestra historia ─y desde los albores de la civilización y aún en los orígenes mismos de la evolución de la humanidad─, desencadenó ─una y otra vez─ desenlaces críticos en la historia.

El autor, Timothy Winegard ─doctor en historia por la Universidad de Oxford y profesor de historia y ciencias políticas en la Universidad de Colorado Mesa (Estados Unidos) ─, cuenta como a raíz de una conversación con su padre, médico urgentista, surgió el tema de su libro. Más allá de su carácter risueño ─el padre le aconsejó lacónicamente una sola palabra─, la anécdota es significativa porque explica el principio y lógica que anima el libro: “enfermedad”.

A lo largo de una veintena de capítulos y apoyándose en una copiosa bibliografía y aparato de notas (casi cien páginas de las más de 600 del libro), Winegard desarrolla la tesis de que el binomio Malaria-Mosquito ha sido un catalizador secreto que ha movilizado o frenado a la humanidad en momentos claves de la historia.

Enfermedad infecciosa inseparable del fenómeno mismo de la civilización humana, la malaria fue transmitida de animales a humanos hace miles de años. Este contagio tuvo lugar en el momento en que el hombre dejó de ser nómada y recolector, para convertirse en sedentario e iniciar el desarrollo de la agricultura. El cultivo de la tierra a su vez facilitó un paulatino proceso de domesticación de ciertas especies de aves y otros animales mamíferos: los patos en China, los cerdos en Europa central, las ovejas en el medio oriente. La sedentarización de la humanidad y la consecuente generación de los primeros centros urbanos de cierta densidad demográfica, provocaron el incremento de la crianza de animales domésticos.

Precisamente, la aparición de animales domésticos, aunado a la modificación de los cauces acuáticos para irrigar y mejorar la productividad de las tierras cultivables propició la propagación de mosquitos, que aprovechaban las aguas de regadío como medio natural de reproducción. Haciendo la transmisión entre especies ─o, zoonosis─ un accidente inevitable: era una cuestión de tiempo.

La malaria era una enfermedad endémica propia de los animales y sería más que milenaria. En efecto, Winegard nos recuerda que los mosquitos se cebaban en la sangre de los dinosaurios, millones de años antes de la aparición de los humanos. Tal como Steven Spielberg lo recrea en su película Parque Jurásico. Weinberg, continúa, probablemente fue la malaria la que contribuyó a la extinción de los animales prehistórico de mayor tamaño mucho antes de que cayera el asteroide que los exterminó.

Desde ese remoto entonces y a medida que se desarrollaba y expandía la humanidad en diferentes focos de civilización, de los fértiles valles de la cultura Mesopotámica, situados entre el Éufrates y el Tigris, al delta del Nilo, cuna de la civilización egipcia, en Atenas y Esparta, la malaria y el mosquito desempeñaron un rol crucial en el equilibrio geopolítico de esas civilizaciones. Asumiendo unas veces el papel de enemigo o de aliado, en algunos casos. Así, a lo largo de la historia, los estrategas griegos y los generales espartanos aprendieron a compartir el poder con los temibles enjambres de mosquitos que habitaban las marismas y las zonas pantanosas del mundo mediterráneo.

Lo mismo sucedería siglos más tarde con el imperio Romano, cuyo defensa estaba asegurada por un lado por las legiones de soldados, pero al norte por los humedales de las grandes llanuras padanas que sirvieron como defensas naturales y que debilitaron las fuerzas de Aníbal.

Winegard ─influenciado por su pasado de oficial militar de las fuerzas armadas canadienses y británicas, y autor de varios libros sobre historia militar─ analiza el impacto de la malaria en distintas campañas militares, de Alejandro el grande a Julio Cesar, Napoleón, pasando por las cruzadas. La relectura de estos conocidos episodios de la historia militar se enriquece cuando se les considera desde la perspectiva epidemiológica y sanitaria.

El capítulo que quizá nos atañe más directamente es el del encuentro de la cultura europea con la realidad del nuevo continente. Winegard retoma la tesis de Jared Diamond y explica como la malaria y los mosquitos viajaron en las naves españolas ─en los barriles de agua, en la sangre de esos marinos mediterráneos─; y como esa nueva especie de mosquitos llegada allende los mares se mezcló rápidamente con los mosquitos autóctonos del nuevo continente. En cuestión de meses, un par de años, la malaria se cobró la forma de una pandemia mortal que asoló el Caribe Taino y luego se convirtió en la vanguardia de los conquistadores como un arma biológica de destrucción masiva.

No sólo la conquista del continente americano se decidió bajo la letal influencia de la malaria, sino también el complejo y penoso proceso de remplazo de los pobladores autóctonos diezmados por la enfermedad y las hambrunas que le sucedieron: la importación de mano de obra esclava proveniente del continente africano también estuvo condicionada por la malaria, o, en este caso ─terrible ironía─ por la relativa resistencia inmunitaria a la malaria que las poblaciones africanas habían desarrollado a lo largo de los siglos.

Los últimos capítulos del libro de Winegard están dedicados a reseñar los últimos avances en la lucha mundial contra la malaria, la cual ─según cálculos citados─, es responsable de la mitad de las muertes desde el inicio de la humanidad, y para muchos países aún hoy representa la mayor causa de mortalidad infantil.

El mosquito, de Timothy C. Winegard, S.A. EDICIONES B, 640 páginas. Barcelona, 2020.

Ginebra, 9 de enero de 2021

Según la historia del arte hay seis consideradas “artes mayores”: arquitectura, pintura, escultura, música, danza y literatura (en la antigüedad se hablaba solo de la “poesía” y después se extendió el concepto). De ahí que en la modernidad, siguiendo la secuencia, nos refiramos a la cinematografía, la fotografía y el cómic como el séptimo, octavo y noveno arte, respectivamente (algunos ya mencionan al videojuego como el “décimo arte” aunque eso ya linda con el disparate).

Aunque se han hecho varios intentos académicos (y otros tantos empíricos) por establecer el orden de estas seis artes mayores, en realidad no existe tal cosa. Y no existe porque originalmente no se trataba de sobreponer la importancia de unas sobre otras sino de simplemente establecer cuántas y cuáles eran las expresiones elevadas de la creatividad y el talento humanos que podían alcanzar la categoría de arte.

En ese sentido y con total arbitrariedad, “el primer arte” podría ser la literatura para algunos, la escultura para otros, y así con cada caso. Para mí, la música es el primer arte. No porque haya surgido primero en la humanidad, tampoco porque considere que las demás son menos valiosas, sino por una razón más sencilla y comprobable: la música, en sentido amplio, es, de las artes mayores, la que posee mayor capacidad de influencia inmediata en las personas que se exponen a ella.

La estremecedora obertura coral de la cantata Carmina Burana (1937) de Carl Orff (1895-1982), célebre compositor alemán de música orquestal y sinfónica, por ejemplo, ocasiona reacciones inusitadas en el público, tanto para quien la escucha por primera vez como para el experto que conoce, al detalle, sus movimientos y significados. Un potente riff de Slayer, cuarteto norteamericano de thrash metal, activo desde 1983, sacude todo a su paso y hace saltar a quien lo escucha, de gusto, de miedo o de cólera pero lo hace saltar. Una pausada guitarra acústica tocada por el brasileño Antonio Carlos Jobim (1927-1994), el más representativo compositor de bossa nova, trae calma en cualquier situación. Y así podríamos seguir citando melodías, grupos, artistas, compositores clásicos, populares. No importa el idioma ni el estilo, si está bien hecha, la música emociona, trasciende.

Y ni qué decir de las terapias que basan en la música sus poderes curativos, las actuales técnicas de estimulación temprana para madres gestantes a través del sonido o hasta las investigaciones que se han hecho con animales y sus respuestas ante estímulos musicales. ¿O acaso han visto a un chimpancé o a un perro reaccionar ante un párrafo de Vargas Llosa, ante una escultura de Canova, ante una pintura de Caravaggio?

Escuchar música, el primer arte, va más allá del acto maquinal de conectarse al Spotify o al YouTube. Tampoco se limita a exhibir interminables colecciones, físicas o virtuales que, al final de cuentas, se pueden comprar con dinero. Cuando una melodía, sea del género o de la época que sea, es capaz de levantar tu ánimo, entristecerte o traerte recuerdos -buenos o malos- que creías perdidos, no importa si eres un melómano obsesivo o un radioescucha común y corriente. Importa que esos sonidos impactan tu sensibilidad y la movilizan, activando así tu vida, tu naturaleza humana.

No incluyo aquí “géneros” como el reggaeton, la bachata estilo Romeo Santos o las versiones más actuales del “latin-pop” o del R&B gringo, que son distorsiones de la música latina o del R&B/soul de antaño, paquetes de diversos estímulos -ruidos espasmódicos y repetitivos, farándula y mundo fashion, materialismo orientado al consumo, el status y el lujo, exhibicionismos y pulsiones primarias, animalizantes- que tienen, entre sus componentes, algunos elementos extraídos de fuentes musicales pero que son, finalmente, un producto distinto que opera como distracción y escapismo vacío, infértil. Escuchar música es otra cosa.

Sumergirse en el universo del sonido permite, a los individuos sensibles, recorrer países enteros a través de sus instrumentos, aprender acerca de usos, costumbres e historias de otros tiempos, crear mundos paralelos fantásticos, reconocerse en la música de sus ciudades natales, saber distinguir entre el artista genuino y el mercenario que confunde al público. Es un mundo inagotable que nos conecta con lo más profundo de nuestra sensibilidad, aún sin darnos cuenta.

En la práctica periodística la entrevista es uno de los géneros más socorridos, sobre todo si se trata de explicar asuntos coyunturales. La mayoría de veces, el efecto de estas palabras tiene una duración efímera y excepcionalmente queda retenido en la memoria de los lectores o de la audiencia. Son diálogos de ocasión, resueltos en espacios de una brevedad grosera y con unos criterios de edición que casi siempre dejan que desear.

Pero hay otro tipo de entrevista, llamada a perdurar. Es la entrevista de personaje, esa que en el diálogo proyecta el temperamento y la personalidad de un creador o de alguien dotado de un talento singular. En estas entrevistas, por lo general, no se sucumbe a banalidades, se busca explorar con rigor, se busca explicar con hondura los sentimientos, las percepciones, las ideas de la persona. Claro está, en los medios más convencionales reina la tiranía del texto breve y la creencia –ya arcaica– de que el lector es fundamentalmente un idiota que se aburre rápido y que lo ignora todo y a quien más de mil palabras podrían provocarle un corto circuito cerebral.

Apunto estas ideas a partir de la llegada a Lima de dos volúmenes impecablemente editados por Acantilado, que contienen una muestra de cien entrevistas a grandes escritores de todo el mundo publicadas en la mítica The Paris Review, entre 1953 y 2012. Desde ya, se trata de un libro escuela que responde casi siempre con suficiencia la pregunta: ¿cómo hacer una entrevista de fondo? Es posible que los dos volúmenes se dirijan en primer término a lectores de literatura dotados de un cierto bagaje de conocimientos y lecturas; sin embargo, un mérito de esta compilación es que del mismo modo podría incentivar la curiosidad por descubrir a un autor.

Me pongo como ejemplo. Mi conocimiento del mundo de John Irving (1942), por mencionar un caso, es prácticamente nulo. Pero luego de leer la entrevista de Ron Hansen (volumen II, pp. 1557-1587) y en especial la declaración: “Sigmund Freud fue un novelista con formación científica, aunque él no supiera que era novelista. Y como tampoco los condenados psiquiatras que han venido después de él se han dado cuenta de que era un novelista, han interpretado de un modo completamente demencial sus intuiciones” (p.1565), me parece haber recibido una invitación muy tentadora a buscar algo de Irving.

Imagine ahora un mapamundi de escritores. Estarán, estoy seguro, la mayoría de los canónicos, entre nobeles y otros distinguidos con premios importantes y tocados por una fama que no sería exagerado llamar ya universal. Por nuestra lengua aparecen Gabriel García Márquez, Guillermo Cabrera Infante, Mario Vargas Llosa, Octavio Paz, Camilo José Cela (con la petulancia de siempre), Javier Marías y Jorge Semprún (ninguna mujer de habla hispana en la selección, lo que resulta un poco ominoso y no es por pedir paridad). De cualquier forma, son cien entrevistas para perder el aliento.

The Paris Review. Entrevistas (1953-2012). Traducción de M. Belmonte, J. Calvo, G. Fernández Gómez y F. López Martín. Barcelona: Acantilado, 2020.

A pesar de que, para bien o para mal, Lima ya no es aquella ciudad a la “que dieron colorido Montes y Manrique, padres del criollismo” (Acuarela criolla, Manuel Raygada Ballesteros, 1965), el aniversario de su fundación española -que se conmemora hoy, lunes 18 de enero- nos trae a la memoria esas canciones del folklore costeño que hacen remembranza de aquel talante señorial, esa elegancia mestiza poscolonial que, con todo su anacronismo, aún sirve como afirmación de una identidad cada vez más desaparecida, esa “Lima de antaño”, añorada en poéticos y populares valses escritos hace casi seis décadas, que hoy yace sepultada entre bocinazos de combis, balbuceos reggaetoneros y gritos de cantantes de cumbia norteña.

¿Por qué regresamos a esas tradicionales melodías de tiempos idos e irrecuperables? Quizás porque así escapamos de la realidad abyecta que aplasta a nuestra urbe desde las épocas del genial Sebastián Salazar Bondy (1924-1965) y sus proféticas descripciones de una Lima que, para él, ya era horrible pero que parecía, definitivamente, un Edén comparada al caos actual. Con todos los reparos que algunos sectores suelen encontrarle a la música criolla -machismo, excesos de cursilería o nostalgia por una aristocracia centralista-, no podemos negar que fue el género que más y mejor le cantó a esa Lima que ya fue.

Escuchemos, por ejemplo, Limeño soy (Augusto Polo Campos, 1964), vals picadito y jaranero que popularizara el Trío Los Chamas: “Y aunque pasen los años, tú eres la misma, mi vieja Lima de ayer y hoy. Llanto de un campanario, noches, luna de plata, luces que te iluminan como un rosario, rejas que siempre escuchan mi serenata”. O la alegrona Lima de octubre (Mario Cavagnaro, 1964), en la que el Conjunto Fiesta Criolla, con Panchito Jiménez y Óscar Avilés en las voces, le cantan al Señor de los Milagros.

Por esas épocas, un veinteañero Gerardo Manuel (que, entonces, firmaba como Gerardo Rojas) adaptó al español un tema del grupo vocal de soul/doo-wop The Drifters, On Broadway (1963), y lo retituló En Lima, para incluirlo en el LP Segundo volumen de Los Shain’s (1967), quinteto peruano de rock y psicodelia nuevaolera. Esta canción -que en 1978 revivió como exitoso single en la experta guitarra jazzera del norteamericano George Benson-, fue una de las primeras canciones no criollas dedicadas a la capital.

La naturaleza rebelde del rock se manifestará con más fiereza durante la movida subterránea, en los ochenta, con bandas como Leusemia y Narcosis que, en 1985, ya no les cantaban a los balcones, la procesión y las tapadas sino que expresaban, a grito pelado, el desorden y la fealdad de una ciudad que se había vuelto hostil, oscura y peligrosa.

Entre jaranas y pogos, la “Ciudad de los Reyes” pasó de ser “romántica y altiva, alegre y primorosa” (Lima de novia, Mario Cavagnaro, 1964) a ser “angustiada, violenta, injusta, mórbida” (Astalculo, Daniel Valdivia, más conocido como Daniel F., primer LP de Leusemia, 1985), en apenas 20 años. Para mediados de los noventa, en plena corrupción fujimontesinista, Los Mojarras ya hablaban de la “nueva” Lima. Una Lima serrana, una Lima provinciana (Nostalgia provinciana, álbum Ruidos de la ciudad, 1994), la que ahora se hace llamar “de todas las sangres” pero que (no tan) en el fondo continúa padeciendo de las mismas taras discriminatorias de siempre.

Pero si se trata de cantarle a Lima, nadie mejor que Chabuca Granda (1920-1983). Desde las archiconocidas La flor de la canela, estrenada por el Trío Los Morochucos en 1953, y José Antonio, vals con fuga de tondero en que son protagonistas, además del criador de caballo peruano de paso José Antonio de Lavalle, el distrito de Barranco y Amancaes, la flor oficial de Lima (¿algún joven fanático/a de realities y TikTok sabrá eso actualmente?); hasta temas menos difundidos como Zeñó Manué (dedicada al periodista y cronista taurino Manuel Solari Swayne) o Lima de veras (considerada su primera composición), estas canciones describen personajes asociados a una Lima tradicional, con un lenguaje preciosista poco común en nuestro folklore y, a la vez, encierran mensajes que, vistos de cerca, revelan admiración por ese clasismo rancio que hoy todos combaten o dicen combatir.

Manuel Acosta Ojeda (1930-2015), el recordado compositor e investigador de nuestro folklore, anotó –en un artículo titulado Canto inspirado a Lima, que se publicó en el semanario Variedades, del Diario Oficial El Peruano- un detalle interesante y acaso, contradictorio, acerca de la música dedicada a Lima, que hoy cumple 486 años. Los tres cantautores que más escribieron sobre las tradiciones de nuestra capital, Chabuca Granda, Mario Cavagnaro y Augusto Polo Campos, son provincianos. De Apurímac, Arequipa y Ayacucho, respectivamente.

Esto no se aleja mucho de la realidad moderna, en la que grupos de rock o alguna de sus variantes más extremas, formados en su mayoría por hijos de migrantes, vomitan insultos contra la Lima actual. Algunos títulos que demuestran eso: Lima se pudre (Los Malditos Gatos, 2017), Pauperrilima (Suda, 2005), La danza de los gallinazos(La Sarita, 2012). O Cielo sobre Lima (2005) del dúo experimental The Electric Butterflies, integrado por los no-músicos Wilder González Ágreda y Roger Terrones, un alucinante viaje de catorce minutos de sonidos sintéticos, computarizados, una agresiva metáfora de la irritante neurosis en la que vivimos.

Desde que se hizo república, el Perú tiene una muy deficiente oferta política. Casi siempre pobres de espíritu, y ladrones o cómplices, nuestros políticos son grandes responsables del subdesarrollo nacional. Los partidos, en paralelo inevitable, son incapaces de dialogar con la ciudadanía, y de ofrecer narrativas que aglutinen mayorías, de modo que haya un adecuado ejercicio de gobierno.

Visto con un lente económico, todo sistema de partidos y sus actores conforman una suerte de oligopolio civil regulado por el Estado. No se trata de una habitual posición de dominio de algunas pocas empresas sobre muchas otras, sino de una estructura donde sólo unos cuantos ofrecen el producto requerido. A partir de regulaciones legales, el Estado determina, en gran parte, el número de sus agrupaciones políticas, así como los patrones organizacionales y calidades de éstas. ¿Cómo hacer para que los partidos produzcan buenos y decentes políticos, y obtengan el mínimo de confianza que requieren para favorecer la conducción del país?

Los científicos sociales peruanos han respondido a esta interrogante planteando sistemas de incentivos y esquemas regulatorios que – con cargo a explicarlo con detalle si fuese requerido y oportuno – aparecen como insuficientes. Propensos, en mayor o menor grado, a mitificar la realidad organizacional de los partidos políticos y la racionalidad del votante, nuestros reformistas no conocen del todo bien a los oferentes actuales del oligopolio partidario local, por lo que sus propuestas carecen de la suficiente fuerza estructural para generar cambios relevantes.

Es indispensable entender la naturaleza organizacional de los partidos políticos para intentar modificar su desempeño. Se trata de grupos humanos conformados por buscadores de poder individual, cuya posibilidad de expulsión por desempeño es casi nula según sus propios reglamentos. Por ello, su margen de actos personalistas y colectivamente contraproducentes es muy grande, casi ilimitado. Sus conflictos están a flor de piel, porque no todos los militantes pueden ser dirigentes ni candidatos a elección popular. Estas pugnas se vuelven definitivas y crecientes en poco tiempo, lo que impide congregar y optimizar todos los recursos partidarios para desarrollar las labores de servicio ciudadano y cohesión interna que, en teoría, se hacen fuera del tiempo electoral. En el extremo, ante la derrota final, el faccioso partidario complota contra sus pares, y hasta lo traiciona públicamente.

Los partidos tienden naturalmente a las argollas, y éstas generalmente responden a los grupos fundacionales y sus líderes, que buscan el máximo y más duradero poder posible, para lo que confeccionan estatutos que impiden la aparición de nuevas figuras. Cuando los partidos son de largo plazo, los únicos revulsivos son las jubilaciones y los nuevos liderazgos exitosos, siempre temporales frente al inevitable deterioro organizacional de toda agrupación política formal. Cada argolla tiene un porcentaje mínimo de militantes relativamente activos, lo que explica la casi vegetativa vida de los partidos fuera de los periodos electorales.

Salvo cuando son gobierno y sus cuadros reciben importantes sueldos del sector público, los partidos tienen poco o nulo financiamiento para sus labores fuera de procesos electorales. Por esta razón, no están preparados para proyectos formativos serios y trascendentes, pues éstos tendrían que ser asumidos por los militantes, que casi siempre están lejos de poder responsabilizarse de una tarea de este calibre. Desde luego, la militancia tiene el orgullo suficiente para intentar cerrarse frente a cualquier influencia positiva externa, de contenidos o liderazgos. Así, cuando las personas más prominentes o valiosas del colectivo gozan de algún tiempo libre, no encuentran atractivo entregarlo a los partidos políticos.

El gran momento partidario son finalmente las elecciones, y ese contexto sólo les exige cierto grado mínimo de profundidad, coherencia y sinceridad, que a veces producen los grupos que alcanzan la victoria electoral. El resto del tiempo, los partidos parecen estar casi incapacitados para realizar aportes sociales significativos.

Este apretado cuadro organizacional se reproduce en cualquier partido, y se manifiesta, en mayor o menor medida, según la historia y realidad social de cada nación. En un país como el Perú, de tan alta precariedad, es fácil deducir lo que sucede en las internas partidarias. Y todo esto se suma a una cada vez más consolidada realidad mundial: la transparencia de la sociedad digital. Hoy cualquiera tiene acceso a un celular conectado a internet, con el que se informa desde miles de fuentes: la gente ve las cosas más crudamente, y es más consciente de sus derechos. Y frente a una realidad de políticos generalmente angurrientos y básicos, obviamente la confianza hacia las organizaciones partidarias erosiona. Ya nadie, además, necesita grandes mediadores (partidos o prensa) para manifestarse: todo ciudadano tiene capacidad de influencia viral desde su celular, lo que puede llegar a provocar manifestaciones colectivas que ningún grupo político puede convocar por si solo. La militancia partidaria no es atractiva, ni rendidora, y por eso es una institución en franco declive. Más aun con el relativismo moral y la consciencia de incertidumbre de las generaciones contemporáneas.

¿Qué hacemos con un oligopolio cuyos oferentes tienen una enorme tendencia al deterioro, nunca funcionaron bien, y pasan por una gravísima crisis de confianza? Obviamente dinamizarlo. Diría que con tres detonantes: permitir que todo oferente sea reemplazado con facilidad, hacer muy exigente la permanencia dentro del grupo de partidos, y asegurar la calidad de los aspirantes a tomar los espacios dejados. Lo primero pasa por disminuir radicalmente los dos grandes impedimentos que todo ciudadano encuentra cuando quiere hacer política: imposibles requisitos para conformar un partido (exigencias irreales en el número de firmas ciudadanas o militantes) y altísimo costo de campañas. Debe volverse sencillo fundar un partido, debe costar el esfuerzo grande pero razonable de unas cuantas decenas de convocantes interesados en dedicar su tiempo a crear una institución representativa con fines electorales. Y todas las campañas tendrían que ser financiadas por el Estado de modo muy austero. Lo segundo implica poner altos umbrales de voto para que un partido siga vigente. Y lo tercero darse cuenta de que los mejores políticos están en la sociedad civil y en los gremios profesionales, porque la buena acción política no requiere otra cosa que sabiduría, liderazgo, capacidad organizativa y vocación de servicio. Eso lo tienen miles de valiosos peruanos, muchos dispuestos a competir por un cargo público, pero se desaniman cuando se enteran que deben pasar por el pantanoso filtro de nuestras organizaciones partidarias, y gastar millones en fundar un partido y financiarse una campaña. En realidad, la propuesta no es otra cosa que hacer extensivo y más real el derecho universal a ser elegido.

No tengo la menor duda de que esta dinamización del oligopolio partidario peruano traería muy interesantes apariciones personales y colectivas. Como experiencia y fuente de aprendizaje para la transformación, una vida socialmente comprometida y proactiva supera por mucho a la militancia en cualquier institución partidaria. Las políticas públicas específicas, que tanto preocupan a algunos opinantes, se consiguen o deducen con un poco de esfuerzo, y están en las redes, archivos y bibliotecas. El apoyo tecnocrático se obtiene, al menos el indispensable para demostrar factibilidad de concretar los valores que se promueven. Los grandes y detallados planeamientos florecen en los servicios civiles, la dirección política es otra cosa, más coloquial y al mismo tiempo más histriónica.

Es común deducir que esto traería un número excesivo de partidos en competencia electoral, pero la verdad es que ya tenemos dicho excedente, y al final son pocos los que llaman la atención de los votantes, y los que se reparten los escaños congresales. Por cierto, no cualquiera tiene los insumos y certezas suficientes para liderar una convocatoria política, que es lo que se requiere para crear una nueva opción partidaria. Así que también ahí hay límites a la expansión de la oferta en mención. Habrían sí, los partidos mafiosos y lobistas de siempre, y ahora con mayores facilidades, pero surgirían alternativas de verdad transformadoras, y acaso revolucionarias. Seguramente aparecerían muchos competidores distintos en cada proceso electoral, pero también algunas organizaciones de relativo largo aliento. Pienso que los riesgos de este camino son aparentes, y en todo caso manejables, pero el potencial de salto hacia el desarrollo es enorme, el mayor posible desde la institucionalidad política.

Desde luego, varias de las propuestas reformistas que circulan en la discusión son razonables: elecciones internas abiertas, simultáneas y obligatorias para toda la ciudadanía como único mecanismo de selección de candidatos; rediseño de circunscripciones y aumento de congresistas para tener volúmenes manejables de representado por congresista. Los sueldos del político elegido deben ser los de un clasemediero, con las protecciones y apoyos del caso, de tal forma que disminuya el interés frívolo por la vida política. Pero todo eso es complemento de lo principal: dinamizar nuestra oferta política y facilitar la participación electoral de los peruanos más virtuosos y comprometidos. Es obvio que hay muchos comunes con capacidad de representarnos, sin ninguna duda mejor que los usualmente elegidos.

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