Opinión

Resulta inverosímil que el Apra haya visto frustrada la inscripción de buena parte de sus listas congresales por un error informático o por un personero despistado. Estamos claramente ante un acto conspirativo de la gerontocracia aprista en contra de las nuevas generaciones que se habían desplegado en la plancha y listas conformadas. Han sido los cincuentones y sesentones del APRA los autores intelectuales y materiales del despropósito.

Muchos errores ha cometido el aprismo a lo largo de su historia. Para no remontarnos a los tiempos aurorales de Haya de la Torre hablemos tan solo del periodo alanista. Cuando su opción era convertir a su primer gobierno en una opción socialdemócrata sensata optó por un desquiciado populismo estatista que llevó al país a su ruina mayor. Su ignorancia económica y su soberbia megalomaníaca causaron el mayor desastre político, social y económico de nuestra historia.

Y cuando regresó por segunda vez al poder, lo que mejor hizo fue impulsar la inversión privada (récords históricos), pero ese estímulo pichicatero de los capitales no vino acompañado de ninguna reforma promercado y mucho menos de reformas institucionales. García desaprovechó los tiempos de vacas gordas (acentuadas por el boom de los minerales) y tiró por la borda la que podría haber sido la última ocasión de construir un capitalismo liberal en el país.

Pero, a despecho de los errores señalados, uno de los grandes activos que el APRA ha sabido construir en los últimos años es el de la renovación generacional. Hay un grupo de cuadros entre treinta y cuarenta años, muy bien formados, aunque quizás se les pueda acusar de ser demasiado alanistas, pero que gozan de solvencia académica, experiencia política y dotes de elocuencia. Además, habían tenido un envión anímico con el ingreso en las lides de la hija de Alan García, Carla, quien seguramente hubiera tenido un papel protagónico.

Todo ello ha sido tirado por la borda por los viejos del partido que no toleran no poder postular ellos y temen, con pavor que Nidia Vílchez, aguerrida lideresa partidaria y estos jóvenes hubiesen podido lograr una buena performance, que los cancelase políticamente. En clara vocación suicida y delirante, han preferido sacar al partido de la contienda, hacerlo perder su inscripción y dejarlo atravesar cinco años de desierto político.

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Apra

La izquierda celebra alborozada las encuestas que indicarían que la mayoría de la población está a favor de un cambio de Constitución. Así, por ejemplo, la última encuesta de Ipsos señala que el 60% de la ciudadanía considera que se debe convocar a una Asamblea Constituyente para hacer una nueva Constitución, frente a un 12% que estima que debe mantenerse la Constitución sin cambios.

Del mismo modo, en la medición del IEP, se aprecia que un 49% considera que se deben hacer algunos cambios a la Constitución mientras que un alto 48% cree que hay que cambiar a una nueva Constitución.

¿Triunfo de la postura maximalista y reiterativa de la izquierda peruana? ¿Por fin llegó el momento de tirarse abajo el modelo de libre empresa que aunque rengueante por las múltiples perforaciones mercantilistas que el Estado ha permitido a la economía de mercado, nos ha gobernado los últimos treinta años?

La respuesta no es tan simple. La izquierda no se puede atribuir ninguna victoria ideológica ni mucho menos. La gente no quiere el cambio del modelo económico. Quiere novedades, pero no esas. En la primera encuesta, la de Ipsos, cuando se entra en detalle y se le pregunta a la gente cuáles son los cambios que se le quiere hacer a la Constitución, un 65% señala “mejoras en la educación”, un 59% “mejoras en la salud”, un 57% “combatir la delincuencia con mayor efectividad” y un 53% “más eficacia para combatir la corrupción”. Recién con 46% aparece algo que se pueda vincular al modelo económico: “leyes más favorables para los trabajadores”.

En el caso de la segunda encuesta, la del IEP, los resultados indican lo mismo. Un abrumador 74% estima que se debe cambiar la Constitución para que haya “penas mayores para delincuentes y corruptos”, frente a un 36% que habla de “fortalecer la intervención del Estado en la economía” y un sorprendente 25% “fortalecer los valores tradicionales y la tradición católica”.

Mejor gestión pública y más mano dura pide la gente respecto de sus expectativas de una nueva Constitución. El cambio de modelo económico es una cansina ilusión de la izquierda, que no tiene arraigo y que explica en gran medida, su poca fortuna electoral en las últimas elecciones. No registra la real demanda ciudadana.

 

 

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Izquierda

La izquierda peruana ha agregado a su arremetida contra la minería la del sector agroindustrial, uno de los sectores más productivos y modernos del país. Insiste en un programa dadivoso en gasto social y a la vez se empeña en afectar a actividades que cómo la minería proveen la mayor cantidad de recursos tributarios.

Hay decenas de proyectos mineros enterrados bajo protestas sociales ideologizadas y ahora hay violencia destructiva detrás de la agricultura moderna, la que más formal es, mejores sueldos paga y mayor productividad laboral tiene. Injusta la exoneración tributaria de la que goza, a la que debería ponérsele término rápidamente, pero en términos laborales se ajustan plenamente a la realidad del sector en el que opera.

La izquierda parece haberse quedado fijada en la primera mitad del siglo XIX. Es premarxista, inclusive. Los cánones marxistas clásicos señalan que es preciso llegar al agotamiento de las fuerzas productivas de un sistema -en este caso el capitalismo- para recién esperar que las fuerzas sociales irrumpan contra él y provoquen el advenimiento de un nuevo orden.

Pese al pronóstico, el capitalismo ha sorprendido a propios y extraños y ha mostrado una capacidad tal de adaptación que ha superado inclusive los parámetros de la revolución industrial. Tiene vida y para rato. Pero eso no parecen entenderlo los voceros de la izquierda antediluviana peruana.

Verónika Mendoza maneja conceptos tan arcaicos de economía que francamente da terror lo que pudiera hacer si llegase al gobierno. Sería una mezcla de chavismo con el primer García.

Lo que el Perú necesita a gritos es retomar la senda del crecimiento de la inversión privada a los niveles que los dejó el segundo gobierno de García y que Humala malversó hasta niveles de mediocridad y que luego de él, alguien considerado abanderado del capitalismo moderno, como PPK, desdibujó aún más.

Hace falta una revolución capitalista, pasar del capitalismo mercantilista que hoy nos rige a uno liberal, pletórico de libre competencia, con un Indecopi con dientes que rompa los nudos de privilegios que en muchos sectores subsisten. Hace falta un gobierno con clara voluntad política para hacerlo.

La tradición republicana que hay que resguardar, que ha surgido con fuerza estas décadas y se ha expresado en las recientes protestas contra los abusos de la clase política, merece ser acompañada de una reforma pro mercado radical y profunda, que siga sacando a los peruanos de la pobreza y convirtiéndolos en ciudadanos plenos, materia prima justamente de la República que se quiere construir a partir del bicentenario.

 

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DBA, Izquierda

Muy interesante el Test de Orientaciones Políticas, Económicas y Sociales (TOPES) que acaba de publicar Ipsos. Investiga la autopercepción de la gente y distingue entre dimensión política, económica y moral/social. Y los resultados son básicamente alentadores.

En cuando al aspecto político, un 56% se considera semidemócrata y un 15% demócrata (71% en total), en comparación a un 22% semiautoritario y un 7% abiertamente autoritario. Quizás haya que entender lo de semidemócrata como al creyente en una democracia enérgica, con mano dura. En esa línea, se puede ponderar y claramente, hay un tope marcado a quienes desde la derecha y la izquierda consideran que la democracia es algo que se puede saltar a la garrocha en pro de algún bien mayor.

Respecto del tema económico, la cosa es aún más propicia. Un 47% se define como defensor del semilibremercado, y un 14% de libre mercado (61%), contra un 26% semicontrolista y un 13% abiertamente controlista. Cuando algunos analistas celebran alborozados que el país está girando a la izquierda habría que remitirlos a la data. Dos tercios del país valora el libre mercado y no una economía planificada por el Estado. La mayoría pide un mercado cautelado pero no subordinado. Casi treinta años de estabilidad macroeconómica y buenos resultados en crecimiento de la riqueza, disminución de la pobreza, el desempleo y las desigualdades en base a un relativo modelo de mercado, han rendido frutos ideológicos.

En el aspecto que, desde un punto de vista personal, aún hay esfuerzo que librar es en el moral/social. Un 28% se considera conservador y un 37% semiconservador (65%); mientras que un 30% se considera semiliberal y solo un 5% liberal. Toda la lucha por el matrimonio gay, la despenalización de las drogas, la libertad de abortar, etc., no encuentran eco mayoritario en la población. La enorme influencia de sectores religiosos ultraconservadores en sectores populares ha surtido efecto y hay mucho por hacer al respecto (la batalla no está en los sectores altos sino en el pueblo).

Las dos primeras batallas están siendo ganadas. A ponerle empeño a la vinculada a los aspectos de moral individual (en el resultado puede influir también que esa lucha sea tan pudorosa y básicamente restringida a los cenáculos de algunas ONG). Demócrata, promercado y moralmente conservador es el perfil tipo del peruano promedio.

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DBA, Izquierda

Realmente digno de un análisis sociológico de realidades políticas y percepción de la opinión pública merece la constatación del alto grado de aceptación popular del expresidente Vizcarra en contraste con los logros reales que pudo plasmar a su paso por Palacio de Gobierno.

No hay necesidad de remontarse a una reforma política mostrenca, que fue su caballito de batalla los primeros días de su gestión, veamos lo que hizo durante la pandemia. Fracasó en la estrategia de contención, no pudo conseguir provisión adecuada de pruebas moleculares, asegurar la cuota de oxígeno suficiente (cosa que era absolutamente previsible en cuanto a su necesidad), ni disponer a la velocidad debida la previsión de camas UCI, etc.

En paralelo, le metió un trancón a la economía sin ton ni son, desechando cualquier intento de colaboración del sector privado, extendiendo más de la cuenta la cuarentena por no tener la capacidad de un manejo fino de las variables productivas, etc. El resultado: una de las peores recesiones mundiales.

A ello se suma un manejo político poco fino, gratuita y premeditadamente confrontador, pensando solo en los resultados de las encuestas, que finalmente lo condujo a una vacancia que a estas alturas uno llega a pensar si no fue hasta provocada para evitar el balance crítico que le hubiera tocado afrontar.

Porque la cereza del pastel es la constatación de que en cuanto al manejo de las vacunas ha habido negligencia pura, torpeza mayúscula e indolencia burocrática que va a costar miles de vidas. Y todo ello disfrazado de mensajes engañosos señalando que ya todo estaba encaminado.

Vizcarra no merece la fortuna política que lo acompaña ni los altos niveles de aprobación que muestra. Ha sido mediocre y taimado, sin capacidad de encaramarse sobre la coyuntura y gobernar como estadista. Astuto, sin duda, pero es difícil creer que ello es una virtud política de lustre.

Acosado además por serias denuncias de corrupción, cuando se logre despejar el humo que ha vendido la prensa vizcarrista a su favor, se le deberá colocar en su justo lugar y entender que lo suyo dista mucho de albergar un futuro político y no pasa de ser un accidente malhabido y fortuito de la historia.

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Economía, Planes de Gobierno

Hizo bien el presidente Sagasti en romper su silencio dando hoy una conferencia de prensa para absolver muchas dudas de la opinión pública, en particular aquellas vinculadas al tema de las vacunas (aunque, la verdad, el mensaje pecó de difuso y ambiguo en muchos aspectos).

Lo que ha sido una excepción debiera convertirse, sin embargo, en un acto mucho más regular del mandatario. No parece dable que replique la profusión de apariciones de su antecesor Martín Vizcarra, se trata de que vaya construyendo su propio estilo, pero es imperativo que Sagasti construya una relación política con la ciudadanía.

A la fecha, las encuestas aún lo favorecen, como una suerte de resaca de su traumático ascenso al poder. Según la encuesta de IEP, tiene un 58% de respaldo, superior al 52% que tenía Vizcarra al mes de su mandato. Pero en Ipsos no le va tan bien. Apenas tiene un 44% de aprobación y ya un significativo 35% de desaprobación.

A pesar de la cortedad de su mandato, Sagasti tiene varios desafíos mayúsculos que resolver y claramente el piloto automático no lo va a ayudar en absoluto. Requiere reconectar con esa ciudadanía mayoritaria que se opuso a la vacancia de Vizcarra y que salió a las calles a impedir el despropósito restaurador de Manuel Merino y Flores Aráoz.

Sagasti, por ejemplo, tiene que reconstruir los lazos políticos que Vizcarra mantenía muy bien con gobernadores regionales y alcaldes provinciales y distritales. Debe construir su propia base de apoyo popular porque es eso lo único que lo sostendrá políticamente de acá al 28 de julio del 2021.

Si Sagasti cae significativamente en las encuestas la mafiosa coalición vacadora no va a dudar un segundo en tratar de sacarlo del poder y auparse en él para acometer todas las trapacerías que tiene en mente. Y depende del empaque político del inquilino palaciego impedir que ello ocurra.

Los protocolos palaciegos son narcotizantes y pueden hacerle daño a un personaje como Sagasti que no es precisamente un dechado de virtudes populacheras. En términos metafóricos, el primer mandatario tiene que sacarse el pañuelo y sintonizar con las expectativas ciudadanas del momento. Se necesita un Presidente que se arremangue y se ensucie los zapatos recorriendo el país. Un gobernante del país de a pie, no una suerte de coordinador del Acuerdo Nacional para dirigir la infernal maquinaria del Estado peruano.

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Francisco Sagasti, Martín Vizcarra

La estrategia de la coalición vacadora es clara: bajarse a todos los adversarios electorales posibles. Por ello, la búsqueda de inhabilitar a Martín Vizcarra por diez años, a sabiendas de que le aporta un significativo impulso a la candidatura de Daniel Salaverry. Y luego, desestabilizar al gobierno de Sagasti para afectar la postulación de Julio Guzmán.

Esta coalición, dirigida en la sombra por José Luna Gálvez y desde el Congreso por su hijo, José Luna Morales, tiene, por supuesto, peones. Y uno de ellos es el congresista Edgar Alarcón que se de el lujo de presentarse como abanderado de la anticorrupción cuando tiene serísimas denuncias corruptas en su haber.

¿Para qué quiere capturar el poder esta coalición? Para recuperar los privilegios que sus universidades truchas tenían. Allí hay mucho dinero en juego y en ese afán coinciden no solo Podemos sino también Alianza para el Progreso y Acción Popular.

Luego, tirarse abajo el proceso anticorrupción, al equipo de Lava Jato y del Club de la Construcción, para aprovechar la infiltración que tienen en el Ministerio Público y el Poder Judicial y así salir bien librados de los serios cargos que pesan contra muchos de los integrantes de esta coalición.

Vaya uno a saber cómo, pero lo cierto es que Luna Gálvez se ha logrado hacer de 30 congresistas que siempre votan al unísono cualquier iniciativa que la bancada de Podemos presente.

Y van por todo. Si pueden vacan a Sagasti (la tardanza de la llegada de las vacunas será el pretexto, aunque ello sea responsabilidad directa de la mediocre gestión de Vizcarra) y así capturar por algunos meses el poder, tiempo suficiente para perpetrar sus objetivos y fechorías. A mediano plazo, si no logran la vacancia, apuntan a llegar como sea a la Presidencia el 2021 utilizando para ello todas las malas artes posibles.

Por la salud de la democracia y de la República es necesario ponerle coto a esta ofensiva mafiosa que nos trae el recuerdo de las viejas prácticas montesinistas (infiltración de jueces y fiscales, “adquisición” de congresistas, “disposición” de medios de comunicación y periodistas). A eso nos enfrentamos.

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Congreso, Francisco Sagasti

Según la última encuesta del IEP, se empieza a polarizar ideológicamente el país. La gente que se autopercibe de izquierda crece de 20 a 30%, lo mismo sucede con la derecha, que pasa de 21 a 30%, mientras que el centro se reduce, pasando de 42 a 36%.

De hecho, es una clara muestra de que las crisis simultáneas por las que el país está pasando (sanitaria, económica, social y política) ha extremado las posturas a favor de uno u otro bando. El viejo axioma de que al poder en el Perú se sube por el centro parece estar perdiendo paulatina vigencia.

Ir por posturas centradas puede no ser tan rentable en estos momentos aunque cuando las encuestas aún favorecen a sus portavoces (Forsyth, Guzmán y Salaverry), y además el problema que tiene este sector es que va a sufrir el crecimiento del candidato de Somos Perú, quien con la inclusión de Vizcarra en sus listas al Congreso dispara sus posibilidades (un 56% de la población, según la propia IEP está de acuerdo con su postulación al Congreso y cuando se pregunta por preferencias electorales al 2021 -sin colocar nombres en la cédula-, el expresidente supera inclusive a Forsyth en intención de voto). Dicho sea de paso, me parece un caso digno de estudio el alto nivel de popularidad de Vizcarra luego de su mediocre gestión, coronada por la noticia de que respecto de la provisión de las vacunas no hizo nada consistente.

Conforme se acerque la fecha de las elecciones, la ciudadanía va a demandar posturas firmes y claras que le den el aliento de poder salir del desmadre en el que nos encontramos. La izquierda, en ese sentido le está ganándola batalla a la derecha y por eso aparece mejor colocada. Ni Cillóniz, ni López Aliaga, solo Keiko Fujimori y apenas en algunas encuestas Hernando de Soto adquiere relevancia creciente.

Ya de por sí, esta elección está plagada de candidatos que se necesitan distinguir. Va a destacar quien hable más fuerte y más claro. No va a ser una elección para aguas mansas o tibias.

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Elecciones 2021, Encuestas, IEP

Qué motiva a un intelectual a arriesgar su reputación académica e intelectual y dedicarse durante prácticamente una década a escribir casi dos millares de páginas sobre Adolf Hitler? Sobre todo, tres cuartos de siglo después de terminada la segunda guerra mundial y tras décadas de toda suerte de investigaciones, revelaciones y escándalos, forenses, políticos y académicos sobre el Nacional Socialismo y la Alemania de la época. De hecho, si consideramos, la infinidad de obras de todo género y libros publicados que colman bibliotecas y archivos especializados en todo el mundo ─más de 120,000─ parecería poco probable que hubiera motivos para publicar una nueva biografía sobre Adolfo Hitler. Más aún cuando la imponente biografía de Ian Kershaw, culminada en el año 1998, también en dos volúmenes, Hubris y Nemesis, sigue aún en librerías.

Hay que acláralo. No se trata de una de esas aventuras editoriales que busca aprovechar alguna efeméride para relanzar algún autor relegado al olvido. Volker Ullrich es un destacado investigador y docente académico que ha consagrado más de medio siglo de su existencia a estudiar, enseñar y publicar sobre varios aspectos de la historia política del siglo XIX y XX de Alemania. Ha dedicado sendos libros biográficos a Bismark y a Napoleón.

Durante varios años director de un suplemento dedicado a reseñar libros políticos en el periódico más prestigioso e intelectual de Alemania, Die Zeit, Ulrich es también una autoridad de referencia cuando resurge la polémica ─dolorosa siempre y regularmente de actualidad─, sobre el rol que jugó la sociedad civil alemana en los crímenes cometidos contra las minorías étnicas en general y los judíos en particular a lo largo de la segunda guerra mundial.

No he encontrado sus declaraciones al respecto, pero yo sospecho que se trata de una obsesión generacional: el profesor Ullrich nació en 1943: dos años antes de la debacle del Tercer Reich. Creció en esa Alemania de la post guerra, avergonzada y horrorizada por su pasado inmediato, plagada de escándalos y noticias sobre los hallazgos macabros en los diferentes campos de concentración en Alemania y en otros países como Polonia, Ucrania.

Quizá esa conciencia de que fue la generación de sus propios padres, tíos, vecinos y amigos del barrio quienes fueron participes de uno u otro modo del ascenso del nazismo y de su personaje más notorio, Adolfo Hitler, ha empujado al profesor Ullrich a intentar desmadejar ese hilo laberintico que comienza con esas preguntas obsesivas y aparentemente insondables: ¿cómo?  y ¿por qué?

En efecto, Volker Ullrich centra su investigación en la intimidad genealógica, social, familiar e intelectual de Hitler. El libro hurga entre los pliegues de una cronología minuciosa, a veces semana a semana, y trata de reconstruir el devenir personal del personaje, de identificar ese momento clave que pudiera explicar el Hitler del futuro. Ullrich no se abandona a una especulación psicológica, más bien, con una disciplina férrea implica y confronta al lector con las fuentes de su propia investigación: las cartas, las postales, los archivos, los documentos, los recibos de alquiler. Todo sirve en el análisis de una existencia que arranca con los abuelos de Hitler, en 1837.

Un abuelo con pretensiones advenedizas que logra abandonar su posición de zapatero y llega a cambiar de estamento social, a humilde funcionario del imperio, en ese rincón apartado que hoy se sitúa en la Republica Checa, un cambio de apellidos que resta inexplicado y misterioso. Una elevada mortalidad infantil, vueltas inciertas en la rueda de la fortuna social y material de esos antepasados toscos e iletrados. Divorcios, paternidades sospechosas, amantes de establo, hijos ilegítimos, escándalos pueblerinos en que los curas deben intervenir para autorizar una unión considerada incestuosa entre primos de segundo grado, diferencias de edad entre cónyuges rayanas en el estupro. En sus orígenes, pareciera que la existencia misma de los ancestros de Hitler hubiera sido frágil y azarosa.

En esas primeras páginas, el lector se va acostumbrando al método del biógrafo acucioso que examina con la paciencia del entomólogo cada aspecto del marco familiar para esculcar mitos y rumores asociados a la biografía de Hitler, sobre su ascendencia judía ─inexistente─ o, sobre la irónica imposibilidad, de demostrar una línea genealógica pura de descendientes Arios, como lo pretendía la ortodoxia nazi. Es en ese mundillo de pretensiones sociales y escabrosa realidad, en la que nace el futuro dictador nazi.

Es interesante esa reconstrucción, en realidad de segundo grado, porque Hitler fue un exacerbado coleccionista de documentos sobre su pasado, haciendo confiscar todo tipo de archivos familiares, y dispuso que fueran destruidos poco antes de su suicidio en abril 1945.

Otras referencias sobre la infancia de Hitler también son examinadas, si sufrió o no una desmedida violencia paterna, por parte de ese padre acomplejado, quien ─a pesar de ser funcionario─, se sabía hijo de un zapatero, si los mimos de su joven madre ─28 años, al momento del parto─ contribuyeron a desarrollar su personalidad ególatra y vanidosa. Se examina su mediocre rendimiento escolar, sus lecturas infantiles, su aptitud para integrarse socialmente con los otros niños de su escuela. El análisis es exhaustivo, aun si los resultados iniciales son magros, no se logra identificar una herida inicial o prematura que logre explicar las peculiaridades más salientes de la personalidad exaltada y maniaca del Hitler adulto.

Pero no se debe soslayar este método y considerarlo como un banal ejercicio hagiográfico: al cotejar versiones de hechos familiares documentados y comparar los materiales con la narración del discurso autobiográfico de Hitler presentado en sus cartas y su libro, Mi lucha, el lector comienza a entender la magnitud del divorcio entre la realidad y la percepción de la misma que Hitler y el tinglado del poder que lo rodea proyecta o quiere proyectar ante la sociedad de su época.

A pesar de la minuciosidad y volumen de información que el biógrafo analiza, la lectura del primer volumen que cubre desde su nacimiento hasta 1939 es fascinante. Hay un seguimiento asiduo del personaje histórico, pero también de las circunstancias materiales y sociales que le toca vivir. La lente con que se enfocan sus acciones siempre se enfoca en los hechos documentales o testimonios: no hay especulación. Incluso en los años más oscuros y de más escasa documentación, previos a su participación en la primera guerra mundial, se perfila aun desde lejos la personalidad maniaca y enfermiza que se va desarrollando paulatinamente. Actitudes que se convierten en características de su personalidad. Un cierto complejo de persecución que se acentúa al no tener un domicilio fijo o una estabilidad material ─es la época de sobrevivencia gracias a la venta de acuarelas en formato de postal. En algún desplante a algún otro vagabundo en su época más paupérrima, o en su obsesión por inventar edificios y construcciones de arquitectura megalomaníaca que se desarrolla en esos mismos años. En todo momento, a lo largo de esos intensos capítulos, el lector encuentra un equilibrio entre la anécdota y la construcción de una personalidad que se engarza en las circunstancias históricas y materiales extraordinarias de la gran guerra.

Los capítulos dedicados al servicio militar de ese joven escuálido, empobrecido y hambriento de 25 años, y a su participación en la Guerra del catorce, son clave para entender muchos aspectos de lo que será el discurso y la actitud del futuro animal político en que se convertirá Hitler. Formar parte del ejército imperial le conferirá ese secretamente anhelado sentimiento de pertenencia a un ente abstracto, y que al mismo tiempo lo dispensa de la carga de mantener relaciones sociales intimas con otros individuos. Así, finalmente, Hitler se entregará a esa realidad de jerarquías y obediencia ciega en el que aparece legítimo desarrollar sueños imposibles de grandeza y megalomanía, justificados por un vago sentimiento patrio, abstracto y ausente de individualidad.

Hitler no es un héroe de guerra, no asciende en el escalafón militar ─por miedo a ser transferido al frente de batalla─, no participa en los grandes teatros de la gran guerra. Sobrevive la traumática experiencia desempeñando un puesto más o menos anónimo en el que si bien no estuvo completamente exento de peligro nunca lo expuso a una verdadera batalla, y sin embargo, y de modo más o menos misterioso, al final de la guerra termina como un soldado condecorado, con la cruz de hierro.

En noviembre de 1918, al final de la gran guerra, la perspectiva de verse desmovilizado del ejército, y verse arrojado nuevamente a la grisalla de una vida sin propósito ni perspectivas, sumió a Hitler al borde de la desesperación. Es precisamente, a partir de estos capítulos, que el libro de Ullrich se vuelve clave para entender el ascenso social y político de Hitler, la biografía personal se convierte inevitablemente en una crónica de los acontecimientos políticos que enmarcaron la vida del soldado Hitler.

La turbulencia política de un imperio alemán que se desmoronaba en republicas efímeras, el fantasma de la Revolución bolchevique, la creciente ola de asesinatos políticos, un sentimiento anti semita, aun vago y abstracto pero que se perfila en los discursos políticos, para simplistamente explicar el zafarrancho económico y financiero de la Alemania de la postguerra, fueron los ingredientes del caldo de cultivo que permitió que las fuerzas militares fueran solicitadas para garantizar el orden policial y contener a los diferentes grupúsculos políticos que manifestaban día tras días en las calles de Múnich.

En lo que se conocería más tarde como el “departamento de inteligencia”, y para llevar a cabo su cometido policial, el comando local del ejercito comenzó a organizar entre otras, sesiones de adoctrinamiento y “antipropaganda” para “educar a los soldados” sobre los peligros de la amenaza bolchevique y reavivar en ellos el vapuleado espíritu del nacionalismo y militarismo. Esas ideas ramplonamente bosquejadas, pero martilleadas una y otra vez con la férrea disciplina militar de la tradición prusiana, constituyeron el núcleo de lo que más tarde sería el “sistema ideológico” de Hitler. Consignas ideológicas contra un imaginado “Mamonismo” que destruía los valores patrios ─idolatría al dios Mamon─ y la denuncia continua de complots de la judería internacional para dominar el mundo.

Casi de la noche a la mañana, Hitler paso de catecúmeno a orador, y, probablemente con sorpresa, descubrió que su discurso obsesivo y exaltado hallaba un eco positivo entre la soldada zafia y algo ebria. Desde un inicio, esas reuniones se celebraron en los sótanos y tabernas de los numerosos bares de Múnich. Así entre ríos de cerveza gratis, lemas exaltados pregonados a voz en cuello, ojos vidriosos y un esfuerzo corporal que lo hacía terminar bañado en transpiración se fue formando el futuro líder del partido nacional socialista. En los meses sucesivos, sus más adictos seguidores, se volverían matones uniformados y con la complicidad de ciertos sectores del ejercito se adueñaron de las calles de la ciudad para amedrentar a otras organizaciones, hostigar a otros manifestantes y agredir a los comerciantes judíos de la ciudad. Un par de años más tarde se convertirían en la infame SS.

A partir de ese momento la biografía de Hitler se vuelve una con la historia de Alemania, el lector descubre que el futuro líder del partido Nazi es tratado por sus seguidores y adeptos como una figura de representación que sirve para encubrir y ocultar una ausencia de valores más que para representar una verdadera ideología.

Intentar resumir una biografía es una apuesta perdida de antemano. El lujo de detalles que el biógrafo presenta, analiza y coteja a lo largo de las casi 1800 páginas de estos dos volúmenes se vuelven inteligibles porque ayudan al lector a entender una lógica oscura pero existente en lo que fue la representación y narración de la historia política de ese cuarto de siglo que marcó para siempre al país y a sus ciudadanos.

El lector aprende, no sin algo de alivio, que no hubo nunca nada extraordinario en Hitler. Sus manías y excentricidades, su antisemitismo extremo y rabioso, todo fue azuzado, cultivado, sus ideas estaban ya flotando en esa Europa hipócrita que hizo del histrionismo, el desplante ideológico y la farsa un movimiento político, como lo fue en mayor medida el Nazismo.

Hoy en día, me parece esa la razón más importante para revisitar este ignominioso personaje de nuestra historia, saber que en todo momento de nuestra vida política hay un pequeño Hitler en potencia al acecho, intentando corromper nuestra historia.

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Adolf Hitler, Alemania, Biografía
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