Opinión

[La Tana Zurda]Guillermo Gutiérrez Lymha (Lima, 1962 – 2025), figura emblemática de la contracultura poética peruana, ha partido. A inicios de la década de 1980 fundó el Movimiento Kloaka y en el presente siglo publicó dos poemarios fundamentales: los poemas en prosa La muerte de Raúl Romero (2006) y los cuatro extensos poemas de Infierno iluminado (2022). Y con su partida, queda flotando en el aire una última confesión que me enviara por Messenger el 1ero de enero de 2024, donde plasmó, con crudeza y desgarro, el peso insoportable de la soledad, la ruina emocional, y el fracaso no solo personal sino generacional.

No es solo un testimonio. Es un poema en bruto, no escrito en versos sino en lágrimas, en rabia, en desesperanza. En ese mensaje íntimo, Guillermo me decía -como quien lanza una botella al mar desde el último escalón de la vida- que se sentía un muerto civil, atrapado en una casa ahogada de malas vibras, olvidado por los demás y traicionado incluso por la utopía contracultural que abrazó en los años ochenta. Había en él una herida que no cerraba: la relación con su madre, una convivencia marcada por el desgaste, el deber, la culpa y el amor imposible de expresar en medio del colapso diario. La muerte de ella fue su quiebre definitivo. La culpa lo carcomía, no tanto por lo que hizo, sino por lo que no pudo evitar. Lo que relata de esos días -cuidarla, limpiarla, escucharla gritar, y luego verla morir en soledad- es un pasaje brutal, casi bíblico, de un hombre que lo dio todo sin saber cómo 

darlo bien, y terminó roto por no poder más.

Él no pedía glorias, ni homenajes, ni fama. Pedía algo más sencillo y más esencial: un saludo, una escucha, una oportunidad de trabajo, un poco de dignidad. Pero le fue negado. El silencio del entorno -salvo unas pocas manos amigas- fue ensordecedor. No lo derrumbó una enfermedad o un enemigo; lo mató la indiferencia, el abandono, la sensación de ser prescindible en un mundo donde incluso sus libros ya no parecían servir. En su mensaje también hay un dolor generacional: la contracultura que lo impulsó como joven poeta, ese movimiento rebelde que se atrevió a gritarle a la dictadura del conformismo, según él, se diluyó en caricaturas y oportunismos. Se sintió traicionado por esa historia también.

Guillermo se autodefinió como un “ultracolino” -un término que no necesita explicación porque duele solo al leerlo-. Vivía con dos perritos que lo salvaban del abismo y con una biblioteca que ya no podía vender sin perderse a sí mismo. La tentación del suicidio estaba ahí, agazapada, pero resistía. ¿Qué lo sostenía? Tal vez ese resto de dignidad de quien no quería “llorarles”, ni rogar, ni convertirse en una caricatura del mártir.

Lo que ocurrió con Guillermo Gutiérrez fue mucho más que una simple tristeza; fue la culminación de una serie de injusticias que, según sus propias palabras expresadas un día antes de su fallecimiento a su amigo Miguel Rivera, no eran casualidades. Conocido en los últimos años como el Tío Factos en el canal de streaming La Roro Network, Gutiérrez se ganó el cariño de una nueva audiencia gracias a su estilo único: una mezcla de crítica aguda, ironía y ácida reflexión. Sin embargo, el destino de su programa cambió abruptamente cuando la cadena decidió maniobrar los horarios y días de emisión de manera inconsistente, justificándose con razones empresariales que para él eran torpes y sin fundamento. Según Gutiérrez, empezaron a mover el programa de horario, colocando en su lugar partidos sin relevancia, con el pretexto de “relevancia deportiva”, además de promover programas más superficiales y sin contenido de valor. Esto, en su opinión, era parte de una estrategia empresarial que priorizaba el show sobre el contenido genuino y la lealtad a quienes realmente aportaban algo a la cultura. 

Su última aparición, un episodio lleno de entusiasmo y opinión trasmitido el pasado 19 de marzo, fue opacada por una serie de cambios de horario y falta de comunicación, que dificultaron que la audiencia pudiera seguir su trabajo. Para él, lo que estaba en juego era mucho más que la cancelación de un programa: era una lucha por el respeto y la lealtad en un medio cada vez más dominado por los intereses comerciales. Al final, lamentó que las injusticias fueran minimizadas por la indiferencia de la gente, dejando que los troles y la superficialidad prevalecieran sobre aquellos que realmente valoraban su trabajo. Esto le provocó un profundo desgaste emocional, que, aunque no lo sumió en pánico o ansiedad, sí le causó una angustia que solo podía aliviar compartiendo su dolor en la calle con la gente, vendiendo libros y conversando sobre la vida. A pesar de todo, se mostró decidido a no dejarse vencer por la humillación, y con un espíritu desafiante, expresó que, aunque no tuviera nada, seguiría luchando hasta el final, pues la batalla no era solo suya, sino de quienes realmente apreciaban su programa.

Hoy, al rendirle este tributo, no solo debemos hablar del poeta, del militante de la palabra, del luchador cultural. Debemos recordar al hombre que escribió con el corazón en carne viva, que no tuvo miedo de decir que estaba destruido, que pidió ayuda sin rodeos, que gritó sin metáforas.

Nos queda la deuda de haberlo escuchado tarde o de no haberlo escuchado nunca. Nos deja una voz que fue literatura viviente, incluso en su desesperación. Y aunque él decía haber fracasado, hay una verdad en su palabra que nos sobrevive. Y eso, a fin de cuentas, también es poesía.

Descansa, Guillermo. Que no repitamos el olvido de tu grito.

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La casi nula respuesta del pueblo ante un gobierno con menos del tres por ciento de respaldo y anteun congreso cuyo descrédito roza lo universal es una señal alarmante e iluminadora del profundo desencanto que devora al Perú. Aparte de marchas esporádicas como la de ayer por parte de trabajadores del transporte y otros, la gente guarda silencio. El 97% que se opone al statu quo realmente no lo está demostrando.

¿Cómo podemos entender a un país tan dispuesto a levantarse en una rebelión apasionada contra regímenes autoritarios y cleptocráticos, pero que parece casi en coma ante el grotesco espectáculo de la decadencia institucional?

Gran parte de la respuesta tiene que ver con la informalidad (no solo económica), que es también moral y cívica. El Perú ha soportado décadas de un estado ausente o venal, y en ese abandono ha aprendido a desconfiar de toda autoridad, viendo la política como un pantano donde no crece nada más que el cinismo. Permanecen en silencio, porque no abrazan nada. ¿Cuál es el punto de salir a marchar cuando sabemos —y no sin razón— que algunos deben hundirse para que otros, que no son ni mejores ni peores, puedan navegar?

La visión más extraña y casi darwiniana sobre la supervivencia también está presente: cada uno aferrándose a su pequeña economía, al día a día que no les permite levantar la cabeza. La protesta es un lujo para algunos, para aquellos que venden en el mercado, para aquellos que tienen que conducir un taxi, para aquellos que cuidan a los niños sin ayuda estatal. La ira, que no se manifiesta en el ámbito político, la alimentamos en silencio.

Y luego también incide la posibilidad embriagadora de futuras elecciones. El discurso ha engendrado una dinámica de «votar» como el camino hacia una «solución», solo con caras de una generación diferente pero los mismos temas. Los ciudadanos se retiran, esperando un milagro que no llegará. Pero no hay que engañarse: el silencio no es paz. Es solo un síntoma de una erupción inminente.

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Sudaca, Sudaka

Mario Vargas Llosa es, sin lugar a dudas, una de las figuras más brillantes que el Perú ha dado al mundo en su historia republicana. Tan colorida como sus novelas, su vida ha estado definida por la búsqueda de la libertad, la inteligencia crítica y una feroz lealtad al trabajo arduo. Retirado y con 89 años recién cumplidos, la forma en que su legado intelectual y moral no solo se mantiene intacto, sino que se fortalece con el tiempo, amplía aún más el alcance de lo que ha logrado, como esas creaciones monumentales que muestran el tamaño de su contribución solo a lo largo de los años.

No es solo el Premio Nobel —que, en 2010, coronó una carrera literaria brillante— o los innumerables premios que ha recibido durante décadas en todo el mundo. Es la consistencia ética que sustenta su valentía cívica, una defensa inquebrantable de la democracia liberal, lo que lo convierte en un punto de referencia indispensable en momentos de confusión y mediocridad. No hay en él un cálculo oportunista, ninguna gran concesión al populismo: hay una fe inquebrantable en las instituciones, en la cultura como fundamento de la libertad, en el poder redentor de la literatura.

Desde «La ciudad y los perros» hasta «Tiempos recios», ha escrito como pocos sobre los impulsos humanos, la violencia, el deseo, la ambición, la política y la traición. Pero, además, ha sido capaz de reflexionar sobre el Perú con claridad, angustia y amor, enfrentando prejuicios y deconstruyendo mitos con una pluma afilada y un juicio libre. Incluso cuando sus posiciones políticas fueron controvertidas, no se le puede acusar de timidez o inconsistencia.

Y hoy, no queda más que rendir homenaje. Porque en Mario Vargas Llosa vive no solo el escritor genial, sino también el ciudadano modelo, el hombre que nunca perdió la fe en que el Perú podría ser un país mejor. Ese sueño, tan desafiante como vital, podría ser su mayor regalo.

El embarazo infantil es una forma de violencia que pone en grave riesgo la salud física y mental de las víctimas.  En el Perú, miles de niñas, adolescentes y mujeres son forzadas a enfrentar embarazos no deseados como consecuencia de una violación sexual, exponiéndolas a sufrimientos equiparables a la tortura.

Desde 2023 hasta la fecha, 2,554 niñas menores de 14 años han sido obligadas a continuar con gestaciones producto de la violencia. A pesar de las alarmantes cifras, el Estado no ha implementado medidas suficientes para prevenir tanto la violencia sexual como la desprotección en la que quedan las víctimas de este crimen.

El Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) y el Comité de los derechos del niño (CDN), ha instado al Estado peruano a tomar medidas urgentes para proteger a esta población, incluida la despenalización del aborto en casos de violación sexual. Sin embargo, a pesar de algunos avances, se presentan retrocesos peligrosos, especialmente en lo que respecta al aborto terapéutico, un derecho reconocido por el Código Penal desde 1924, pero que no siempre se garantiza en la práctica.

Una niña de 13 años violentada que intentó suicidarse quedó atrapada entre el conservadurismo y la indolencia. LC necesitaba una operación con urgencia para evitar más daños en su salud, pero la operación no podían realizarla porque estaba gestando. Su madre solicitó la interrupción terapéutica del embarazo, pero esta le fue negada. LC quedó parapléjica para siempre. 

Otra niña de 13 años, Camila, quien quedó embarazada producto de los constantes ataques sexuales de su padre, sufría dolores físicos y crisis emocionales. La madre solicitó el aborto terapéutico y este le fue negado. Posteriormente perdió naturalmente la gestación y fue criminalizada por autoaborto. Extendiendo con ello su sufrimiento y el de su madre. 

Ambos son casos emblemáticos por haber sido litigados en instancias internacionales y encontrar al Estado Peruano responsable de la vulneración de derechos a estas niñas. 

A pesar de esta realidad, las cifras de miles de niñas en situaciones similares parecen no importar a las autoridades actuales. Ni al Ejecutivo ni al Legislativo. Por el contrario, se viene hostilizando a los médicos y presionando para retroceder en la implementación de este derecho. Las autoridades niegan o pretenden desconocer que una gestación en una niña menor de 14 años pone en gravísimo riesgo su salud física y por supuesto la mental. 

De hecho, las cifras de mortalidad de materna son mayores en esta población, pues sus cuerpos no están preparados para una gestación. Obligarlas es un acto cruel y muchas veces un asesinato. El año pasado, una niña de 13 años falleció durante el parto. Responsables todos. 

El aborto terapéutico es un derecho humano, y negárselo a las niñas violentadas sexualmente es vulnerar su integridad. El Congreso de la República debe cumplir su rol de fiscalización, pero no debe usar esta facultad para amedrentar y hostilizar a quienes en cumplimiento de su función defienden los derechos y la salud de las niñas.

Lamentablemente el rol del Ministerio de Salud es indolente. Por ejemplo, se conoce que altos funcionarios del MINSA, están presionando a las autoridades del Instituto Nacional Materno Perinatal para que cambien la Guía de práctica clínica y de procedimiento para la atención del aborto terapéutico, aprobada en el 2024 y que busca clarificar la Guía Nacional aprobada en el 2014. 

Es decir, las autoridades indolentes frente a la realidad y solo preocupados por sus alianzas y negociaciones políticas, plantean retrocesos que no les afectan, pero que si precarizan y ponen en riesgo la vida de cientos de pequeñas que tienen que sufrir su irresponsabilidad y ambición. 

Como ciudadanos y ciudadanas, podemos mitigar esto, exigiendo a las autoridades proteger la vida de las niñas. 

Son niñas, no madres. 

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NiñasNoMadres

[Agenda País] Del “Día de la Liberación“ anunciado por Trump con el establecimiento de aranceles (tarifas como literalmente se traduce) al “Día del Arrepentimiento”, pasó solamente una semana.

El 2 de abril pasado, Donald Trump, en una sorpresiva aparición en los jardines de la Casa Blanca, anunciaba al planeta el establecimiento de aranceles, según él, recíprocos, para intentar revertir la balanza comercial deficitaria que tiene los Estados Unidos de América comparándola contra el resto de países.

Aun tratando de entender el estrafalario cálculo por el cual a un país le pone 46% de arancel, a otro 58% y a varios 10%, el impacto ha sido brutal. Las empresas exportadoras e importadoras jalándose los pelos, los consumidores aterrorizados ante aumentos de precios, las bolsas de valores tambaleando y hoy rebotando ante el sorpresivo perdón arancelario que el magnánimo Rey de EEUU, Donald I, ha otorgado a sus súbditos internacionales.

A partir del 9 de abril, todos pagarán 10% de arancel, salvo China, con la cual, cada día que pasa, se suben mutuamente las tarifas. Pero el peligro de una guerra comercial mundial e incluso, una militar, no ha terminado.

Si por ahora el enfoque de la administración Trump es China, lo cual puede desencadenar en escenarios inimaginables, el resto de países tiene 90 días para justificar una contrapropuesta arancelaria. 

Para el Perú, el establecimiento de aranceles adicionales a los pactados en el Tratado de Libre Comercio (TLC)  que el 1ro de febrero pasado cumplió 16 años de vigencia, y donde el 98% de productos están con arancel 0%, podría afectar nuestras exportaciones, más aún hoy, que la ventaja relativa de tener el menor arancel (10%) se ha perdido. 

Va a depender de la agilidad de los empresarios en revisar costos y márgenes en la cadena de comercialización, y del estado peruano, principalmente del Ministerio de Comercio Exterior y Turismo (MINCETUR) para la negociación y de PROMPERU en la promoción comercial y búsqueda de nuevos mercados y nichos a través de su red de Oficinas Comerciales en el Exterior (OCEX), para que este 10% sea atenuado y no afecte, principalmente, a los pequeños productores.

El Perú importó de los Estados Unidos en el 2024 un poco más de USD 10 billones mientras que le exportamos al mercado norteamericano USD 9.55 billones, es decir, una balanza comercial superavitaria para el país del norte. Entonces, ¿por qué adicionar aranceles a un país, pequeñísimo en términos de intercambio y con el cual se tiene superávit comercial?

Según el documento emitido por la oficina de Donald Trump, titulado “Barreras en el Comercio International” (Foreign Trade Barriers), si bien el Perú y Estados Unidos mantienen un TLC con cero aranceles, la Casa Blanca considera que existen otras barreras no arancelarias que generan sobrecostos en los productos peruanos, los cuales, se incluyen en los precios de exportación. Esto, para los Estados Unidos, tiene un valor del 10%.

Estas barreras no arancelarias van desde infracciones a la propiedad intelectual, nuevos requerimientos para la importación de carne, regulaciones de la Comunidad Andina sobre cosmética, la extensión de la moratoria a la biotecnología, requisitos para compras gubernamentales, temas sanitarios y fitosanitarios, barreras al comercio digital y procedimientos regulatorios, prácticas laborales, entre las más resaltantes.

Si en estos 90 días el Perú puede presentar un plan con acciones específicas, metas claras y fechas de realización para resolver estos impasses, muchos de los cuales los Estados Unidos considera como violaciones al TLC, no solamente tendremos la oportunidad de regresar al arancel 0% sino, además, iniciar un camino de formalización largamente esperado, así como entrar, más de lleno a la modernización digital, la simplificación administrativa y la inclusión de la biogenética en la agricultura.

Si había necesidad de hacer tanto show (bueno, Trump tuvo un programa de televisión muy exitoso) es algo que podría quedar en la anécdota si al cabo de los 90 días el mundo vuelve a una relativa normalidad en el comercio internacional. 

Pero si esta guerra comercial, ahora enfocada en China, no se resuelve, junto con los conflictos que continúan con la invasión de Rusia a Ucrania, y el de los rehenes en Gaza, la mecha de un conflicto armado de envergadura mundial está sobre la mesa.

¡Ya pues Donald, deja de Trumplicarnos! 

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El proteccionismo de Donald Trump —símbolo de un pensamiento económico que ve al mundo no como un potencial encuentro de intereses complementarios, sino como una arena donde vencer a otros es lo que más cuenta— nos lleva, sin eufemismos, al precipicio de la locura. Si el presidente sube los aranceles a China con el sombrío celo de alguien convencido de que bajar a los demás es el camino para elevarse a sí mismo, revive antiguos enemigos del nacionalismo económico, enemigos que una vez desencadenaron crisis devastadoras.

China, por supuesto, responde. ¿Cómo no iba a hacerlo? Lo hace no solo por orgullo, sino porque el mundo del nuevo orden global —conseguido arduamente durante décadas de interdependencia y cadenas de valor transnacionales— con sus vastas fronteras, no tolera rendiciones unilaterales. La guerra comercial no trae prosperidad, sino que instala incertidumbre, contracción del comercio, aumento de los precios de insumos y, lo más importante, siembra las semillas de una recesión global.

La Reserva Federal, ese guardián siempre vigilante que ha visto esta película antes, comienza a escuchar el zumbido de la inflación. Los precios aumentarán, la inversión disminuirá, y el consumo se contraerá. Los economistas, incluso los más austeros de ellos, esta vez son más audibles: enfrentaremos una tormenta perfecta si el mundo no cambia el rumbo en el que está.

El proteccionismo trumpista —más idea que interés, más instinto que intelectualismo— está teñido con la marca de la traición a la comunión liberal que sustentó la prosperidad de Occidente. Es un abrazo al tribalismo económico que desconfía de los forasteros, se cierra a la conversación, ve cada importación como una amenaza, cada tratado como una rendición. Es, después de todo, una negación del mundo moderno.

¿A dónde nos lleva todo esto? A un retroceso de la civilización. A un período de muros, no solo del tipo físico sino mental, donde la cooperación será percibida como debilidad y la confrontación como virtud. Y en ese mundo, recordando las oscuras décadas del siglo XX, no hay ganadores. Solo ruinas. Solo humo. Solo historia, que no aprende sus lecciones, repitiéndose como una farsa

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Sudaca, Sudaka, Trump

[Música Maestro] De los ochenta años que va a cumplir este miércoles 9 de abril, Steve Gadd ha dedicado setenta a la batería. Eso significa que ha pasado casi el 90% de su vida entre tambores, bombos, baquetas y platillos. A pesar de que su nombre no signifique nada para los oyentes promedio, es un hecho que han escuchado más de una vez sus intensos redobles, sutiles plumillas o rítmicos ataques en grabaciones de Paul Simon, James Taylor o Eric Clapton -quien también cumplió 80 esta semana-, tres de los grandes nombres que lo han llamado para trabajar en estudios y giras alrededor del mundo.

Como él mismo cuenta en su página web oficial https://drstevegadd.com/, un tío le regaló su primera batería a los 11 años y de inmediato se obsesionó con la percusión. Pasó por el club de Mickey Mouse, la banda de su escuela secundaria y no paró hasta colarse, siendo todavía un adolescente, en las tocadas nocturnas de astros del jazz como Dizzy Gillespie, Art Blakey u Oscar Peterson en un conocido club de Rochester, ciudad del norte de New York. Años después, cuando fue destacado al ejército, hizo gran parte de su servicio en la banda militar. Su padre, amante de la música, “lo llevaba a todos los conciertos de los artistas que más le gustaban”. Hoy los llevan a los estadios, pintarrajeados y transformándolos en agresivos fanáticos. Eran tiempos mejores.

En el pop-rock, la batería siempre es el último instrumento en mencionarse, a pesar de su importancia que, en muchos casos, puede llegar a equiparar o incluso superar la del tótem indiscutible del género, la guitarra eléctrica. En un concierto, sea de quien sea, cuando llega el momento de presentar a los músicos, escucharás el nombre del batero al final. Y en toda reseña periodística o listado de créditos impreso, la sección de percusión cierra el párrafo, con la batería en último lugar. No importa si es Ringo Starr, Phil Collins o el baterista de Taylor Swift- esta costumbre con más de sesenta años de antigüedad se mantiene inalterable, salvo excepciones.

En el jazz, en cambio, los bateristas líderes son más comunes de lo que uno podría imaginar. Desde Gene Krupa y Buddy Rich hasta Art Blakey, Max Roach y Elvin Jones, la tradición de virtuosos ejecutantes de batería que se ubican al frente es amplia. Estos icónicos bateristas han sido inspiración para varios rockeros que, entre las sombras, brillaban en canciones como, por ejemplo, Moby Dick (Led Zeppelin, LP II, 1969) o Tom Sawyer (Rush, LP Moving pictures, 1981). En esos temas, John Bonham y Neil Peart respectivamente, son absolutos protagonistas. Pero desde el fondo.

Esto es comprensible desde el punto de vista del espacio físico. Con los años, las baterías del pop-rock fueron incrementando su tamaño, añadiendo tambores de distintas dimensiones para ampliar su rango de notas. Desde los años setenta es común ver a instrumentistas que usan, además de la batería convencional, todo un arsenal de percusiones menores -campanas, bloques de madera, xilófonos-, sinfónicas -timbales, gongs-, electrónicas -equipos Simmons-, y pedaleras -doble bombo, hi-hats. 

Desde esa lógica, es más práctico para los bateristas estar detrás. Así disparan el ritmo desde una ubicación fija mientras los demás se desplazan a su antojo. También es lógico desde la construcción del ensamble sonoro, pues son los bateristas quienes, generalmente, marcan el inicio de cada canción con sus baquetas. Al provenir desde atrás, esa indicación alcanza a todos por igual. En géneros asociados al pop-rock como heavy metal o rock progresivo las baterías suelen ocupar muchísimo espacio. En otros, como el punk o el indie rock, son más comprimidas. Desde las gigantescas baterías de Terry Bozzio, con más de cien piezas hasta el simple kit de tres piezas de Stray Cats, las opciones son ilimitadas.Todas van atrás o, en los casos más minimalistas, al centro, salvo.contadas excepciones. En el jazz, esto es más variable.

Steve Gadd unió ambas influencias desde el principio de su carrera, integrándolas para desenvolverse con naturalidad en contextos de soul, jazz, fusión, blues, pop y rock. Gadd comparte esa versatilidad con otros bateristas de su generación como Jeff Porcaro, Simon Phillips, Steve Smith o Vinnie Colaiuta, capaces de tocar baterías básicas y complejas. Ningún baterista que se precie de ser profesional puede no conocer a Steve Gadd, salvo que se trate de un aprendiz, un músico bastante desinformado o un farsante.

Un par de ejemplos de canciones que, en su momento, fueron extremadamente populares, aunque actualmente ninguna radio local dedicada al rubro “retro” las programe, sirven para dejar en claro las habilidades por las cuales Steve Gadd es considerado uno de los mejores de todos los tiempos. En el disco Tug of war (1982), del ex Beatle Paul McCartney, el segundo sin los Wings, destacó el tema Take it away con Gadd haciendo de las suyas, a contramano de la melodía principal. Y en el tema Late in the evening, que abre el quinto LP en solitario de Paul Simon, One-trick pony (1980), el baterista hace gala de su dominio polirrítmico, armando una fiesta que tiene tanto de Cuba como de Mozambique.

Pero si hay una canción que genera consensos respecto de lo bueno que es Steve Gadd es Aja, tema-título del sexto disco de Steely Dan (1977). En la canción, descrita por sus compositores, Donald Fagen y Walter Brecker como “un viaje en el tiempo y el espacio”, el baterista realiza tres solos en perfecta clave de jazz fusión, que acompañan al saxo de Wayne Shorter (Miles Davis, Weather Report), en una colaboración catalogada como histórica por todos los expertos, uno de los hitos más importantes del cruce entre jazz y pop-rock en los setenta. Los redobles y resoluciones del final de esta suite de ocho minutos son épicos, una clase maestra en sí mismos, vertiginosos y emocionantes.

Los inicios formales de Steve Gadd, tras graduarse con honores de la prestigiosa Escuela de Música Eastman de su ciudad natal, se dieron junto a los hermanos Gap y Chuck Mangione (piano y trompeta, respectivamente), otros dos hijos predilectos de la escena musical de Rochester. De hecho, su primera grabación profesional fue en el cuarto álbum del pianista, titulado Diana in the autumn wind (1968), en el que destaca un medley de temas de Simon & Garfunkel incluidos en la banda sonora del clásico film The graduate, que protagonizaran ese mismo año Dustin Hoffman y Anne Bancroft. En aquella banda coincidió con su compañero de escuela, el bajista Tony Levin (Peter Gabriel, King Crimson), una amistad que se mantuvo a lo largo de sus exitosas carreras. Aquí podemos ver un video de ambos, muy jóvenes, tocando con Chuck Mangione, en el festival suizo de Montreaux, en 1972.

Paralelamente, Gadd fue forjando la potencia y control de su estilo en dos grupos de jazz, funk y fusión que hizo delirar al circuito de clubes en New York durante los setenta. El primero se llamó L’Image, junto a Tony Levin (bajo), David Spinozza (guitarra) y Warren Bernhardt (teclados). Para la segunda mitad de esa década, ya convertido en uno de los sesionistas más solicitados, se unió a Stuff, junto a Eric Gale y Cornell Dupree (guitarras), Richard Tee (teclados) y Gordon Edwards (bajo), director del combo. Stuff grabó cinco álbumes entre 1975 y 1980, hoy considerados de colección, así como sus residencias semanales en el legendario club de jazz Mikell’s, en la calle 97 del Uptown en Manhattan -cerrado desde 1991-, donde Gadd dejó su marca indeleble.

Entre 1973 y 1980, el neoyorquino tocó en cientos de sesiones –“cuando uno está joven, acepta todas las llamadas” le comentó en reciente entrevista al YouTuber Rick Beato-, adquiriendo experiencia y ganando respeto entre sus pares. Por el lado del jazz, fue uno de los bateristas principales del sello CTI Records, especializado fusión y smooth. Y por el lado del pop, canciones de alta rotación en radios norteamericanas como You make me feel like dancing (Leo Sayer, 1976), 50 ways to leave your lover (Paul Simon, 1975), Just the two of us (Grover Washington Jr., 1980) tienen su impredecible sonido. Gadd y sus compañeros de Stuff formaron la base instrumental de un himno de la música disco, The hustle, del pianista y productor Van McCoy (LP Disco boy, 1975).

Si algo le sobraba a Steve Gadd en esa época, era trabajo. El tecladista Chick Corea lo invitó en 1973 a unirse a su supergrupo Return To Forever, que se alistaba para lanzar su tercera placa discográfica, Hymn of the seventh galaxy. Gadd declinó de la oferta “para estar más cerca de su familia”. En años posteriores, se juntaron para grabar fantásticas composiciones en álbumes clásicos del prolífico pianista, como Night sprite (The Leprechaun, 1976), Humpty Dumpty (Mad Hatter, 1978), Samba song (Friends, 1978) o Love castle (My Spanish heart, 1976). 

Esta amistad musical se prolongó durante las siguientes décadas en producciones como el alucinante Three quartets (1981) o Chinese butterfly (2017), ya como The Chick Corea + Steve Gadd Band, que incluía a Carlitos del Puerto (bajo), Lionel Loueke (guitarras), Steven Wilson (saxos) y Luis Quintero (percusión). Con esta formación, ambos tocaron en Lima, en el auditorio del Pentagonito, el 27 de octubre del 2017. Gadd admiraba a Corea por su ética de trabajo y su pasión por componer siempre cosas nuevas para la batería. Por su parte, el pianista fallecido en el 2021 consideraba a Gadd como “el mejor baterista con quien le había tocado trabajar”. Aquí podemos verlos en acción, en el legendario Blue Note Jazz Club de New York.

Al Di Meola, otro de los integrantes de Return To Forever, también tuvo a Steve Gadd entre sus principales colaboradores cuando decidió iniciar su discografía como solista. En las canciones The wizard (Land of the midnight sun, 1976), Elegant gypsy suite, Flight over Rio (Elegant gypsy, 1977) y en los álbumes Casino (1978), Splendido Hotel (1980) y Electric rendezvous (1982), la batería de Gadd brilla y retumba, adaptándose al electrizante estilo del guitarrista. 

El 19 de septiembre de 1981, Steve Gadd entró de manera definitiva en la historia contemporánea de la música norteamericana, al formar parte de la banda que tocó con Simon & Garfunkel en el multitudinario concierto en el Central Park. Aquel reencuentro del famoso dúo de folk-rock, organizado para recaudar fondos que permitieran recuperar a esta enorme y emblemática zona de la ciudad que nunca duerme, reunió a casi medio millón de personas y fue, además, transmitido por la cadena televisiva HBO, convirtiéndose en uno de los eventos en vivo con mayor público. 

Durante los ochenta, además de continuar su intensa agenda de sesiones para grandes estrellas del pop y el jazz, Gadd fundó The Manhattan Jazz Quintet, banda de jazz fusión con la que produjo una decena de discos en estudio y en vivo. Asimismo, se mantuvo activo en el circuito rockero, saliendo de gira de manera constante con Paul Simon y Eric Clapton. Idolatrado por la comunidad mundial de bateristas, Steve Gadd encontró tiempo para comenzar a producir su propio material, armando proyectos como The Gadd Gang, con compañeros a quienes había conocido en su largo camino como el bajista Eddie Gómez, el saxofonista barítono Ronnie Cuber y el pianista Richard Tee.

Una de las particularidades del estilo desarrollado por Steve Gadd es su capacidad para hacer variaciones usando patrones básicos con las baquetas, una práctica que incluso lo ha llevado a escribir libros y grabar videos instructivos. Este conjunto de secretos y consejos para sonar más diverso y polirrítmico es conocido, entre los bateristas, como los “Gaddiments” -unión de su apellido “Gadd” con el término “rudiments” que significa, literalmente, “rudimentos”, aludiendo a la naturaleza elemental de esos redobles, que remiten a las bandas militares. La combinación de repiques con golpes de bombo en distintos lugares de cada compás genera la sensación de estar escuchando ritmos diferentes.

Los últimos veinticinco años han sido de enorme actividad musical para Steve Gadd, al margen de las modas y a salvo de incómodos protagonismos. Su experta batería fue utilizada por el guitarrista Eric Clapton para diversos lanzamientos blueseros como Riding with the king (2000) junto al legendario B. B. King o el tributo a Robert Johnson (2001). También fue parte de su banda en varias ediciones del Crossroads Guitar Festival, entre 2013 y 2019. Algunos años antes, en 1997, Steve Gadd y Eric Clapton integraron un supergrupo que completaban Joe Sample (telados), David Sanborn (saxo) y Marcus Miller (bajo). Una maravilla para el oído. En el 2015, Clapton incluyó a Gadd en la banda con la que celebró sus 70 años en el Royal Albert Hall de Londres.

En cuanto al jazz, Steve Gadd produce y lidera interesantes proyectos, siguiendo la tradición iniciada en los años dorados del bebop de sus admirados Art Blakey, Elvin Jones y Tony Williams. Por ejemplo, tenemos a The Gaddabouts, cuarteto de pop-jazz relajado, al estilo de Norah Jones, integrado por él en batería, Pino Palladino y Andy Fairweather-Low, dos experimentados músicos de sesión, en bajo y guitarra; y la vocalista Edie Brickell, recordada por el exitazo radial What I am, del primer LP de su grupo The New Bohemians, Shooting rubberbands at the stars (1988). Sus dos álbumes, The Gaddabouts (2011) y Look out now (2012) recibieron muy buenos comentarios de la crítica especializada.

El 2009 vio la reunión, después de casi cuatro décadas, con sus compañeros de L’Image -Tony Levin, Mike Mainieri, Warren Bernhardt y Dave Spinozza, para conciertos en Estados Unidos, Europa y Japón. Al año siguiente, apareció el disco en vivo Steve Gadd & Friends Live at The Voce, una exhibición de elegante jazz de salón con toques de funk y fusión, en el que destaca su gran amigo Ronnie Cuber, tristemente fallecido en el 2022, en el saxo barítono. Y, en paralelo, tenemos a The Steve Gadd Band, con álbumes como Gadditude (2013), 70 strong (2015), Way back home (2016) o Steve Gadd Band (2018), que recibió el Grammy a Mejor Álbum de Jazz Contemporáneo.

No conforme con todo ello, Steve Gadd disfruta compartir todos sus conocimientos a través de clínicas musicales. Bajo el nombre de Mission From Gadd -jugando con el parecido fonético entre “Gadd” y “God”-, el baterista retornó a la escena del masterclass con una breve gira por doce ciudades de Estados Unidos. Sin querer queriendo, estas sesiones ante alumnos y fanáticos de la batería se extendieron hasta el 2010, con fechas en Canadá e incluso Europa. En el 2005 recibió un doctorado honorífico del prestigioso Berklee College of Music de Boston.

Steve Gadd sigue trabajando, ya sea con su nuevo trío -junto a Michael Blicher (saxo) y Dan Hemmer (piano, teclados)-, presentando su biografía A life in time, escrita por el educador y baterista Joe Bergamini (Hudson Music, 2023) o ensayando con su gran amigo Paul Simon, para la gira A quiet celebration tour. A pocos días de cumplir 80 años, es toda una leyenda en permanente actividad.

 

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Lo que es fascinante —y profundamente revelador— sobre el fenómeno de Martín Vizcarra es la evidencia de que, en el Perú, la memoria política es corta, pero la repulsión hacia la clase gobernante es tan persistente como una enfermedad sistémica.

En un país donde el descrédito de los partidos tradicionales ha alcanzado proporciones épicas, Vizcarra se presenta, a pesar de sus propias sombras, como una figura que se convirtió, aunque solo fuera por un momento, en «uno de nosotros», alguien que encarnó una ilusión: la del moralista outsider enfrentando un aparato de poder corrupto.

Es cierto que su gobierno fue mediocre y caótico; la gestión de la pandemia osciló entre la improvisación y el populismo sanitario, y su disolución del Congreso fue ampliamente celebrada por una gran parte de la ciudadanía, aunque, sin embargo, declarada inconstitucional. Para complicar aún más las cosas, hay serias acusaciones de corrupción que en otro contexto habrían sido suficientes para enterrarlo políticamente.

Pero no en el Perú. Porque aquí, en esta tierra apestada de política, un corrupto suena menos aterrador que una mafia.

Vizcarra, con todas sus peripecias, su discurso antipolítico y su enfrentamiento directo con el Congreso, hizo algo que pocos candidatos solo pueden soñar: ser enemigo del sistema. Y en un país donde el sistema se ve como una máquina insaciable de saqueo y cinismo, eso es más que suficiente para lanzar a un hombre al podio de aspirantes presidenciales (por más inhabilitado que esté, le quedan recursos jurídicos internacionales que lo podrían traer de vuelta).

La lección es clara para cualquiera que espere postularse el 2026: se trata menos de lo que puedas proponer que de lo que puedas oponerte. La respuesta no está en los planes de gobierno, sino en las luchas simbólicas. Asaltar el tinglado del poder actual no es una estrategia retórica; para muchos, es una cruzada moral. El pueblo peruano ya no vota por esperanza, sino por venganza. Y en esta coreografía de resentimientos, quien pueda encarnar esa insatisfacción más eficazmente, incluso si tiene algunas cuentas pendientes con la justicia, tendrá opciones genuinas de llegar al poder.

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Sudaca, Sudaka, Vizcarra

[El Corazón de las Tinieblas] 

Un estudiante me preguntó alguna vez por qué algo tan natural como el intercambio cultural resulta hoy cuestionado y tildado de apropiación cultural por el wokismo. Le mencioné el ejemplo de la mujer blanca que eventualmente decide usar trenzas africanas o box braids y que podría ser interceptada en las calles de USA por un activista para enrostrarle su frivolidad, o por tomar como moda una costumbre ancestral.  

¿Se justifica la actuación de la activista? ¿debieron los hippies arreciar contra las multitudes que vistieron pantalones acampanados y que sin embargo no vivían en casas rodantes ni de acuerdo con sus pautas contraculturales? Felizmente, los animadores de Woodstock preferían la paz y el amor. Mencionarlo no es baladí: sobre el odio no podemos construir nada. <<La violencia solo engendra violencia, muerte y destrucción>> nos dijo el Papa Juan Pablo II cuando visitó el convulsionado Perú en Febrero de 1985, entre apagones generales, torres derrumbadas, pobreza extrema y migración masiva. 

La cara opuesta al ejemplo del estudiante lo acaba de vivir la congresista Susel Paredes. A la reportera de un medio televisivo conservador no se le ocurrió nada peor que emplazarla en la puerta del baño de damas del Congreso, impidiéndole el paso, increpándole que si se creía hombre debía acudir al baño de varones. Desde nuestra mirada, el solo hecho amerita la suspensión indefinida de la periodista. Más allá de eso, y más allá de que Susel le aclaró -con el aplomo que solo otorga décadas de lucha- que ella era homosexual y no trans, la abierta discriminación en contra de la orientación sexual de la representante es el agrio sabor que nos deja un incidente que jamás debería repetirse. 

Recién Stalisnao Maldonado escribió sobre un tema que hemos atendido en esta columna en varias ocasiones: los excesos de un wokismo que, paradójicamente, nació del liberalismo y los derechos fundamentales pero que devino en su versión más distorsionada e insidiosa. Maldonado llama a recuperar dichos derechos, llama a luchar por las minorías sexuales, por los pueblos originarios pero, al mismo tiempo, a no olvidar que de esos derechos también gozamos todos los demás seres humanos del planeta.

El gran error del wokismo fue pensar que luchar por los derechos de las minorías implica oponerse y negarles esos mismos derechos a las personas situadas fuera de sus reivindicaciones, así como optar por unos derechos fundamentales en desmedro de otros, de acuerdo con su propia agenda política. 

De allí la lista interminable de abusos y atropellos perpetrados a través de la cultura de la cancelación, así como la descomunal criatura engendrada, que apenas sí se abre paso torpemente sobre el mundo, sin importarle lo que destruye con cada pisotón: Donald Trump.

Fuente de la imagen: www.France24.com

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