Opinión

La fama que precede a los libros escritos por presidentes −o, acaso políticos en general− no es buena. Publicados como prueba de descargo de una carrera política, salen a librerías como indigestos mamotretos que encubren mezquinos arreglos de cuentas con aliados y rivales o como sibilinos intentos de racionalización de caprichos y pasiones políticas. En otros casos, salen a la luz como apresurados panfletos publicitarios de campaña o para adornar una carrera política en ciernes.

Las más de las veces, se trata de trabajos de encargo negociados en la penumbra y anonimato con algún escritor menesteroso de pluma ligera y mercenaria.

Por supuesto también están los escritores o intelectuales que practicaron la política un tiempo y que luego reflexionaron a través de la escritura sobre sus errores, aciertos y la experiencia de la vida pública. Faustino Sarmiento, André Malraux, Vaclav Havel y más cercano a nosotros, Vargas Llosa son algunos ejemplos dignos de mención.

Originalmente concebido como un proyecto editorial de 300 páginas que debió ser concluido en dos años, en cambio, Una tierra prometida es un logrado ejercicio de reflexión, memoria y escritura. De hecho, las casi 800 páginas del libro cubren sólo los primeros cuatro años del gobierno de Barack Obama, hasta el año 2012.

La intención inicial de su autor era de hacer partícipe a sus lectores de lo que “es realmente ser” presidente de la nación más poderosa del planeta. Transmitir por lo menos parcialmente ese sentimiento de frustración e impotencia de ocupar el cargo de presidente y al mismo tiempo depender de un aparato político descomunal que parece tener vida propia. También de mostrar los entresijos de la política partidaria y airear como se definen y negocian las políticas que impactaron no sólo a los Estados Unidos por casi una década, sino en buena medida a la mayor parte del mundo. En suma, describir las habitaciones más recónditas de la Casa Blanca, presentar a sus habitantes e invitados, darle una voz al personal de servicio, en su mayoría asiáticos, hispanos y afroamericanos, que la mantiene viva.

Publicado como un libro de memorias, es también la continuación de un ejercicio autobiográfico iniciado ya en sus dos primeros libros “Sueños de mi padre”, 1994, y “La audacia de la esperanza” (2002): libros que hábilmente combinan elementos autobiográficos y reflexión política para desarrollar un vivido análisis de cómo en esa Norteamérica multirracial, crisol de culturas diversas, pudo darse el fenómeno de elegir un presidente afroamericano.

Empero, la originalidad de Una tierra prometida reside precisamente en que evita convertirse en un mero ejercicio de contrapunto ideológico entre valores democráticos y republicanos, o caer en la tentación de una apología retórica de la cultura afroamericana. En vez de ello, la narración se ofrece al lector como una cautivadora aventura. Barack Husein es un protagonista real, de carne y hueso, abrumado por el descubrimiento de su realidad mestiza de blanco y negro, hijo de una madre de Kansas, y un estudiante becario de Kenia, se lanza en una búsqueda farragosa de su propia identidad ayudado por los libros de Foucault, la poesía de Ralph Ellison, Langston Hughes, Ralph Waldo Emerson y en los conflictos morales de Dostoyevski. No falta el humor en su educación intelectual, hay lecturas que sólo realiza para impresionar a alguna chica, o para fútilmente intentar una relación íntima con una pareja de lesbianas. La escritura no trata de ordenar o mostrar una línea recta entre ese joven imberbe y el expresidente maduro que recuerda. Más bien muestra una ruta sinuosa, plagada de acantilados intelectuales. Se trata de un viaje de reflexión, en el cual el lector acompaña al héroe de esa fusión de culturas distintas y encontradas que es la realidad política y social de los Estados Unidos de Norteamérica.

Hay, en esa historia, un héroe que actúa, decide, consulta, interpela y al mismo tiempo intenta mantener una vida familiar con dos hijas pequeñas. Pero también hay otro que, agazapado detrás del primero, reflexiona, rememora y recuerda constantemente. Ese otro personaje es quien retrotrae el espectáculo caleidoscópico del pasado: quien recuerda el baremo moral de la abuela materna, la comprensión generosa de las debilidades humanas, legado materno. El acopio intelectual y emocional de la cultura afroamericana que resurge una y otra vez como una fuerza tectónica que a veces parece amenazar el proyecto personal de ciudadano americano sin distinción de raza o credo, que el propio Barack Obama trata de construir y vivir.

Una tierra prometida como título es un reclamo a una metáfora de la evolución misma de la cultura e historia de los ciudadanos afroamericanos. La tierra prometida es la alusión y el recuerdo de las generaciones pasadas de afroamericanos, el padre de Obama incluido, a los que no les fue permitido entrar. Se trata de ese pueblo de Moisés, de las canciones afroamericanas, que deambuló por décadas en el desierto: esas generaciones que vivieron y padecieron la segregación, la represión, la generación del Dr. Luther King, de Rosa Parks, de los miles de hombres y mujeres de color que vivieron como ciudadanos de segunda solo por el hecho de tener un color de piel distinto. Obama es consciente que él es percibido como una suerte del Josué bíblico que ha hecho caer las murallas de la diferencia racial. No hay orgullo o vanidad en esta toma de consciencia, más bien preocupación y desasosiego.

Obama sin embargo es consciente que la lucha empieza recién, y que en tanto que presidente, no puede, ─o, ¿no debe? ─ ser solo el presidente de los desposeídos afroamericanos o de color. Obama sabe que es también el presidente de la economía más importante del planeta, que su gobierno debe también gobernar con y para la comunidad de inversionistas y operadores de Wall Street. Que debe alinear los intereses del país con el de los accionistas de las grandes empresas constructoras de automóviles, con las transnacionales que reclaman excepciones fiscales y al mismo tiempo deslocalizan sus fábricas fuera del país dejando sin trabajo a miles de americanos. En fin, que debe lidiar con los generales del ejército más poderoso y mortífero del planeta.

La magia de la memoria

Por la lista de agradecimientos al final del libro se deduce que a un equipo de personas les fue encomendada la misión de cotejar cada uno de los hechos narrados con archivos y registros oficiales para comprobar su veracidad y exactitud. Sin embargo, a lo largo de las más de novecientas páginas de Una tierra prometida, el lector se ve envuelto en ese ambiente de inminente zozobra que impulsa y urde la trama de la historia.

La presidencia de Obama durante su primer periodo marcha sin tregua ni sosiego: su administración asume el poder en medio de la mayor crisis financiera de la historia del país, con el sistema financiero al borde del colapso, con millones de familias incapaces de pagar la hipoteca. Pero aún si el lector conoce o recuerda el desenlace de la mayoría de los acontecimientos narrados, al seguir el recuento con la voz que recuerda, quisiéramos que Obama pueda conseguir esa victoria que le fue negada en el Congreso o que no perdiera esa otra elección interna, que lograra que el Huracán Katrina cobre menos víctimas o que las víctimas no fueran en su mayoría los mismo pobres afroamericanos e inmigrantes o, que el desastre ecológico del Deep Horizon fuera menos catastrófico.

Quien hechiza al lector y lo vuelve incondicional de los esfuerzos heroicos del equipo de Obama es el narrador que recuerda, el que condimenta el pasado con las reflexiones del presente o de un pasado más remoto aún. Es en ese contraste de circunstancias que se crea una nueva realidad a medio camino entre la realidad y la literatura.

No sin intención, Una tierra prometida también arroja alguna luz sobre el fenómeno Trump. Como ciertos hermanos mitológicos, Donald Trump es la antítesis de Barack Obama: del padre africano pobre y ausente opuesto al padre europeo que legó su fortuna personal al hijo díscolo para que pudiera iniciar sus negocios, o si se compara el estilo del discurso intelectual, pausado y reflexivo del abogado de color frente a la salida ocurrente, vacua e insolente del blanco que desconoce la geografía o los más elementales modales de la diplomacia internacional. El celo y preocupación por mantener el orden democrático institucional y al mismo tiempo crear espacios de inclusión para las minorías desposeídas en contraposición con la obsesión por el protagonismo cínico e inútil de un presidente oligofrénico y sin escrúpulos que no duda en otorgar amnistía presidencial a sus compinches criminales.

Aunque no lo haga explicito en ninguna de sus páginas, el lector presiente al final del libro que el mayor fracaso del reformismo de Obama y del Partido Demócrata es haber despertado ese monstruo extremista que reposaba arrullado por el orden social dominante de una cultura caucásica anglosajona, en la cual la gente de color solo podía tener acceso a la Casa Blanca como sirvientes o visitantes de alguna escuela pública.

Al cerrar el libro, es inevitable pensar en la política de nuestro Perú, en la profunda transformación social y económica que hemos llevado a cabo en los últimos cincuenta años. Una tierra prometida, nos muestra que cada sociedad debe combatir sus propias quimeras. Y nuestros aspirantes a políticos, deben saber que en la política como en la literatura: los héroes más capaces son los que afrontan los monstruos más terribles.

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Barak Obama, Una tierra prometida

Frente a la ofensiva ideológica de la izquierda por cambiar la Constitución, es preciso que la derecha le entre al debate y zanje claramente con el propósito de tirarse abajo la estabilidad fiscal y monetaria que la Constitución del 93 ha permitido y que ha hecho posible que en el país se reduzca la pobreza y se reduzcan las desigualdades.

La mayoría de candidatos en la partida electoral es de derecha y, sin embargo, no hacen gala de los preceptos ideológicos que los define como tal. Y en este envite planteado por la izquierda sería terrible perder por walk over.

Claramente lo que el Perú necesita es profundizar el capitalismo existente, hacerlo competitivo, extirpar la infinidad de núcleos mercantilistas que en diversos sectores productivos exageran las ganancias y concentran la riqueza artificialmente, en base a leguleyadas, no en función de la libre competencia.

Esa es la tarea pendiente de la transición, dejada de lado últimamente con grosera inacción, lo que nos ha hecho perder grandemente en materia de productividad y competitividad.

La última vez que se produjo una campaña ideológica fue en 1990 y si bien su portavoz Mario Vargas Llosa perdió, impregnó de sus ideas la atmósfera ideológica reinante en adelante. Hoy debiera ocurrir lo mismo. Si todos los candidatos de derecha o centroderecha aprovechan la misma para hacer hincapié en la defensa del modelo económico liberal, le será más fácil a quien nos gobierne del 2021 en adelante llevar a cabo las múltiples reformas que hacen falta para construir una cabal economía de mercado en el Perú.

Si la izquierda y sus ideas económicas triunfan en la próxima elección, el Perú retrocederá décadas de crecimiento. Es menester por ello dar la batalla y no escamotear el debate planteado por la izquierda, que, aunque minoritario, empieza a prender en algunos sectores sociales, aun cuando en muchos casos (como ha revelado una última encuesta de Datum) se responde favorablemente por un cambio de Constitución, pero contrariamente a lo que pretende la izquierda, para hacerla más punitiva, más reaccionaria.

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Constitución del 93, Derecha, Izquierda

Hernando de Soto viene subiendo en las encuestas digamos que sostenidamente. Ha pasado, según la encuesta de Ipsos, de 2% de intención de voto en setiembre a 4% en noviembre; estadísticamente ha duplicado su caudal electoral.

Es junto a Julio Guzmán y Verónika Mendoza parte del pelotón que ha trepado en la última medición. Y en su caso en particular no se detecta vínculo alguno con la reciente movilización anti Merino y antivacancia. Por el contrario, el autor de El misterio del capital, se puso de costado frente al tema.

De Soto es claramente una opción de derecha, pero tiene la virtud de no dejarse encasillar. Se sale de la caja permanentemente. Y lo hace no solo convocando a gente tan dispar como Francisco Tudela y Jorge Paredes Terry, sino también haciendo planteamientos disruptivos o teniendo iniciativas audaces, como retar a un debate a Verónika Mendoza, aun antes de que saliese la encuesta que los mostrase a ambos como beneficiarios del favor popular.

Tiene buen olfato político y será por ello un candidato con visos protagónicos. Por alguna extraña razón, sin embargo, es fértil también en cometer dislates, como, por ejemplo, decir que Patria Roja era quien dominaba a Martín Vizcarra o como cuando, hace unas pocas horas, declaró rotundamente que él había visto una foto de Verónika Mendoza con senderistas (¿?).

Le hemos dado la bienvenida a De Soto a la contienda. Más allá de los brulotes mencionados, aporta ideas y planteamientos programáticos y su peso específico hace que ello irradie al resto de contendores, lo cual puede convertir ésta en una campaña atípica, con debates ideológicos y no solo un torneo de pullas y memes.

Desde ya la suya es una candidatura que asume un pacto electoral para ganar la contienda. Recoge personajes de diversas tendencias y trayectorias. Beberá, sin duda, de buena parte del fujimorismo desencantado, de un sector liberal y también, de sectores populares que normalmente se inclinaban por opciones de izquierda, inclusive radicales. Dependerá de él morigerar sus arrebatos mediáticos irreflexivos si quiere ser tomado en serio.

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Hernando De Soto, Julio Guzmán, Verónika Mendoza

Se ha ido Maradona, un futbolista superdotado, habilidoso y estratega (ambas virtudes suelen abundar, pero raras veces juntas), pero, sobre todo, un tipo al que las eventuales miserias de la vida que le tocó en suerte no manchan.

“Se esté de acuerdo o no con su estilo, nos caiga simpático o no, es rescatable de Maradona su personalidad individual. Se negó a los dictados de la FIFA cuando los consideró abusivos, siempre defendió sus derechos personales por encima, inclusive, de los ¨sacrosantos¨ templos de la opinión pública. No le importó pelearse con los periodistas -aquellos a los cuales los políticos perdonan todo- cuando sentía que lo querían someter a sus intereses. Sabía que se exponía al descrédito, pero no le interesó. Maradona no quería ser nuestro ni de nadie. Él quiere discrepar, no desea ser prisionero de la imagen que todos queremos adosarle, se niega a aceptar el corsé de la fama. Reacciona y muchas veces reacciona mal, pero es explicable. Él quiere ser dueño de sus actos y también, por supuesto, de sus desatinos (…) Es ese Maradona el que vale más”.

Esto lo escribí el 16 de julio de 1994 en la página de Opinión del diario Expreso, pocos días después de que Maradona fuera sancionado por la FIFA por haber arrojado positivo en el examen antidoping en pleno Mundial de Estados Unidos.

Lo reafirmo ahora, 26 años después. A mí el Maradona futbolista me pareció un genio y aseguró mi devoción, pero también y quizás más el Maradona persona, que debió lidiar con las profundas heridas y cicatrices que dejan la extrema carencia en cualquier ser humano y que de pronto es transportado a la riqueza y a la fama agobiante, y que a pesar de ello fue capaz de formarse criterio propio y sensibilidad política, sin que importe un rábano si sus ideas puntuales eran las acertadas o no.

Lo especial era ver a un futbolista capaz de manifestarse cuando muchos otros callaban y callan frente a las monstruosidades de este mundo (la pobreza extrema, la violencia, la marginación, etc.) y que vivió su propio infierno, del que no pudo librarse nunca a pesar de sus reiterados esfuerzos por lograrlo. A ese Maradona completo, mi homenaje hoy que ha decidido partir.

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Diego Maradona, Fútbol

Lo importante de la decisión anunciada por el presidente Sagasti de remover a los altos mandos policiales no radica tan solo en el anuncio en sí mismo, que de por sí es algo bienvenido luego de los atropellos institucionales cometidos durante las protestas por la asunción al mando de Manuel Merino.

Lo relevante, en términos políticos, es que resulta la primera señal de que Sagasti ha entendido que no le basta con asumir una actitud pasiva, centrada tan solo en los objetivos macro de combatir la pandemia, reactivar la economía o asegurar un proceso electoral limpio. Se trata de gobernar y de mandar, en una situación políticamente compleja, con una mayoría adversa en el Congreso y con una calle movilizada que no le va a perdonar la inacción.

No fue el caso de Valentín Paniagua, que llegó bajo similares circunstancias, pero sucedía a un régimen putrefacto, puesto en mayor evidencia por la aparición de los vladivideos y frente a lo cual lo único que se quería era una gestión honesta (a pesar de ello, Paniagua también acometió algunas decisiones ejecutivas).

Paniagua gozó de una luna de miel ciudadana que le permitió sobrellevar un momento terrible de la democracia con una solvencia ética indiscutible. No se le podía exigir más que la reconstrucción moral del país, en sus términos más básicos.

No es el caso de Sagasti. El actual gobernante necesita, por añadidura, mantener niveles de aprobación altos, que van a ser su único activo capaz de refrenar a la coalición vacadora, que hoy solo esta atontada por el mazazo popular recibido, pero que apenas se recomponga volverá a las andadas.

Los intereses mafiosos de un grupo de universidades, coligados a empresas corruptas del Club de la Construcción y lamentablemente a algunos conglomerados mediáticos capaces de sumarse a la desestabilización porque disminuye la publicidad estatal, están allí presentes y apenas sientan que pueden volver a tentar suerte lo harán sin tapujos, sin que les importe nada.

Sagasti está advertido. Lo peor que nos podría pasar como país es que las buenas maneras del Presidente sean síntoma de candidez política.

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Francisco Sagasti

Claramente lo que le importa a la izquierda es cambiar el modelo económico e introducir la posibilidad de que el Estado sea nuevamente propietario de empresas públicas, que haya controles de precios y, sobre todo, que sea el ente público quien diseñe y disponga una suerte de planificación obligatoria de las actividades empresariales privadas que resten.

Ese es su objetivo a la hora de plantear un cambio de Constitución. No les sobresalta, por el contrario, las enormes carencias constitucionales del sistema político, el cual, sin embargo, sí merecería urgente algunas modificaciones (la bicameralidad, por ejemplo).

Si de verdad se tratase de cambiar textos constitucionales, el camino es muy sencillo: se logra un importante número de votos en las elecciones congresales de abril y con la bancada resultante se plantean los cambios soñados. Pero la izquierda sabe que su destino electoral será inocuo para esos propósitos y necesita por ello de una epopeya refundacional como una Asamblea Constituyente para tratar, con ese talante, de lograr sus propósitos.

Hay que resistir este embate de un grupo minoritario del país, como es la izquierda. Las mayorías centristas y derechistas no pueden caer en el juego institucional de quienes apenas representan el 15% o poco más del electorado.

El modelo económico instaurado en la Constitución del 93 debe ser mejorado, pero para perfeccionar los mecanismos de libre mercado, no para desandarlos. Debemos ser una sociedad capitalista competitiva, no una mercantilista como la actual. Eso sí es urgente, pero para eso o no se necesita cambiar la Constitución o a lo sumo se requiere modificar uno o dos artículos, lo que es perfectamente factible con los mecanismos que la propia Carta Magna establece.

Es verdad que no todos los logros económicos de los últimos 25 años son atribuibles a la Constitución del 93, pero queda claro que si en ese lapso nos hubiese seguido rigiendo la del 79, el Perú no habría logrado las tasas de crecimiento que han permitido la reducción de la pobreza y de las desigualdades que hemos visto en estos lustros.

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Constitución del 93, Izquierda

Este lunes entrante el juez Víctor Zúñiga Urday decidirá si acoge el pedido del fiscal José Domingo Pérez para suspender a Fuerza Popular por dos año y medio de cualquier actividad política, como parte de la investigación preparatoria que se le sigue por el caso Odebrecht.

Ojalá no prospere el pedido y no se vicie de esa manera un proceso electoral como el venidero. FP debe poder postular libremente y sufrir las consecuencias de su desplome político. Deben ser las urnas las que cancelen la vigencia de un proyecto político que ha enrarecido la vida democrática del último lustro.

Hoy solo lo acompaña su núcleo duro al fujimorismo y alberga el mayor antivoto de todos los grupos partidarios en la contienda. Sería un milagro que pueda triunfar, peor aún luego de su indecoroso papel en la crisis política que se inició con la vacancia irregular de Martín Vizcarra y el aupamiento vergonzozo de Manuel Merino a la Presidencia y su posterior renuncia.

Los propios círculos de allegados que antaño acompañaban al fujimorismo han decantado en otros lares. Las candidaturas y listas de equipos técnicos o de congresistas de agrupaciones como las lideradas por Hernando de Soto, Rafael López Aliaga o el propio Fernando Cillóniz, hace cinco años seguramente hubieran estado dentro de las filas naranjas.

Ha surgido un impulso protorepublicano masivo en la protesta contra la vacancia. Cientos de miles salieron a las calles y millones participaron en defensa del orden democrático. Por su carácter descentralizado, fue superior inclusive a la convocatoria de la marcha de los Cuatro Suyos. Esa juventud es el principal dique de contención del fujimorismo, agrupación que gracias a las sucesivas torpezas de su lideresa Keiko Fujimori ha terminado arrinconada en un espacio populista, autoritario y conservador muy alejado de los nuevos vientos sociales.

No repitamos el error del 2016. Gran parte de la disfuncionalidad que hemos sufrido con PPK, Vizcarra y Merino, se ha debido al hecho de haber sacado de mala manera a Julio Guzmán y César Acuña de esa campaña.

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José Domingo Pérez

Si se tratase del gabinete inaugural de un gobierno entrante con un mandato de cinco años por delante, lamentaría la falta de concordancia plena entre varios ministros respecto de objetivos políticos y económicos cruciales. La agenda urgente del país exige un shock institucional jurídico por un lado, pero del otro un shock inversor que nos saque de la modorra capitalista en la que estamos inmersos desde hace más de un lustro.

Pero evidentemente no se trata de eso en estos momentos. El gabinete de Violeta Bermúdez tiene ante sí objetivos muy puntuales, y cumplirlos a cabalidad será más que suficiente en la rendición de cuentas que tocará hacerle al final de su gestión. Son 1) control de la pandemia; 2) reactivación económica; 3) aseguramiento de elecciones pulcras el próximo año; y agregaría dos más: 4) lucha contra la inseguridad ciudadana, la misma que se ha disparado producto de la recesión; y 5) defensa de algunos islotes institucionales que no pueden debilitarse, tales como la reforma educativa (Sunedu incluida) o la lucha anticorrupción (con pleno respaldo al equipo especial Lava Jato y Club de la Construcción).

En esa perspectiva, el de Merino no era un régimen de transición sino uno de restauración, que buscaba desandar reformas importantes y que parecía armado para allanarse a las mafias vacadoras (universidades y empresas corruptas en búsqueda de impunidad). Felizmente, este ingreso por la puerta falsa de la DBA fue frustrado por una calle republicana movilizada (a diferencia de Chile, acá el detonante de la algarada no fue económico sino político).

Como el de Paniagua, el régimen de Sagasti debe cumplir objetivos muy puntuales. Y tanto él como su gabinete parecen bien equipados para lograrlo. Si no se aparta de sus tareas esenciales habrá cumplido con creces. Y contra lo pensado, la primera gran víctima política de un buen desempeño de Sagasti y su gabinete será Martín Vizcarra, cuya mediocridad resaltará por contraste.

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Martín Vizcarra, Violeta Bermúdez

Vizcarra deja una herencia política gigantesca. Según la última encuesta del IEP, un 77% de la población aprobaba su gestión (un crecimiento de 17 puntos en medio de la crisis de la vacancia). La gran inquietud es hacia dónde se va a encaminar ese bolsón ciudadano ad portas de las elecciones del próximo año.

Nos sigue pareciendo desproporcionado el apoyo que el expresidente ha tenido, considerando una gestión sanitaria, económica y social bastante mediocre, pero lo cierto es que las cifras no engañan y existe un numeroso grupo de peruanos dispuestos a sumarse a un liderazgo político de centro como el que caracterizaba al exmandatario moqueguano.

Quienes con mayores posibilidades se asoman a recoger el patrimonio vizcarrista son aquellos líderes que mejor parados han salido luego del desmadre de la última semana, con un presidente vacado, otro renunciado y un tercero asumido hace pocas horas.

Allí destaca, sin duda, Julio Guzmán y el Partido Morado, que supo reaccionar de inmediato a la crisis poniéndose en el lugar correcto y en sintonía con la perspectiva ciudadana mayoritaria. En segundo término, Verónika Mendoza, quien con inteligencia estratégica se desmarcó rápidamente de la oligofrenia política de Marco Arana y el infantilismo radical de UPP. Finalmente, aunque en menor medida, por las limitaciones estructurales de las que adolece, George Forsyth, quien, con marchas y contramarchas intempestivas terminó, sin embargo, sumado a la orilla propicia.

Los grandes derrotados son, por supuesto, Acción Popular y Alianza Para el Progreso. AP es el principal autor de la crisis, llevados por una bancada que no respondía si no al único interés de llevar al inefable Merino a la Presidencia con la venia de líderes como Raúl Diez Canseco o Víctor Andrés García Belaunde. Solo una candidatura como la de Yonhy Lescano podría salvar a Acción Popular de un papelón en las elecciones de abril.

En el caso de APP, han sido los portentosos dichos y desdichos de su propio líder César Acuña, enceguecido con capturar cuotas de poder y sin percatarse de que a uno de a los que les convenía un tránsito normal hacia el 2021 con Vizcarra sentado en Palacio era justamente a él, más que a otros.

Se ha movido la foto electoral precedente. Tamaña crisis no ha sido en vano. Ha reseteado el tablero preelectoral vigente. El centro parecía atrapado por la grisura de sus líderes. Hoy retoma bríos.

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Julio Guzmán, Martín Vizcarra, Partido morado
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