Opinión

Qué motiva a un intelectual a arriesgar su reputación académica e intelectual y dedicarse durante prácticamente una década a escribir casi dos millares de páginas sobre Adolf Hitler? Sobre todo, tres cuartos de siglo después de terminada la segunda guerra mundial y tras décadas de toda suerte de investigaciones, revelaciones y escándalos, forenses, políticos y académicos sobre el Nacional Socialismo y la Alemania de la época. De hecho, si consideramos, la infinidad de obras de todo género y libros publicados que colman bibliotecas y archivos especializados en todo el mundo ─más de 120,000─ parecería poco probable que hubiera motivos para publicar una nueva biografía sobre Adolfo Hitler. Más aún cuando la imponente biografía de Ian Kershaw, culminada en el año 1998, también en dos volúmenes, Hubris y Nemesis, sigue aún en librerías.

Hay que acláralo. No se trata de una de esas aventuras editoriales que busca aprovechar alguna efeméride para relanzar algún autor relegado al olvido. Volker Ullrich es un destacado investigador y docente académico que ha consagrado más de medio siglo de su existencia a estudiar, enseñar y publicar sobre varios aspectos de la historia política del siglo XIX y XX de Alemania. Ha dedicado sendos libros biográficos a Bismark y a Napoleón.

Durante varios años director de un suplemento dedicado a reseñar libros políticos en el periódico más prestigioso e intelectual de Alemania, Die Zeit, Ulrich es también una autoridad de referencia cuando resurge la polémica ─dolorosa siempre y regularmente de actualidad─, sobre el rol que jugó la sociedad civil alemana en los crímenes cometidos contra las minorías étnicas en general y los judíos en particular a lo largo de la segunda guerra mundial.

No he encontrado sus declaraciones al respecto, pero yo sospecho que se trata de una obsesión generacional: el profesor Ullrich nació en 1943: dos años antes de la debacle del Tercer Reich. Creció en esa Alemania de la post guerra, avergonzada y horrorizada por su pasado inmediato, plagada de escándalos y noticias sobre los hallazgos macabros en los diferentes campos de concentración en Alemania y en otros países como Polonia, Ucrania.

Quizá esa conciencia de que fue la generación de sus propios padres, tíos, vecinos y amigos del barrio quienes fueron participes de uno u otro modo del ascenso del nazismo y de su personaje más notorio, Adolfo Hitler, ha empujado al profesor Ullrich a intentar desmadejar ese hilo laberintico que comienza con esas preguntas obsesivas y aparentemente insondables: ¿cómo?  y ¿por qué?

En efecto, Volker Ullrich centra su investigación en la intimidad genealógica, social, familiar e intelectual de Hitler. El libro hurga entre los pliegues de una cronología minuciosa, a veces semana a semana, y trata de reconstruir el devenir personal del personaje, de identificar ese momento clave que pudiera explicar el Hitler del futuro. Ullrich no se abandona a una especulación psicológica, más bien, con una disciplina férrea implica y confronta al lector con las fuentes de su propia investigación: las cartas, las postales, los archivos, los documentos, los recibos de alquiler. Todo sirve en el análisis de una existencia que arranca con los abuelos de Hitler, en 1837.

Un abuelo con pretensiones advenedizas que logra abandonar su posición de zapatero y llega a cambiar de estamento social, a humilde funcionario del imperio, en ese rincón apartado que hoy se sitúa en la Republica Checa, un cambio de apellidos que resta inexplicado y misterioso. Una elevada mortalidad infantil, vueltas inciertas en la rueda de la fortuna social y material de esos antepasados toscos e iletrados. Divorcios, paternidades sospechosas, amantes de establo, hijos ilegítimos, escándalos pueblerinos en que los curas deben intervenir para autorizar una unión considerada incestuosa entre primos de segundo grado, diferencias de edad entre cónyuges rayanas en el estupro. En sus orígenes, pareciera que la existencia misma de los ancestros de Hitler hubiera sido frágil y azarosa.

En esas primeras páginas, el lector se va acostumbrando al método del biógrafo acucioso que examina con la paciencia del entomólogo cada aspecto del marco familiar para esculcar mitos y rumores asociados a la biografía de Hitler, sobre su ascendencia judía ─inexistente─ o, sobre la irónica imposibilidad, de demostrar una línea genealógica pura de descendientes Arios, como lo pretendía la ortodoxia nazi. Es en ese mundillo de pretensiones sociales y escabrosa realidad, en la que nace el futuro dictador nazi.

Es interesante esa reconstrucción, en realidad de segundo grado, porque Hitler fue un exacerbado coleccionista de documentos sobre su pasado, haciendo confiscar todo tipo de archivos familiares, y dispuso que fueran destruidos poco antes de su suicidio en abril 1945.

Otras referencias sobre la infancia de Hitler también son examinadas, si sufrió o no una desmedida violencia paterna, por parte de ese padre acomplejado, quien ─a pesar de ser funcionario─, se sabía hijo de un zapatero, si los mimos de su joven madre ─28 años, al momento del parto─ contribuyeron a desarrollar su personalidad ególatra y vanidosa. Se examina su mediocre rendimiento escolar, sus lecturas infantiles, su aptitud para integrarse socialmente con los otros niños de su escuela. El análisis es exhaustivo, aun si los resultados iniciales son magros, no se logra identificar una herida inicial o prematura que logre explicar las peculiaridades más salientes de la personalidad exaltada y maniaca del Hitler adulto.

Pero no se debe soslayar este método y considerarlo como un banal ejercicio hagiográfico: al cotejar versiones de hechos familiares documentados y comparar los materiales con la narración del discurso autobiográfico de Hitler presentado en sus cartas y su libro, Mi lucha, el lector comienza a entender la magnitud del divorcio entre la realidad y la percepción de la misma que Hitler y el tinglado del poder que lo rodea proyecta o quiere proyectar ante la sociedad de su época.

A pesar de la minuciosidad y volumen de información que el biógrafo analiza, la lectura del primer volumen que cubre desde su nacimiento hasta 1939 es fascinante. Hay un seguimiento asiduo del personaje histórico, pero también de las circunstancias materiales y sociales que le toca vivir. La lente con que se enfocan sus acciones siempre se enfoca en los hechos documentales o testimonios: no hay especulación. Incluso en los años más oscuros y de más escasa documentación, previos a su participación en la primera guerra mundial, se perfila aun desde lejos la personalidad maniaca y enfermiza que se va desarrollando paulatinamente. Actitudes que se convierten en características de su personalidad. Un cierto complejo de persecución que se acentúa al no tener un domicilio fijo o una estabilidad material ─es la época de sobrevivencia gracias a la venta de acuarelas en formato de postal. En algún desplante a algún otro vagabundo en su época más paupérrima, o en su obsesión por inventar edificios y construcciones de arquitectura megalomaníaca que se desarrolla en esos mismos años. En todo momento, a lo largo de esos intensos capítulos, el lector encuentra un equilibrio entre la anécdota y la construcción de una personalidad que se engarza en las circunstancias históricas y materiales extraordinarias de la gran guerra.

Los capítulos dedicados al servicio militar de ese joven escuálido, empobrecido y hambriento de 25 años, y a su participación en la Guerra del catorce, son clave para entender muchos aspectos de lo que será el discurso y la actitud del futuro animal político en que se convertirá Hitler. Formar parte del ejército imperial le conferirá ese secretamente anhelado sentimiento de pertenencia a un ente abstracto, y que al mismo tiempo lo dispensa de la carga de mantener relaciones sociales intimas con otros individuos. Así, finalmente, Hitler se entregará a esa realidad de jerarquías y obediencia ciega en el que aparece legítimo desarrollar sueños imposibles de grandeza y megalomanía, justificados por un vago sentimiento patrio, abstracto y ausente de individualidad.

Hitler no es un héroe de guerra, no asciende en el escalafón militar ─por miedo a ser transferido al frente de batalla─, no participa en los grandes teatros de la gran guerra. Sobrevive la traumática experiencia desempeñando un puesto más o menos anónimo en el que si bien no estuvo completamente exento de peligro nunca lo expuso a una verdadera batalla, y sin embargo, y de modo más o menos misterioso, al final de la guerra termina como un soldado condecorado, con la cruz de hierro.

En noviembre de 1918, al final de la gran guerra, la perspectiva de verse desmovilizado del ejército, y verse arrojado nuevamente a la grisalla de una vida sin propósito ni perspectivas, sumió a Hitler al borde de la desesperación. Es precisamente, a partir de estos capítulos, que el libro de Ullrich se vuelve clave para entender el ascenso social y político de Hitler, la biografía personal se convierte inevitablemente en una crónica de los acontecimientos políticos que enmarcaron la vida del soldado Hitler.

La turbulencia política de un imperio alemán que se desmoronaba en republicas efímeras, el fantasma de la Revolución bolchevique, la creciente ola de asesinatos políticos, un sentimiento anti semita, aun vago y abstracto pero que se perfila en los discursos políticos, para simplistamente explicar el zafarrancho económico y financiero de la Alemania de la postguerra, fueron los ingredientes del caldo de cultivo que permitió que las fuerzas militares fueran solicitadas para garantizar el orden policial y contener a los diferentes grupúsculos políticos que manifestaban día tras días en las calles de Múnich.

En lo que se conocería más tarde como el “departamento de inteligencia”, y para llevar a cabo su cometido policial, el comando local del ejercito comenzó a organizar entre otras, sesiones de adoctrinamiento y “antipropaganda” para “educar a los soldados” sobre los peligros de la amenaza bolchevique y reavivar en ellos el vapuleado espíritu del nacionalismo y militarismo. Esas ideas ramplonamente bosquejadas, pero martilleadas una y otra vez con la férrea disciplina militar de la tradición prusiana, constituyeron el núcleo de lo que más tarde sería el “sistema ideológico” de Hitler. Consignas ideológicas contra un imaginado “Mamonismo” que destruía los valores patrios ─idolatría al dios Mamon─ y la denuncia continua de complots de la judería internacional para dominar el mundo.

Casi de la noche a la mañana, Hitler paso de catecúmeno a orador, y, probablemente con sorpresa, descubrió que su discurso obsesivo y exaltado hallaba un eco positivo entre la soldada zafia y algo ebria. Desde un inicio, esas reuniones se celebraron en los sótanos y tabernas de los numerosos bares de Múnich. Así entre ríos de cerveza gratis, lemas exaltados pregonados a voz en cuello, ojos vidriosos y un esfuerzo corporal que lo hacía terminar bañado en transpiración se fue formando el futuro líder del partido nacional socialista. En los meses sucesivos, sus más adictos seguidores, se volverían matones uniformados y con la complicidad de ciertos sectores del ejercito se adueñaron de las calles de la ciudad para amedrentar a otras organizaciones, hostigar a otros manifestantes y agredir a los comerciantes judíos de la ciudad. Un par de años más tarde se convertirían en la infame SS.

A partir de ese momento la biografía de Hitler se vuelve una con la historia de Alemania, el lector descubre que el futuro líder del partido Nazi es tratado por sus seguidores y adeptos como una figura de representación que sirve para encubrir y ocultar una ausencia de valores más que para representar una verdadera ideología.

Intentar resumir una biografía es una apuesta perdida de antemano. El lujo de detalles que el biógrafo presenta, analiza y coteja a lo largo de las casi 1800 páginas de estos dos volúmenes se vuelven inteligibles porque ayudan al lector a entender una lógica oscura pero existente en lo que fue la representación y narración de la historia política de ese cuarto de siglo que marcó para siempre al país y a sus ciudadanos.

El lector aprende, no sin algo de alivio, que no hubo nunca nada extraordinario en Hitler. Sus manías y excentricidades, su antisemitismo extremo y rabioso, todo fue azuzado, cultivado, sus ideas estaban ya flotando en esa Europa hipócrita que hizo del histrionismo, el desplante ideológico y la farsa un movimiento político, como lo fue en mayor medida el Nazismo.

Hoy en día, me parece esa la razón más importante para revisitar este ignominioso personaje de nuestra historia, saber que en todo momento de nuestra vida política hay un pequeño Hitler en potencia al acecho, intentando corromper nuestra historia.

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Adolf Hitler, Alemania, Biografía

La reciente trifulca surgida respecto de la vigencia de la Ley de Promoción Agraria debiera servir también, de paso, para despercudir a la derecha y que empiece a marcar su cancha ideológica sin tapujos.

Claramente, la ley de marras se trata de una norma que en su capítulo laboral ha sido enormemente positiva y así lo reconocen todos aquellos que no están influenciados por prejuicios de izquierda respecto de beneficios laborales inconducentes. Hay encuestas que además indican lo propio. La gente mayoritariamente está a favor de flexibilizar la legislación laboral si la misma va a servir para generar empleo.

Pero la derecha, salvo Fernando Cillóniz, ha guardado cautelas inconducentes sobre la materia. Se anda con remilgos, como si las mayorías pensasen lo contrario a sus puntos de vista. No hay medición de la opinión pública que no demuestre que la mayoría del país comulga con criterios de derecha. ¿Por qué entonces tanto pudor?

Una encuesta de Ipsos a propósito de orientación económica de los peruanos es muy clara. El 13% se autodefine como controlista y el 26% como semicontrolista, es decir un 39%, que no es poco, pero no es la mayoría. En sentido contrario, un 47% se define como de semilibre mercado y un 15% abiertamente de libre mercado. Es un 62% del país que claramente se inclina por un modelo más o menos liberal o afín a criterios que conlleva una economía de mercado.

La mayoría está a favor de la inversión minera, de la privatización de empresas públicas, de la libertad de fijación de precios, de la flexibilización laboral, de la inversión privada primordial, etc.

A ese sector mayoritario del país es al que se debe dirigir la derecha sin pudores tontos. La izquierda le aventaja en ello. Mendoza, Arana, Castillo o Vega dicen lo que piensan y no se andan en curatelas absurdas. Y así van creciendo poco o poco o convenciendo a los incautos.

La definición de esta elección va a ser muy apretada y no va a influir para nada el sambenito de que mientras más al centro se sitúe uno mejor le va a ir. Por el contrario, la soberana crisis múltiple y simultánea que vivimos ha sincerado los pensamientos de la gente. Es hora de que los candidatos de la derecha lo entiendan así.

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Francisco Sagasti, Ley de Promoción Agraria, Paro

Es una feliz conjunción la presencia de autoridades mujeres en altas instancias del poder, tales como Marianella Ledesma en el Tribunal Constitucional, Elvia Barrios en el Poder Judicial, Zoraida Ávalos en la Fiscalía de la Nación, Violeta Bermúdez en la Presidencia del Consejo de Ministros y Mirtha Vásquez de Presidenta del Congreso de la República, amén de diversas ministras, sumadas a la también inédita presencia de mujeres en las cabezas de importante gremios empresariales (María Isabel León en la Confiep, Leonie Roca en AFIN, Claudia Cooper en la Bolsa de Valores, Elena Conterno en IPAE, Cayetana Aljovín en la Sociedad Nacional de Pesquería, Elena Torriani en la Cámara de Comercio de Lima, y por añadidura Carmela Sifuentes en la CGTP).

Por supuesto, es indicador del permanente avance del empoderamiento de la mujer en la sociedad peruana, pero no puede destacarse esta presencia significativa si no va a la par de la puesta sobre el tapete de sinfín de puntos de agenda que es menester atender. Se debe pasar de lo femenino a lo feminista. Y allí hay mucha tela por cortar.

Por ejemplo, desde el sector mujer, implementación y presupuesto para la política de igualdad de género, reforma del Programa aurora, programa que busca prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres, pero que tiene muchísimas quejas sobre atención.

Desde salud, seguimiento a la aplicación del protocolo de aborto terapéutico y garantizar que se distribuya la AOE (anticoncepción oral de emergencia). A la postre, el país ya debería incorporar desde el más alto nivel la posibilidad de aprobar el aborto de libre albedrío (¿alguna de las mujeres citadas lo pensará y estará dispuesta a promoverlo? Sería de inmensa ayuda).

Se debe, asimismo, garantizar el enfoque de igualdad de género e intercultural en el sistema de búsqueda de personas desaparecidas e impulsar un protocolo interinstitucional para la atención e investigación de casos de mujeres y niñas desaparecidas.

Debe haber asimismo una estrategia nacional para erradicar la política de sueldos diferenciados que existe en el sector público y privado dependiendo de si el trabajador o ejecutivo es hombre o mujer.

Estas son tareas que corresponden a la gestión de Sagasti. Ya es hora de que la agenda feminista se instale como política pública y qué mejor que la grata circunstancia de tener a tantas mujeres en cargos de influencia para propender a ello y para exigirle al gobierno que haga al respecto.

El gobierno no viene dando pie con bola. Ahora anuncia que quiere derogar el aspecto laboral de la Ley de Promoción Agraria y dejar incólume el tributario, cuando es exactamente al revés lo que la realidad aconseja.

En verdad, la flexibilidad laboral que existe en el agro o en sectores como construcción civil debería extenderse al resto de la economía (iniciativas como la bautizada “ley pulpín” eran buenas, pero la algarada callejera se la tumbó). El llamado régimen general laboral es solo posible de ser cumplido por las empresas con alta productividad y así ya lo están haciendo.

En general, lo que se necesita en el agro es modernizar a la pequeña propiedad, que se integre al gran mercado y de esa manera mejore su rentabilidad y por ende las remuneraciones de sus trabajadores (ellos sí en situaciones casi feudales de subsistencia).

Si el Ejecutivo insiste en su propuesta o lo que es peor el Congreso va más allá y deroga la ley completa, el principal afectado va a ser el trabajador agrario porque o será despedido, reemplazado por máquinas o simplemente transitará hacia la informalidad.

Lo peor que puede hacer Sagasti es disponer un gobierno hiperreactivo a las crisis. Se publican diez comunicados rancios contra la purga policial, se vuela al ministro; le hacen bloqueos en las carreteras, se tumba la ley, sin meditar correctamente; y así sus ocho meses van a ser un suplicio político.

Por lo pronto, haría bien en afinar una estrategia frente a la protesta social. Normalmente, en periodos preelectorales suelen intensificarse, pero en el caso particular que vivimos, sin posibilidad de que se desplieguen campañas electorales propiamente dichas (mítines, visitas, etc.), la protesta se convierte en un mecanismo de campaña.

Frente a ello, tiene que tener reflejos y a la vez sapiencia. No se trata de querer contentar a tirios y troyanos. A la izquierda le ofrece volarse la ley y a la derecha le garantiza represión. Al final, lo peor de ello, es que ni la izquierda ni la derecha van a quedar contentas y el gobierno va a transitar antes de lo pensado por una crisis de subsistencia. A este paso va a llegar extenuado a las elecciones de abril del próximo año.

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Francisco Merino, Francisco Sagasti, Gobierno

El presidente Sagasti le ha entregado la cabeza del ministro del Interior, Rubén Vargas, a los termocéfalos del Congreso, quienes llevados de las narices por la ultraderecha local, amenazaban con no darle el voto de confianza al gabinete Bermúdez si se mantenía en el cargo al titular del Interior.

Por lo que se ve, la mano firme cuando escribe, acaricia y golpea -según sus términos-, se empezó a poner temblorosa a la primera andanada política.

Quizás se cometieron algunos errores en la purga policial desplegada por Vargas, pero eso se podía resolver rápidamente sin necesidad de descabezar un proceso necesario, que tenía como objetivo controlar la corrupción policial y sancionar a los responsables de los abusos cometidos durante las movilizaciones recientes. Pero lejos de eso, no solo se saca a Vargas sino que se nombra en su reemplazo a su antípoda. Marcha atrás vergonzosa.

Ya Sagasti había transmitido una sensación de debilidad cuando en su mensaje de asunción del cargo se dedicó a engreír a los mismos congresistas que horas antes habían vacado malamente a Vizcarra e impuesto al inefable Manuel Merino, un operativo digitado por las mafias universitarias, empresarios del Club de la Construcción y ambiciosos de poder político.

Sagasti se equivocaría garrafalmente si se llega a convencer de que va a tener una tregua de esta mafia vacadora que sabe que después de las elecciones e instalación del nuevo gobierno perderá probablemente todo poder de imposición de sus intereses y que por ello saben que se juegan la vida en estos pocos meses. Sin duda se reagruparán para tratar de tumbarse a Sagasti y volver a sentar en Palacio de Gobierno a alguien dócil a sus intereses y con mayor habilidad política que un torpe Merino.

Frente a ello solo queda anteponer mano firme y capacidad enérgica de reacción. A Sagasti solo lo respaldan unos pocos congresistas, pero fundamentalmente la calle, que seguramente se volverá a movilizar si siente que desde el Congreso se perpetra otro zarpazo, pero nada de ello ocurrirá si el inquilino palaciego no se comporta a la altura de las circunstancias y se muestra débil y dubitativo. La calle no marchará para defender a alguien ya rendido.

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Francisco Sagasti

Es realmente digno de un ejercicio psicoanalítico el que amerita el quehacer cotidiano de la derecha empresarial y sus acólitos de terruquear a la primera que se pueda cualquier atisbo de reclamo o protesta social. Desde jóvenes ejecutivos hablando de que la protesta de estos días solo es comparable a la violencia terrorista de los 80 hasta quienes han hecho referencia a que, curiosamente (¿?), coincidía el natalicio de Abimael Guzmán, insinuando de que detrás de las movilizaciones había motivaciones subversivas encubiertas.

Es curioso este tic terruquero. Se puede entender, claro está, el trauma colectivo que en la sociedad peruana ha dejado aún vivo los casi 20 años que sufrimos de violencia terrorista. Sus secuelas psicológicas se trasladarán, inclusive, a una o más generaciones.

Pero si queremos ser objetivos deberíamos decir que el sector social que más sufrió la insania demencial del senderismo, no fue el sector más pudiente del país si no, básicamente, los sectores populares y campesinos en particular. Y los hijos de esos pobres asesinados y violentados por el terrorismo seguramente eran muchos de los que hoy marchan en Ica terruqueados a mansalva.

Es evidente, respecto de la protesta agraria, que hay un problema suscitado por una ley de promoción extendida infinidad de veces y que aún desde un punto de vista liberal merece serias observaciones respecto de la necesidad de su vigencia (un sector como el agropexportador no tiene por qué recibir excepcionalidades distintas a las de otros sectores igual o menos rentables).

Es torpe negarse a entender la lógica de la protesta y por ende conducir el conflicto a tan solo represión policial, como dejaba entrever el candidato Fernando Cillóniz, al reclamar airadamente la presencia del Estado (no se refería, por cierto, a mesas de diálogo o interlocutores calificados, sino a tropa policial represiva que restableciera el orden público).

La derecha terruquera busca un baguazo y después pedirá que rueden cabezas (eso es también lo que busca ahora, desestabilizar al gobierno, aun a costa de muertos y heridos). Es de esperar, por cierto, que el régimen no sea tan tonto de caer en esta lógica alentada por empresarios reaccionarios y sus cavernas periodísticas habituales.

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Gobierno, Terrorismo

¿Puede alguien dudar que durante los primeros meses de la pandemia se produjeron hechos abominables de corrupción al interior de las Fuerzas Policiales? Las denuncias abundaron y con documentación suficiente. ¿Para alguien es un secreto que una de las instituciones más corruptas del país es la Policía? Años de denuncias sin fin lo demuestran y miles de experiencias cotidianas de ciudadanos de a pie lo certifican.

¿A la luz de los hechos conocidos queda alguna incertidumbre respecto del punible manejo de la represión policial durante las marchas de protesta contra la asunción de Manuel Merino como Presidente, que han dejado dos muertos, decenas de heridos, algunos de ellos de irremediable gravedad?

A pesar de todo ello, ha bastado una poda policial efectuada por el flamante ministro del Interior Rubén Vargas para que un sector del país se agite en defensa de la sacrosanta institución tutelar, como si no se tratara de un organismo que quizás requiera, inclusive, de podas mayores y más profundas.

En el colmo de la irresponsabilidad hay medios y analistas que deslizan y difunden los rumores de una paralización policial los próximos días, soñando con una orgía de caos, violencia y sangre que simplemente les sirva como munición para atacar al nuevo gobierno. Y no es casualidad de que la mayoría de estos azuzadores indirectos no sean si no viudas políticas del régimen deleznable de Merino.

Ha hecho bien el presidente Sagasti en respaldar a su ministro del Interior. Frente a lo hecho no debería haber marcha atrás. Por el contrario, se espera que la reforma policial siga su curso, que la salud de la República exige una institución tutelar limpia de corrupción y de intereses políticos.

Junto a los temas de agenda ya señalados por el Presidente respecto de su régimen de transición, como son el control de la pandemia, la reactivación económica y la garantía de elecciones limpias, tiene que sumarle el restablecimiento del orden interno, que un sector corrupto e ineficaz de la policía ha permitido crecer.

A pesar de todo, un importante sector de la Policía Nacional es honesta y mantiene vivo su compromiso cívico. En esa policía es que debe apoyarse la tarea señalada.

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Cuarentena, Pandemia, Policia

La decisión del expresidente Vizcarra de acudir a las listas de Somos Perú para candidatear al Congreso pinta de cuerpo entero a alguien que gracias a un extraordinario marketing político les hizo creer a muchos que era la encarnación de un líder republicano que iba a retomar las banderas fallidas de la transición y que para lograrlo era capaz de enfrentarse a las mafias políticas que lo acechaban desde el Congreso.

Lo cierto es que conforme transcurrían los meses se iba viendo el fustán creciente de un líder taimado, traicionero y de poca monta. Que, además, tiene en su haber serísimas denuncias de corrupción que a la postre le han costado la propia Presidencia que ejercía. Y que probablemente a futuro -de no mediar la inmunidad congresal- lo podrían llevar a la cárcel.

Carece de toda perspectiva política o ideológica esta postulación. El cuento de que Vizcarra lo hace porque está interesado en retomar sus ideas reformistas de la institucionalidad política es una quimera que pocos pueden creerle. Vizcarra busca la inmunidad relativa que le otorgaría ser congresista por cinco años, que si bien no le alcanza para no ser investigado por hechos precedentes a su elección congresal sí le permiten gollerías que le aseguran un mejor pasar.

Si Vizcarra hubiese tenido solera y dignidad, pues se soplaba a pie firme la investigación fiscal y al cabo de los años, si salía bien librado, tentaba suerte el 2026, cargado del inmenso activo de la altísima popularidad que ha obtenido, sumada a la limpieza moral que las pesquisas judiciales le fueran a otorgar.

Al final, Vizcarra postula por un partido que votó a favor de su vacancia, con autoridades seriamente comprometidas en corrupción (acaban de detener al segundo vicepresidente de la agrupación, en calidad de gobernador de Ancash), y el exmandatario se tiene que tragar todos esos sapos vergonzosamente.

Mal final para un aventurero político al que le tocó en suerte ocupar la Presidencia y que debido a la crisis alcanzó tan altos niveles de aprobación ciudadana que parecen haberle hecho creer que goza de una investidura francamente discordante con alguien que hace gala de enorme medianía.

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Martín Vizcarra

La fama que precede a los libros escritos por presidentes −o, acaso políticos en general− no es buena. Publicados como prueba de descargo de una carrera política, salen a librerías como indigestos mamotretos que encubren mezquinos arreglos de cuentas con aliados y rivales o como sibilinos intentos de racionalización de caprichos y pasiones políticas. En otros casos, salen a la luz como apresurados panfletos publicitarios de campaña o para adornar una carrera política en ciernes.

Las más de las veces, se trata de trabajos de encargo negociados en la penumbra y anonimato con algún escritor menesteroso de pluma ligera y mercenaria.

Por supuesto también están los escritores o intelectuales que practicaron la política un tiempo y que luego reflexionaron a través de la escritura sobre sus errores, aciertos y la experiencia de la vida pública. Faustino Sarmiento, André Malraux, Vaclav Havel y más cercano a nosotros, Vargas Llosa son algunos ejemplos dignos de mención.

Originalmente concebido como un proyecto editorial de 300 páginas que debió ser concluido en dos años, en cambio, Una tierra prometida es un logrado ejercicio de reflexión, memoria y escritura. De hecho, las casi 800 páginas del libro cubren sólo los primeros cuatro años del gobierno de Barack Obama, hasta el año 2012.

La intención inicial de su autor era de hacer partícipe a sus lectores de lo que “es realmente ser” presidente de la nación más poderosa del planeta. Transmitir por lo menos parcialmente ese sentimiento de frustración e impotencia de ocupar el cargo de presidente y al mismo tiempo depender de un aparato político descomunal que parece tener vida propia. También de mostrar los entresijos de la política partidaria y airear como se definen y negocian las políticas que impactaron no sólo a los Estados Unidos por casi una década, sino en buena medida a la mayor parte del mundo. En suma, describir las habitaciones más recónditas de la Casa Blanca, presentar a sus habitantes e invitados, darle una voz al personal de servicio, en su mayoría asiáticos, hispanos y afroamericanos, que la mantiene viva.

Publicado como un libro de memorias, es también la continuación de un ejercicio autobiográfico iniciado ya en sus dos primeros libros “Sueños de mi padre”, 1994, y “La audacia de la esperanza” (2002): libros que hábilmente combinan elementos autobiográficos y reflexión política para desarrollar un vivido análisis de cómo en esa Norteamérica multirracial, crisol de culturas diversas, pudo darse el fenómeno de elegir un presidente afroamericano.

Empero, la originalidad de Una tierra prometida reside precisamente en que evita convertirse en un mero ejercicio de contrapunto ideológico entre valores democráticos y republicanos, o caer en la tentación de una apología retórica de la cultura afroamericana. En vez de ello, la narración se ofrece al lector como una cautivadora aventura. Barack Husein es un protagonista real, de carne y hueso, abrumado por el descubrimiento de su realidad mestiza de blanco y negro, hijo de una madre de Kansas, y un estudiante becario de Kenia, se lanza en una búsqueda farragosa de su propia identidad ayudado por los libros de Foucault, la poesía de Ralph Ellison, Langston Hughes, Ralph Waldo Emerson y en los conflictos morales de Dostoyevski. No falta el humor en su educación intelectual, hay lecturas que sólo realiza para impresionar a alguna chica, o para fútilmente intentar una relación íntima con una pareja de lesbianas. La escritura no trata de ordenar o mostrar una línea recta entre ese joven imberbe y el expresidente maduro que recuerda. Más bien muestra una ruta sinuosa, plagada de acantilados intelectuales. Se trata de un viaje de reflexión, en el cual el lector acompaña al héroe de esa fusión de culturas distintas y encontradas que es la realidad política y social de los Estados Unidos de Norteamérica.

Hay, en esa historia, un héroe que actúa, decide, consulta, interpela y al mismo tiempo intenta mantener una vida familiar con dos hijas pequeñas. Pero también hay otro que, agazapado detrás del primero, reflexiona, rememora y recuerda constantemente. Ese otro personaje es quien retrotrae el espectáculo caleidoscópico del pasado: quien recuerda el baremo moral de la abuela materna, la comprensión generosa de las debilidades humanas, legado materno. El acopio intelectual y emocional de la cultura afroamericana que resurge una y otra vez como una fuerza tectónica que a veces parece amenazar el proyecto personal de ciudadano americano sin distinción de raza o credo, que el propio Barack Obama trata de construir y vivir.

Una tierra prometida como título es un reclamo a una metáfora de la evolución misma de la cultura e historia de los ciudadanos afroamericanos. La tierra prometida es la alusión y el recuerdo de las generaciones pasadas de afroamericanos, el padre de Obama incluido, a los que no les fue permitido entrar. Se trata de ese pueblo de Moisés, de las canciones afroamericanas, que deambuló por décadas en el desierto: esas generaciones que vivieron y padecieron la segregación, la represión, la generación del Dr. Luther King, de Rosa Parks, de los miles de hombres y mujeres de color que vivieron como ciudadanos de segunda solo por el hecho de tener un color de piel distinto. Obama es consciente que él es percibido como una suerte del Josué bíblico que ha hecho caer las murallas de la diferencia racial. No hay orgullo o vanidad en esta toma de consciencia, más bien preocupación y desasosiego.

Obama sin embargo es consciente que la lucha empieza recién, y que en tanto que presidente, no puede, ─o, ¿no debe? ─ ser solo el presidente de los desposeídos afroamericanos o de color. Obama sabe que es también el presidente de la economía más importante del planeta, que su gobierno debe también gobernar con y para la comunidad de inversionistas y operadores de Wall Street. Que debe alinear los intereses del país con el de los accionistas de las grandes empresas constructoras de automóviles, con las transnacionales que reclaman excepciones fiscales y al mismo tiempo deslocalizan sus fábricas fuera del país dejando sin trabajo a miles de americanos. En fin, que debe lidiar con los generales del ejército más poderoso y mortífero del planeta.

La magia de la memoria

Por la lista de agradecimientos al final del libro se deduce que a un equipo de personas les fue encomendada la misión de cotejar cada uno de los hechos narrados con archivos y registros oficiales para comprobar su veracidad y exactitud. Sin embargo, a lo largo de las más de novecientas páginas de Una tierra prometida, el lector se ve envuelto en ese ambiente de inminente zozobra que impulsa y urde la trama de la historia.

La presidencia de Obama durante su primer periodo marcha sin tregua ni sosiego: su administración asume el poder en medio de la mayor crisis financiera de la historia del país, con el sistema financiero al borde del colapso, con millones de familias incapaces de pagar la hipoteca. Pero aún si el lector conoce o recuerda el desenlace de la mayoría de los acontecimientos narrados, al seguir el recuento con la voz que recuerda, quisiéramos que Obama pueda conseguir esa victoria que le fue negada en el Congreso o que no perdiera esa otra elección interna, que lograra que el Huracán Katrina cobre menos víctimas o que las víctimas no fueran en su mayoría los mismo pobres afroamericanos e inmigrantes o, que el desastre ecológico del Deep Horizon fuera menos catastrófico.

Quien hechiza al lector y lo vuelve incondicional de los esfuerzos heroicos del equipo de Obama es el narrador que recuerda, el que condimenta el pasado con las reflexiones del presente o de un pasado más remoto aún. Es en ese contraste de circunstancias que se crea una nueva realidad a medio camino entre la realidad y la literatura.

No sin intención, Una tierra prometida también arroja alguna luz sobre el fenómeno Trump. Como ciertos hermanos mitológicos, Donald Trump es la antítesis de Barack Obama: del padre africano pobre y ausente opuesto al padre europeo que legó su fortuna personal al hijo díscolo para que pudiera iniciar sus negocios, o si se compara el estilo del discurso intelectual, pausado y reflexivo del abogado de color frente a la salida ocurrente, vacua e insolente del blanco que desconoce la geografía o los más elementales modales de la diplomacia internacional. El celo y preocupación por mantener el orden democrático institucional y al mismo tiempo crear espacios de inclusión para las minorías desposeídas en contraposición con la obsesión por el protagonismo cínico e inútil de un presidente oligofrénico y sin escrúpulos que no duda en otorgar amnistía presidencial a sus compinches criminales.

Aunque no lo haga explicito en ninguna de sus páginas, el lector presiente al final del libro que el mayor fracaso del reformismo de Obama y del Partido Demócrata es haber despertado ese monstruo extremista que reposaba arrullado por el orden social dominante de una cultura caucásica anglosajona, en la cual la gente de color solo podía tener acceso a la Casa Blanca como sirvientes o visitantes de alguna escuela pública.

Al cerrar el libro, es inevitable pensar en la política de nuestro Perú, en la profunda transformación social y económica que hemos llevado a cabo en los últimos cincuenta años. Una tierra prometida, nos muestra que cada sociedad debe combatir sus propias quimeras. Y nuestros aspirantes a políticos, deben saber que en la política como en la literatura: los héroes más capaces son los que afrontan los monstruos más terribles.

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Barak Obama, Una tierra prometida
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