Durante las últimas semanas, en que —debido al proceso electoral— el Perú ha vivido en carne propia una polarización inédita en nuestra historia republicana, ha sido evidente el apoyo que le ha dado a la candidatura de Keiko Fujimori —incluso asumiendo casi como dogma de fe la quimera del fraude— un grupo conformado por burgueses limeños de los sectores socio-económicos A y B, a los que designaré como la élite pituca, y que tiene en el Club de Regatas Lima uno de sus focos de concentración poblacional. Y esto no quiere decir que todos los socios del Regatas presenten las características de esta élite racista y clasista, pero mi descripción, basada en mi propia experiencia y por ende subjetiva, se aplica de manera general al fenómeno como tal.
Mi padre llegó a ser socio vitalicio del Club Regatas y yo pasé mi infancia y mi adolescencia en el club. Guardo buenos recuerdos de esos años, que para mí estuvieron llenos del espíritu aventurero de la infancia que aprende a conocer el mundo. Allí me sentía seguro, pero también con la libertad de ir adonde quisiera sin experimentar la continua tutela y vigilancia de mis padres, quienes podían despreocuparse sabiendo que, sea donde sea que estuviera, siempre me hallaría en algún lugar dentro de la burbuja que es el club, ya sea retozando en la playa, desafiando las olas en el mar o practicando deporte con algún amigo.
Crecí en ese mundo, creyendo, dentro de las limitaciones de mi perspectiva infantil, que ese estilo de vida era lo más normal y corriente en el Perú. De manera similar a como mi vida se desarrollaba entre Miraflores —donde vivía mi familia— y San Isidro, y ocasionalmente Monterrico y La Molina, siendo que los distritos que estaban más allá de esos límites constituían un mundo aparte, remoto, lejano y hasta peligroso. Ir al centro de Lima era como visitar otro país.
Pero poco a poco, a medida que iba entrando en la adolescencia, varias sombras se me fueron haciendo evidentes en ese país de las maravillas que era el Regatas. Pues en el club no sólo se admitía socios con determinado perfil —y con una billetera abultada para poder pagar la cuota de ingreso, que actualmente asciende por lo menos a 500 cuotas ordinarias mensuales a ser desembolsadas de golpe—, sino también se excluía —por lo menos simbólicamente— a los peruanos con un perfil mayoritario en la población. Desde el muelle de la primera playa del club, que se extendía en el mar como prolongación de un muro que marcaba los límites de su territorio, podíamos ver a los bañistas de la populosa playa vecina Pescadores, a los que considerábamos como parte del pueblo ignorante y mal educado, gente de otro nivel que no conocía las normas de higiene y era proclive a la delincuencia. En nuestro inocente mundo infantil, que no era otra cosa que un reflejo sin culpa del universo de los adultos, cualquier cholo de esa playa que intentara colarse en el club a través del mar constituía un peligro, del cual nos protegían los trabajadores de seguridad, también cholos ellos, pero que eran vistos de distinta manera porque estaban al servicio de la élite que pululaba en las instalaciones del club.
En ese microcosmos del Club Regatas, que no era sino una muestra de una élite mas amplia que habita los distritos residenciales acomodados de Lima y nunca ha sido el reflejo de un Perú multirracial, multicultural, con iguales oportunidades para todos, sin racismo, sin misoginia en las jerarquías de mando —pues el consejo directivo del club está integrado exclusivamente por especímenes del género masculino—, lo más importante era mantener a toda costa la imagen institucional de una asociación de gente bien y decente, lo cual se ha plasmado en la renuencia que han mostrado sus autoridades a lo largo del tiempo para actuar decididamente en caso de comisión de un delito dentro del club. Como lo demuestra recientemente la agresión que sufrió Piero Corvetto, jefe de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE), el 26 de junio pasado, en el local del Regatas en Chorrillos. El personal del club se negó a identificar al agresor y en un comunicado del 27 de junio el consejo directivo ha puesto obstáculos para la entrega de material probatorio, señalando que “el Club, a través de Junta Calificadora y de Disciplina, órgano autónomo, viene llevando a cabo las acciones correspondientes, en observancia de su competencia”. Y concluye diciendo que el Club “es una asociación civil, deportiva y cultural que cultiva el respeto mutuo entre sus asociados”. Lo cierto es que una de las acciones correspondientes hubiera sido elevar una denuncia penal contra el presunto agresor por cometer un delito dentro del recinto del club. Pero la institución, buscando salvaguardar su imagen, ha preferido en casos como éste actuar sin transparencia, omitiendo denuncia, lo cual también configuraría un delito.
Lo peor es, que si se demuestra la agresión, Corvetto podría denunciar al Club por omisión de denuncia, considerando que hubo testigos y videos que probarían el hecho. Pero en ese caso podría ser sancionado con suspensión o expulsión del club, pues en sus Estatutos se enuncia como causal de sanciones «iniciar, mantener o publicitar querella o acción judicial contra el Club, a excepción de las acciones de impugnación establecidas en el Artículo 92º del Código Civil» (Art. 61°, e).
En otras palabras, el socio pierde el derecho a denunciar al club si hay responsabilidad de éste por un abuso o delito que haya sufrido dentro de sus instalaciones. Y también el club tendría carta libre para sancionar a los socios aplicando criterios discriminatorios, pues otra de las causales de sanciones es «cometer actos reñidos contra la moral y las buenas costumbres» (Art. 61°, f). Lo cual, planteado bajo esa amplia ambigüedad, puede incluir hechos como presentarse abiertamente como homosexual, el beso de dos lesbianas en un espacio público o simplemente que una mujer ande en topless, cosas que no constituyen ninguna falta o delito en ninguna parte del territorio peruano.
A la élite pituca no le importa convivir con la corrupción con tal de mantener sus privilegios. En consecuencia, ha optado masivamente por apoyar a Keiko Fujimori y le tiene un miedo apocalíptico a un gobierno de Pedro Castillo. No me extrañaría que haya socios del Regatas que hayan estado de acuerdo con la agresión a Corvetto sólo por no haber impedido que el campesino de Chota obtenga más votos que la hija del dictador. Más aun cuando el mismo presidente del club, Jaime Cornejo Bustillo, ha manifestado que la responsabilidad de lo sucedido recaería sobre el jefe de la ONPE: «Yo he estado presente en el tema así que podría decir que casi he sido testigo de los hechos. Y para mí ha sido completamente orquestado por el señor Corvetto». Y es que Corvetto lo único que hizo fue hacer bien su trabajo, garantizando unas elecciones limpias y transparentes. Pero la transparencia y la incorruptibilidad son cosas que pasan a segundo plano cuando se trata de que la realidad se modele según los intereses arbitrarios de la pituquería limeña.
Por eso mismo, cuando en grupo de WhatsApp de antiguos compañeros de colegio del Colegio Humboldt critiqué la veneración casi fanática que algunos le prestaban a Keiko, alguien me llamó “conflictivo, acomplejado y resentido social”, calificativos que suelen aplicar los de la élite pituca a todos aquellos que hagan legítimas observaciones críticas a su clasismo y racismo inveterados. Por definición, ninguno de quienes forman parte de ese élite puede ser considerado un “resentido social”, pero sí aquellos de otros sectores sociales que no admiten su supremacía social.
El problema no lo he percibido recientemente. Ya desde hace décadas, en aquella época en que decidí unirme al Sodalicio, había una parte de mi ser que había quedado incólume a los rasgos clasistas que también había en el Sodalicio, y cuando alcancé la mayoría de edad rechacé la oportunidad que se me presentó de convertirme en socio del Regatas. No me arrepiento y me siento orgulloso de haber sido siempre un disidente de mi estrato social. O quizás un resentido social por motivos éticos y por respeto a la dignidad de todos los peruanos, sin distinción de clase, color ni condición social.