Nos aproximamos a la recta final de una segunda vuelta cuyo único resultado cierto será la profunda la fractura del Perú. Atrapados entre dos peligrosas opciones, el elector peruano ha colocado al país en la difícil disyuntiva de tener que elegir entre dos males mayores. La corrupción autoritaria, por un lado, y los delirios de la planificación y la idealización romántica de un pueblo con una fuerte raigambre autoritaria, por el otro. La conclusión de este extraño proceso electoral es que no hemos salido del autoritarismo que ha caracterizado nuestra historia, que aún estamos lejos de poder establecer un sistema democrático de convivencia. Que aún tendremos que ir al rescate de una débil, enclenque y frágil democracia.
Estamos viviendo la peor crisis de nuestra historia desde la guerra con Chile, con miles de muertos producto de la peste planetaria que vivimos. El Perú es un país devastado. No es causal que la gran mayoría de muertos se haya producido por la falta de oxígeno, los precarios sistemas de salud -con sólo 150 camas UCI para 33 millones de personas al iniciar la pandemia-, con la corrupción que significó la compra de pruebas rápidas en lugar de las moleculares, una extraña negociación de vacunas chinas cuya eficacia ha sido cuestionada, el vacuna gates, por no hablar de la grave crisis institucional que ya vivíamos antes de la pandemia, son sólo algunos indicadores de cómo estamos como país.
A todo esto se suma una campaña de miedo, terruqueo y enfrentamiento que ha llegado el extremo infame el uso y aprovechamiento político de una tragedia como la matanza de 16 personas por parte del terrorismo ahora al servicio del narcotráfico. Se apela a lo más primitivo de nosotros mismos para infundir horror. El maniqueísmo es la expresión de un pensamiento obtuso, impide ver matices. No llegamos a entender que ser de izquierda no es sinónimo de ser terrorista, así como ser de derecha no lo es de ser fascista. En lugar que este acto repudiable y doloroso perpetrado por los terroristas sea suficiente para llamarnos a la unidad como peruanos se ahonda, aún más, la división.
Como enseñaba Alberto Flores Galindo, somos “un país donde las solidaridades son escasas, no existe una imagen común, ni se comparten proyectos colectivos. Ser peruano es una abstracción que se diluye en cualquier calle, entre rostros contrapuestos y personas que caminan “abriéndose paso”. El margen para el consenso resulta estrecho.” Sumidos en un sálvese quien pueda, los peruanos sentimos que estamos solos enfrentando el rostro de la muerte que ahora nos acecha. Por eso, las dos propuestas más autoritarias son las que han logrado pasar a esta segunda vuelta. Enfrentados por el miedo a perder lo que se ha conseguido con mucho esfuerzo, a perder los privilegios, a no perder nada o a perder la vida ante el abandono y la indiferencia estatal, esta elección ha sido el triunfo de la desesperanza.
El autoritarismo es la marca de nuestra historia nacional. El binomio entre paternalismo y violencia como el que hoy vivimos crean lealtades de tipo vertical entre el caudillo, el señor, el hombre providencial y su séquito. El paternalismo violentista es la versión moderna del cacique andino o del curaca y el corregidor colonial. En una situación como esta no es posible la aceptación igualitaria del otro como un ciudadano autónomo. Por eso, vemos como los conflictos políticos, como los de estas elecciones, terminan convertidos en luchas de caudillos y sus seguidores todos jalando para sus propios intereses.
Lo cierto es que parecen enfrentarse aquello que Basadre caracterizo como el Perú oficial contra el Perú profundo. Estamos partidos en dos mitades y asistimos a una campaña basada en el odio, el insulto, el agravio antes que en la propuesta. No se trata de que una amplia mayoría quiera un cambio del modelo económico, la mitad del país, que está optando por el mantenimiento del modelo antes que por la decencia, no lo quiere. También es cierto que la otra mitad del país ya no quiere más seguir siendo excluida y marginada y ahora ha encontrado un vehículo para hacer sentir su voz.
Ambas candidaturas carecen de una visión integral de país, de una propuesta sobre el tipo de sociedad que queremos ser. Parecen no poder comprender que gane quien gane necesitará poder crear un consenso mínimo para hacer viable su gobierno. Por eso resulta muy peligroso llevar la confrontación al extremo. Si fuera el país y no sus intereses personales o grupales los que pusieran por delante, podrían llegar a acuerdos mínimos ante temas urgentes como qué hacer para mitigar la pandemia o un llamado a la unidad después que el terrorismo aprovecha la coyuntura de enfrentamiento para hacer de las suyas.
Más que una elección esta es la suma de todos los miedos ante un peligro común que nos atañe a todos, la preservación de nuestra vida. Eso es lo que nos estamos jugando en esta elección. De a quien elijamos dependerá la manera de gestionar la crisis sanitaria, económica, política y social que vivimos. Por eso, ante un problema común sólo caben soluciones comunes y no más división. Ya es momento que alguno de los dos candidatos se comporte como un estadista y haga un llamado a la unidad nacional.