Los resultados de la primera vuelta electoral nos enfrentan a una disyuntiva sobre dos modelos que trascienden el ámbito de lo económico para situarse en la base de éste: la igualdad. No es un secreto para nadie que la nuestra es una de las sociedades más excluyentes y desiguales de la región del mundo más desigual y excluyente. Por ello, más allá de lo coyuntural que significan estas candidaturas, debemos pensar sobre el tipo de igualdad que queremos los peruanos.
Para que se cumpla en el ámbito político y económico el postulado central de la igualdad es necesario distinguir a la justicia social como objetivo, de los métodos para alcanzarla. Si suponemos que ambas propuestas en contienda electoral tienen como meta la justicia social, entonces debemos detenernos en aquello que las distancia para obtenerla, a saber, su noción de propiedad y de distribución de la riqueza.
Lo que distingue a una sociedad libre de una estatista es la propiedad privada y el modo en que cada modelo social tiene de relacionarse con ésta. Lo que hace que una sociedad sea justa no es el derecho a la propiedad sino su mayor o menor diseminación. Si la propiedad está concentrada en unos pocos, entonces, se producen relaciones de exclusión como las que vivimos. Pero, la solución a esto no se encuentra en la colectivización, estatización o nacionalización de la propiedad privada, sino en su adecuada dispersión. Es decir, que en las empresas más grandes la propiedad debería dispersarse en el mayor número de manos de tal manera que se acabe con la concentración del poder de éstas y a la vez sirva de estímulo para el desarrollo individual de los trabajadores que serían parte activa del destino de la empresa.
Precisamente, una sociedad verdaderamente democrática exige la dispersión del poder y de la propiedad en una estructura pluralista tanto en lo político como en lo económico. En ese sentido, el capitalismo popular constituye el modo más adecuado de la distribución del poder y de la propiedad por el camino de la libertad. Por el contrario, cuando las grandes empresas, ya sea por la estatización o la nacionalización, están sometidas al control central del poder político por medio del gobierno o la burocracia, caemos en una planificación autoritaria que atenta contra una sociedad plural y libre. El gran peligro de este camino es que el interés económico de las empresas nacionalizadas o estatizadas coinciden con el poder gubernamental haciéndolo inevitablemente autoritario.
Esta es la razón por la cual en una sociedad democrática el mercado es más que un medio para asignar eficazmente recursos, implica también ser una institución pública que garantice la plena libertad de los que participan en él y por tanto, es totalmente incompatible con un modelo centralista y estatizador. En las democracias liberales como la nuestra, es imposible separar la libertad económica de la política. Por ello, el gran reto de ésta es integrar la libertad individual con el progreso social en un marco del derecho que garantice que lo social no sea un mero aditamento sino la base del orden económico-social. Por eso, es que una sociedad democrática es impensable sin un estado de derecho con instituciones lo suficientemente fuertes como para garantizar la libertad de los ciudadanos.
Nuestro drama como sociedad no pasa entonces por el modelo democrático, sino por la incapacidad histórica que hemos tenido de ejecutarlo y las profundas exclusiones que ha eso nos ha llevado. Nunca nos constituimos ni nos pensamos seriamente como una sociedad libre. El gamonalismo, heredero de la colonia, primero y el mercantilismo explotador, después, aderezados con nuestra tradición más antigua y sólida, la corrupción, nos han arrastrado a la situación de profunda desigualdad que hoy vivimos y que nos ha conducido a la alternativa ya ensayada en los años del primer gobierno aprista y que resultó ser la más atroz de todas, la de un estatismo voraz y sin control que nos condujo a la peor de nuestras crisis económicas, sociales y políticas.
Por ejemplo, la propuesta de la entrega del 40% del canon directamente a los ciudadanos constituye una de las más audaces de los últimos veinte años, pues coloca a los individuos en el centro de las preocupaciones sociales. Significa una puesta en práctica del capitalismo popular, pues lo más justo para las comunidades y los ciudadanos es que sean beneficiarios de los recursos que se alojan debajo de sus propiedades. De esa manera, siendo ellos los más afectados, se los introduce y se los incluye dentro del desarrollo económico.
Esto supone además una auténtica igualdad, pues se busca que los individuos sientan los resultados del crecimiento de una manera directa. No se trata de una equidad entendida como una igualación hacia abajo, controlada por un Estado supervigilante y autoritario, sino de brindar las oportunidades para que por su propio esfuerzo, en uso de su libertad y bajo su propia responsabilidad los ciudadanos puedan decidir sobre sus destinos. Pues, como nos enseñó Hayeck: “la libertad económica que es el requisito previo de cualquier otra libertad no puede ser la libertad frente a toda preocupación económica (…) tiene que ser la libertad de nuestra actividad económica, que, con el derecho a elegir, acarrea, inevitablemente, el riesgo y la responsabilidad de ese derecho”. Igualdad y libertad con responsabilidad es lo que nos hace falta si queremos llegar a ser una sociedad madura, no los ensayos ya fracasados que sólo nos conducen a más miseria y desigualdad.