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Verónika Mendoza exiliada en Bolivia (primera parte)

I

Verónika Mendoza volteó la cabeza y vio por última vez el Perú: ladrillos sin pulir, triciclos, cambistas. Miró nuevamente al frente: el puesto fronterizo de Desaguadero, Migraciones, Bolivia ¿Cuándo podría volver? Yo solo quería refundar la patria.

Cruzó finalmente el puente. En su mano, el pasaporte falso. En la espalda, una mochila. Llegó sola para no levantar sospechas. La única persona que la acompañó, de lejitos, fue Álvaro Campana: no solo por ser el secretario general, sino porque nadie lo conoce. Álvaro es casi un cuadro clandestino. Por eso nunca sonríe.

Verónika debía pasar los controles: se acercaba la hora del adiós. Álvaro le entregó una bolsa con nabo jaucha.

—Para el camino —le dijo.

Verónika la agarró con pena. El nabo jaucha no resistiría hasta La Paz. Mejor se lo iría comiendo ahora.

Álvaro sacó otra bolsita. Se le quebró la voz:

—También te traje tocto.

Ambos se abrazaron. Una lágrima cayó sobre el pasaporte.

Ya en el lado boliviano, Verónika hizo su cola como cualquier mortal y abrió con expectativa su pasaporte falso: ahora viviría con un alias. ¿Qué nombre le habría puesto el Departamento de Operaciones Clandestinas del partido? ¿Cuál sería su nueva identidad?

Miró la segunda hoja y encontró una foto conocida. Leyó en voz alta: Marisa Glave Remy, 16 del 5 del 81.

—Carajo, Álvaro. ¿Por qué le robaron el pasaporte a Marisa?

—Fue lo único que encontramos, Vero, perdona.

—¿No iban a hacerme un pasaporte falso?

—También íbamos a conseguir firmas para la inscripción…

—Siguiente —dijo el oficial de migraciones.

Verónika Mendoza –convertida ahora en Marisa Glave– pasó los controles de rutina. Le tomaron una foto, le sellaron el pasaporte: bienvenida a Bolivia, señorita Glave.

—Ya está todo, Alvarito —le dijo al salir.

Caminaron en búsqueda de un colectivo que la lleve a La Paz. Escogieron una combi con el asiento delantero vacío. Verónika se quitó la mochila y abrió la puerta, pero Álvaro la detuvo con el brazo.

—Vero…

—Dime, Alvarito.

—¿Dónde está nuestro error sin solución? —le preguntó.

Verónika cerró la puerta. Lo miró a los ojos. Estaban vidriosos.

—¿Fuiste tú el culpable o lo fui yo? —le contestó.

Se dieron el abrazo final.

La combi inició su marcha, ah-ah, ah-ah. Sin darse cuenta, Verónika había empezado a tararear la canción, movía la cabeza de un lado a otro como un perrito de taxi, qué fácil es atormentarse después.

Con el auto en movimiento, sacó la cabeza por la ventana y volteó a mirar a Álvaro, que estaba cada vez más chiquito, más lejos, más triste.

—Sé que podré. ¡Sobreviviré! —le gritó, sonriente.

II

Cuando el flamante presidente Julio Guzmán convocó a una Asamblea Constituyente nadie entendió nada. ¿Por qué lo hacía, si dijo que no lo haría? Luego recordaron que se trataba del Partido Morado y que cambiaban de posición lanzando una moneda al aire.

Cada flanco político lo interpretó a su modo. Para la derecha y su miopía intelectual, era la comprobación de la alianza entre el Partido Morado y los comunistas, como si Marx hubiese escrito el Manifiesto Constituyente en 1848. Para la izquierda, en cambio, era un triunfo: ellos venían pregonando como loros la necesidad de una nueva Constitución. ¿Mejorar servicios públicos? Nueva Constitución. ¿Aumentar la recaudación tributaria? Nueva Constitución. ¿Lograr que Lima no sea tan gris, que el panetón no tenga pasas, que el pan con pollo sea sin apio? Nueva Constitución. ¿De entrada sopa o wantán? Nueva Constitución. ¿Pecho o pierna? Nueva Constitución.

Y así empezó la campaña. Guzmán prometió los primeros artículos: que los partidos tengan 80% de invitados, convertir en delito el racismo inverso, volver a Barranco provincia constitucional. Y la izquierda, dividida en diez pero con un único liderazgo, hablaba del futuro con su optimismo cautivante de siempre:

—Vamos a derrotar a las mafias corruptas que nos han robado la patria y la esperanza y también a los morados neoliberales y corruptos porque en esta Constitución todo es corrupción y uy qué pasó se nos perdió el Perú vamos a recuperar el Perú porque tenemos el sueño zzzz de una patria con igualdad y justicia y mafias mafias corrupción corrupción ¿ya te devolvimos la esperanza? alegría

Mientras tanto, en el lado oscuro de la fuerza, los derrotados de siempre seguían vivos y mantenían una esperanza aritmética: sí, era cierto que habían perdido las últimas cinco segundas vueltas como unas ratas, pero la única elección al Congreso donde no hubo candidato presidencial fue muy fragmentada. Puro pedacito. Nadie pasó del 20%. Y si se mantenía esa tendencia, quién sabe, podían sumar pedacitos de bancadas y conseguir lo mismo que en el 2020: agrupar el estiércol y controlar el país. Quién sabe.

III

Verónika empezó su exilio en un alojamiento amable, al menos: un edificio en Sopocachi desde donde veía día y noche la Plaza Avaroa. Los compañeros le habían dicho que no salga porque la podían apresar y deportarla, pero ella no lo hacía para evitar que el portero le diga “buenos días, señorita Glave”.

Exiliada, sola, triste, Verónika no quería hacer nada: no prendía la computadora, no leía, no veía Netflix. Solo se dejaba ganar por la nostalgia y veía día y noche la Plaza Avaroa como una paloma, mientras comía Chocosodas compradas en Fidalga y tarareaba la misma canción de mierda que se le pegó en Desaguadero.

—¿Dónde está nuestro error sin solución? —cantaba.

—¿Fuiste tú el culpable o lo fui yo? —preguntaba por teléfono.

—Fue el modelo económico —respondía Campana.

“Nadie tiene la culpa, compañeros” fue la posición oficial del partido cuando decidieron mandarla al exilio, luego de que la policía entrara a su casa. La televisión mostró en vivo lo que ocurría. El cintillo: Se aprueba nueva Constitución que ilegaliza a la izquierda. Las imágenes: veinte ternas revolviendo sus cosas, buscándola debajo de su colchón Paraíso, abriendo su refrigeradora y botando los sobrecitos de mayonesa Alacena que guardaba con amor. Al rato apareció Daniel Urresti, ex presidente de la Asamblea Constituyente, a anunciar el resultado de la redada: no encontramos a la delincuente Mendoza, sí, delincuente, porque lo que ella hace es ahora un delito; los servicios de inteligencia tienen información fidedigna de que ella está ahora mismo en un vuelo rumbo a Suecia pagado por los senderistas nórdicos.

Los resultados electorales no habían sido tan malos, en verdad. La izquierda había conseguido un respetable 18%, al igual que el Partido Morado. Pero el 64% restante de votos se repartió entre el lado oscuro de la fuerza.

Un 64% suficiente para que hicieran con la Constitución del 2022 lo que les diese la gana.

Y así, luego de declarar como feriado el Día del Pollo a la Brasa y convertir al lavado de activos en deporte nacional, la Asamblea Constituyente –poder del pueblo emanado del pueblo– aprobó el artículo 91, que declaraba ilegal a la izquierda en el Perú.

—Ni tú ni nadie, nadie, puede cambiarme —seguía cantando Verónika.

La supervivencia del Partido Morado también entró en cuestión: el artículo 114 ilegalizaba a los partidos que tuviesen nombres de color, por ser considerados cojudos. Y aunque eso es totalmente cierto, el móvil no era la cojudez cromática sino la fascinación del lado oscuro por ilegalizar a sus rivales.

Luego de redactada la Constitución, había un último paso para salvar la sensatez: esta debía ser aprobada vía referéndum. Parecía imposible que la mitad del Perú optase por una Carta antidemocrática, esperpéntica, llena de vacíos.

Pero sucedió lo previsible: la izquierda y los Morados se pelearon toda la campaña, se lanzaron avioncitos de papel, huevitos de codorniz, pollazos con flema en espalda. El presidente Julio Guzmán no podía creer lo que veía: él mismo estaba a punto de ser ilegalizado. ¿Qué debía hacer? ¿Cancelar el referéndum y salvar la democracia? ¿Salir corriendo por toda Alcanfores? Decidió hacer lo más sensato: limar asperezas con Verónika Mendoza y encontrar una salida conjunta.

La llamó: su línea estaba suspendida. El Nuevo Perú no había pagado su recibo.

Le escribió al Whatsapp: solo salió una rayita. El Nuevo Perú no tenía Wi-Fi.

Desconcertado, Julio Guzmán llamó a Marco Arana, ya qué chucha, pero este le dijo que no importaba que lo ilegalicen porque el pueblo se levantaría masivamente para salvarlo y al tercer día lo liberarían porque él es el Mesías hosanna en el cielo.

Julio Guzmán se resignó. Su ilegalización era inminente. Se puso sus zapatillas, pero hasta se le fueron las ganas de correr.

IV

Recostada en su ventana, Verónika Mendoza sacó el último toctito que quedaba en su bolsita. Movía la cabeza cada vez más lento, miro el reloj, es mucho más tarde que ayer, te esperaría otra vez y no lo haré. Se lo llevó a la boca: ya ni siquiera crujía.

Sonó su celular.

—¿Álvaro?

—¡Se acabó! ¡Los sacaron!

Al fin, tras varios días de protestas, las Fuerzas Armadas salieron al frente y depusieron a Daniel Urresti, que había asumido la presidencia luego de la ilegalización de Julio Guzmán. El jubilo fue tal que la gente decidió hacer justicia con sus propias manos y colgaron calato a Manuel Merino de la torre de la Catedral con dos años de retraso.

—Entonces, ¿ya puedo volver? —preguntó Verónika, sonriente de vuelta.

—Hay un problema —contestó Campana.

Las Fuerzas Armadas convocaron a nuevas elecciones, sí, pero mantuvieron la Constitución del 2022. A fin de cuentas, nadie quería a la de 1993. Pero cuando la prensa les preguntó si quitarían los artículos 91 y 114, la respuesta fue simple: se mantiene toda la Constitución, ¿qué seremos nosotros para escoger qué cambiar? El Jefe del Comando Conjunto fue un paso más allá:

—Sí, sí, ¿sabe qué, señorita? Van a seguir ilegalizados, pero por cojudos. ¿Quién pide una elección que no puede ganar?

Verónika colgó. ¿Cuántos meses más de exilio le quedaban?

Volvió a mirar por la ventana. ¿Cómo se llamaba ese nevado de mierda? ¿Quilapayún?

Ofuscada, lanzó la bolsa vacía sin tocto a la Plaza. Llena de culpa, corrió a recogerla porque está mal ensuciar el ornato. Enrojecida, tuvo que responderle “buenas tardes” al portero cuando este le dijo “buenas tardes, señorita Glave”. ¿Se quedaría entonces para siempre en Bolivia, exiliada? ¿Esa sería su vida, esa su última bolsa de tocto? ¿Siempre le dirían señorita Glave? Qué difícil es pedir perdón.

Las siguientes semanas pasaron muy lentas, las encuestas lucían cada vez más trágicas. Sin ella como candidata, la izquierda no tenía ninguna posibilidad. Todo estaba tan mal que hasta Marco Arana parecía interesante. ¿Cómo así pasaron de soñar con una nueva Constitución a luchar de nuevo por pasar la valla? Qué fácil es atormentarse después.

El viernes anterior a las elecciones, mientras comía entristecida un trancapecho sentada en una banca, vio a una figura familiar: zapatillas, buzo azul, cara con calambre. Lo vio dar vueltas a la Plaza Avaroa una y otra vez: cuarentón, atlético, asaltable.

Sí, sí, era él: el ex presidente Julio Guzmán.

—¡Julito! —le gritó, alegre: hacía tiempo que no hablaba con nadie en persona.

Guzmán se le acercó con su típica sonrisa de Chucky. ¡Verito!, le dijo. Casi la abraza. Yo también estoy exiliado, le contó, pero vivo más abajo, en Calacoto. También vino Úrsula Moscoso, pero como es insoportable la mandamos a pescar al Lago Poopó. ¿Me invitas tu trancapecho?

Sentados juntos en una banca, Guzmán y Mendoza empezaron a contarse las cosas y a confesar sus errores mientras se pasaban el trancapecho. ¿Debimos colaborar entonces? ¿No era mejor competir, tal como hicimos? Competir, colaborar, ¿no nos iban a almorzar igual? Además, ¿qué clase de baboso colabora en el Perú? ¿No te parece desabrido el trancapecho? Ya que estaremos aquí un tiempo más, ¿no se te antoja hacer algo? Podemos pasear en el teleférico, ¿no crees? ¿Sabías que acá también hay pollo broaster? Tienen hasta salchipapa. ¿Y si vamos un día a correr juntos?

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Carlos León Moya

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