Hace pocas semanas el Concytec ha publicado un nuevo Reglamento de calificación, clasificación y registro de los investigadores del sistema nacional de ciencia, tecnología e innovación tecnológica, en el que nos regresa al siglo XIX y al debate entre las ciencias de la naturaleza (naturwissenschaftlichen) y las ciencias del espíritu (geitswissenchaff). Con una clara tendencia a considerar como científico –y por tanto, relevante- únicamente a la producción científica proveniente de las ciencias naturales e incluso de la tecnología. Los autores de este reglamento hubieran ahorrado un sinfín de malos entendidos y perjuicios si hubieran llevado algún curso elemental de epistemología.
Un reglamento que privilegia lo efímero, pues considera para el puntaje de clasificación sólo los últimos tres años, como si las grandes conquistas del intelecto humano tuvieran fecha de caducidad. En ese caso, incluso el mismo Einstein habría perdido su nivel como investigador en el Perú, pues entre la publicación de la teoría de la relatividad general y la especial median 10 años. Este es sólo un ejemplo, tomado de las mismas ciencias naturales, de las aberraciones que suceden cuando se deja que la burocracia gobierne a la academia.
En el caso de las ciencias humanas la cosa se torna más espinosa. Es evidente, que los burócratas que han elaborado este reglamento, no tienen idea de cómo se trabaja en este ámbito del conocimiento el cual no sólo desconocen sino hasta parece desprecian. Desde siempre la manera clásica de producción de conocimiento en las ciencias humanas y sociales al través de los libros. Sin embargo, según este reglamento, un artículo publicado en una base de datos especialmente diseñado para las ciencias naturales otorga 5 puntos, mientras que un libro sólo vale 2 puntos. Los dieciséis tomos de la Historia de la República de Jorge Basadre, según esta tabla, valdrían menos de la mitad que un artículo sobre los memes de 15 páginas.
Ese es el estado de estolidez con el que la burocracia valora la producción de conocimiento y de sentido que orienta la vida espiritual de un país. Acostumbrados a los protocolos, las matrices y los flujogramas han perdido la capacidad de pensar. No entienden que el trabajo de investigación si es serio y riguroso requiere tiempo, paciencia, esfuerzo. El investigador no es un obrero ni un burócrata cuya producción se pueda medir a destajo.
Ahora que incluso se debate la implementación de un muy necesario ministerio de ciencia, esperemos que no se siga transitando por el camino de los meros hechos que confunden la técnica con la ciencia y la tecnología con el conocimiento. La ignorancia en los asuntos humanos –y no existe un asunto más humano que la ciencia- es la que puede terminar dándole un sesgo decimonónico a lo que tendría que ser la instancia estatal más importante en cuanto a producción del conocimiento se refiere.
Debemos tener mucho cuidado con lo que se haga ahí y desde las ciencias humanas y sociales participar activamente en ese debate e implementación del ministerio de la ciencia. Que no se convierta en otro ente burocrático que publique lamentables reglamentos, como si la verdad que persigue el conocimiento y la ciencia pudiera reglamentarse, y más bien, sea la oportunidad de corregir lo andado. Si queremos un país que produzca conocimiento científico valioso no podemos dejar de lado a las ciencias humanas y sociales. Ellas proveen de los sentidos e incluso se colocan como las conductoras del sentido último que deben tener las ciencias como máxima aspiración de la racionalidad humana.
Que la noche no apague la luz de la verdad con un reglamento que rebaja a los investigadores a meros burócratas. Como advertía Edmud Husserl hace más de 80 años: “Una mera ciencia de hechos, sólo hace meros hombres de hechos”.