poderes del estado

Cuando los filósofos liberales modernos imaginaron el Estado muchos de ellos lo hicieron usando la metáfora de un monstruo de tres cabezas tratando de devorarse entre ellas. Precisamente lo que subyace a la teoría de la división de poderes es que estas tres voraces cabezas no puedan tragarse la una a la otra, sino que sean capaces de mantener un frágil equilibrio sin el cuál ellas mismas desaparecerían. En otros términos, si alguna de ellas llega a devorar a alguna otra el monstruo moriría irremediablemente, de ahí que, aunque se repelan se necesiten. Sin embargo, esa necesidad implica también un constante enfrentamiento, pero dentro del juego democrático del respeto a la Constitución que es la que coloca las reglas de ese juego.

Lo sucedido esta semana con la aprobación de una ley de “desarrollo constitucional” (que inevitablemente nos remite a la de “interpretación auténtica” del inefable Carlos Torres Lara) que limita las posibilidades del poder ejecutivo para plantear la cuestión de confianza, deja a ese poder del estado en total desprotección frente al embate de un congreso que ve fortalecido su poder rompiendo de esta manera el ya frágil equilibrio. Los fujimoristas que controlan la Comisión de Constitución han hecho malabares para pasar de un plumazo de una Constitución presidencialista pensada en el delincuente que tienen como jefe a una parlamentarista pensada en la acusada que tienen como líder.

Lo sorprendente de esto es la inoperancia que ha mostrado el ejecutivo al respecto. Mientras le asestaban el golpe más fuerte en lo que va de su gobierno el presidente sólo atinaba a celebrar su cumpleaños, mostrarse como un hombre enamorado y dejar el país a la deriva. El juego de la oposición es claro. Ha aprobado la ley que allana el camino a la vacancia, en diciembre nombrarán a sus magistrados del Tribunal Constitucional para que la avalen y de ahí en adelante la espada de Damocles penderá sobre la cabeza de Castillo.

En lugar de advertir estos peligros que pueden dar fin a su gobierno el presidente ha optado por brindarle toda la protección posible a los líderes de su partido sindicado como una organización criminal. El nombramiento del abogado del los “Dinámicos del Centro” como ministro del interior, es decir, el jefe político de la policía encargada de la captura de los prófugos partidarios del presidente, de los seguimientos y probables capturas de los que aún están siendo investigados tiene un objetivo claro garantizar la impunidad de los que vayan a resultar culpables.

En esa misma línea se inscribe el insólito nombramiento de Richard Rojas, hombre de confianza del secretario general de Perú libre, como embajador en Venezuela. Un hombre que ya fue rechazado por Panamá cuando fue propuesto para el mismo cargo, ahora se cobija bajo el manto del dictador caribeño Nicolás Maduro. Tenemos que pasar por la indignidad de tener como embajador a un investigado por lavado de activos sobre quien pesa un pedido de impedimento de salida del país. Por qué arriesgar tanto si no es con el objetivo de ir allanando un posible asilo político tal como ya lo anunciaron antes los abogados de Vladimir Cerrón.

Lo peor de todo esto es que a nadie parece importarle la gravedad del asunto. Es como si ambos poderes jugaran su propio juego y por cuerdas separadas. Los miembros de la coalición de gobierno, la prensa, tiros y troyanos se escandalizan por el nombramiento nefasto del cómico Ricardo Belmont como asesor presidencial y no dicen nada sobre el fondo del problema en el que estamos. Lo que se juega aquí es la gobernabilidad y la viabilidad del país. 

Nuevamente los políticos decepcionan por no ser capaces de dar la talla suficiente. El Perú es un páramo de estadistas. Todos ocupados como están en sus pequeñeces y mezquindades parecen no ver cómo nos dirigimos al precipicio mientras ellos siguen bailando como los pasajeros el Titanic cuando estaba a punto de hundirse.

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