sociedad

Así, en plural. Me refiero a la vuelta a la oficina, a la vuelta a los salones de clase, a esa tan mentada nueva normalidad, cuando la pandemia amaina y parece enfilarse hacia la endemia.

Se supone que todos estamos saltando en un pie: madres y padres hartos de actuar varios guiones distintos en el mismo escenario, por fin exonerados de ser asistentes de aula impagos. Los chicos eximidos de esa cercanía sofocante —he escuchado a varios que juran “la siguiente epidemia no me agarra ni de a vainas en la casa de mis viejos”— que puso entre paréntesis las promesas de independencia y autonomía.

Pero no…, por lo menos no así de sencillo, ni unánime.

Acompañé a pacientes de todas las edades en los varios matices del encierro y las múltiples tonalidades del miedo. Ahora voy siguiendo los sentimientos encontrados camino a los espacios pre covídicos, no solo de individuos, sino también de grupos de ejecutivos que trabajan en organizaciones de todo tipo y en varios países.

Los hay claustrofóbicos y otros claustrofílicos, los hay que se sienten cómodos con colegas bidimensionales y otros que añoran la carne y el hueso de los pasillos. Pero si los mandamases en los directorios y quienes dirigen los departamentos de recursos humanos creen que se va a imponer una talla única, se equivocan groseramente.

Muchos la tienen clara: el contacto importa, pero la reunionitis compulsiva es una pérdida de tiempo y energías. Nada justifica desplazamientos que en algunas ciudades se miden en horas. La identidad organizacional no depende de una sede central llena de rituales y señales que tienen que ver más con jerarquía y control que con innovación y productividad. Se puede trabajar desde cualquier lugar, por lo menos parte del tiempo.

Todos saben que lo que se extraña de las empresas y colegios —encuentros casuales, intercambio de información interpersonal, vale decir, chismes y recreos de todo tipo— es justamente lo que estará fuera de límites y que el resto es, más o menos, lo que se hacía en casa o cualquier otro lugar, solo que… con mascarilla.

Pero, sobre todo, un número apreciable de quienes estudian y trabajan, han comenzado a redefinir lo que significan esas dos actividades y su contribución a la identidad de las personas y están llegando a la conclusión de que por lo menos algunos protocolos educacionales y profesionales no son más que estupideces consagradas por la tradición y la autoridad.

Ya se dieron cuenta.

Los más creativos y capaces ofrecerán sus talentos a organizaciones —públicas y privadas, con y sin fines de lucro— que acepten lo anterior y ofrezcan flexibilidad, así como reconocimiento a maneras distintas de hacer las cosas; que combinen lo presencial con lo remoto, la circulación de personas e ideas por espacios diversos sin que dejen, por ello, de pertenecer a culturas institucionales vigorosas.

El COVID-19 causa una enfermedad, SARS-CoV-2, que se volvió pandemia. Habíamos olvidado que las pestes nos han acompañado desde que se nos ocurrió erigir la torre de Babel, mítico emprendimiento bíblico, símbolo de nuestra soberbia.

Hemos podido más que nuestros ancestros cuando sufrieron los embates de las plagas ateniense, antonina, justiniana, la muerte negra, la gripe rusa y la española, para solo mencionar algunas. Con celeridad extraordinaria desarrollamos vacunas eficaces y las venimos aplicando a pesar de las dificultades —que han terminado siendo más ideológicas, basadas en ideas, que logísticas—, así como estrategias comportamentales individuales y colectivas que limitan los contagios.

Sin embargo, no hay bala de plata: todos los países, no importa el sistema político que los gobierna ni los perfiles culturales que los definen, han pasado por cimas y simas en sus indicadores pandémicos.

Independientemente de lo anterior, el estado de ánimo colectivo —que ya venía groggy desde 2008— ha cambiado para peor. Sin entender los nuevos sentidos del trabajo, lo que esperamos de la vida, lo que define a los individuos, la identidad colectiva, el significado de salud y enfermedad, el balance entre protección y libertad, la palabra regreso es una cáscara vacía.

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Covid-19, sociedad

«Quiero abandonar este mundo como un comunista» le escribió, en octubre del 2020, Mikis Theodorakis a Dimitri Koutsoumbas, líder del KKE, la principal fuerza política de izquierda de Grecia, en una carta en la que dejaba indicaciones precisas sobre cómo y dónde debían ser sus funerales, un tema que, a una semana de su fallecimiento, ha desatado intensas polémicas que enfrentaron a cortes judiciales con los deudos del compositor y activista, quien dejó el mundo físico el pasado 2 de septiembre, un mes y medio después de cumplir 96 años de edad.

El daño más grave que hizo Sendero Luminoso fue haber terminado, de formas sanguinarias y brutales, con la vida de decenas de miles de compatriotas en las zonas más pobres y abandonadas de nuestro país. Pero la estela de terror y barbarie de SL dejó, además de esa concreta sombra de muerte en familias que nunca hallaron paz ni justicia, un perjuicio subjetivo que viene afectando a prácticamente dos generaciones: la estigmatización de la izquierda como sinónimo de maldad, resentimiento y pobreza espiritual.

Cuando, en septiembre de 1992, vimos aquellas tomas borrosas de video casero en las que Abimael Guzmán y su cúpula de crápulas hacían la ronda y palmoteaban como oligrofrénicos al compás de Zorba El Griego, algo pasó en la mente de los jóvenes que observábamos esa danza, entre ridícula y macabra. En nuestras charlas de universidad, la alegre y mediterránea melodía ya no nos remitía a aquella entrañable película que protagonizó Anthony Quinn en 1964 sino que se volvió la banda sonora de la captura del esperpéntico líder terrorista.

Muchos salimos pronto de la oscuridad, a través de lecturas, películas y canciones. Pero muchos otros no lograron escapar de aquello y hoy llenan, con polos de la selección peruana y boqueando pestíferos prejuicios, las manifestaciones contra el comunismo como si tal sistema de ideas fuera equivalente del terrorismo ramplón y asesino, cosa imposible por muy anacrónicos y desfasados sean la mayoría de sus postulados. Y que celebrarían, en sus eventos auspiciados por Erasmo Wong, la muerte de Mikis Theodorakis, comunista hasta los huesos. Si supieran quién fue, por supuesto.

Esa ignorancia primordial es, además, acicateada por una élite que, desde los medios concentrados y asociados a la derecha más recalcitrante, se dedica a invisibilizar a aquellas personalidades que ensalzan a la izquierda, para evitar que toda esa masa, por lo menos, se entere de que también existen seres humanos valiosos formados desde un pensamiento «de ala zurda más que diestro», parafraseando a Silvio Rodríguez.

La trayectoria personal, artística y política de Mikis Theodorakis (Chíos, 1925) plantea un grave problema a esa derecha bruta y embrutecedora. ¿Cómo criticar a un músico que enfrentó, cara a cara, una de las peores dictaduras del siglo 20 -la Junta Militar que aplastó los derechos civiles en Grecia de 1966 a 1974-, que lo encarceló, censuró y torturó? ¿Qué podrían reprocharle al artista que peleó contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, que rechazó la Guerra del Golfo Pérsico, que tendió puentes de hermandad entre Grecia y Turquía y criticó al gobierno de su país por estrechar lazos con Benjamín Netanyahu?

Se me ocurre que, por esa imposibilidad de mencionar su nombre sin decir que se trataba de un hombre de izquierda, es que el fallecimiento de este músico universal desapareció de los medios locales al día siguiente, mientras sigue siendo noticia en Grecia y otros países de Europa, donde no cesan de reseñar hasta hoy su importancia como principal responsable de la internacionalización del folklore griego, además de impulsar ideas elevadas sobre cultura, humanismo, arte y su relación con la vida del pueblo. Como político, Theodorakis sirvió a su país como activista, parlamentario y ministro, durante el gobierno de Konstantinos Mitsotakis (1990-1993), padre del actual Primer Ministro de Grecia, Kyriakos Mitsotakis, quien decretó tres días de duelo nacional y acondicionó una capilla ardiente en la Catedral de Atenas, donde cientos de personas se hicieron presentes para despedir a su ídolo.

Para el mundo entero, el nombre de Mikis Theodorakis es sinónimo directo de Zorba, The Greek, la mencionada película (basada en libro epónimo de Nikos Kazantzakis), en que un rústico y desenfadado hombre cretense, Zorba, enseña a vivir a un acartonado señorito inglés. Michael Cacoyannis, director de la cinta, lo convocó también para su ciclo de largometrajes basados en clásicas tragedias griegas, entre las que destaca la sensacional partitura de The Trojan Women (1971), protagonizada por Katherine Hepburn. Además, puso música a dos importantes películas de su compatriota Costa-Gavras: Z (1969) y State de siege (1972), ambientada en Uruguay en tiempos de la guerrilla urbana de los Tupamaros. Aunque Hollywood también se rindió a los encantos de Zorba, su relación con el cine norteamericano fue más bien de distancia y hasta cierta hostilidad, con la excepción de su trabajo en Serpico (Sidney Lumet, 1973), en que Al Pacino encarna al valiente oficial de policía que desmontó, con sus denuncias, las redes corruptas del departamento de policía de New York.

Pero la obra musical de Mikis Theodorakis trasciende, por mucho, a esta danza, también conocida como sirtaki. Theodorakis ha compuesto cientos de canciones, decenas de sinfonías, conciertos y óperas -la mayoría basadas en textos clásicos y modernos de la literatura griega- y obras cargadas de su ideología política. Por ejemplo, en Bulgaria se editó su obra Lithurgy of the children killed in the war (Balkanton Records, 1986), de gran impacto en este país de Europa Oriental. O la sobrecogedora Mauthausen Trilogy (1965), también conocida como The ballad of Mauthausen (con textos del poeta griego Iakovos Kambanellis). La suite, inspirada en los horrores del campo de concentración de Mauthausen, Austria, en el que fueron sacrificados casi 300,000 judíos, fue interpretada por famosos cantantes, entre ellos, la norteamericana Joan Baez

Luego de pasar cuatro años en prisión -y de recibir el apoyo de grandes nombres de la comunidad artística mundial como el compositor ruso Dmitri Shostakovich, el escritor inglés Arthur Miller, los músicos norteamericanos Leonard Bernstein y Harry Belafonte, entre otros-, se dedicó a escribir contundentes canciones de protesta que inspiraron a las juventudes que finalmente forzaron la caída del régimen militar. Estas canciones se hicieron muy populares en el área mediterránea, en las voces de María Farantouri y Antonis Kalogiannis (fallecido en febrero de este año) quienes, junto a Theodorakis, se convirtieron en la conciencia social del pueblo griego. En 1971 fue invitado a Chile por Salvador Allende y devolvió la cortesía musicalizando el Canto general de Pablo Neruda. Aquí podemos ver y oír al compositor dirigiendo a la orquesta y al grupo Quilapayún, en un programa especial realizado en España en 1981.

A diferencia de Vangelis -el otro gran músico griego del siglo 20-, la música de Theodorakis conecta a sus oyentes con el alma y espíritu del pueblo griego desde sus entrañas regionales, pero desde un punto de vista clásico, orquestal, sinfónico, donde violines y pianos se unen a bouzoukis y panderetas en comunión atemporal. Pero si de explorar sus amplios recursos se trata, una recomendación puede ser el álbum Song and guitar pieces (Columbia Records, 1967). En estas grabaciones participa el reconocido guitarrista australiano John Williams y contiene adaptaciones musicales del Romancero gitano de Federico García Lorca. 

Pero, además de Zorba, The Greek –aquí bailada de manera intensa por el compositor y Anthony Quinn, en 1995-, hay una melodía de Theodorakis que es muy conocida para nosotros. Una canción sinuosa y romántica, de quiebres ondulantes y bouzoukis picados, que hasta ha sido cantada por los Beatles. Se trata de la adaptación al español de The Honeymoon Song (título original: An thimithis t’oniro mou), un tema de 1959. Grabada en los setenta por la cantante Gloria Lasso, con textos del poeta Rafael de Penagos, se hizo muy popular en la voz de Paloma San Basilio, con el nombre de Luna de miel (LP Grande, 1987). Como Zorba, este tema universalizó el sonido del folklore griego y condicionó, para bien y para mal, su uso en el cine, la televisión y el turismo.

Como el macartismo más rancio e intolerante, el mundo occidental orientado a la derecha le ha dado la espalda al bagaje musical de uno de los compositores más prolíficos de música instrumental contemporánea, alumno del director de orquesta y compositor francés Olivier Messiaen (1908-1992) y constante animador del Epidaurus Festival, donde estrenó varias de sus obras. Este festival, que se celebra cada año desde 1955, ya anunció que la edición del 2022 tendrá un programa especial de homenaje a Mikis Theodorakis, a quien describen como “una figura icónica de la música, cuya obra visionaria y amplia muestra el lenguaje griego de forma única, con canciones que expresan apasionadamente las luchas de nuestro país por la libertad y la auto determinación”. 

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