Aristóteles, respecto de la filosofía, sentenció para siempre que “todas las ciencias son más necesarias que ésta; pero mejor, ninguna” y esto porque la caracterizó como la “única ciencia libre”. En suma, la filosofía no sólo es la obra suprema de la razón humana, sino, también la expresión máxima de la libertad humana. Una libertad que no conoce las ataduras del dogma, el interés, la ideología, los prejuicios, las opiniones y ni siquiera la de las inclinaciones. Es el actuar libre del pensamiento que muchas veces se vuelve contra sí mismo si ve la necesidad de corregirse, criticarse, encontrar nuevos y mejores rumbos. Es por eso, que la UNESCO acordó hace muchos años ya dedicar un día al año para celebrar a la más excelsa de todas las creaciones del hombre, la libertad que entraña el pensar.
Hemos dicho que la filosofía no conoce de ataduras porque su fin no es alcanzar sino buscar la verdad. El filósofo, a diferencia del sabio, no es aquel que pontifica desde una verdad petrificada, sino que es aquel que ha dedicado su vida a la búsqueda incesante de la verdad. Su sino es más trágico, pues se sabe en el interregno entre la sabiduría y la ignorancia en esa zona gris en la que sólo puede llegar a conquistas parciales y siempre precarias. Pues vive en la paradoja de que su sabiduría consiste no en lo mucho o poco que sea capaz de conocer, sino en saberse ignorante. Sin embargo, al igual que Sísifo, hay que imaginarlo feliz.
La recompensa, si alguna la hay para quien ha decidido dedicar su vida a la búsqueda de la verdad, es el poder sentir el vértigo de la libertad. Su contacto y diálogo permanente con los otros que como él pensaron, si es honesto, le permiten ver todo en perspectiva y en contexto. Por eso, es un error estudiar la filosofía históricamente, eso supone encerrar el pensamiento en los muros de la cronología. Seguimos dialogando con los tan contemporáneos Heráclito o Platón, cuando leemos un libro de filosofía están ahí, de alguna manera, presentes todos los filósofos que antes han pensado los mismos problemas más allá del orden en los que los pretendamos colocar.. La filosofía es el diálogo permanente inaugurado hace más de dos mil quinientos años en Jonia por unos hombres que maravillados por los fenómenos que a simple vista pueden ser los más comunes, imaginaron otra manera de abordaron y descubrieron la posibilidad de la búsqueda del conocimiento por el conocimiento mismo, planteándose los problemas más urgentes que hacen retumbar el sentido mismo de nuestra existencia.
La filosofía, como bien anota Heidegger, es “el extraordinario pensar acerca de lo ordinario”. Es decir, sus temas y sus problemas son los que aquejan a la humanidad en su diario vivir. Por ello, aunque muchas de sus gramáticas resulten obtusas, complicadas, abstractas y hasta estériles, esos son los difíciles caminos del pensar. No es posible abordar los problemas en torno al sentido de la existencia, el conocimiento, la verdad, la moral, de una manera baladí y simplona. Pensar los abismos de la existencia requiere no sólo un gran coraje sino también la exigencia de llevar a la razón hasta sus propios límites en los que lo inasible muchas veces no se puede instanciar en palabras. Como decía Demócrito las palabras son sombra de obras, pues petrifican lo que está sujeto al misterio del tiempo, tratan de atrapar el instante y crean la ilusión de lo permanente.
Muchas veces se ha tildado a la filosofía de una actividad banal e inútil y a quien la practica como un hombre distraído y alejado del mundo. El hombre apresurado, acostumbrado a la inmediatez y reñido con el pensamiento lanza esa acusación desde su limitación. Es cierto que la filosofía no ofrece soluciones sino problemas. Nos abre la posibilidad de enfrentarnos ante aquello que nos subyuga por lo irresoluble pues en el fondo es lo que toca las fibras de nuestra existencia. Para qué queremos meras soluciones si con ellas vamos a tener meros hombres de hechos, gente incapaz de ver más allá de sus narices y que como cualquier ser irracional se conforma con aquellos que de alguna manera ya le ha sido dispuesto. Precisamente, para salvar lo que de humano hay en cada uno de nosotros es que existe la filosofía.
Pero, su realización también conlleva una enorme responsabilidad pues el filósofo, en su calidad de arconte de la verdad, es el que con la gravedad de su palabra y su pensar pronuncia aquello que los demás no pueden decir. Es por eso, que la filosofía debe siempre cumplir una función liberadora. Darle palabra a los que no la tienen, mostrar los horadados caminos por los que se pueda transitar hacia la libertad. Esa es la responsabilidad más importante del filósofo. No la de ser un mero profesional del argumento o un exégeta encerrado en una torre de marfil. Sino, una persona capaz de dialogar con otros modos de pensamiento, de sentir y vivir en el mundo, de confrontar su pensamiento y su saber con el de otros pueblos y tradiciones en una auténtica polifonía del logos. Esto, por supuesto, no supone –como afirman muchos enanos del pensamiento- una renuncia al estudio riguroso y meticuloso de los clásicos. Al contrario, no creo que haya experiencia más subyugante que la del gozo que puede significar enfrentarse, siempre dispuesto a aprender, a una de esas grandes conquistas del pensamiento que suponen los grandes libros que han escrito los filósofos.
Hay una belleza en el pensamiento, en el argumento bien construido, en una idea que nos saca de nuestro lugar de confort, en la gravedad que supone el salirse de la actitud cotidiana para poder reflexionar sobre ella. Todo ello, y más, es lo que permite la filosofía entrar en contacto con la expresión más sublime de la humanidad. Pero también, es riesgo permanente porque la verdad siempre incomoda. Los hombres, como los prisioneros de la caverna, prefieren siempre vivir encadenados de cara a las sombras. Por ello, la misión irrenunciable de la filosofía es la de educar para sacar a las personas de la ignorancia. Ya la ignorancia mató a la filosofía cuando condenó a muerte a Sócrates y con él a todos aquellos compañeros de ruta que se atrevieron a incomodar al poder con su pensar libre y crítico. Ese es el riesgo del filósofo, la incomprensión que muchas veces se paga con la vida y otras con la pobreza, la marginación, la postergación o simplemente con la indiferencia. Ante todo ello, en este día en que el mundo celebra a la filosofía, recordemos lo que nos legó como misión el sabio emperador Marco Aurelio: “Los hombres han nacido unos para los otros, edúcalos o padécelos.”