Andy Montañez

[MÚSICA MAESTRO] Cada vez que las ondas radiales me recuerdan lo podrido que está el concepto «música latina» en la posmodernidad, me aferro a aquellos artistas que me convencieron, cuando yo era tan solo un niño, de que la picardía, «el ritmo, el sabor y la sandunga» (Luis Delgado Aparicio, dixit) no tienen por qué perder elegancia para ser populares.

Y de esa galería de notables compositores, instrumentistas e intérpretes de las diversas vertientes de la música para bailar -uno de los aspectos que siempre ha llamado más la atención hacia lo latino entre públicos ajenos a nuestras idiosincrasias-, El Gran Combo de Puerto Rico se yergue como una de las columnas vertebrales de esa añoranza que es atacada a diario por los reggaetoneros de intensa pezuña blanqueada por los dólares y la fama fácil que ahora ve «elegancia» en el español mal hablado/mal pronunciado, el bling bling clonado (¿robado?) del hip hop y su asociación directa con temas de baja estofa como el narcotráfico y sus negocios anexos (prostitución de alto vuelo, tráfico de armas, sicariato, extorsión y cupos).

El Gran Combo de Puerto Rico es, sin exagerar, una de las orquestas creadoras/constructoras del concepto «salsa». De hecho, comenzaron a tocarla desde antes de que el término fuera acuñado oficialmente por el DJ venezolano Fidias Escalona en 1968, un asunto que hasta hoy genera intensos y, hoy más que nunca, infértiles debates habida cuenta de todas las aguas que han pasado bajo los puentes de la música afrolatina-caribeña-americana.

Pocas personas lo tienen presente pero El Gran Combo de Puerto Rico -ese es el nombre completo de la agrupación, aunque para todos nosotros será siempre El Gran Combo, a secas- surgió de la escisión de una de las orquestas de guaracha, bomba y plena -tres de los géneros caribeños ingredientes básicos de la salsa-, más importantes de la segunda mitad de los años cincuenta, Cortijo y su Combo. Rafael Cortijo, un arreglista y experto timbalero, tenía una efervescente orquesta de niches boricuas con ganas de comerse el mundo no sin antes hacerlo bailar hasta cansarse. Entre 1956 y 1961, Cortijo y su Combo remeció salones de baile y rudimentarios estudios de televisión con grabaciones como El negro bembón (1958), Perfume de rosas (1961) y, especialmente, Quítate de la vía Perico (1959), su más grande contribución al canon presalsero.

El prestigio y la estabilidad de Cortijo y su Combo se vieron mellados por un incidente que terminó con el encarcelamiento de su cantante principal, Ismael Rivera -por posesión de drogas- quien, posteriormente y por derecho propio escribió uno de los capítulos más importantes de la salsa clásica, convertido en el reverenciado «Maelo», con temas inolvidables como El Nazareno (LP Traigo de todo, 1974), No soy para ti (LP Soy feliz, 1975) y Las caras lindas (LP Esto sí es lo mío, 1978), del gran Tite Curet Alonso (1926-2003). Estos discos los grabó Miranda, también conocido posteriormente como “El Sonero Mayor”, con su orquesta Los Cachimbos, que tuvo en los coros a Héctor Lavoe y Rubén Blades.

Al año siguiente, siete miembros del combo de Rafael Cortijo -Roberto Roena (bongos), Rogelio Vélez (trompeta), Héctor Santos, Eddie Pérez (saxos), Martín Quiñones (congas), Miguel Cruz (bajo) y Rafael Ithier (piano)- decidieron abrirse y, en casa de Roena, escogieron como director a Ithier y adoptaron como nombre El Gran Combo ya que su primera opción -Rafael y su Combo- aludía demasiado a la banda anterior. De hecho, cuando apareció su álbum debut, Menéame los mangos (1962), con el merenguero dominicano Joseíto Mateo como único vocalista, muchos los tildaron de traidores ya que Cortijo, aunque golpeado por la obligada deserción de Miranda, decidió seguir adelante. Pero el rechazo duró poco y los éxitos comenzaron a llover para la nueva orquesta.

La década siguiente -entre 1962 y 1972- El Gran Combo lanzó un total de 22 álbumes con el sello Producciones Gema, con muy ligeros cambios de alineación y un dúo de vocalistas nuevos, Pedro «Pellín» Rodríguez y Andy Montañez, que establecieron un estilo quimboso y divertido, apoyados por los serios arreglos de Ithier y la voz chillona del saxofonista Eddie «La Bala» Pérez (un rasgo también característico del sonido de Cortijo y su Combo). A esa época pertenecen las primeras versiones de La muerte (El Gran Combo de siempre, 1963), Acángana (Acángana, 1963), Ojos chinos (Ojos chinos jala jala, 1964), Achilipú (De punta a punta, 1971), -que serían regrabadas en los ochenta- y otras descargas como El caballo pelotero (El caballo pelotero, 1965), Esos ojitos negros, Falsaria (Esos ojitos negros, 1968) o Ponme el alcoholado Juana (Este sí que es El Gran Combo, 1969).

En ese tiempo, El Gran Combo no se limitaba a sus ritmos habituales -guaguancó, merengue, bomba, plena, salsa- sino que le puso arreglos latinos a temas de origen anglosajón, sumándose a la fusión de moda, el boogaloo, con álbumes como ¿Tú querías boogaloo? ¡Toma boogaloo! (1967) o Latin power (1968) que incluye covers de canciones muy conocidas como Build me up buttercup, original de The Foundations o Aquarius/Let the sunshine in, otro clásico psicodélico de The Fifth Dimension. Hasta un éxito de la música «fácil de escuchar», Love is blue, popularizado mundialmente por la orquesta del francés Paul Mauriat (1925-2006), fue grabada por los portorriqueños para su LP Pata pata jala jala y boogaloo (1967).

Para inicios de los setenta, la base de la orquesta seguía siendo la misma, pero hubo dos modificaciones importantes. Roberto Roena, uno de los fundadores, salió para buscar su propio camino con The Apollo Sound y la Fania All Stars; y Pellín Rodríguez, hasta entonces cantante principal, comenzó su carrera como solista, dejando el micrófono a cargo de Andy Montañez. En 1973, con el ingreso de Charlie Aponte, se inicia lo que muchos ubican, erróneamente, como la primera época de El Gran Combo, ignorando que ya venían haciendo música desde hacía diez años. Esta segunda etapa de El Gran Combo se inauguró con un hecho poco comentado, su aparición como teloneros de las estrellas de la Fania en el legendario concierto en el Yankee Stadium de New York.

El siguiente lustro produjo exitazos como Julia (Por el libro, 1972), El barbero loco (En acción, 1973), Un verano en Nueva York, Vagabundo (7, 1975), Brujería (Aquí no se sienta nadie, 1979), La salsa de hoy (Disfrútelo hasta el cabo, 1974) y el «aguinaldo» -término con el que se conoce en Puerto Rico a las canciones de Navidad- Si no me dan de beber, lloro (5, 1973), estas tres últimas cantadas por Aponte, consolidando a El Gran Combo como una orquesta fundamental para entender la salsa. Los poderosos arreglos para la sección de vientos integrada por Luis Alfredo “Taty” Maldonado, Nelson Feliciano (trompetas), Eddie Pérez, Víctor “El Cano” Rodríguez (saxos), Freddie Miranda (flauta) y Epifanio “Fanni” Ceballos (trombón), con fuertes influencias del jazz, el piano orbital de Ithier y el contraste vocal entre Montañez y Aponte -de lejos, mejor cantante que Rodríguez- definieron un sonido que mantuvo su personalidad durante los próximos veinticinco años.

El Gran Combo siempre se distinguió por su divertido sentido del humor, reflejado en las letras de sus canciones y las coreografías de su línea de cantantes, siempre impecablemente uniformados. Al principio fue Roberto Roena, reconocido bailarín, quien organizaba los pasos de baile. Luego fue Mike Ramos, su reemplazo y, posteriormente, Charlie Aponte asumió esa tarea cuando quedó al frente como cantante principal, tras la salida, en 1978, de Andy Montañez quien inició una exitosa carrera en solitario luego de un breve paso por la orquesta venezolana La Dimensión Latina, para reemplazar a Óscar D’León.

Los dirigidos por Rafael Ithier -quien, para ese entonces, ya se diferenciaba del resto vistiendo otro color de uniforme, en señal de su jerarquía- también mantuvieron su independencia frente al conglomerado de la Fania que, en su momento, llegó a absorber a Ismael «Maelo» Rivera, Roberto Roena y hasta a Papo Lucca, director de La Sonora Ponceña. Aunque no era exactamente una rivalidad, Ithier y sus muchachos comprendieron desde el principio que lo suyo era un trabajo que no podía depender de decisiones ajenas, al punto de crear su propio sello discográfico, EGC Records (luego Combo Records) bajo el cual publicaron todos sus álbumes desde 1970 hasta la actualidad.

En 1978, el mismo año de la salida de Montañez, Ithier reclutó a Jerry Rivas, poseedor de un registro vocal similar, fuerte y acajonado, que encajó a la perfección con la alta y potente voz de Aponte. Como complemento, Luis «Papo» Rosario entró en 1980 para suplir a Mike Ramos, estableciéndose así la delantera del tercer y más conocido periodo del grupo. La química entre los tres, tanto para las armonías vocales como para los pasos de baile, hizo olvidar rápidamente los temores de que, sin Andy Montañez, El Gran Combo no podría durar mucho tiempo.

La primera mitad de los ochenta encontró a El Gran Combo convertido en «La Universidad de la Salsa», mote tomado del título de su disco oficial #34, en cuya carátula aparecen todos en togas y birretes, en el pórtico de una casa de estudios superiores. Una sucesión de éxitos radiales y giras multitudinarias por toda Latinoamérica y Estados Unidos hacían justicia a tantos años de esforzado trabajo musical. Canciones como Compañera mía (Unity, 1980), El menú, Timbalero (Happy days, 1981), El teléfono, Se me fue, Trampolín (Nuestro aniversario, 1982), Mujer celosa, Y no hago más na’ (La universidad de la salsa, 1983), Carbonerito, Azuquita pa’l café (In Alaska: Breaking the ice, 1984), La fiesta de Pilito, No hay cama pa’ tanta gente (Nuestra música, 1985, una prolongación del tema Eliminación de feos, de 1973, en que mencionan a varios colegas de la salsa) -solo por mencionar unas cuantas- fueron fijas en fiestas de Año Nuevo junto con el repertorio clásico, formando un cuerpo de trabajo de marcas sonoras registradas y un prestigio a prueba de balas. Mientras que la Fania se iba desarticulando por problemas de egos, El Gran Combo lideraba la salsa boricua ganando respeto del público, la prensa especializada y sus pares.

Para la segunda mitad de esa década, El Gran Combo supo adaptarse al sonido «romántico» de la salsa, sin perder identidad. Con el apoyo del arreglista Ernesto Sánchez, que había trabajado con Lalo Rodríguez, Ithier y su combo lanzaron dos discos que ratificaron su liderazgo en la evolución salsera, Romántico y sabroso (1988) y Ámame (1989), con canciones como Cupido, Ámame y Aguacero. En esa década, El Gran Combo tocó muchas veces en Lima, como parte del cartel internacional del Gran Estelar de la recordada Feria del Hogar. Su relación musical con el Perú quedó plasmada en la versión salsa del vals Bandida, compuesto por el marino chalaco Francisco “Panchito” Quirós Tafur, que incluyeran en el LP Unity de 1981.

Si La Sonora Ponceña hacía sus «jubileos» -celebraciones de sus aniversarios con conciertos y lanzamientos especiales- El Gran Combo hizo lo mismo desde 1972, sacando un disco recopilatorio para conmemorar sus 10, 15, 20 años y así, sucesivamente, hasta el más reciente, aparecido en el 2022, por sus bodas de oro. En 1992 apareció Los Mulatos del Sabor: 30 años bailando con el mundo, que fue lanzado como LP triple y CD doble por Combo Records. El clásico disco de la carátula naranja y una conga en el centro es una selección comprimida y precisa de las mejores canciones de El Gran Combo de Puerto Rico, para escucharla con deleite y bailarla hasta el cansancio. Las versiones nuevas de La muerte, Ojos chinos, Ponme el alcoholado Juana, Achilipú y Acángana -que hasta ahora escuchamos en radios salseras, grabadas con las voces de Rivas, Aponte y Rosario entre 1982 y 1985- forman parte de este compendio.

Pero si en los noventa la orquesta siguió presente en el gusto del público, la cercanía del Siglo XXI y los cambios radicales y degradantes de la música latina les pasaron factura, por lo menos en lo relacionado a nuevos lanzamientos. Si bien es cierto su jerarquía entre los salseros está intacta y canciones como Que me lo den en vida (Pasaporte musical, 1998) o Me liberé (Nuevo milenio, el mismo sabor, 2001) han gozado de mucho éxito y popularidad, ya no son tiempos para que canciones elegantes, graciosas y bien tocadas sean las preferidas de unas masas encanalladas por Shakira y Bad Bunny.

Varios personajes de la saga de El Gran Combo ya han fallecido, como Pedro «Pellín» Rodríguez (1984), Rafael Cortijo (1982) o Roberto Roena (2021). El trombonista Epifanio «Fanni» Ceballos, quien desde el fondo lanzaba aquel característico «¡Ahíiiiii…!» al final de cada tema en concierto, falleció en 1991. Y Eddie “La Bala” Pérez, el saxofonista de la voz chillona, otro de los fundadores, partió en 2013, el mismo año en que lanzó su autobiografía titulada Una bala, dos combos y una vida (2015), en la que recorre cincuenta años junto a El Gran Combo. Por su parte, Andy Montañez sigue cantando, a los 80, y subió al escenario con sus excompañeros en el disco en vivo 40 aniversario (2002).

Actualmente, Rafael Ithier, el almirante de este imbatible buque salsero, tiene 97 años y se mantiene en la dirección aunque ya no remece sutilmente las teclas de su piano, aquejado por algunos males físicos. Willie Sotelo, que fuera director de la orquesta de Frankie Ruiz, asumió esa tarea hasta su reciente fallecimiento, en el 2022. Con Charlie Aponte (72) y Luis «Papo» Rosario (76) retirados, desde 2014 y 2019 respectivamente, Jerry Rivas (68) está acompañado de otros tres cantantes, mucho más jóvenes. Aquí se les puede ver en la actualidad, en un show especial para el programa de YouTube Sesiones desde La Loma.

De los integrantes originales, salvo Ithier, ya no queda nadie, pero entre los integrantes actuales hay todavía sobrevivientes de los años setenta y ochenta como el trompetista “Taty” Maldonado, el saxofonista Freddie Miranda y el percusionista Miguel Torres, acompañados por una nueva generación de músicos que mantienen vivo el legado del grupo. Con esa formación editaron dos discos durante la pandemia, En cuarentena y De Trulla con El Combo, dejando en claro que la universidad de la salsa sigue dando clases maestras de música latina. Hasta que el cuerpo aguante.

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