La noticia sorprendió a quienes creíamos que Slayer ya no regresaba más a los escenarios después de aquella gira del año 2019, que terminó con Kerry King despojándose de la icónica y pesada cadena que llevaba siempre colgada del cinturón para despedirse del público levantando los brazos y gritando, en actitud gorilesca, mientras que Tom Araya, con el ceño fruncido, la boca apretada y los pulgares en los bolsillos, le daba la espalda a su compañero (ver la escena aquí). 

Que ambos, fundadores y únicos miembros estables, dejaran esa imagen en su último concierto, creó la sensación de que algo se había quebrado para siempre. Sin embargo, todo cambió el pasado 21 de febrero cuando varias páginas especializadas anunciaron que Slayer, la legendaria banda de thrash metal, ha confirmado su participación en dos festivales a realizarse en septiembre de este año, Louder Than Life y Riot Fest, en las ciudades norteamericanas de Kentucky y Chicago, respectivamente.

King, siempre polémico y lenguaraz, había alborotado los oscuros corrillos metálicos con dos declaraciones explosivas, muy a su estilo, que no anticipaban para nada esto. Primero, reveló que las líneas de bajo de los álbumes más importantes del grupo las había grabado él y no Araya. Y, dos semanas antes del anuncio de retorno, dijo que no hablaba ni cruzaba correos con su amigo de toda la vida desde aquella separación ocurrida hace ya cinco calendarios. Dicho sea de paso, el guitarrista andaba más preocupado en promocionar su primer álbum en solitario, From hell I rise, cuyo lanzamiento se anuncia para la quincena de mayo.

Por su parte, Araya comentó, apenas se viralizó el anuncio: “Nada se compara a los 90 minutos que pasamos tocando en vivo, sobre el escenario, compartiendo esa intensa energía con nuestros fans. Y, para ser honestos, he extrañado mucho eso”. Como sabemos, él fue sometido, en el 2010, a una compleja cirugía para corregir sus vértebras cervicales, dañadas por décadas de azotar ferozmente su cabeza durante sus conciertos, por lo que desde entonces toca y canta casi sin moverse, pero manteniendo, eso sí, su amenazante mirada fija en el público.

¿Qué esperar de este intempestivo giro en la historia del cuarteto formado en California, EE.UU., en 1981? Definitivamente, se trata de un acontecimiento de gran importancia para los seguidores del heavy metal y, sin duda, estas apariciones serán una nueva oportunidad para que el cuarteto interprete en vivo lo mejor de su amplio repertorio. Cada concierto de Slayer, en cualquiera de sus etapas, es garantía de agresividad, buena bulla y catarsis liberadora -pienso, por ejemplo, en el DVD War at The Warfield (2003) o el álbum doble Decade of aggression (1991)- aun cuando ya no sean los mismos veinteañeros rabiosos y descontrolados que parecían no detenerse ante nada, como en aquella participación en el Combat Tour: The ultimate revenge, junto a Exodus y Venom, en 1985. 

Hoy, cuatro décadas después, el asesino de las carátulas infernales, los enloquecidos solos y los gritos aterradores retorna convertido en toda una institución del rock duro que inspiró a músicos del mundo entero para dar origen a vertientes más extremas del metal, como el death o el black. Por todo eso, vale la pena recordar su catálogo y las razones de su ascendencia en uno de los estilos de música popular contemporánea que más lealtades y pasiones despierta.

La música de Slayer no es apta para todos: Una voz que lanza gritos desgarradores, dos guitarras ultra veloces que se cruzan en solos melódica y armónicamente complejos y una batería machacante la hacen imposible de asimilar para el oyente de gustos convencionales. Además, sus letras contienen abiertas blasfemias contra Dios y descripciones explícitas de la violencia y los horrores de la guerra, los métodos de asesinos en serie, la corrupción política global y la maldad que pareciera inherente al ser humano, a juzgar por los crímenes e injusticias que vemos todos los días, aquí en nuestro país (sicarios, extorsionadores, políticos y sus allegados) o a nivel internacional (genocidios, explotaciones, abusos, conspiraciones). Según Araya, uno de los letristas del grupo y ferviente católico, sus temas son deliberados intentos de asustar a la gente, pero que no deben ser tomados muy en serio, aun cuando King y Hanneman -compositores de letra y música- han declarado ser ateos convictos y confesos.

Desde las épocas en que se rumoreaba que el bluesero Robert Johnson (1911-1938) había vendido su alma al demonio para dominar la guitarra hasta los primeros acordes esotéricos de Coven y Black Sabbath a inicios de los setenta, las conexiones entre el rock y lo diabólico eran, básicamente, abstracciones fantasmagóricas inspiradas en la literatura de Edgar Allan Poe (1809-1849) o H. P. Lovecraft (1890-1937); los estudios satánicos de Anton LaVey (1930-1997) o su antecesor, el británico Aleister Crowley (1875-1947, el mismo de la canción de Ozzy Osbourne de 1981); y hasta las películas de Boris Karloff (1887-1969) y Vincent Price (1911-1993). 

Incluso hubo personas que se empeñaron, a finales de los setenta e inicios de los ochenta, en encontrar “mensajes ocultos” en las letras de bandas como los Beatles, Led Zeppelin, Queen o Eagles, manipulando sus grabaciones para escucharlas al revés. Slayer decidió ahorrarles ese trabajo y llevó las cosas a otro nivel. Si bandas como Iron Maiden o Venom fueron las primeras en incluir simbología diabólica en sus letras y carátulas, el cuarteto californiano se alejó de las metáforas para escribir canciones que parecían sacadas del mismísimo averno.

Entre 1983 y 1990 se ubican las bases del prestigio de Slayer, periodo en el que lanzaron seis discos de larga duración y un EP de cuatro canciones -el salvaje Haunting the chapel (1984)- con un sonido tormentoso y agresivo, que puede llegar a ser insoportable, odioso y hasta espeluznante para oídos no entrenados. El debut, Show no mercy (1983), presenta sus primeras influencias ubicables en grupos de la New Wave Of British Heavy Metal (NWOBHM), especialmente Iron Maiden y Judas Priest, notorias en el uso de guitarras dobles y ritmos similares al speed metal, pero con un acercamiento directo a los temas oscuros, sin adornos ni eufemismos. Canciones como The Antichrist, Black magic o Evil has no boundaries son claros ejemplos de ello. De aquel primer disco, brillan con luz propia dos canciones muy recomendables, Crionics y Die by the sword.

Luego siguieron cuatro demoledores lanzamientos, siempre con Rick Rubin en la producción, en las que el grupo definió su posición de dominio en el espectro metalero con un discurso que no dejaba espacio para el humor negro, la moderación o el uso de metáforas sugerentes, como pasaba con muchos de sus colegas. En lugar de ello, las descripciones gráficas de sus letras y carátulas -a cargo del artista plástico Larry Carroll- añadían un franco desinterés por caerles bien a los demás, que daba carácter único a aquellos elementos que sí compartían con sus pares, como velocidad, actitud ruda y desprecio por el establishment y los convencionalismos de la industria musical comercial.

De ellas, destaca su tercer álbum, Reign in blood (1986), considerado junto con Master of puppets (Metallica), Peace sells… But who’s buying? (Megadeth) y Among the living (Anthrax) -todos lanzados el mismo año-, entre los mejores de la historia del thrash metal. Aquí figuran canciones emblemáticas como Postmortem, Raining blood -que, en concierto, termina con una literal lluvia de sangre (falsa, por supuesto)-, Altar of sacrifice y Angel of death, una composición que les trajo mucha polémica debido a las referencias a uno de los personajes más siniestros de la Alemania nazi, Joseph Mengele. Jeff Hanneman, compositor del tema, se defendía diciendo que entendía los malentendidos pero que jamás habría apoyado al nazismo ni sus horrendas prácticas.

Otras canciones de esa época, infaltables en los conciertos de Slayer, son por ejemplo South of heaven, Mandatory suicide (South of heaven, 1988), Hell awaits, At dawn they sleep (Hell awaits, 1985), Dead skin mask, Seasons in the abyss o War ensemble (Seasons in the abyss, 1990). Posteriormente, con la primera salida de Dave Lombardo y el ingreso de Paul Bostaph, el cuarteto lanzó tres discos más: Divine intervention (1994), Undisputed attitude (1996), álbum de covers de bandas punk y hardcore como D.R.I., The Stooges y Pap Smear, grupo que Hanneman tuvo antes de 1981; y Diabolus in musica (1998), considerado su único intento por “adaptarse” a tendencias vigentes como grunge y nu metal), antes de iniciar su tercer periodo, una vuelta al sonido abrasivo, sin concesiones, que los hiciera famosos. 

A esta etapa pertenecen God hates us all (2001, todavía con Bostaph), Christ illusion (2006), que contiene temas como Jihad, Eyes of the insane, que generó más de una incomodidad por su irreverente carátula; World painted blood (2009) y Repentless (2015), los tres últimos con Lombardo de regreso. Desde entonces no han vuelto a grabar nada, aunque sí se mantuvieron en actividad, ya sea en giras propias como la que los trajo al Perú en el 2011 (para hacer un conciertazo en el Estadio de San Marcos) o en festivales como Wacken y Sonisphere, en el que actuaron junto a sus compadres Metallica, Anthrax y Megadeth, en lo que se conoció como el encuentro de los Big Four, los “cuatro grandes del thrash”.

Pero, si sus grabaciones son impactantes, en vivo Slayer posee una contundencia aún mayor. Los gritos y rugidos de Tom Araya expresan enojo, angustia y desesperación, emociones inevitables cuando uno piensa en la corrupción de los barones de la guerra, la política, la empresa privada y la religión. Miles de veces he fantaseado con interrumpir los vacíos discursos de nuestros ignaros, mentirosos y cínicos políticos -de cualquier bancada, de cualquier poder del Estado, de cualquier «color idelógico»- con los segundos iniciales de Angel of death (Reign in blood, 1986) o el coro de Disciple (God hates us all, 2001), reproducidos a todo volumen para no escucharlos más.

El trabajo de guitarras de Kerry King y Jeff Hanneman es virtuoso y “salvajemente caótico”, como lo describe el portal web http://allmusic.com, intercambiando solos y riffs extremadamente rápidos y complejos que representan, según el tema que interpretan, las terribles imágenes creadas por sus letras. Dave Lombardo, por su parte, dispara furibundos bombazos con una técnica y velocidad imposibles de entender -bateristas de bandas de metal extremo como Ken Owen (Carcass), Pete Sandoval (Morbid Angel) o Paul Mazurkiewicz (Cannibal Corpse), lo citan siempre como su principal influencia. Su talento para usar ambos pies y dos bombos -en lugar del pedal doble que usan la mayoría de bateristas para este tipo de música- lo han convertido en una leyenda por derecho propio.

Una de las curiosidades acerca de Slayer es que, en sus inicios, fue una banda multinacional. Tom Araya (62) nació en Chile -su nombre de pila bautismal es Tomás Enrique-, aunque llegó a los Estados Unidos siendo todavía un niño. De hecho, en el 2019 -durante su gira de despedida- el grupo tocó allá y el artista fue convocado por el Congreso Nacional para homenajearlo en Viña del Mar, su lugar exacto de nacimiento. Jeff Hanneman tiene raíces alemanas, por vía paterna. Su padre y abuelo, ligados al ejército germano, despertaron en él la afición por las medallas y la imaginería bélica. Por su parte, Dave Lombardo (59) nació en La Habana (Cuba) y, aunque sus padres emigraron cuando el pequeño David apenas tenía 2 años, no perdió su conexión con el idioma español, que habla perfectamente. Esto deja a Kerry King (59) como el único miembro 100% norteamericano de aquella primera formación del grupo, que se quebraría en el 2013 con la prematura muerte de Hanneman, a los 49 años.

A inicios del 2011, el rubio guitarrista fue diagnosticado con una extraña necrosis en el brazo, tras ser picado por una araña. Esto, desde luego, le impidió seguir tocando, lo cual le causó serios episodios de depresión y alcoholismo. Gary Holt (59), fundador de Exodus, otra importante banda de thrash de la Costa Oeste, ingresó para cubrirlo, en un principio de manera temporal. En abril de ese año, Hanneman se unió a sus compañeros en lo que sería su última aparición en concierto, junto a los Big Four, para tocar South of heaven y Angel of death. Dos años después, en mayo del 2013, se anunció su fallecimiento, ocasionado por una cirrosis crónica, por lo que Holt pasó a ser miembro estable de Slayer. 

Mientras tanto, Dave Lombardo volvió a separarse de Slayer tras la publicación de Repentless (2015), y fue nuevamente reemplazado por Paul Bostaph (60). Con esa misma formación -Araya, King, Holt, Bostaph- Slayer regresa pero solo a los conciertos, pues no parece haber planes de componer nueva música juntos. Aunque, como quedó demostrado con el anuncio de febrero, uno nunca sabe.

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heavy metal, Slayer, Thrash Metal

Hasta hace algunos años, todavía era posible ver mujeres en la música latinoamericana que le hacían frente, con valentía, agudeza y talento, a una práctica social de antiguo origen y robusta vigencia, que de vez en cuando se critica, pero sin atacar los problemas reales que lo mantienen vigente: el sexismo. 

Pienso, por ejemplo, en Andrea Echeverri (58), vocalista y líder de la banda colombiana Aterciopelados, poseedora de un estilo único, con canciones como El estuche (Caribe atómico, 1998) o Despierta mujer (Claroscura, 2018) que dejan clara su postura, además de mostrarla cada vez más sola en eso de llamar a las cosas por su nombre a la hora de combatir lo que hoy se denomina, eufemísticamente, “empoderamiento femenino” y que es, en realidad, la defensa del derecho a degradarse a sí mismas a cambio de dinero y fama, que tiene su punta de lanza en un asunto al parecer irrebatible, la voluntaria y muy rentable auto cosificación. 

Esta forma de explotación de la imagen femenina, perpetrada en el music business desde siempre -de lo subliminal/sugerente a lo explícito/descarado, según épocas y propósitos de expresión o generación de impacto- exhibe, en la actualidad, unos niveles de degradación vulgarizada al extremo, únicamente superados por la incomprensible aceptación social y comercial de la que goza dicha degradación. 

Resulta inevitable reflexionar sobre estos asuntos, luego de que el mundo occidental “celebrara” ayer, como cada 8 de marzo, el Día Internacional de La Mujer, de espaldas al verdadero sentido de esta efeméride, validando una serie de prácticas que son, consciente o inconscientemente, causa y consecuencia de diversos vicios sociales derivados del maltrato a la mujer, la lamentablemente “de moda” violencia de género y toda una gama de comportamientos antisociales -algunos sutiles, otros directos- y hasta crímenes que se amparan en la interpretación/manipulación mañosa de conceptos como libertad, popularidad, urgencias naturales, obsesión por la imagen y el cuerpo, adulación e independencia económica, un río revuelto en el que las mayores ganancias se las llevan, por supuesto, pescadores hombres.

Y lo celebró, por ejemplo, anunciando con bombos y platillos el inminente lanzamiento del próximo álbum de otra colombiana, Shakira (47), en el que va a reunir todas las tonterías inspiradas en su sonado rompimiento con el futbolista español Gerard Piqué (37), que viene publicando de forma dispersa, desde el año 2022, a través de calculadas y sobre producidas pataletas reggaetoneras, las cuales recubre de un aura reivindicativa falaz que es fuente de delirios y fanatizada admiración en toda una generación de distraídas mujeres jóvenes -y algunas ya no tan jóvenes- con el supuesto paso adelante en esto de la defensa femenina, bajo el mantra “las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan”, en clara alusión a lo ganancioso que le resulta hacer caja aireando su vida privada, sin importar las consecuencias negativas que ello pueda tener, en el futuro mediato o inmediato, en otras personas, incluyendo sus propios hijos.

Esta es solo una muestra de un estado de cosas que promueve la superficialidad en el discurso social y artístico, a contramano de las históricas, justas y duras luchas femeninas en búsqueda del reconocimiento de su humanidad, las cuales son hoy atropelladas a diario por el endiosamiento y la “puesta en valor” de aquello que antes se combatía: el exhibicionismo como herramienta de ascenso social, dominio sobre los hombres y palanca de poder económico. 

La confusión sobre los roles y cambios socioculturales en la relación entre géneros, iniciada hace más de cuatro décadas, ha provocado que hoy, la mujer más fuerte sea la más procaz/agresiva, capaz de replicar comportamientos y lenguajes abusivos y brutales antes asociados solo a los hombres y de poner los escrúpulos atrás cuando se trata de “superarse” o “alcanzar sus objetivos”.

De esta forma, la grotesca farandulización materialista de la sociedad o lo que llamara, en su momento, Mario Vargas Llosa, “la cultura del espectáculo” tiene, entre sus principales manifestaciones y vehículos de expresión, a la música popular de consumo masivo, a ambos lados del Atlántico. 

Por ejemplo, hoy es común que las máximas estrellas del pop femenino en inglés -Dua Lipa (28), Miley Cyrus (31) y la larguísima lista de sus clones que salen cada 15 minutos, parafraseando a Frank Zappa en la introducción hablada de su clásico Punky’s whips (Zappa at New York, 1976)- sean una combinación de la desfachatez colorida, sugerente y reivindicativa de los primeros años de Madonna (65) y Cyndi Lauper (70) -entre 1983 y 1989- con la estética de las modelos de pasarela/redes sociales y hasta la “industria” del soft-porn tan vigente en internet. Todo enlatado dentro de un estilo musical homogéneo y predecible, perfecto para banales discotecas y para musicalizar los intermedios del Super Bowl.

En cuanto a la música en español, esto se concreta, por supuesto, en el odioso reggaetón y su vocación por lo abiertamente explícito cuando se trata de mujeres y lo que de ellas dicen los intérpretes más conocidos de ese producto que, como una infección tropical multidrogorresistente, se ha instalado ya desde hace casi treinta años en los organismos de toda clase de públicos. 

Una de las imágenes más representativas de esa degradación nos la regaló hace pocas semanas la National Public Radio de Washington (NPR) al incluir, en su famosa serie Tiny Desk Concerts, a Karol G (Carolina Giraldo Navarro, 33), también de Colombia. Rodeada de libros, la reggaetonera lanza sus aburridas canciones cargadas de esa visión cortoplacista y obsesionada con lo hedonista/material de lo que significa en estos tiempos ser “una mujer empoderada” que hace fantasear a sus seguidoras. 

La cereza de este pastel de confusión/manipulación de conceptos la podemos entender más si miramos a su banda en esa tocada libresca, conformada íntegramente por jóvenes chicas que desperdician sus innegables talentos para la interpretación musical con su militancia, escogida voluntariamente, en la facción más reaccionaria de este “nuevo feminismo” porque eso les garantiza éxito, popularidad en redes sociales, adulación y premios. Para nadie es un secreto que, quienes pagan por ir a conciertos o comprar canciones de artistas como Karol G o Shakira son mayoritariamente mujeres, generándoles ingresos millonarios que serían, en su extraña escala de valores, bálsamo suficiente para soportar el desagradable hecho de ser vistas como objetos sexuales por los sectores más cavernarios del público masculino en escalas globales. La otra posibilidad, también válida, es que ese «ser deseadas» sea también fuente de gratificación para ellas, adicional a la fama, las ventas y los likes.

No quiere decir que todas deban dejar de tocar música latina para convertirse en versiones modernas de Jacqueline du Pre (1945-1987) o Martha Argerich, la sensacional pianista argentina que hasta ahora da conciertos a los 82 años. Pero tampoco debería aceptarse, sin una pizca de pensamiento crítico, que el ideal vendido a las niñas y adolescentes que escuchan extasiadas, mañana, tarde y noche, las canciones de Karol G y afines, sea convertirse en “bichotas” -aumentativo castellanizado de “bitch”, vocablo en inglés que significa… ustedes ya saben qué significa- listas “pa’ borrar de sus teléfonos to’o lo que hicimo’ en el baño” parafraseando una de las letras de esta cómplice de barrabasadas de su compatriota Shakira.

Atrás quedaron los años en que los referentes musicales de las mujeres dispuestas a hacer respetar su dignidad eran artistas “de peso y sustancia” -citando una de las frases más recurrentes del recordado Marco Aurelio Denegri (1938-2018)-, artistas que, desde su juventud y rebeldía, preferían exhibir inteligencia y capacidad de argumentación, aunque les tomara más tiempo llamar la atención. Y no me refiero únicamente a las letras poéticas de Joni Mitchell (80) o al activismo social de Joan Baez (83), cuyas largas vidas constituyen la contraparte contemplativa de lo que fue la furia incontenible de Janis Joplin (1943-1970), de vida difícil y final prematuro. 

Desde que Aretha Franklin hiciera suya la composición de Otis Redding, Respect, para incluirla en su décimo disco, titulado I never loved a man the way I love you (Atlantic Records, 1967), mucha agua ha corrido debajo de los puentes de la música popular interpretada por mujeres. Y, con diversos altibajos, propios de cada época y dependiendo de los gustos siempre cambiantes/manipulables del público, se mantuvo medianamente clara la noción de que, desde sus actitudes y canciones, buscaban rescatar al género femenino del estigma de solo servir para satisfacer al masculino, incluso en aquellos casos en que la belleza fuese una de sus principales características. 

Si antes, por poner un ejemplo, las comunidades femeninas afroamericanas tenían a mujeres fuertes, socialmente incorrectas e incómodas para el establishment como Nina Simone (1933-2003) o Tina Turner (1939-2023), hoy tienen a Beyoncé (42) o Nicky Minaj (41) que pervierten esa idea de fuerza interior y la trasladan a la estética disforzada de los desfiles de modas -la primera- y la pornografía caleta -la segunda- encubierta con fondo musical en clave de rap, reggaetón y hip-hop.

De hecho, fue el cine el primer medio que, al estar basado en imágenes en movimiento, instaló en la cultura popular moderna la idea de la femme fatale -un concepto existente desde los años treinta del siglo XX- que tuvo en Marilyn Monroe (1926-1962) o Rita Hayworth (1918-1987), solo por mencionar a la volada dos nombres, a las pioneras de todo lo que pasaría después, para bien y para mal. La subcultura de los videoclips, asociada generalmente a la aparición del canal musical MTV -aunque en realidad la producción de videos había iniciado mucho antes, solo que no contaba con ningún medio especializado para su difusión exclusiva- abrió las puertas a esta vertiente que, con Madonna a la cabeza, comenzó con fuertes cargas de ironía y, hasta cierto punto, irreverencia, a usar el exhibicionismo como nueva bandera de poderío, siempre y cuando fuese intencional y voluntario. 

La publicidad, la televisión y el cine, con el paso de las décadas, fueron haciendo lo suyo, atizando el fogón a medida que imponían el relativismo aplicado a todo lo imaginable y una visión que, con el pretexto de la no censura y del avance de las ideas sociales, promovía la desaparición de límites cuando se trataba de artistas femeninas y cómo se presentaban ante sus públicos. Aun así, había diversos contrapesos que lograban marcar pautas y permitían al público digerir y discernir mejor el amplio catálogo de opciones musicales, definiendo así de qué lado de la historia estaba. 

Por ejemplo, en el pop-rock de los noventa surgieron Britney Spears, Christina Aguilera y las Spice Girls -a quienes podríamos llamar “las hijas de Madonna” en términos de imagen- pero también teníamos cantantes contemplativas -Tori Amos, Sarah McLachlan-, bizarras -PJ Harvey, Björk- o, simple y llanamente, buenas cantantes -Celine Dion, Alanis Morisette, Dolores O’Riordan- que recogían el legado de otras, más antiguas, como Grace Slick (Jefferson Airplane), Kate Bush, Grace Jones, Barbra Streisand, Debbie Harry, Patti Smith o las rockeras Heart y The Runaways. Un caso especial, casi podríamos considerar de estudio, es el de Mariah Carey (54) quien hizo el tránsito de brillante vocalista de soul y R&B, en la línea de Whitney Houston (1963-2012) a sinónimo moderno de la Navidad romántica, primero y, luego, a otoñal y disforzada diva de pasarelas.

La música popular en Hispanoamérica, cuya degradación está 100% representada por la hipersexualización que venden actualmente Shakira, Karol G y similares -con una enorme contribución, desde el crossover latino-norteamericano, a cargo de Jennifer López (54)- también tuvo serias representantes del verdadero poder femenino, consciente de su valor como individuos provistos de inteligencia, desparpajo y creatividad. Podemos mencionar, entre otras, la liberación sexual de la italiana Raffaella Carrà (1943-2021), la ronca voz de la española Rocío Jurado (1944-2006) o los aclares furibundos de la mexicana Lupita D’Alessio (actualmente de 69 años). 

Elegantes o sugerentes, serias o sarcásticas, esa clase de artistas femeninas llevaban el estandarte de quienes tenían cosas qué decir, lanzando sus musicalizadas descargas emocionales, las mismas que inspiraban a sus congéneres comunes y corrientes, de paso que ayudaban a las sociedades de su tiempo a entender que las cosas habían cambiado y que, aun siendo glamorosas y/o atractivas, eran mucho más que eso. Haciendo el mismo paralelo que hicimos con el pop-rock de los noventa, artistas como Ella Baila Sola (España), Marisa Monte (Brasil) o Las Chicas del Can (República Dominicana), desde arenas estilísticas muy distintas -balada pop, MPB, merengue- supieron desarrollar  una clara propuesta que las alejaba del exhibicionismo barato.

La música popular interpretada por mujeres es muy rica en matices e intenciones –ver esta nota– con excelentes y desafiantes creadoras, instrumentistas e intérpretes, más allá de los géneros o épocas. Pero hoy vivimos un ambiente en el que actitudes tóxicas y desubicadas son celebradas con premios, ventas millonarias, llenos totales y, lo que resulta más increíble, son aplaudidas a diario por un grueso porcentaje de públicos femeninos que, en el fondo, no desearía que sus hijas repliquen esos modelos conductuales en sus propias vidas. Por mi parte, agradezco que por cada cien mil Shakira o Karol G todavía aparezcan una Tal Wilkenfeld (37), una Gabriella “H.E.R.” Sarmiento (26) o una Esperanza Spalding (39), dispuestas a enriquecer el lenguaje musical femenino a contracorriente de lo que se espera de ellas gracias al influjo de lo que imponen las modas y los parámetros de la industria de música de consumo masivo. 

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8 de marzo, Cosificación, Día de la mujer, Karol G, reggaetón, Shakira

Para todos los conocedores y amantes del pop-rock de los ochenta, las canciones de Daryl Hall y John Oates son tan importantes para describir el sonido de esa década como las de Dire Straits, The Police, Toto o Men At Work. 

Para cuando comenzaron a registrar un éxito tras otro, el dúo ya tenía más de diez años combinando sus raíces en el soul marca «Philly Sound» de los sesenta y setenta con contenidas y, por momentos, irregulares dosis de rock guitarrero y hasta progresivo, pero siempre con una marcada e intencional vocación por el pop elegante y comercial inspirado en las exploraciones soft-rock de bandas como Ambrosia, Atlantic Rhythm Section e incluso de Steely Dan, en sus extremos más ligeros y accesibles. Hall & Oates se especializaron en lanzar álbumes muy sofisticados en producción, de precisión matemática en los estudios y descargas intensas en vivo, gracias a la brillante musicalidad de ambos compositores y un infalible ojo clínico para elegir a sus bandas de apoyo. 

Como Air Supply o Tears For Fears, una idea de estabilidad y compañerismo definía la amistad de estos dos talentosos representantes de esa época en que las canciones no solo eran populares sino que eran, además, auténticas obras de arte sonoro y uso de los estudios de grabación como si se tratara de laboratorios. Aquella sólida amistad parecía irrompible. Sin embargo, una fría y amarillenta notificación legal, fechada en noviembre del año pasado, ha puesto fin a esta unidad que, apenas en el 2022, celebraba 50 años del lanzamiento de su primer LP (Whole Oats, 1972) con varias apariciones en TV, YouTube y conciertos. 

El documento en cuestión, sin entrar en los aburridos detalles legales, fue enviado por Daryl Hall (77) para detener a John Oates (75) y sus intentos por vender su porción de los derechos del legado artístico compartido entre ambos a una empresa editorial y administradora de copyrights llamada Primary Wave. Hall, indignado, declaró a la revista Rolling Stone que su socio había cometido «una traición imperdonable». Oates, por su parte, respondió primero que las declaraciones de Hall eran «exageradas e inexactas» para luego, semanas después, anunciar que «ya había dejado todo atrás».

El camino artístico de Daryl Hall & John Oates no fue nada sencillo. Sus primeros tres álbumes, publicados entre 1972 y 1974 no llamaron la atención de nadie, a pesar de contener composiciones de excelente factura como I’m sorry, Goodnight and goodmorning (Whole Oats, 1972), Everytime I look at you, Is it a star (Abandoned luncheonette, 1973) o You’re much too soon, Screaming through December (War babies, 1974), grabadas con suma meticulosidad y con el apoyo de destacados músicos de sesión y productores famosos como Todd Rundgren, Arif Mardin, Bernard Purdie, entre muchos otros. No fue sino hasta el single Sara smile -que anticipa una década al sonido de artistas como Simply Red o Sade-, que el público se percató de sus atildadas melodías y sus finas instrumentaciones. 

La canción, incluida en su cuarta producción discográfica, titulada simplemente Daryl Hall & John Oates (1975) -conocida también como «The Silver Album» y recordada por la apariencia andrógina, inspirada en el glam-rock, de ambos en la foto de carátula, empujó la carrera del dúo ligeramente hacia adelante, pero sin convertirlos todavía en un fenómeno de ventas. Al año siguiente, su disquera de entonces, RCA Victor, decidió relanzar She’s gone, uno de los temas principales del disco anterior, Abandoned luncheonette, tras el moderado éxito que había obtenido, en 1974, en las versiones de dos estrellas establecidas del R&B, el elegante crooner Lou Rawls (1933-2006) y el conjunto vocal de disco-funk Tavares. Rich girl, del álbum siguiente (Bigger than both of us, 1976), nuevamente hizo que los reflectores se posaran sobre ellos, así como la emocional balada Do what you want be what you are.

En pleno ascenso del dúo, Daryl Hall hizo un movimiento temerario, desde el punto de vista musical y comercial. El cantante y pianista de soul y R&B “de cuello blanco” se alió con una de las columnas vertebrales del rock progresivo y de vanguardia, el guitarrista británico Robert Fripp, quien estaba reenganchándose con la industria discográfica tras tres años de haber disuelto su propio grupo, los influyentes King Crimson. Juntos grabaron, en 1977, una docena de canciones que la casa discográfica de Hall rechazó por considerarlas poco vendibles. Sin embargo, Fripp sí logró lanzar muchas de estas sesiones en su propio álbum Exposure (E.G. Records/Polydor, 1979).

El disco terminaría lanzándose en 1980, bajo el título Sacred songs. Es un trabajo de alta calidad, con momentos notables como Babs and babs, NYCNY, The farther away I am o North star (con Phil Collins en la batería) en la misma línea de pop experimental que, en esos años, también siguieron artistas como Peter Gabriel, Brian Eno, Kate Bush o David Bowie. De hecho, Hall y Fripp intentaron armar un grupo nuevo con Tony Levin (bajo) y Jerry Marotta (batería) que, involuntariamente, terminó transformándose, sin Daryl Hall y con la inclusión de Adrian Belew (guitarra) y Bill Bruford en lugar de Marotta, en la renovada formación del Rey Carmesí, responsable de la trilogía Discipline (1981), Beat (1982) y Three of a perfect pair (1984). 

Una de las cosas que más sorprende del reciente desencuentro legal entre Daryl Hall y John Oates, que incluye una “orden de alejamiento” impuesta a este último, es que se produzca al final de su exitosa carrera y, prácticamente, de un momento a otro. Si bien es cierto el dúo ya no tenía la misma presencia de antes en los rankings, debido al inevitable paso del tiempo y los cambios de la industria musical, era una banda fija en la agenda de conciertos nostálgicos hasta hace poco más de dos años. Esto solo confirma que cualquier relación, personal y/o artística, por fuerte y larga que sea, puede hacerse añicos cuando hay, de por medio, disputas por dinero.

Entre los años 1978 y 1984 se ubica el periodo dorado de este dúo de cantautores y productores, uno de los más vendedores de su tiempo. Durante gran parte de esos años, a diferencia de otras épocas en que se rodeaban de un elenco siempre cambiante de músicos de apoyo, la banda tuvo una formación fija. Además de Daryl Hall (voz, teclados, guitarra) y John Oates (voz, guitarra), se integraron G. E. Smith (guitarra), Tom «T-Bone» Wolk (bajo, guitarra, mandolina), Charles DeChant (saxo, teclados) y Mickey Curry (batería). 

Canciones como Kiss on my list, You make my dreams (Voices, 1980), Private eyes, I can’t go for that (No can do) (Private eyes, 1981), One on one (H2O, 1982), encabezaron los rankings a ambos lados del Atlántico. La cohesión de la banda les permitió insertarse en la subcultura de MTV con videoclips que resaltaban las personalidades de los integrantes del grupo, haciéndolos fácilmente reconocibles. De todos aquellos éxitos radiales y televisivos, Maneater (H2O, 1982) con su aura misteriosa, el inconfundible riff de bajo y ese saxo duplicado en el intermedio instrumental, conquistó a los consumidores de música ese año y es, hasta ahora, la canción emblema de Hall & Oates. 

Esa primera mitad de los ochenta los vio cosechando otros éxitos de como Say it isn’t so y Adult education, dos temas nuevos que incluyeron en su recopilación Greatest hits: Rock ‘n soul Part I (1983) y, al año siguiente, su décimo segundo LP titulado Big bam boom (1984), produjo otros dos singles de alta rotación, Method of modern love y Out of touch, con un sonido que incorporó más sintetizadores y trucos de estudio, sin afectar el estilo orgánico del grupo. Ambos estuvieron ese año entre las 47 superestrellas que participaron en la grabación del disco benéfico We Are The World (USA For Africa), muy de moda actualmente entre los Netflix-lovers por el documental recientemente estrenado acerca de aquel importante acontecimiento musical.

Otras canciones destacadas de ese periodo, aunque no tan conocidas como las mencionadas, fueron Wait for me (X-Static, 1979) -cuya excelente versión en vivo se incluyó en la recopilación Rock ‘n soul Part I-; It’s a laugh (Along the red ledge, 1978); Did it in a minute (Private eyes, 1981); y los covers de Family man y You’ve lost that lovin’ feelin’ clásicos de Mike Oldfield y The Righteous Brothers, en los álbumes H2O (1982) y Voices (1980), respectivamente. En este último también apareció la balada Everytime you go away, composición de Daryl Hall en su momento desapercibida, pero se convirtió en éxito global cuando fue grabada en 1985 por Paul Young. 

Durante un receso del grupo que comenzó en 1985, G. E. Smith aceptó una invitación del humorista y productor de NBC Studios Lorne Michaels para asumir la posición de primer guitarrista y director musical de la banda de su conocido programa Saturday Night Live, cargo que desempeñó durante toda una década. El baterista Mickey Curry, quien tocaba en paralelo con Bryan Adams, se dedicó a tiempo completo al grupo del exitoso canadiense. Mientras tanto, Charles DeChant y Tom «T-Bone» Wolk -quien también estuvo junto a G. E. Smith en The SNL Band entre 1985 y 1995- se dedicaron a diversos trabajos como productores y músicos de sesión, pero sin desligarse nunca de Hall & Oates, participando tanto en sus grabaciones en conjunto como en solitario. En el caso del carismático Wolk, lo hizo hasta su inesperada muerte, en el año 2010, a los 58 años.

Un personaje poco mencionado en la saga de Daryl Hall & John Oates es Sara Allen, coautora de varios de los más grandes éxitos del dúo. Sara fue, además, pareja de Daryl Hall durante más de 30 años, aunque nunca se casaron oficialmente. De hecho, Allen fue inspiración del tema Sara smile, quizás la más asociada al grupo, después de Maneater. En la comedia romántica Serendipity (2001), la canción es usada en una graciosa secuencia en que el protagonista, interpretado por John Cusack, intenta olvidarse de la misteriosa chica que encontró por casualidad una noche de Navidad, llamada Sara (Kate Beckinsale) y, en medio del tráfico, un ciclista con audífonos se la canta prácticamente a la cara (ver aquí).

Sara Allen y su hermana Janna -quien falleció trágicamente a los 35 años de leucemia- se unieron a la banda como compositoras y coristas a mediados de los setenta. Tras su separación en el 2001, Sara mantuvo una estrecha amistad con Daryl Hall, participando en su discografía como solista y sus proyectos televisivos, que incluyeron un programa de renovación de casas y otro musical, inspirado en los shows que condujeron sus colegas Elvis Costello (Spectacle with Elvis Costello, 2008-2010) o el pianista Jools Holland (Later… with Jools Holland, 1992-hasta ahora), pero con un toque más informal y abierto.

Live From Daryl’s House arrancó el año 2007 como un programa que se transmitía únicamente online, una vez por mes, y así se mantuvo hasta la temporada 2011-2012 en que comenzó también a aparecer en varias cadenas televisivas, de manera esporádica. En el espacio, Daryl Hall recibe, en su casa/estudio en New York o en un local que también posee en esa ciudad, a músicos destacados para tocar con ellos, conversar informalmente y hasta cocinar juntos. De hecho, John Oates ha participado en varios capítulos del programa, como por ejemplo aquel en el que ambos realizaron una retrospectiva de su carrera juntos (2009) o en el que recordaron la vida de su amigo Tom “T-Bone” Wolk, a quien le dedicaron una sentida rendición del clásico del soul de 1972 Harold Melvin & The Blue Notes, I miss you. En uno de sus últimos episodios, se le ve junto a su gran amigo Robert Fripp, tocando varios temas del Sacred songs y esta explosiva versión del clásico crimsoniano Red.

En los años posteriores a su máximo apogeo, la trayectoria discográfica de Daryl Hall & John Oates fue más o menos activa, con discos como Ooh yeah! (1988), que consiguió colocar un par de temas en los rankings de música adulto-contemporánea como Everything your heart desires o Missed opportunity. Sin embargo, sus espaciados lanzamientos posteriores -Change of season (1990), Marigold sky (1997) o Do it for love (2003)-, ya no tuvieron el impacto de antes, aun cuando conservaban su intrínseca calidad, potenciada por la experiencia y una actitud respetuosa de sus raíces musicales, como en el álbum Our kind of soul, en el que hacen homenaje a algunos de sus referentes fundamentales (Smokey Robinson, Aretha Franklin, Marvin Gaye, Al Green, entre otros). 

En compensación, el dúo siguió saliendo en giras mundiales, además de producir sus propios materiales por separado. Daryl Hall, por ejemplo, lanzó entre 1993 y el 2011 los álbumes Soul alone (1993), Can’t stop dreaming (1996) y Laughing down crying (2011); mientras que John Oates debutó como solista en el siglo XXI con el ultra funky Phunk Shui (2002) y ha publicado desde entonces cuatro discos más, siendo el último Arkansas (2018), en clave de country, blues y gospel. En medio, en el 2014, la banda fue incluida en el Rock And Roll Hall Of Fame, presentada por el baterista y productor de The Roots, Questlove. Lastimosamente, las últimas informaciones sugieren que, después del pleito legal y los puyazos que siguieron, las posibilidades de que Daryl Hall y John Oates limen esas asperezas son virtualmente nulas. Un opaco final para tan brillante trayectoria en el mundo del pop-rock.

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«Gracias Rubén… Gracias Willy… ¡Conciencia, familia!»… se escucha mientras se acercan los últimos compases del tema-título de Siembra (Fania Records, 1978), cerrando un álbum que, hasta el día de hoy, mantiene el rótulo de «disco de salsa más vendido de todos los tiempos». El agradecimiento mutuo de los dos principales responsables de aquel logro artístico, pronunciado con dulces tonos de voz, expresa la satisfacción por haber concretado un proyecto que costó mucho, en términos de lo que significa defender una propuesta controversial frente a las clásicas dudas de quienes prefieren que los artistas populares no muestren actitudes críticas ante lo que pasa ni difundan mensajes de cierta profundidad, pues eso es peligroso: pueden hacer pensar a la gente en lugar de distraerla.

¿Qué pasó para que las celebraciones del aniversario número 45 de tan trascendental disco de música latina se hayan visto empañadas por la polémica? ¿Por qué no pudimos ver sobre el escenario al extraordinario cantante y letrista panameño junto al talentosísimo arreglista, productor y trombonista nacido en New York de padres boricuas, como ocurrió en los primeros ochenta y como volvió a pasar en el 2003, cuando se cumplió un cuarto de siglo de aquella grabación?

Las respuestas no son sencillas, por supuesto, porque las desavenencias personales y legales entre ambos iconos de la salsa tiene casi la misma edad que el disco que acaba de reactivarlas. La última pelea -parafraseando el título en inglés de aquella producción de 1982- entre Willie Colón (73) y Rubén Blades (75) se produjo hace menos de veinte días, tras conocerse el Premio Grammy a Mejor Álbum Tropical Latino que Rubén recibió por Siembra: 45 Aniversario (En vivo en el Coliseo de Puerto Rico, 14 de mayo 2022), grabado con la solvente orquesta de Roberto Delgado.

En cierto modo, los dos músicos tienen algo de razón -y de responsabilidad- en el entuerto que los separa. Por un lado, es justo que Blades, en pleno uso de sus derechos de autor, decida interpretar en vivo y, por primera vez, completo y en su secuencia original, el disco que consolidó sus dotes de cantautor y comercializar ese concierto para conmemorar su lanzamiento hace 45 años. Después de todo, seis de las siete canciones que conforman el álbum le pertenecen, en letra y música. Y también es justo que los organizadores del Grammy den visibilidad el acontecimiento, concediéndole un galardón para que, de pasada, las nuevas generaciones se enteren de su existencia y le hagan quizás un espacio entre las paparruchadas reggaetoneras que llenan sus iPads.

En la otra orilla, también es justo que Willie Colón exprese su malestar por no haber sido invitado a esa fiesta, de la que fue una de las columnas fundacionales. El reproche va tanto para Rubén -por no bajar la guardia y no llamarlo para participar- y a los Premios Grammy por dar la estatuilla, a sabiendas de que él no estuvo considerado en el cartel. Por lo demás, el lamentable alejamiento entre ambos artistas tuvo su origen, precisamente, en algo que pasó después de aquella presentación del 2003, en que unieron sus fuerzas por última vez, para celebrar los 25 años del Siembra.

En esa ocasión, Willie Colón enjuició al panameño el año 2007 por más de cien mil dólares, por supuesto incumplimiento de contrato tras el concierto que ofrecieron cuatro años antes, en mayo del 2003, en el Estadio Hiram Bithorn (San Juan, Puerto Rico). Blades, en su defensa, aseguró que el responsable de esa estafa no había sido él sino Roberto Morgalo, representante de la compañía Martínez, Morgalo & Associates Inc., organizadora y promotora del show. Y que él había sido también una de las víctimas de tan abultado robo.

Como decíamos, Willie inició las acciones legales pero, poco tiempo después, retiró la denuncia. Esto desató la ira de Rubén quien declaró públicamente que esa movida de su antiguo camarada había sido producto de un acuerdo económico privado con Morgalo, cuyos detalles eran desconocidos para él. «No puedo trabajar nunca más con alguien así» manifestó Rubén en esa ocasión, visiblemente mortificado por la que según su punto de vista había sido una traicionera negociación realizada por Colón (ver detalles aquí). Como dice en Plástico, una de las canciones del disco homenajeado, “se ven las caras, pero nunca el corazón”. 

Aunque Rubén y Willie ya habían mostrado ciertas grietas en su relación tras el LP The last fight (1982), por temas estrictamente artísticos, no fueron lo suficientemente graves. De hecho, se juntaron en 1995 para grabar el decente Tras la tormenta (Sony Music), que incluyó éxitos como Talento de televisión, Como un huracán y un emotivo Homenaje a Héctor Lavoe. Pero la discordia gestada en el periodo 2003-2007 sí puso punto final a esta otrora entrañable y productiva amistad. Hasta aquí la historia de la pelea. 

Una semana después de la 66ta. edición de los Premios Grammy, Willie Colón lanzó, en su canal de YouTube, un video de siete minutos en el que hace serias reflexiones y cuestionamientos a las políticas de “la Academia”. En la última parte, considera doloroso que se entregue un premio a “un clon de mi trabajo realizado sin mi participación”. En su queja, no menciona una sola vez el nombre de Rubén Blades y asegura que el LP Siembra fue un trabajo suyo, nunca fue reconocido en su momento y que ahora, debido a los favoritismos, sesgos y desconocimiento de la historia de la música latina que Colón señala, refiriéndose a los que deciden quién recibe Grammys y quién no (algo en lo que tiene mucha razón, por cierto), “otros artistas se benefician sin merecerlo”.

Blades, por supuesto, respondió. En su web www.rubenblades.com, publicó un artículo, dos días después del video de Colón, titulado Con respecto a Siembra: 45 Aniversario, grabado en PR, en 2022, en el que expone sus puntos de vista y reitera, en varias ocasiones, su gratitud y reconocimiento a las importantes contribuciones de Willie Colón en la producción, dirección de ensayos, grabación, selección de arreglistas, músicos y demás, dejando claramente establecido que sin su experiencia, talento y conocimientos, el álbum original Siembra “no hubiese provocado la atención y el impacto que tuvo”. Y defiende el premio recibido por considerarlo “una reivindicación de la decisión de crear y presentar canciones basadas en historias, nuestras vivencias, nuestra realidad urbana y existencial, sin huirle a los temas políticos o a las escenas difíciles”.

Y es que de eso se trata Siembra. Las letras que elaboró Rubén Blades para el disco no hicieron más que confirmar su perfil de cantautor capaz de lanzar mensajes relevantes, con fuertes dosis de ironía y humor popular, en un contexto de música para bailar. Esto ya lo venía construyendo desde sus primeras grabaciones con las orquestas de Ray Barretto y Pete “El Conde” Rodríguez y, especialmente, en su primera colaboración con Willie Colón, Metiendo mano! (1977), con composiciones como Pablo Pueblo, Fue varón o Pueblo. Pero fue en Siembra donde Rubén, entonces de 30 años, mostró en formato más amplio su talento para contar historias, gracias al apoyo absoluto de Johnny Pacheco y Jerry Massucci, los mandamases de Fania Records. La grabación estuvo dirigida por Willie Colón y, como ingeniero de sonido, el recordado Jon Fausty -fallecido en septiembre del año pasado a los 74 años- a quien el intérprete y compositor de Gitana reivindica en su reacción contra los Grammy. 

Los primeros treinta y cinco segundos del álbum son una alucinante interacción entre el bajista Salvador Cuevas y el baterista Brian Brake, en clave de disco, con elegantes coros y violines de fondo, para luego convertirse en un muscular ritmo de salsa/bomba con fuertes percusiones y vertiginosas cuerdas. La denuncia al consumismo, la discriminación y las arengas integradoras de Plástico hacen gala de brillo retórico, agudeza crítica y simplicidad para lanzar sus dardos, hoy más vigentes que nunca. Lamentablemente todavía vemos por ahí a parejas formadas por chicas “que no le hablan a nadie si no es su igual a menos que sea fulano de tal” y chicos que “por tema de conversación discuten qué marca de carro es mejor” que van “diciendo a su hijo de cinco años: no juegues con niños de color extraño. Y, por supuesto, aquello de los “edificios cancerosos y corazón de oropel donde en vez de un sol amanece un dólar” (nótese la referencia a la moneda peruana) puede aplicarse a Lima o a cualquier otra megalópolis.

Después de Buscando guayaba, una cadenciosa descarga salsera que es una metáfora para describir la búsqueda de pareja e introduce en el coro un término que casi nadie usa –“mendó”, que según el mismo Rubén significa “salero”- viene el tema que hizo de Blades una superestrella: Pedro Navaja. La historia del matón que termina sucumbiendo por “un balazo como un cañón” mientras acuchillaba a una prostituta en una oscura calle de New York contiene elementos de categoría cinemática, tanto así que inspiró una película mexicana, en 1984, protagonizada por Andrés García y Maribel Guardia. 

La calidad narrativa de Pedro Navaja ha sido motivo de estudios y múltiples reconocimientos, así como sus arreglos musicales. Después de una introducción a toda orquesta, el tema inicia solo con voz y percusiones y, a medida que avanza, se van incorporando los demás instrumentos y las tonalidades van en ascenso, hasta alcanzar un intenso ensamble con momentos de brillo y destreza, pasando de sonidos pop a coqueteos con el jazz. El trompetista portorriqueño Luis “Perico” Ortiz (75) fue el arreglista principal tanto de este tema como de Plástico, con colaboración cercana de Willie Colón. 

Además, los efectos incluidos al final -el locutor de radio, las circulinas- y los creativos soneos de Blades en la coda hacen de Pedro Navaja un viaje sonoro lleno de imágenes vívidas y referencias a la cultura popular, desde refranes hasta menciones a Franz Kafka o el clásico de Broadway, West Side Story, en el mantra “I like to live in America”. Y, como buen creador de frases, Blades introduce en el imaginario colectivo latinoamericano una que resume el misterio de lo impredecible, aplicable a cualquier situación: “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”.

El sonido de Willie Colón es omnipresente en todo el disco, por supuesto. Allí está su batallón de trombones, integrado por Leopoldo Pineda, José Rodríguez, Ángel “Papo” Vásquez, Sam Burtis y él mismo, haciendo solos en varias canciones. También está su voz en los coros, aunque no tan presente como en Según el color, del álbum anterior, la espectacular Tiburón o Madame Kalalú (ambas del LP Canciones del solar de los aburridos, 1981). Y su orquesta, con la que venía trabajando durante toda la época en que su cantante fue Héctor Lavoe (1967-1975), en la que brillan Joe “Professor” Torres (piano), Salvador Cuevas (bajo), y los percusionistas José Mangual Jr. (bongos, maracas), Eddie Montalvo (tumbadora) y Jimmy Delgado (timbales).  

María Lionza, dedicada a una divinidad popular venezolana, es el único tema arreglado al 100% por Willie Colón, con esos aires misteriosos y tribales que caracterizan muchas de sus obras. Sus requiebros de cumbia y bomba se redondean con una descarga final de fuerza telúrica. Cierran el álbum original un tema un poco más convencional, Dime, descrita por Blades como “una canción de amor parecida a lo de Oscar D’ León”; Ojos, del boricua Johnny Ortiz; y, por supuesto, Siembra, con esas elegantes olas de cuerdas tan características que adornan las producciones de Willie Colón -¿se acuerdan de Chinacubana o Sin poderte hablar, del álbum Solo (1979)?- tan cercanas a las sensibilidades pop de Barry White y Burt Bacharach. Así, las frases de Plástico –“estudia, trabaja y sé gente primero, ahí está la salvación”- se unen a las de Siembra –“Olvida las apariencias, diferencias de color y utiliza la conciencia pa’ hacer un mundo mejor” dándole a Siembra un trasfondo conceptual orientado a mensajes universales: buena educación, equidad, integración, orgullo latino, esperanza. 

En el concierto del 2022 en Puerto Rico, Rubén Blades canta los siete temas de Siembra en la misma tonalidad, algo que él mismo considera una bendición, dada su avanzada edad. Lo acompaña la orquesta de su compatriota, el bajista Roberto Delgado, que viene girando junto a él, en estudios de grabación y conciertos, desde hace más de dos décadas. La orquesta interpreta con exactitud los arreglos originales, con una que otra variación. Por ejemplo, el “solo de boca” que hace Rubén en Buscando guayaba –“porque el guitarrista no vino” bromea Blades en la versión original- es reemplazado por un solo de piano. Y, aunque los coros no tienen el sabor a calle que le dieron en los legendarios estudios nuyoricanos de la Fania el cuarteto integrado por Rubén, Willie, José Mangual Jr. y Adalberto Santiago, las canciones conservan esa picardía y ritmo que las hizo tan famosas.

Blades, al final del concierto que recibió el Grammy a Mejor Álbum Tropical Latino este año, menciona a Willie Colón y “a todas las personas que hicieron posible el disco” e incluye otros dos temas que grabara con su ex amigo, Ligia Elena, la historia de la niña rubia que se escapa con un trompetista negro causando espantos en la alta sociedad -que estuvo originalmente pensada para ser incluida en Siembra y finalmente salió en Canciones del solar de los aburridos (1981)- y El cazangero, la primera composición de Rubén grabada con la orquesta de Willie, para The good, the bad and the ugly (Fania Records, 1975), el noveno del trombonista. Al parecer, ello no habría sido suficiente para Colón quien, en su video, expresa sentirse desilusionado por nunca haber recibido un Grammy en 57 años de carrera discográfica, generando un nuevo capítulo en esta pelea que lamentablemente, parece no tener fin.  

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Una de las principales características de estos tiempos modernos y ultra tecnológicos es que, a diferencia del pasado, todos tienen posibilidades para darse a conocer y que, como consecuencia de ello, ya no existen barreras para difundir cualquier propuesta artística gracias al uso de plataformas alternativas como iVoox, SoundCloud, MySpace, BandCamp, Spotify y afines, o el consabido efecto multiplicador de las redes sociales (Instagram, YouTube, TikTok, etc.), a través de las cuales una infinidad de bandas y artistas individuales sin potencial comercial -parafraseando a Frank Zappa- pueden poner sus canciones a disposición de quien quiera conocerlas, sin tener a los medios masivos como filtro obligado. 

Este axioma se cumple, ciertamente, pero solo de manera parcial. A pesar de la omnipresencia de los entornos virtuales en todos los aspectos de nuestra vida cotidiana, estos mantienen en general -por lo menos en el Perú- una categoría inferior frente a lo que se exhibe/difunde en los medios convencionales (radio, televisión, periódicos), siempre más asociados a lo formal, lo oficial, lo que merece ser conocido e impuesto como lo único que debe consumirse. Como es natural, los presupuestos que manejan las corporaciones de medios siempre serán infinitamente superiores a lo que puedan hacer colectivos de jóvenes músicos sin padrinazgo alguno, lo cual solo confirma esta diferencia y hace que cada logro en el ciberespacio sea el resultado de un trabajo arduo, constante y comprometido.

Conscientes de eso, los comunicadores peruanos César Medina (48) y Jorge Vértiz (46) lanzaron el podcast Programa Mixtura en el año 2009, con la finalidad de dar espacio a aquellas opciones de rock nacional que, por falta de contactos o por ser exponentes de géneros poco amables y/o extremos (que podríamos definir, de manera sintética, como «subterráneos» o «independientes»), jamás lograrían sonar en radios comunes y corrientes del dial o de la web, a pesar de tener, en muchos casos, públicos cautivos que siguen fielmente sus trayectorias, adquieren sus producciones y asisten a sus conciertos. Y no solo de Lima, sino que comenzaron a internarse en las escenas regionales para descubrir aquellos grupos que el aburrido centralismo nos impide detectar a simple vista.

Poco a poco, César y Jorge fueron remando a contracorriente de todas las tendencias, empujando su emprendimiento de difusión y gestión artística, impulsados por esa pasión que comparten por el rock independiente y su multiforme árbol de subgéneros. Y fueron ampliando su programación, incorporando bandas de países con escenas locales históricamente muy activas y prolíficas como Argentina, Chile, Brasil, México, Uruguay o España pero también de otros menos esperados como plazas activas para el rock, como Ecuador, Costa Rica, Cuba, Paraguay, Bolivia y así, dando cabida a músicos tradicionalmente ignorados por las parrillas de «radios-rock-and-pop» que, encerradas en Lima, se concentran solo en aquello que esté más de moda o que, si es nuevo, reúna los atributos requeridos para asegurar éxitos masivos y evitar polémicas o incomodidades (temas inocuos/superficiales/divertidos, sonidos amigables, identificación con determinados sectores socioeconómicos, políticos y hasta raciales, etc.)

Hoy, 15 años y 743 ediciones después, Programa Mixtura sigue adelante, en sus trece, pero con una audiencia que ahora se extiende por toda Latinoamérica y España. El podcast de una hora de duración se transmite, en versión de estreno, todos los sábados a las 6pm en la página web www.programamixtura.com y es retransmitido durante la semana siguiente en dos emisoras FM (en Argentina y Chile) y ocho radios online en España, Argentina, Costa Rica y Perú. Por supuesto, en la mencionada página están alojadas todas y cada una de sus ediciones. Asimismo, Programa Mixtura, en silencio y al margen del mainstream, ha sido el único medio local acreditado en varias ediciones de los prestigiosos festivales Cosquín (Argentina) y Altavoz (Colombia), experiencias que les han permitido mejorar su trabajo online y ampliar su red de contactos con bandas internacionales.

Estos logros han sido construidos a pulso por Medina y Vértiz, una labor solitaria y tenaz que ha ido creciendo de forma orgánica y sin auspiciadores. Cuentan, eso sí, con el respaldo de los mismos artistas, músicos de todas las regiones del Perú que los reconocen como una plataforma libre y siempre abierta para apoyarlos. La página web es sencilla y de fácil navegación, lo que refleja tanto la independencia como el presupuesto ajustado. Debajo de cada link/programa, los oyentes pueden encontrar el listado de canciones que forman cada emisión, las mismas que son presentadas escuetamente y sin interrupciones por los conductores. Mientras César usa su voz abierta, sin efectos, la de Jorge suena ligeramente distorsionada, como si estuviera en otro lugar o con un megáfono. La versión de la banda de surf-rock instrumental Los Protones de El cóndor pasa, clásico de Daniel Alomía Robles -incluido en Las hijas del diablo, su segundo álbum del año 2011- les sirve como cortina de entrada y salida. Aquí podemos escuchar uno de los últimos programas, emitido el sábado 3 de febrero.

Todos estos elementos hacen de Programa Mixtura una opción diferente y con personalidad propia, anclada en la filosofía DIY -Do It Yourself- que recogen de la subcultura punk e inspirados tal vez por el trabajo seminal del británico John Peel (1934-2004), con la salvedad de que el destacado promotor de bandas poco comerciales hizo lo suyo desde la amplia plataforma de la BBC de Londres. Sobre el hecho de que el podcast y los grupos locales que propalan sean masivamente desconocidos o ignorados por grandes cantidades de público, César Medina -uno de los dos motores de Programa Mixtura- expone su punto de vista con claridad y convicción: «El público para el rock nacional no es un público masivo, es difícil que una banda tenga mucha convocatoria. En nuestro caso, mantenerse consecutivamente por 15 años no ha sido nada fácil. Pero creemos y queremos seguir aportando nuestro trabajo en pro de una escena que no tenga fronteras».

En una década y media de trabajo, Programa Mixtura ha construido su propia comunidad, a la que consideran una familia: “En el primer año -nos comenta César- la mayoría de contactos los buscábamos nosotros mismos. Con el paso del tiempo considero que Mixtura se ha convertido en un medio de comunicación conocido, aunque eso no se evidencie en nuestro propio país. Cada vez que he viajado fuera del Perú he sentido el reconocimiento de la gente, no solo de bandas sino también de medios. Cada semana recibimos muchos correos de grupos, lo cual vemos con bastante agrado porque es también una medición del trabajo que hacemos”.

Pero Programa Mixtura no es solo un podcast semanal de canciones que jamás se podrán oír en Oxígeno, Zeta Rock & Pop (o en la fenecida Oasis). También es promotora de conciertos y sello discográfico, los otros dos caminos que usa para promover una escena musical inquieta y ávida de hacerse escuchar, que es invisibilizada por las entelequias de siempre. Hasta la fecha han lanzado ocho CD recopilatorios con bandas locales y extranjeras, que ellos mismos distribuyen cada vez que viajan por el interior del país o a festivales en el exterior. Y en cuanto a tocadas, las han organizado en Lima, Cusco, Arequipa, Ilo (Moquegua), entre otras ciudades, así como también en Chile, Argentina y Bolivia.

Aunque sus géneros predilectos son, a todas luces, los relacionados al punk -duro o melódico- y sus conexiones con el reggae y el ska, una combinación muy frecuente en bandas argentinas y uruguayas, la paleta sonora de Programa Mixtura también ha evolucionado con el tiempo, con bandas de blues-rock, funk, indie pop y fusiones de todas las índoles que coinciden con géneros más extremos como el hardcore punk, heavy metal o post-punk. El común denominador es que no los pasen en las radios “normales”. Por eso, un hecho garantizado es que en Programa Mixtura jamás escucharán loas a Pedro Suárez Vértiz ni a Libido, por mucho que estén publicitando el retorno al escenario de su formación original. «No programamos bandas comerciales, me parece que ellos tienen suficiente espacio en emisoras de señal abierta. Tenemos preferencia por las bandas under», sentencia Medina.

Detrás de este esfuerzo que algunos desubicados podrían catalogar de hobbie poco rentable, subyace una preocupación de fondo. La forma en que los medios han tratado, desde siempre, a la escena pop-rock nacional, un microcosmos en el que se reflejan todos los vicios y taras sociales que nos persiguen desde que se instauró la república fallida que hoy somos. Esa escena débil y fragmentada que languidece entre los mitos creados por el reduccionismo publicitario de los medios masivos –“el punk nació en el Perú con los Saicos”- y los ídolos de barro –“Pedro Suárez Vértiz fue un genio del rock”- tiene en Programa Mixtura un bastión que junto a los blogs Apostillas desde la disidencia -del experimentado crítico John Pereyra (Hákim de Merv)-, Rock Achorao o Perú AvantGarde -del músico experimental Wilder Gonzáles Ágreda- se sostienen sobre la base de una actitud que tiene mucho de idealismo pero también de protesta. La lucha por no desaparecer. En ese sentido, apunta César, “lamentablemente el rol de la prensa es bastante cuestionable”.

“Creo que nos falta ser constantes -dice Medina sobre la escena nacional-. Este es un proceso a largo plazo y no todos llegan al final. Hay que aclarar también que “la escena” no son solo las bandas sino también el público, los medios, los administradores de locales. Entre todos debemos empujar el mismo coche y quizás ese ha sido el mayor obstáculo, hay mucho ego de por medio”. Una respuesta como esta podríamos haberla leído hace diez, veinte o cuarenta años en alguno de los heroicos fanzines que también optaron por ese camino utópico, casi quijotesco, de crearle espalda ancha a una expresión juvenil que nunca logró despegar como sí ha ocurrido en otros países, tanto por falta de apoyo estatal -sistema educativo, políticas culturales- como por los propios vicios de nuestra idiosincrasia: racismos, clasismos, argollas, limitaciones de presupuesto, conformismo, excesos de adulación y autobombo, etc. (más sobre este tema aquí). 

Por Programa Mixtura desfilan tanto bandas experimentadas como nuevas. Todas comparten el hecho de ser absolutamente desconocidas para el público consumidor de radios convencionales. Y, aunque porcentualmente dedican mucho más espacio a grupos nuevos, sí reconocen la importancia de darle “una mirada a lo que se hizo años atrás”. Esto con relación al documental Rompan todo (Netflix, 2020), largamente comentado en su momento, en el que se cuentan los albores del rock en español pero desde un punto de vista limitado y, hasta cierto punto, superficial: “Hay muchas historias que se van creando cada día, en cada esquina de algún lejano país; pero ese documental es un registro histórico que sirve para mostrar quizás a quienes encendieron la mecha en Latinoamérica, en un tiempo y condiciones distintas a las que vivimos. Lo que rescato es que existan este y otros testimonios, como también hay varios reportajes y documentales en YouTube que cubren otros aspectos del rock latinoamericano”. 

En sus 15 años en el aire, Programa Mixtura ha cruzado caminos con las bandas y se ha codeado con ellas, sintiendo lo que sienten los músicos emergentes de aquí y allá. “Hay bandas que vienen luchando muchos años y se siguen manteniendo dentro de un circuito independiente. Nosotros hemos visto el crecimiento de varias bandas locales pero como te comenté anteriormente no creo que podamos hablar de masividad acá. Algunas pueden hasta haber tocado en festivales masivos, pero llegar a ser realmente masivos es totalmente distinto. Como ejemplo te podría citar una banda extranjera que ha pasado por eso. Aliento de Perro (Argentina), banda que conocí cuando solo tenía un demo publicado. Con el paso de los años fue abriéndose camino, lanzando discos y metiéndose a pura constancia dentro de un circuito. En la actualidad casi todos sus conciertos son llenos totales, han tocado en Uruguay, México, Chile y ahora irán para Colombia”.

Para celebrar el quinceañero, César y Jorge van a tirar la casa por la ventana con dos conciertos de ingreso libre, a realizarse los días viernes 23 y sábado 24 de febrero. El primero será en el local Poco Floro (Av. Alfonso Ugarte 1434, Cercado de Lima) y el segundo, en Lima Noise Underground (Av. Primavera 1288, Surco). Entre las bandas invitadas, todas recurrentes en su programación habitual estarán los nacionales Los Protones -consolidada agrupación de rock instrumental inspirado en grupos del pasado como The Ventures (EE.UU.) o Los Belkings (Perú)-, Gato Garage -cuyo epónimo álbum debut apareció el año pasado, con un sonido rugoso entre el rock y el punk-, Narcótico, Radio Cósmica, el cuarteto Los Arman (que celebran veinticinco años de carrera) y, desde Chile, el experimentado trío de punk melódico Niño Calavera. Están avisados. 

El fin de semana pasado se realizó la 66ta. entrega de Premios Grammy, en el teatro Crypto.com de Los Angeles, California (EE.UU.). Esta ceremonia fue y sigue siendo el mejor barómetro para medir el estado de la industria musical, a partir del monitoreo de ventas mundiales que hace, desde el país del Tío Sam, la Academia Nacional de Artes y Ciencias de la Grabación (NARAS por sus siglas en inglés o simplemente “la Academia”), organizadora de la premiación desde 1959. 

Si en los sesenta, setenta, ochenta y noventa reflejó, desde el punto de vista de los artistas, el amplio abanico de creatividad, talento y trascendencia de contenidos -incluso en los extremos más accesibles del espectro estilístico- y, desde el punto de vista del público/medios de comunicación, la refinada capacidad apreciativa y los gustos que podían ser divergentes y a veces hasta opuestos, durante el siglo XXI ha sido un espejo magnificador que muestra con absoluta precisión la decadencia y la superficialidad, la distorsión de temas que son supuestamente banderas del adelanto social y cultural en Occidente -inclusión, tolerancia, reivindicaciones varias-, además de la monótona, repetitiva y disforzada paleta de géneros que hoy conquista los rankings y las preferencias de las masas.

Conscientes de eso, los organizadores del Grammy suelen hacer movidas en los guiones de sus ceremonias públicas para lavarse un poco la cara, introduciendo la participación de leyendas ajenas al actual submundo degradado o decididamente grotesco de “celebrities” que usan la vulgaridad simplona, la farandulización de la vida en redes sociales y el mal gusto para darle un poco de clase a esa gala cuya alfombra roja se caracteriza por ser muestrario de personajes contrahechos y agresivos con el público en sus formas de vestir y expresarse. 

En esta edición los escogidos fueron Stevie Wonder (73) -homenajeando al caído Tony Bennett (1926-2023)-; Billy Joel (74), presentando su primera canción nueva en casi tres décadas; Lionel Richie (74), quien al presentar el Disco del Año hizo un paralelo inaudito entre el ramillete de impresentables que compitieron este 2024 y la ganadora de 1986, We are the world; y Annie Lennox (69) quien al finalizar su tributo a Sinéad O’Connor (1966-2023), otra de las notables pérdidas del año pasado, lanzó una consigna por el cese al fuego en Gaza. Pero, de todas, la más sorprendente fue la de Joni Mitchell, la extraordinaria cantautora que nunca había sido invitada a tocar en los Grammy, a pesar de su influencia en la música popular. Y de haberlo ganado en diez oportunidades, dicho sea de paso.

Roberta Joan Anderson, que acaba de cumplir 80 años en noviembre, nació en las verdes praderas de Alberta (Canadá) pero hizo su carrera en la soleada California, adonde llegó en 1966-1967 con una guitarra acústica y un paquete de composiciones propias que se vio obligada a escribir porque los cantautores de los cafés de la región Saskatchewan, donde vivía, no le permitían hacer versiones de temas ajenos. Mitchell se convirtió en símbolo e inspiración de toda la generación del llamado “verano del amor” que vivió el movimiento hippie y su pináculo, el Festival de Woodstock (15-18 de agosto de 1969). 

Su presentación en los últimos Grammy fue un evento importante y emotivo, para quienes disfrutamos su obra y conocemos un poco su historia, pero solo en lo que respecta a sí misma, su notable recuperación tras el aneurisma que la puso al borde de la muerte en el 2015 y su estatus de leyenda viva. Sentada en una elegante silla y siguiendo el compás con un bastón de fina empuñadura, Mitchell entonó, con la voz grave y entrecortada, en tiempo y afinación correctas, una de sus composiciones fundamentales, Both sides, now, que grabara para su segundo disco, Clouds (1969). 

Esta aparición estuvo motivada por el premio a Mejor Álbum Folk que le acababan de dar por su disco Joni Mitchell at Newport (2023), lanzado por el sello independiente Rhino Records, que recoge su concierto en este prestigioso festival, el primero que ofreció desde aquel accidente cerebrovascular. Aquí podemos ver y escuchar la encantadora versión de Both sides, now que hiciera Joni Mitchell en el Festival de la Isla de Wight (Inglaterra, 1970), frente a un público hipnotizado por su luminosa voz de soprano y esa guitarra acústica de afinación abierta, creada especialmente para permitirle acordes más cómodos, debido a las secuelas que la poliomielitis había dejado en su mano izquierda. 

Mientras ella cantaba, en el cintillo de la transmisión televisiva del Grammy 2024 los millennials comentaban, con emoticones y signos de admiración, que la canción les recordaba una escena de Love actually (Richard Curtis, 2003), reduciendo tan brillante y extensa trayectoria a tres fugaces minutos de una prescindible película romántica. La versión usada en aquella banda sonora fue extraída de uno de sus últimos álbumes, Both sides now (2000), en que Joni interpreta diversas canciones de jazz y algunas propias, acompañada de una orquesta sinfónica. Both sides, now fue una de las primeras canciones escritas por Joni y la que más veces ha sido grabada por otros artistas. De hecho, no fue ella quien la estrenó sino Judy Collins, en su sexto álbum de 1967, Wildflowers, con arreglos más convencionales. 

Entre 1968 y 1972, publicó cinco extraordinarios discos, que la establecieron como una de las voces femeninas más interesantes en el panorama artístico de unos Estados Unidos marcados por la rebeldía, la búsqueda de libertad y una efervescente ola creativa manifestándose por varios frentes. El cuarto de ellos, Blue (1971), es una especie de catarsis introspectiva y emocional, construido sobre armonías complejas y una vocación poética muy profunda, que incluye también títulos icónicos del primer capítulo de su catálogo como Carey -dedicada al padre de su hija, Cary Raditz-, River -en que interpola melodías navideñas- California o A case of you. 

En los álbumes previos -cuyas carátulas eran reflejo de su otra pasión, la pintura- ya había dado muestras de ese estilo con composiciones como Cactus tree (Song to a seagull, 1968), Song to aging children come, Chelsea morning (Clouds, 1969), For free, The circle game o Big yellow taxi (Ladies of the canyon, 1970). Esta última se convirtió en otra de sus canciones-emblema, que llegó a los oídos de la generación del siglo XXI en la versión del septeto californiano Counting Crows (Hard candy, 2002). Entre el romántico lirismo y el ambiente bucólico de sus composiciones -a veces con guitarra, a veces con piano- Mitchell se daba tiempo para colocar melodías más desafiantes como The dawntreader (Song to a seagull, 1968) o el tema a capella The fiddle and the drum (Clouds, 1969), que influyó tanto en Tracy Chapman (Behind the wall, 1988) como en Björk (The anchor song, 1993).

Un caso especial fue el de su composición Woodstock, convertida en himno del festival por sus amigos cercanos Crosby Stills Nash & Young, quienes le dieron un arreglo totalmente distinto a su minimalista versión original, a solas con un piano eléctrico Wurlitzer. Aunque Joni, entonces de 26 años, no participó de aquel megaconcierto hippie, mientras miraba días después un reportaje de televisión con imágenes de las multitudes, las bandas y las carreteras congestionadas, escribió un poema que, en palabras de David Crosby, “capturó el sentimiento y la importancia de Woodstock mejor que cualquiera de los que estuvimos allí” (documental Joni Mitchell: A woman of heart and mind, PBS, 2013, con título inspirado en esta canción del disco For the roses). Las dos versiones aparecieron al mismo tiempo, en marzo de 1970 -siete meses después del festival- en el tercer disco de Mitchell, Ladies of the canyon y el segundo de Crosby Stills Nash & Young, el inolvidable Déjà Vu.

Si los norteamericanos Joan Baez y Bob Dylan simbolizaron la reacción de cantautores jóvenes ante los sucesos del exterior y buscaron cambiar su sociedad observándola con agudeza y sentido crítico, Joni Mitchell y Leonard Cohen, ambos canadienses, representaron esa misma búsqueda pero mirando hacia adentro, escarbando en sus propios sentimientos y experiencias aunque eso los colocara, sobre todo en el caso de Mitchell por ser mujer, en una posición vulnerable frente a los demás. La musa del hippismo asentado en las colinas de Laurel Canyon fue siempre muy valiente en ese sentido, ofreciendo su opinión y su sentir sobre todo aquello que le concernía directa o indirectamente.

Varias canciones de Joni Mitchell tienen referencias directas a su vida privada. Desde haber dejado a su única hija en adopción (Little green, 1971) -un hecho que no salió a la luz sino hasta 1993- hasta los finales de sus relaciones amorosas con connotados colegas como Graham Nash, en quien se inspiró para componer la mitad de las canciones del Blue (1971) -mientras que él le dedicó Our house, un dulce tema que grabó con CSN&Y en 1970-, That song about the midway -una poética despedida de David Crosby- o A case of you, dedicada a Leonard Cohen. Pero hay una diferencia abismal entre la altura con la que trató siempre estos temas y lo que asegura The New York Post, que es algo así como el Trome de la prensa gringa, cuando dice que Joni Mitchell fue la Taylor Swift de su tiempo, en referencia a las canciones que ha escrito sobre sus relaciones con el guitarrista John Mayer o el actor Jake Gyllenhaal.  

A lo largo de su juventud, Mitchell -que estuvo oficialmente casada dos veces, con Chuck Mitchell (1965-1967) y Larry Klein (1982-1994)- acumuló esporádicos amoríos con James Taylor, Glenn Frey (Eagles), Jackson Browne, el baterista John Guerin o Jaco Pastorius, sin romper después sus lazos de amistad y colaboración artística. Y también destacados pretendientes como los actores Jack Nicholson, Warren Beatty o el vocalista de Led Zeppelin, Robert Plant, quien por timidez jamás se atrevió a hablarle pero le escribió Going to California (Led Zeppelin IV, 1972), en respuesta a I had a king (Song for a seagull, 1968). 

Entre 1972 y 1975 se inicia su transición definitiva hacia la fusión y el jazz, con los álbumes For the roses (1972), Court and spark (1974) y The hissing of summer lawns (1975), en los que combina su tradicional estilo trovadoresco con composiciones más eclécticas, influenciadas por el soft-rock de Carole King, el walking jazz y el bebop, como en Twisted (1974). Con su bien ganado prestigio, Joni Mitchell comenzó a alternar con renombrados músicos de smooth-jazz y jazz-rock como Tom Scott, Joe Sample, Larry Carlton, Victor Feldman o la plana (casi) completa de Weather Report. En medio apareció el disco en concierto Miles of aisles (1974) con alucinantes versiones de su primera época.

Para su octavo disco, Hejira (1976), Joni Mitchell ya combinaba abiertamente las sofisticadas disonancias de su etapa florida de folk acústico con tratamientos polirrítmicos y menos predecibles. Hejira fue la primera de sus colaboraciones con el excepcional bajista Jaco Pastorius (1951-1987), una peregrinación sugerida en el título que contiene clásicos de este periodo como Coyote -dedicada al escritor Sam Shepard (1943-2017), otro de sus famosos romances-, Black crow o Refuge of the roads. Ese mismo año tuvo una participación estelar en el concierto de despedida de sus connacionales The Band, aunque en el álbum original lanzado en 1978 solo figuran dos canciones: Coyote y Helpless (junto a Neil Young).

En 1977 llegó Don Juan’s reckless daughter, disco doble en que llevó su gusto por la experimentación a otros niveles. Mientras que The tenth world es una poderosa descarga latina, con las percusiones del portorriqueño Manolo Badrena y nuestro compatriota Álex Acuña; Dreamland se interna en la música brasileña, gracias a la magia negra del percusionista Airto Moreira. Chaka Khan, la reina del funk y el R&B, pone sus poderosos mantras vocales en ambas. Y en medio, nuevas adiciones al catálogo de Joni como Jericho o el tema-título. Este periodo se cerró con la gira Shadow and light (1980), acompañada por Jaco (bajo), Pat Metheny (guitarra), Michael Brecker (saxos), Lyle Mays (teclados) y Don Alias (batería), su segunda producción en vivo, registrada en audio y video.

Pero si hubo un álbum que fue realmente revolucionario en su carrera fue Mingus (1979). El admirado contrabajista y director de orquestas Charles Mingus (1922-1979), aquejado por los primeros síntomas de la esclerosis amiotrófica lateral que acabó con su vida a los 56 años, la llamó para que pusiera letra a algunas de sus composiciones, después de escuchar Paprika plains (Don Juan’s reckless daughter, 1977), suite de más de quince minutos cargada de borrascosos arreglos orquestales. El álbum contiene seis canciones: cinco escritas especialmente para Joni más el estándar Goodbye pork pie hat (de su legendario LP Mingus Ah Um, 1959). Una colaboración que dejó huella entre los amantes del jazz.

Concebido en el departamento de Mingus en Manhattan y grabado durante 1978, con un elenco de lujo que incluyó a Jaco Pastorius, Wayne Shorter, Herbie Hancock, Peter Erskine, Emil Richards y Don Alias se lanzó seis meses después del fallecimiento del autor de joyas como Pithecanthropus Erectus (1954) o The Black Saint and the Sinner Lady (1963) y fue testimonio de la estrecha amistad entre Mingus y Joni, quien inclusive lo acompañó en su viaje a México para buscar a una supuesta curandera para aliviar su mal, historia contada en Reckless daughter: A portrait of Joni Mitchell (2017), la biografía escrita por el periodista y catedrático David Yaffe. 

Entre 1982 y 2007 Joni Mitchell grabó una decena de discos, con autorretratos en las carátulas, entre los que destacan Wild things run fast (1982), Turbulent Indigo (1994) o Travelogue (2002), álbum doble con nuevas grabaciones de sus temas clásicos. En cada uno de ellos -incluso en altibajos como Dog eat dog (1985) o Night ride home (1991)- podemos encontrar gemas del pop-rock, cuidadosa e impecablemente interpretadas, con letras inteligentes y una permanente preocupación estética, características inhallables en los ganadores del Grammy 2024, por lo menos en lo que respecta a las categorías más mediáticas. En 1990 fue invitada por Roger Waters para interpretar Goodbye blue sky, del álbum The Wall de Pink Floyd, en el histórico concierto que organizó en 1990, tras el derrumbe del Muro de Berlín.

Protagonista de múltiples homenajes y premios honoríficos, como el álbum de Herbie Hancock River: The Joni letters (2007), el concierto Joni 75: A birthday celebration, en Los Angeles (2018) o el premio del Kennedy Center Honors, que recibió el 2021, Joni Mitchell y sus canciones son testimonio un tiempo en el que la música popular contemporánea no necesitó estar peleada con el buen gusto para ser masivamente exitosa.

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La noticia viene alborotando, desde hace semanas, el cotarro de los amantes del thrash metal -no “trash”, como erróneamente insisten en consignar algunos redactores de la gran prensa-: Megadeth regresa al Perú por tercera vez. Será todavía dentro de dos meses, el sábado 6 de abril, pero ya las entradas se están acabando para tan emocionante retorno. Dave Mustaine, de 62 años, llegará como único integrante original, acompañado por dos jóvenes, el guitarrista finés Teemu Mäntysaari (37), el baterista belga Dirk Verbeuren (49) y un viejo conocido, el bajista norteamericano James LoMenzo (65) quien estuvo en el grupo entre 2006 y 2010 para luego volver en el 2022 tras el despido del histórico lugarteniente de Mustaine, David Ellefson (59), implicado en serias acusaciones de índole sexual. 

El cuarteto promete hacer volar por los aires el Arena 1, pésimamente ubicado en el tramo sanmiguelino de la Costa Verde. A pesar de que ya más de un experto ha hecho notar su mala ubicación, dificultoso acceso e inseguros y peligrosos alrededores -por el tráfico, por los bolsiqueadores que se internan en las colas para arrebatar celulares, por la nula señalización e iluminación de su explanada- este continúa siendo el local de moda para conciertos masivos en Lima (ver aquí nota de El Comercio sobre el tema). 

Con casi cuarenta años de trayectoria y dieciséis álbumes en estudio publicados, Megadeth es una de las leyendas de esta subdivisión del heavy metal, que combina elementos de hardcore punk, speed metal y el sonido de la New Wave Of British Heavy Metal (NWOBHM). El término significa «paliza» o «azote», pero es muy común que se le confunda con «trash», palabra en inglés que quiere decir «basura», origen del error que mencionábamos al principio. Dave Mustaine es uno de los personajes más respetados de la escena del rock duro, por su firme convicción de seguir adelante, aferrado a sus guitarras puntiagudas, el clásico modelo Flying-V creado por la fábrica Gibson en 1958, desde las cuales lanza arácnidos solos y demoledores riffs, intercambiando funciones con su guitarrista de turno. Cuatro años después de su segunda visita a nuestro país, el grupo vuelve con una gira llamada Crush The World. La primera fue el 11 de junio de 2008.

En los ochenta, cuando escuchaba en mi habitación álbumes como Peace sells… But who’s buying? (1986) o So far so good… So what! (1988) en esas copias baratas grabadas en cassettes Maxell o Sony que uno encontraba en los mercados negros de piratería local, me preguntaba cómo sería verlos tocar en vivo. Veinte años después, el conciertazo que Megadeth ofreció en nuestra capital me dio la mejor de las respuestas. Los rostros felices y emocionados de los miles de fanáticos que asistieron también confirmaban eso. Era como si todos nse hubieran estado preguntando lo mismo que yo todo ese tiempo. Esa noche, los alrededores del Estadio Monumental se convirtieron en sucursal de las oscuras Galerías Brasil. Más allá de los análisis sociales que pudieran ensayarse sobre las características y procedencias de la gran mayoría de fanáticos de este género musical, resultaba llamativa y muy estimulante la sensación de estar rodeado de personas identificadas al 100% con el artista que iban a ver, emulando sus maneras de vestir, sus posturas, etc. 

Como es habitual en estos conciertos, personas de distintas edades con largas cabelleras (algunas más descuidadas que otras), pantalones raídos y polos con estampados alusivos a sus bandas favoritas -no solo Megadeth- iban apareciendo por aquí y por allá, reconociéndose unos a otros, como quien va a una reunión donde todos son amigos. Incluso quienes llegábamos solos cruzábamos miradas y silenciosos saludos con los camaradas -un puño en alto, la señal de cuernos popularizada por el cantante de Rainbow, Black Sabbath y Dio, Ronnie James Dio (1942-2010)-, con quienes sin duda hemos coincidido en otras jornadas de esta naturaleza. 

Por otro lado, también hubo personas listas para reencontrarse con actividades que, por la edad y las obligaciones propias de ser adulto, ya no realizan tan seguido. En medio de las hordas de metaleros intransigentes uno podía ver a padres de familia más formales llevando a sus hijos, seguramente fanáticos de bandas más modernas, dispuestos a convencerlos de que «en sus tiempos», la música era mejor. Asimismo, aunque el público fue mayoritariamente masculino, también hubo muchas mujeres con vestimentas metaleras, con uñas y labios pintados de negro, esperando el inicio. 

Aquella visita de Megadeth fue quizás el primer evento de alto perfil dentro de la subcultura thrash. Recordemos que la primera llegada de Metallica a Lima se produjo recién en el 2010 y la de Slayer, el 2011. Por su parte, los neoyorquinos Anthrax nos habían caído el 2005, en un concierto que mereció más prensa y mejor escenario -fue en un pequeño sitio en Barranco, en el que no entraban ni 2,000 personas-, mientras que bandas excelentes, pertenecientes a la segunda línea del estilo, como D.R.I., Destruction o Kreator lo habían hecho en los primeros dos miles, también en locales reducidos y ante magras pero fieles concurrencias. Podemos decir, entonces, que el grupo dirigido por Mustaine fue el primero de los llamados “Big Four” en bajar a la Ciudad de los Reyes que hizo una presentación en formato grande.

Luego de una previa con temas de Thin Lizzy, Rainbow, Iron Maiden y otros clásicos del hard-rock, una guitarra arpegiada anunció que la cita comenzaba con Sleepwalker y Washington is next!, temas centrales del décimo primer disco United abominations (2007), que venían promocionando en aquella gira llamada Tour of Duty. Siguieron un par de clásicos, Wake up dead (Peace sells… But who’s buying?, 1986), Skin o’ my teeth (Countdown to extinction, 1992) y de repente, la banda se esfumó. Al regresar, Mustaine apareció levantando los brazos para saludar al público peruano: «¡Bienvenidos a la casa de Megadeth!». 

Luego de bromear acerca de su poco entrenado español -y del poco entrenado inglés del multitudinario e incondicional coro que formábamos para cada tema-, la banda interpretó un milimétrico In my darkest hour (So far, so good… So what!, 1988), canción dedicada a la memoria de su gran amigo Cliff Burton, fallecido trágicamente el 27 de septiembre de 1986, a los 24 años. Burton fue el segundo bajista de Metallica -había reemplazado a Ron McGovney- y el más recordado por los fans del grupo debido a su tremenda presencia escénica y su extremado talento en las cuatro cuerdas.

Para quienes aun no lo creíamos del todo, uno de los héroes del thrash metal estaba delante de nosotros dispuesto a descargar toda la fuerza de su música. Su aspecto amenazante, la mirada fija en el público y la sorprendente seguridad con la que acometió cada solo o acompañamiento en sus composiciones cargadas de mensajes antibélicos, antipolíticos y anticorrupción, letras que va musitando con los dientes apretados, redondean ese carisma que tantos admiradores le ha granjeado alrededor del mundo. Siempre abierto a la polémica, Mustaine ha hecho titulares en EE.UU. por sus posturas reaccionarias, como el cristiano renacido que es desde hace ya veinte años, sobre asuntos como el matrimonio entre personas del mismo sexo y su apoyo al partido republicano, configurando uno de esos casos típicos en que nos vemos obligados a separar a la persona del artista. 

Para muchos conocedores de su carrera y discografía, haber colocado a Megadeth entre los cuatro grandes grupos de thrash metal norteamericano es un logro que el guitarrista labró a pulso, estimulado primero por la amargura que le provocó su despido de la banda liderada por James Hetfield y Lars Ulrich -como se aprecia en el documental Some kind of monster (Jor Berlinger/Bruce Sinofsky, 2004) y posteriormente por la inesperada aceptación que tuvo entre los headbangers del mundo, al frente de la banda que bautizó con una variación del término «megadeath», acuñado en 1953 por el estratega militar Herman Kahn -que Mustaine había escuchado en boca de un viejo congresista del Partido Democrático- como una unidad de medida, para referirse a “un millón de muertes”. 

El músico ha superado múltiples problemas debido a sus adicciones e incluso se recuperó de una herida muy seria al brazo izquierdo que por poco le impide seguir tocando. Tras su trabajo con la orquesta sinfónica de San Diego, el guitarrista y su esposa Pamela iniciaron una aventura como productores de vino. La página web www.houseofmustaine.com muestra todos los detalles de este emprendimiento enológico que Dave Mustaine lleva adelante en el valle de Temecula, al suroeste de la soleada California. 

Entre 2008 y 2024, Megadeth ha lanzado cinco álbumes en estudio, muy buenos, contundentes y explosivos, a pesar de esa costumbre de no contar nunca con una alineación estable. Desde su formación en 1983-1984, han pasado por la banda ocho guitarristas, cinco bajistas y ocho bateristas -entre ellos la superestrella de jazz Vinnie Colaiuta (67), que grabó con Megadeth el disco The system has failed (2004). Recientemente, en la edición 2023 del festival metalero de Wacken (Alemania), el público quedó boquiabierto tras la aparición sorpresiva, sobre el escenario, del guitarrista Marty Friedman, del periodo 1990-1997, para intercambiar solos con Mustaine y el brasileño Kiko Loureiro (periodo 2015-2023). La actual gira mundial llevará a Megadeth por México, El Salvador, Argentina, Paraguay, Brasil, Colombia y Perú, país donde comenzará el tramo latinoamericano de Crush The World.

Aquella primera vez, la banda no dio tregua durante casi dos horas y media. Una tras otra, las canciones fueron coreadas, gritadas y saltadas por el extasiado auditorio. El pogo en las primeras filas se mantuvo sin descanso, en especial en favoritas del público como Ashes in your mouth (Countdown to extinction, 1992) o Tornado of souls (Rust in peace, 1990). Los desplazamientos de los músicos sobre la tarima le daban una excelente dinámica al concierto. Mientras Mustaine cantaba y azotaba los aires con sus veloces fraseos, Chris Broderick (guitarra) y James LoMenzo (bajo) intercambiaban posiciones y se cruzaban por detrás de su líder, comunicándose con el público constantemente. Al fondo, Shawn Drover lanzaba sus bombazos dobles con una camiseta de la selección peruana. 

Uno de los momentos más celebrados del concierto fue el set de canciones integrado por Hangar 18 (Rust in peace, 1990) -, Return to hangar (The world needs a hero, 2001) y las mencionadas Tornado of souls y Ashes in your mouth. Pero lo mejor llegó en la última parte. Para cuando tocaron A tout le monde (Youthanasia, 1994), Mustaine dejó que la gente lo acompañara durante el coro. Esta canción, censurada por la MTV porque la consideraron como apóloga del suicidio, es uno de los temas más representativos de la segunda etapa del grupo, caracterizada por el uso de melodías más accesibles para el público en general. Desde las primeras filas, alguien le alcanzó al guitarrista una banderola que decía «Perú es Megadeth». Esto terminó por emocionar al músico, quien no cabía en su asombro, lo cual pudo apreciarse a través de las dos pantallas gigantes dispuestas a ambos lados del escenario. «You are a great fucking audience!!! we’ll come back!!!», repitió antes de entrar a Sweating bullets (Countdown to extinction, 1992), otro de los temas que la gente esperaba ansiosa.

«Mi cuerpo se destroza por los errores, traicionado por la lujuria, nos mentimos tanto los unos a los otros que en nada podemos confiar», recitó Mustaine en un mascado español. Era el coro de Trust (Cryptic writings, 1997), quizás el único tema «comercial» de Megadeth. Después, Symphony of destruction (Countdown to extinction, 1992), terminó de enloquecer al público. Los acordes de este clásico fueron acompañados todo el tiempo por el grito de guerra «¡Megadeth, Megadeth… Perú es Megadeth!». Incansables, los cuatro músicos tocaron Peace sells (Peace sells… But who’s buying?,1986) para luego retirarse, anunciando que se acercaba el final de esa velada de metal monumental. El encore no podía ser otro: Holy wars… The punishment due (Rust in peace, 1990), un latigazo épico, poderoso, agresivo y complejo, llegó como despedida.

Antes de que se apagaran las luces, Dave Mustaine, coautor de muchas de las primeras canciones de Metallica como Metal militia, Jump in the fire, The call of Ktulu o The four horsemen, que Megadeth incluyó como Mechanix en su primer álbum titulado Killing is my business… And business is good! (1983), prometió regresar. Y cumplió su promesa, el año 2020, cuando llegaron para celebrar el 30 aniversario de su cuarto álbum Rust in peace, para muchos la obra maestra de Mustaine y su alineación más recordada junto a Marty Friedman (guitarra), David Ellefson (bajo) y Nick Menza (batería). 

Estamos seguros de que este 6 de abril, Dave Mustaine y compañía volverán a repetir la faena, con toda la experiencia acumulada y destreza de esta icónica banda que ha vendido más de 40 millones de discos a nivel mundial y continúa al pie del cañón con su poderoso e incombustible sonido.

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[MÚSICA MAESTRO] En la ciudad austriaca de Salzburgo, a casi 11 milkilómetros de Lima, se está produciendo en estos días la edición número 68 de la Semana Mozartiana (Mozartwoche), un festival de música, exposiciones y artes escénicas (teatro, cine, marionetas) que celebra la vida y obra del compositor Wolfgang Amadeus Mozart.

Entre el miércoles 24 de enero y el domingo 4 de febrerose llevarán a cabo conciertos, conferencias, representaciones y otras actividades organizadas por el Mozarteum, fundación internacional que desde 1880 reúne, conserva y exhibe todo lo relacionado a la producción artística del genio salzburgués durante su corta vida -falleció a los 35 años en diciembre de 1791- así como todos los estudios, grabaciones y obras derivadas de su legado musical.

Como personaje, Mozart ha sido fuente de inspiración no solo para otros músicos alrededor del mundo durante siglos, debido a la trascendencia de sus creaciones y a su inalterable vigencia, sino también para amplios sectores del público en general que, sin necesidad de ser especialistas o entusiastas de la música clásica en cualquiera de sus formas -sinfonías, conciertos, óperas, serenatas, etc.- son capaces de reconocer, por lo menos, una o dos de las más de seiscientas melodías -aunque algunos expertos aseguran que fueron más de ochocientas- que escribió desde su niñez y adolescencia.

En ese sentido, Mozart comparte con su compatriota Johann Strauss (1825-1899) o los alemanes Ludwig van Beethoven (1770-1827) y Johann Sebastian Bach (1685-1750) esa privilegiada capacidad de haber superado las barreras del tiempo. Sus obras más conocidas como La marcha turca, tercer movimiento de la Sonata para piano en La Mayor, K. 331 (1783-1784); el primer movimiento (molto allegro) de la Sinfonía No. 40 en Sol Menor, K. 550 (1788) o la Pequeña serenata nocturna, cuyo título original es Eine kleine nachtmusik y catalogada como la Serenata No. 13 para cuerdas en Sol Mayor, K. 525 (1787)tienen una antigüedad promedio de 240 años y siguen siendo usadas actualmente en películas, comerciales y hasta como ringtones para teléfonos móviles. Un logro así no lo podría haber imaginado ni él mismo en susmomentos de exaltación más afiebrada.

Como cada año, orquestas sinfónicas y ensambles de cámara de diversas ciudades europeas se vienen dando cita en la Semana Mozartiana, un evento que, como los conciertos de Año Nuevo que se dan en Viena, capital deAustria, cada 1 de enero -el de este 2024 estuvo plagado de críticas por los comentarios controvertidos del director germano Christian Thielemann-, es toda una tradición en esta hermosa urbe, aunque para algunos sectores puedasonar anacrónico y desfasado, de viejos acartonados con sueños aristócratas, de frac, pelucas blancas y vestidos con bobos. Sin embargo, convoca también a generaciones de músicos jóvenes, amantes de lo clásico que llegan a Salzburgo, ciudad natal del músico, para disfrutar de nuevas interpretaciones de partituras cuyo valor es inobjetable.

En estas épocas, en que pareciera que saber apreciar el pasado ofende a las masas, es saludable que aun existan públicos que respondan a estas convocatorias, ajenos a las tendencias impuestas por el marketing, las modas de consumo masivo y esa propensión de las mayorías porabsorber/elogiar lo simple y desechar/denostar todo aquello que exija esfuerzo, tolerancia y concentración para comprender su importancia y belleza.

La música de Mozart transmite al oyente instantes mágicos de relajación y ensueño, pero también de misterio y tensión. Desde las finas oleadas de románticas secciones de cuerdas que encontramos en cualquiera de sus sinfonías o serenatas hasta los lamentos oscuros del Requiem en Re Menor, K. 626 (que dejó inconcluso pues falleció poco antes de terminarlo), todo en Mozart es demostración de cómo sonaban la pasión y la juventud en el siglo dieciocho.

La Semana Mozartiana tiene como director artístico a una de las personalidades más importantes de la escena lírica en los últimos veinticinco años. Se trata del famoso tenor nacido en México, Rolando Villazón (51), conocido por sus interpretaciones operísticas en dúo con la también famosa soprano rusa Anna Netrebko (52), en títulos delrepertorio italiano como La traviata (Giuseppe Verdi, 1853) y L’elisir d’amore (Gaetano Donizetti, 1832). Villazón, nacionalizado francés desde el año 2007, fue convocado por la Fundación Mozarteum para dirigir este evento en el año 2018, con un contrato de cinco años que acaba de renovarse por un lustro más. Esto significa que Mozart y sus seguidores continuarán recibiendo la tradicional Serenata Mexicana a cargo de Villazón y el conjunto El Mariachi Negro, hasta el 2028.

“Mozart fue revolucionario sin querer serlo -afirma Villazón-. No estaba buscando el nuevo lenguaje, estaba buscando hacer lo que su genio le decía”. Entre las obras que se presentan, bajo la dirección del tenor que se hiciera conocido en 1999 como intérprete de zarzuelas y arias de ópera bajo el padrinazgo del español Plácido Domingo -de hecho grabó, muchos años después, un exitoso disco llamado Gitano (2007, Virgin Classics) con una selección de romanzas zarzueleras- está Don Giovanni, una de las más famosas piezas de teatro musical que Mozart escribió a los 32 años, en 1788. Según Villazón, Don Giovanni “es la mejor ópera del mundo, con una libertad y una fuerza extraordinarias”.

Sin embargo, lo que más ha llamado la atención de los expertos es que, en esta ocasión, además de la tradicional inclusión de obras del llamado “niño eterno de la música clásica”, esta Mozartwoche rinde homenaje también a uno de los compositores más asociados a la vida y obra del genio salzburgués: el compositor italiano Antonio Salieri (1750-1825).

La historia está llena de mitos. Algunos se han convertido en verdades aceptadas por las grandes mayorías que no tienen conocimiento de su origen real. A pesar de que hoyen día es extremadamente fácil para cualquier persona enterarse de datos y detalles con solo un click, la persistencia del desconocimiento en ciertos tópicos relacionados con la historia o el arte es un reflejo del absoluto desinterés del público por estas cosas. Y de los medios masivos, que nunca se toman el trabajo de extraer información interesante de internet para brindársela a su audiencia. Uno de esos mitos es el de la tormentosa envidia que Salieri sentía hacia Mozart.

Pero en realidad, este rencor es tan imaginario como la muerte de Paul McCartney en los sesenta o los rumores de quienes afirman haber visto vivos a Elvis Presley o Jim Morrison. La sensación de realidad que vendió una extraordinaria película estrenada en 1984 ha ocasionado que la palabra Salieri sea sinónimo de envidia y hasta un reconocido cantautor popular, el argentino León Gieco, compuso una canción llamada Los Salieris de Charly(Mensajes del alma, 1993), en la que dice que él y los demás de su generación “le roban melodías” a Charly García.

Lo cierto es que Salieri no odiaba a Mozart y mucho menos le robó melodías. El maestro italiano, seis años mayor, mostró siempre gran admiración por el talento de Mozart e incluso impulsó el estreno de varias de sus creaciones desde su posición como Kapellmeister (maestro capellán) de la corte austriaca. Incluso llegaron a componer juntos una cantata para voz y piano, titulada Por la salud de Ofelia, que lamentable no llegó hasta nuestros días.

Aunque para mucha gente es un hecho real, la visceral envidia de Salieri –quien a la sazón fue uno de los compositores más importantes del siglo XVIII– fue una creación del dramaturgo ruso Alexander Pushkin (1799-1837), que en 1831 escribió Mozart y Salieri, sobre la base de ciertos rumores de la época sobre una supuesta rivalidad entre ambos. Años más tarde, en 1898, el compositor ruso Nicolás Rimsky-Korsakov (1844-1908) adaptó la pequeña tragedia del genial escritor y compatriota suyo a una ópera bajo el mismo título, la cual tuvo regular éxito.

A fines de los años setenta del siglo XX, vale decir, hace poco más de 40 años, el director de teatro inglés Peter Schaffer (1926-2016) llevó a las tablas la obra de Pushkin y su versión alcanzó una popularidad muy grande, lo cual motivó al cineasta checo Milos Forman (1932-2018) a llevarla a la pantalla grande. Amadeus se convirtió en una de las películas más taquilleras de la historia del séptimo arte y presentó al mundo el mito de la envidia de Salieri, de una manera extraordinaria e impactante. El film recibió ocho premios Oscar en las categorías más importantes y con los años ha ganado el status de película de culto. Incluso fue inspiración para el éxito radial Rock me Amadeus (1985), compuesto e interpretado por Johann Hölzel, más conocido como Falco (1957-1998), estrella austriaca de new wave y pop electrónico. Amadeus, la película, será proyectada hoy sábado 27 de enero, fecha central de la Semana Mozartiana por ser el día exacto en que nació Mozart, hace 268 años.

A partir de la película, Mozart pasó a formar parte de la cultura popular y se le dotó de particularidades afines a las superestrellas modernas: vulgaridad extrema, alcoholismo y una actitud irreverente. Aunque algunas de estas características personales de Mozart tienen base en la realidad, la exageración del guion cinematográfico busca enfatizar el contraste que atormenta a Salieri: Mozart, joven promiscuo y procaz, había recibido el don divino de la genialidad (“Amadeus” = el amado de Dios” en latín) mientras él, religioso y metódico, no era capaz de crear su propia música sin padecer enormes esfuerzos. Así, en el imaginario colectivo popular, Salieri se convirtió en unvillano, quizás uno de los mitos más famosos en la historia de la música y su periodo clásico.

Otra de las estrellas de la música orquestal que participará en esta edición 68 de la Mozartwoche será Anne-Sophie Mutter (63), a través de un documental -Mutter & Mozart, del año 2006– en que se mostrarán las mejores interpretaciones de la alemana de diversos conciertos para violín compuestos por el salzburgués, como este (click aquí). Con una carrera sostenida y vigente desde 1977 -fue alumna del connotado director Herbert von Karajan (1908-1989)-, Mutter ha grabado más de cincuenta álbumes y DVD, la mayoría de ellos bajo el prestigioso sello discográfico especializado en música clásica Deutsche Grammophon y ha sido violinista principal (concertina) en las más reconocidas orquestas sinfónicas del mundo.

La permanencia de Mozart en el imaginario colectivo moderno tiene también que ver con la infinidad de publicaciones y estudios que se han realizado a lo largo de todos los años posteriores a su temprana muerte. Una de las biografías más completas y detalladas acerca del compositor fue publicada en el año 1996, con motivo del aniversario 240 de su nacimiento.

En el libro, titulado Mozart: A life (Harper Collins), el reconocido musicólogo y psicoanalista norteamericanoMaynard Solomon (1930-2020), fundador de Vanguard Records, uno de los sellos discográficos de mayor importancia en los albores de la industria musical y uno de los expertos en Mozart más respetados a nivel mundial, explora a lo largo de 32 capítulos los aspectos humanos más profundos de la personalidad del músico, brindandonuevas e interesantes claves para entender su proceso artístico y el poder de su creatividad, la cual continúa vigente en nuestros días.

Esta vigencia puede comprobarse tanto en las representaciones de sus óperas a cargo de los artistas más importantes de la música clásica como en las modernas técnicas de estimulación temprana a través de su música, más conocidas como “El Efecto Mozart”, buque insignia de esta tendencia de la educación y la psicología moderna que recomienda hacer escuchar melodías suaves a las madres gestantes, o mejor dicho, a los no nacidos mientras aún están en el vientre materno. Aunque tiene también sus detractores, “El Efecto Mozart” es una de las ramificaciones más populares del uso actual que se da a estas composiciones que, en siglos pasados, fueron fondo de salones de baile y ceremonias religiosas.

La Semana Mozartiana seguirá todos estos días hasta el domingo 4 de febrero. En esa última fecha se presentará la ópera La clemenza di Tito -la penúltima que escribió, estrenada un par de meses antes de su muerte, en 1791, casi en paralelo con La flauta mágica– y un concierto especial a cargo de la Mozarteum Orchestra con un programa de obras de Mozart, Salieri y Johann Sebastian Bach. Aunque esta clase de espectáculos parezcan totalmente ajenos a nosotros, son también una demostración de todo lo que nos perdemos por andar mirándonos siempre el ombligo, incapaces de abrirnos a aquellas propuestas que unen historia con modernidad, con elegancia y talento, en las antípodas de lo que hoy conocemos como entretenimiento masivo.

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[MÚSICA MAESTRO]  La subcultura “fitness” existe desde hace muchos años y siempre ha estado asociada a una combinación de conceptos que van desde los más positivos e incuestionables -salud corporal, buena alimentación, actitud ganadora, actividad física para combatir el sedentarismo y los males que eso trae- hasta otros que, en determinados niveles, pueden volverse coartadas o bases para múltiples vicios sociales -vanidad excesiva, obsesión con la imagen, consumo de “suplementos” para potenciar resultados, hipersexualización de relaciones sociales-, sus múltiples ramificaciones y consecuencias.

Se trata de un tema con tantas aristas socioculturales que sorprende ver la ausencia de estudios medianamente profundos y serios al respecto. Por lo menos en el ciberespacio, más allá de opiniones salpicadas por aquí y por allá, hay muy poca información sobre los entresijos de una actividad deportiva socialmente aceptada y comercialmente rentable en la que se cuelan, de contrabando, muchas otras que van por caminos diferentes.

Una de esas aristas socioculturales es la que pretendo abordar aquí, relacionada a la música que suele escucharse en las grandes cadenas de gimnasios de Lima que, dicho sea de paso, han comenzado el 2024 enfrascadas en una mini guerra publicitaria de captación de clientes por el reciente cierre de un par de sedes de BodyTech, una de las más conocidas. La música que escogen estos negocios para ambientar sus concurridos locales a la vez que entretienen y estimulan a sus usuarios puede parecer un tema superficial, más allá de ser una decisión propia a la que tienen pleno derecho, pero también es la cara más visible de una estrategia de marketing que refleja mucho los usos y costumbres de ese universo de ciudadanos, sus expectativas, ideologías y formas de ver la vida.

¿Y cuál es mi motivación para tocar ese tema? Ocurre que, siendo el melómano empedernido que soy, cada visita al gimnasio es una auténtica tortura auditiva. De hecho, cuando pensaba en el nombre de esta columna, mi primera opción fue “La horrible música que ponen…” Pero, como entiendo que eso de “horrible”, al ser mi percepción personal, puede generar reacciones destempladas y fascistoides que me manden a callar la boca con la cantaleta esa del “si no te gusta tal cosa entonces no te ocupes de ella”, preferí omitir el adjetivo en el titular para no causar resquemores a primera vista. Pero sí, la música que ponen en las grandes cadenas de gimnasios de Lima me parece absolutamente horrorosa.

Dicho sea de paso y solo para dar contexto debo decir que, en esto de los gimnasios, soy un outsider total. Desde que comencé a asistir, hace ya más de una década -me tuvieron que convencer y casi llevar a rastras al principio-, mi única intención fue y sigue siendo mantener cierto nivel de actividad física que me pusiera a salvo de las consecuencias de un trabajo sedentario y un estilo de vida bastante alejado del deporte.

Si bien fui un jugador compulsivo de “fulbito” entre los 8 y los 16 años, la verdad es que, durante las dos décadas siguientes, mi mayor ejercicio consistió en las largas caminatas que solía hacer, yendo de un lugar a otro buscando trabajo o cumpliendo funciones diversas en mis primeras experiencias laborales. Y sigo pensando que entrenar la mente y el espíritu -con libros, películas y música- es tan reconfortante y vital que entrenar el cuerpo. Respeto mucho a aquellas personas que tienen la tenacidad, constancia y tiempo para programar su semana según los músculos que les toca ejercitar, pesan sus porciones de alimentos y pasan seis de siete días a la semana en los gimnasios, pero no es mi objetivo al buscar una suscripción. En todo caso, asumir la necesidad e importancia de mantener actividad física -así no sea a nivel “pro”- es una decisión inteligente y responsable, sobre todo si uno está a punto de cumplir cincuenta años.

Como decía al principio, la subcultura de lo “fitness” no es novedad ni mucho menos. Sin necesidad de remontarnos a los gimnasios grecorromanos en los albores de la historia occidental, la búsqueda de cuerpos atléticos ha sido siempre una oferta apetecible como herramienta de ascenso y popularidad social, además de sus obvios efectos positivos en términos de salud anímica y corporal. En ese sentido, las técnicas para mantenerse en buen estado físico con posibilidades de alcanzar el nivel de deportistas de élite, sin llegar a serlo necesariamente, demostraron su potencial comercial desde hace décadas.

En los tiempos de mis padres y abuelos ya se hablaba, por ejemplo, de Charles Atlas (1892-1972), el físico culturista ítalo-norteamericano que comenzó a vender métodos de ejercicios por correspondencia, para ser ejecutados en casa. En los ochenta, la reconocida actriz y activista norteamericana Jane Fonda (86), fue pionera de la comercialización de videos para hacer aeróbicos, incorporando al público femenino en un rubro que, inicialmente, se concentró en los hombres, los únicos que iban tradicionalmente a los gimnasios para cargar pesas, saltar sogas, definir abdominales y redoblar el tamaño de brazos, pectorales, espaldas y piernas.

Esa combinación de salud y vanidad fue evolucionando hasta convertirse en lo que es ahora, un inmenso negocio de cadenas y franquicias internacionales con maquinarias cada vez más sofisticadas y espacios donde hombres y mujeres bailan, se agitan, cargan todo tipo de objetos, se ponen en manos de expertos (los famosos “personal trainers”) y se miran compulsivamente al espejo -muchos de ellos, no todos por supuesto, porque no son buenas las generalizaciones-, desde todos los ángulos posibles, mientras sus SmartWatches les dicen cuántos pasos dieron y cuántas calorías no deberán consumir el lunes por los desarreglos del fin de semana.

Toda esta parafernalia de lo que algunos comentaristas en internet llaman “Subcultura Fitster”, neologismo provocador que une lo “fit” con lo “hipster” para demarcar el perfil socioeconómico de los usuarios de gimnasios modernos -millennials, profesionales jóvenes con buenos ingresos, hombres y mujeres de mediana edad preocupados por su imagen, pero también por sus triglicéridos y sus articulaciones- tiene, desde luego, una banda sonora.

La música es, por definición general, motivadora y estimulante desde el punto de vista emocional, independientemente del género o estilo, puesto que los gustos musicales son diferentes y multiformes según personas o grupos de personas. Desde que se comenzó a extender la asistencia a los gimnasios con fines que no fueran necesariamente la participación en competencias tradicionales -olimpiadas, juegos panamericanos, torneos de físico culturismo, halterofilia y afines-, las sesiones de ejercicios en estos locales cerrados o en videos usaban canciones de fondo muy rítmicas y rápidas, para seguir el paso si uno estaba corriendo, pedaleando en una bicicleta estacionaria, etc.

Sin embargo, de un tiempo a esta parte parece que los gimnasios en Lima se asumen a sí mismos como sucursales de discotecas y radios populares en las que reinan géneros como reggaetón, latin-pop, cumbia y todas las canciones de moda, como esas espantosas versiones en salsa/merengue de baladas antiguas como Otro ocupa mi lugar (Miguel Gallardo, 1977) o La gata bajo la lluvia (Rocío Dúrcal, 1981) que, más que al deporte parecen remitir a la escena farandulesca local con esas letras de despecho y engaño que cantan y bailan a toda velocidad, como exorcizando sus demonios internos. Además, gracias a la tecnología que permite manipular los archivos de audio, los DJ pueden aumentar o disminuir de velocidad estas pistas musicales -algo bastante irritante- para marcar el ritmo de las rutinas de ejercicios o bailes grupales que más parecen castings para programas de espectáculos. Y todo a un volumen tan alto que puede llegar a causarme náuseas. Claro, eso me pasa a mí, pero a los “fitsters” sí les encanta. Y mucho.

¿Por qué pasa esto? Es decir, ¿quién decretó que solo escuchando a Bad Bunny, Shakira, Bruno Mars, Agua Bella o Daniela Darcourt es posible entrenar o, en todo caso, se entrena más a gusto? ¿Debo irme a mi casa a entrenar si no me gusta la música que ponen? La asociación de ideas que existe entre realizar cualquier actividad dentro de un gimnasio -caminar o correr en una banda, hacer pasos de escalera, flexiones, abdominales, bicicletas, sala de máquinas y pesas, cámaras de sauna- y escuchar esa insoportable sucesión de éxitos discotequeros y farandulescos, es la única razón por la cual abandonaría el gimnasio para siempre.

En otras épocas, solía atorar los buzones de sugerencias pidiéndoles que, por lo menos, le den algo más de variedad a las canciones. Después de todo, hay muchísima y muy energética música electrónica, rock clásico, rock en español, salsa, merengue y demás géneros de otras épocas que podrían servir como fondo estimulante para deportistas comprometidos o, como yo, aspirantes a moverse un poco, simplemente. Nunca acusaron recibo de mis solicitudes. Y ni siquiera los audífonos sirven porque los decibeles son tan invasivos que terminan por saturar el espacio cerrado, haciendo que las paredes retumben. A estas alturas, ya tiré la toalla.

Es la metáfora perfecta del poder que tienen la moda y los gustos de las masas, desde luego. Es un asunto de marketing, pero también de validación de prejuicios, nuevamente, mezclando la salud con las tendencias orientadas a lo “fashion”, a lo “cool”. ¿Eres joven y tienes una intensa vida social los fines de semana? Ven y síguela en nuestro gimnasio. Es, para bien o para mal, el criterio imperante en esta actividad comercial y altamente rentable. Por otro lado, para nadie es un secreto que los gimnasios son -también desde hace mucho- un espacio para toda clase de socializaciones y cruces de miradas. Pero, como no es mi intención entrar en arenas movedizas, pues no es el espacio para hacerlo, aplico la sabiduría popular de mis admirados Sumo: “Mejor no hablar de ciertas cosas”.

Si el objetivo principal de una cadena de gimnasios es vender la promesa de mantenerse en buena forma física -por salud, porque estamos en verano-, más allá de la edad que se tenga, ¿por qué circunscribir su música de fondo a aquello que solo disfrutan los más jóvenes o los más fiesteros? Claro, no espero que musicalicen sus clases de cycling con What a wonderful world de Louis Armstrong, la Cabalgata de las Valquirias de Richard Wagner, A night in Tunisia (Dizzy Gillespie) o alguna selección de canciones de King Crimson (aunque yo no me opondría en absoluto). Pero hay cientos, acaso miles, de canciones de todos los géneros imaginables, que le irían muy bien a una sala de máquinas, a un espacio repleto de bicicletas estacionarias o a una fila de corredores, en frenesí “cardio”.

Recuerdo, por ejemplo, el video de Physical (1981), éxito del álbum del mismo nombre de Olivia Newton-John (1948-2022). O las ganas de salir a correr cada vez que escucho canciones como The trooper (Iron Maiden, 1982), Don’t stop me now (Queen, 1978) o Gonna fly now (Bill Conti, 1976), tema central de la primera parte de la saga del boxeador Rocky Balboa, que es una especie de pop-rock sinfónico con tintes de soul, el sueño logrado de todo amante de “hacer steps” -en alusión, por supuesto, a la escena de los 72 escalones que sube, triunfal, el legendario personaje interpretado por Sylvester Stallone. Pero también entiendo que es, en definitiva, una cuestión de idiosincrasias, estudios de mercado y preconceptos. Siguiendo los dictados del recordado Augusto Ferrando (1919-1999), los gerentes de marketing de los gimnasios actuales aplican su máxima absoluta al momento de programar a todo volumen las majaderías de Maluma, Taylor Swift o Ñengo Flow: “eso es lo que le gusta a la gente”.

Pero las cosas podrían ser distintas si se atrevieran a ir más allá, incorporando todas las opciones musicales que dejan de lado por aquello de ir siempre a la segura. Modded, una revista norteamericana online especializada en deportes abre una nota titulada Seven best workout music genres (Siete mejores géneros musicales para entrenar) así: “Las personas escuchan toda clase de música en los gimnasios locales. Definitivamente no podemos asegurar que un género musical sea más beneficioso que otro, porque la música es altamente subjetiva. Todos tenemos gustos diferentes y únicos. Pero, sin importar nuestras preferencias musicales específicas, la mayoría de nosotros busca las siguientes características cuando prepara una playlist para entrenar: canciones rápidas, bajos fuertes, letras apasionadas y estimulantes, ritmos marcados”. Y a continuación menciona los siete mejores ritmos para entrenar, según su punto de vista: 1) Rap, 2) Música electrónica (EDM), 3) Pop, 4) Hard-Rock, 5) Rock Clásico, 6) Heavy Metal y 7) R&B. No reggaetón. No timba. No canciones de farándula.

Por mi parte, prefiero imaginar mi propia lista de reproducción para las breves sesiones de ejercicio y desintoxicantes visitas a las cámaras de sauna que hago de vez en cuando: ¿Quién dice que uno no puede correr escuchando Close to the edge (Yes), Wake up dead (Megadeth), Should I stay or should I go (The Clash) o el Bitches brew de Miles Davis de principio a fin? ¿No sería bacán ir a un gimnasio en el que, en lugar de escuchar a Marisol dando de gritos, como si nos encontráramos en una combi, uno pudiera oír, a todo volumen, Highway star (Deep Purple)?

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