[Música Maestro] Para un mundo cada vez más desinteresado en el pasado, el fallecimiento de las estrellas legendarias de la música popular, de cuando esta era entendida como una manifestación de elegancia y talento en lugar de ser vehículo validador de conductas zafias y combinaciones de elementos que son cada uno más vulgar que el anterior, pasa oprobiosamente desapercibido.

Me cruzó esa idea por la cabeza cuando vi la noticia de la muerte deSérgio Mendes relegada a espacios extremadamente pequeños en los medios de comunicación masiva. Y me refiero específicamente a los escritos, porque en la televisión ni siquiera apareció, por lo menos en la local, más preocupada en las correrías sórdidas y corruptas de ese esperpento llamado “Chibolín”, sus bailes ridículos y sus hijas destalentadas. Únicamente internet y sus alternativas para enfrentar las degradadas escalas de valores que tienen actualmente las masas, permiten la creación de un oasis en medio de ese fango farandulero y político cuya banda sonora se equipara a la que usan los sicarios, corruptos y proxenetas para musicalizar sus publicaciones en TikTok e Instagram.

Sérgio Mendes nació artísticamente junto a las personalidades más importantes del bossa nova, como Antonio Carlos Jobim (1927-1994), João Gilberto (1931-2019) o Edu Lobo (81) -de hecho, Mendes produjo el álbum debut del autor de la samba Upa neguinho y la balada Pra dizer adios, en 1967- pero, a diferencia de ellos, decidió fijar su residencia en los Estados Unidos cuando se instaló el golpe militar de 1964. Mendes decidió hacer patria desde lejos, introduciendo en las cadenciosas armonías de la música de Brasil las texturas orquestales de Burt Bacharach (EE.UU., 1928-2023), James Last (Alemania, 1929-2015) o Percy Faith (Canadá, 1908-1976), con un trabajo que de inmediato se posicionó como una de las primeras vertientes de lo que hoy suele rotularse como “crossover”.

Con elencos de vocalistas mixtos y bilingües, el pianista y arreglista puso los ritmos brasileños en las radios pop gringas. Su presencia en las primeras ligas de la música mundial se mantuvo inalterable durante toda la segunda mitad de los años sesenta y gran parte de los setenta, merced de una cadena de álbumes en los que no tuvo temores para combinar el repertorio clásico del Brasil -A. C. Jobim, Jorge Ben Jor, Baden Powell, Luiz Bonfá, Vinicius de Moraes- con los Beatles, Cole Porter, Rodgers & Hammerstein, con arreglos preciosistas en los que se sentían tanto violãos y pandeiros como cornos franceses y violines.

Habría que comenzar recordando que Sérgio Mendes pertenece a esa categoría especial de artistas cuyo pronóstico no era tan auspicioso a causa de la discapacidad. En ese sentido, haber superado la osteomielitis infantil que padeció para convertirse en uno de los directores de conjunto más importantes de toda una época debería ser suficiente para admirarlo.

En el quinquenio comprendido entre 1961 y 1965, Sérgio Mendes paseó sus ideas integracionistas por varios sellos discográficos -Philips, Atlantic Records, Capitol-, con discos como Você ainda não ouviu nada! (1963, que contiene uno de los primeros covers de Garota de Ipanema) o Cannonball’s Bossa Nova (1962), que grabó liderando su Bossa Rio Sextet of Brazil para acompañar al célebre saxofonista Julian “Cannonball” Adderley (1928-1975). Una curiosidad que conecta a esta primera etapa de Mendes con el universo salsero. En su sexto disco The great arrival (1965), incluyó una composición de Edu Lobo, Boranda, que una década más tarde fue grabada por La Sonora Ponceña, con arreglos del pianista Papo Lucca, para su álbum El gigante del sur (1977).

El punto de quiebre llegó cuando fue contratado por Jerry Moss y Herb Alpert para el sello discográfico A&M Records. Alpert (89), es un productor y trompetista californiano de origen judío que también fue fundamental para la fusión entre sonidos latinos y norteamericanos, a través de su propio grupo The Tijuana Brass. Para ese momento, Sérgio Mendes armó la banda que se convertiría en la base de su periodo más exitoso, Brasil ’66. Durante los siguientes tres años, Sérgio Mendes & Brasil ’66 comenzó a construir el repertorio que le daría fama y prestigio.

En su debut para A&M Records encontramos temas como Berimbau(Baden Powell) o One note samba (Antonio Carlos Jobim), que ya habían sido publicados en discos previos; y varios covers. Pero, definitivamente, el tema Mas que nada, composición que el cantante Jorge Ben Jor había estrenado en 1963 en su primer disco, Samba esquema novo, fue el que atrajo más la atención por sus percusiones profundas y asincopadas, sus densas capas de coros entre lo psicodélico y lo bahiano y ese piano que propulsa el ritmo a mitad de camino de lo que normalmente es la samba, dándole un toque de sofisticación y particularidad únicos. Hasta hoy, Mas que nada es la canción más representativa y reproducida de Sérgio Mendes & Brasil ’66. Imposible no conocerla.

Posteriormente, entre 1966 y 1969, Sérgio Mendes & Brasil ’66 lanzaron un total de siete álbumes, siempre bajo el manto de A&M Records. Aunque tuvo sucesivos cambios en su personal, la alineación de Mendes alcanzó cierta estabilidad con los percusionistas SebastiãoNeto y Dom Um Romão -que después se uniría al combo de jazz-rock Weather Report- el norteamericano John Pisano y el brasileño Oscar Castro-Neves en guitarras, y las vocalistas Karen Philipp y Lani Hall. Para los arreglos orquestales, Mendes contó con la colaboración del pianista Dave Grusin (90), quien años más tarde fundó el sello discográfico GRP Records, especializado en jazz contemporáneo y fusión.

Esta mixtura entre lo brasileño y lo norteamericano se aprecia escuchando clásicos de su catálogo como Bim Bom (Equinox, 1967), The look of love (Look around, 1967); Masquerade (Ye-Me-Lé, 1969) o Manha de carnaval (Quiet nights, 1967), Pais tropical (Sérgio Mendes & Brasil ’77, 1971, otra composición de Jorge Ben) o Scarborough fair (Fool on the hill, 1968); que confirman el estatus de Sérgio Mendes como un arreglista con vuelos exóticos pero sin caer en la parodia y, a la vez, conocedor del repertorio anglosajón en todos sus extremos, desde los tiempos dorados del musical de Broadway hasta artistas del momento como The Mamas & The Papas (Monday morning, The great arrival, 1966), Otis Redding (Sitting on the dock of the bay, Crystal illusions, 1969) o My favorite things (John Coltrane, Sérgio Mendes favorite things, 1968). Pero si hubo un artista del pop-rock que inspiraba al músico carioca fue el grupo británico The Beatles.

Prueba de ello es el quinto LP de Sérgio Mendes & Brasil ’66 -el décimo segundo de su discografía total-, titulado Fool on the hill (1968), que contiene una versión alucinante de esa canción que lanzaran un año antes los hijos ilustres de Liverpool en su disco Magical Mystery Tour. Paul McCartney, compositor del tema, le envió una nota de agradecimiento a Mendes por el simpático arreglo. Otros himnos beatlescos que recibieron el tratamiento de Mendes y su conjunto fueron With a little help from my friends (Look around, 1967), Day tripper (Herb Alpert presents Sérgio Mendes & Brasil ’66, 1966) y Norwegian wood (Ye-Me-Lé, 1969). En todos los casos, los conocimientos musicales de Mendes le permitieron darle un girooriginal a cada tema sin caer en la extravagancia desmedida o la predictibilidad de una fusión débil.

Entre 1969 y 1970 hubo dos grandes modificaciones en la banda. Por un lado, cambió de nombre a Brasil ’77, una proyección hacia la década que recién comenzaba. Y por el otro, tuvo que superar la deserción de Lani Hall, su vocalista principal, quien le fue arrebatada del grupo por su amigo Herb Alpert, algo que al comienzo no le gustó mucho -de hecho, en 1973, Alpert y Hall se casaron-. Lani Hall (78) se hizo conocida para el público latino en los ochenta, con una serie de duetos con estrellas de la balada en nuestro idioma como De repente el amor con el brasileño Roberto Carlos y Un amor así con el portorriqueño José Feliciano (Es fácil amar, 1985), junto al mexicano José José (1948-2019) registró el éxito Te quiero así (Lani, 1982) y, especialmente, Corazón encadenado, acompañando al español Camilo Sesto (1946-2019), una de las canciones románticas más populares de 1984, de su LP Lani Hall. Su lugar en Brasil ’77 fue cubierto por Gracinha Leporace, esposa y compañera de Sérgio Mendes, desde 1969 hasta el final de sus días.

Sérgio Mendes & Brasil ’77 también tuvo momentos de puro brillo musical como los discos Sérgio Mendes (1975, que incluye otro cover de los Beatles, Here comes the sun), el ecléctico Stillness (1970, con covers de Gilberto Gil, Buffalo Springfield y Joni Mitchell) y el experimental Primal roots (1972). En este álbum destaca un temainstrumental, Promise of a fisherman (Promessa de pescador), recuperado de la década de los años treinta, escrito por Dorival Caymmi (1914-2008), legendario cantautor de Bahía, con un sonido misterioso y tribal que se alejaba momentáneamente del estilo pop que lo caracterizaba hasta entonces. Del mismo modo, la suite The circle game (Jogo de roda), una composición de Edu Lobo y Ruy Guerra que supera los dieciocho minutos, permite ampliar las posibilidades expresivas de su conjunto, con voces, percusiones y ritmos oriundos del Brasil a cargo de sus compatriotas Flora Purim y Airto Moreira (integrantes de Return To Forever).

Para 1977, Sérgio Mendes trabajó en el que sería probablemente su último gran trabajo de esa década, la banda sonora del documental Le Roi Pelé (François Reichenbach, Francia) dedicado a la vida de Edson Arantes do Nascimento, “El Rey del Fútbol” (1940-2022). En esta producción, en la que Mendes se rodeó de extraordinarios músicos como su compatriota Oscar Castro-Neves, el saxofonista de jazz Gerry Mulligan, el baterista Jim Keltner, famoso por trabajar con astros del rock como Joe Cocker, John Lennon, George Harrison, entre otros, o el percusionista de la banda Chicago, Laudir de Oliveira, también brasileño, lo más saltante es la participación del mismo Pelé, como compositor y cantante de dos temas, Meu mundo é uma bola y Cidade grande. Por supuesto, Pelé ya había mostrado anteriormente su talento musical, en los singles que grabó en 1970 con la cantante Elis Regina (1945-1982), Perdão, não tem y Vexamão, y volvió a hacerlo con otras canciones en años posteriores.

En los años ochenta, el artista volvió a reinventarse, ingresando al mercado del soft-rock y la música adulto-contemporánea con álbumes como Sérgio Mendes (1983) y Confetti (1984), con la participación de los mejores músicos de sesión de la época como Jeff Porcaro (batería), Peter Wolf (teclados), Michael Sembello (guitarra), Nathan Watts (bajo), entre otros. La balada Never gonna let you go, cantada por el dúo Joe Pizzulo y Leeza Miller, de alta rotación en radios de todo el mundo; y el tema usado como himno de las Olimpiadas Los Angeles 1984, fueron dos de sus mayores logros artísticos en esos años.

Cuando uno escucha Olympia -también con la poderosa voz de Pizzulo-, la inspiradora composición de Barry Mann y Cynthia Weil y ve su recordado videoclip en que se evoca el espíritu deportivo y la ilusión que podía despertar en niños y adultos, y la compara con las paparruchadas que hoy utilizan para eventos deportivos similares, nuevamente aparece esa estupefaciente sensación de derrota ante la grisura de las múltiples vulgaridades que actualmente las masas consideran “elegante” o “cool”. Su último éxito masivo llegaría con el tema Magalenha, batucada escrita por Carlinhos Brown, incluida enBrasileiro (1992), su trigésimo sexto álbum, en el que se reencontró además con los ritmos de su país, con participaciones estelares como el guitarrista João Bosco y el inclasificable multi-instrumentista e investigador Hermeto Pascoal.

Mendes se convirtió, durante el Siglo XXI, en una figura reverenciada a ambos lados del espectro musical. Desde compatriotas suyos como Milton Nascimento o Gilberto Gil, camaradas en la difusión de la cultura del Brasil desde distintos géneros; hasta estrellas del pop como The Black Eyed Peas o Justin Timberlake, han trabajado con él en distintos momentos. En el documental In the key of joy (HBO, 2020), aparecen varios personajes de la industria discográfica reconociendo su talento e influencia a lo largo de cinco décadas. En el CD Timeless (2006), Mendes reactivó su presencia en el panorama musical, actualizando sus éxitos del pasado con ritmos modernos como hip-hop, música electrónica y hasta reggaetón. Real in Rio, tema central de la película animada Rio (2012), obtuvo una nominación al Oscar.  

Sérgio Mendes se encargó de internacionalizar el bossa nova y la samba con una lectura fresca y colorida de sus ritmos y significados. A diferencia de Jobim, que mantuvo la identidad de la MPB aferrado a sus formas básicas o de los revolucionarios tropicalistas como Caetano Veloso, Gilberto Gil o Chico Buarque, Mendes le agregó glamour y cosmopolitismo a su folklore. Aunque en algún momento se le catalogó de superficial y de producir “música para ascensores”, a la distancia uno reescucha sus álbumes y refuerza el asombro de ver cuán bajo han caído las capacidades apreciativas y los gustos musicales de las masas en el mundo entero.

Tags:

Bossa Nova, MPB, Olimpiadas, Sérgio Mendes, Soft-Pop

[Música Maestro] El anuncio del retorno a los escenarios de Oasis, la banda británica que se convirtió en un fenómeno sociocultural entre 1994 y 1996, para luego establecerse como una de las agrupaciones más importantes del britpop con cuna en Manchester, alborotó para bien y para mal al cotarro rockero que ya comenzó a comer ansias sobre las fechas que vienen programándose para julio y agosto del 2025 en diversas ciudades del Reino Unido.

De inmediato circularon notas celebrando este regreso, denominándolo el acontecimiento musical más importante de los últimos tiempos. En redes sociales, en cambio, el ingenio de los cibernautas expertos en memes también se activó con páginas que daban recomendaciones sobre cómo recuperar el dinero pagado por las entradas cuando se cancelen los conciertos y una supuesta filtración de los primeros ensayos del grupo que mostraba a dos personas liándose a puñetazos en medio de la calle.

Ocurre que, en los predios de la crítica especializada y en círculos demelómanos empedernidos, para nadie es un secreto que la relación entre Noel (57) y Liam Gallagher (52) es de todo menos cordial. Sus mediáticas peleas y agresiones verbales, muchas veces delante del público, se hicieron incluso más legendarias que sus triunfos comerciales, una sucesión de exitosos álbumes que se convirtieron en clásicos de los años noventa, gracias a su imagen de juvenil rebeldíaoptimista aunque algo cínica- y un sonido accesible, aspectos ligados al rock clásico del que se nutrían -especialmente los Beatles y sus derivados-, opuestos a la desolación depresiva y las disonancias sónicas del grunge norteamericano.  

Con motivo de ello, y aprovechando que hace unos días, para ser precisos el pasado 5 de septiembre, se celebró en algunas ciudades el Día Mundial del Hermano (¿?), me animé a hacer un recuento de aquellas bandas con presencia de dos o más integrantes de la misma familia, en distintas épocas y géneros musicales.

NOTA: Si haces click en cada artista, verás una de sus canciones

El primer caso que viene a la mente es el de los hermanos Ray (80) y Dave Davies (77), líderes de The Kinks, una de las bandas más importantes de la Invasión Británica, detrás de los Beatles y los Rolling Stones. Conocidos por pasar largas temporadas sin hablarse, incluso estando en medio de grabaciones o giras, los Davies disolvieron oficialmente la banda en 1997. Desde entonces, los intentos por reunirse se han frustrado, tanto por temas de salud -Dave tuvo un infarto en el 2004- como por los problemas y discusiones entre ambos por diferencias musicales y artísticas.

Una historia aun más explosiva fue protagonizada por Don y Phil Everly, The Everly Brothers, de enorme influencia en los primeros años del rock and roll. Conocidos por su imagen amable, cándida y unida, sorprendieron a su público en 1973 con una intensa pelea sobre el escenario que terminó con Phil lanzando su guitarra acústica al piso mientras un alcoholizado Don trató de sobrellevar el concierto, cantando solo. Aquel pleito era, sin embargo, la punta del iceberg de una serie de problemas que persiguió a los hermanos -fallecidos en 2021 y 2014, respectivamente- y que marcó sus carreras antes y después de aquel incidente.

Un caso similar es el de Chris (57) y Rich Robinson (55), voz y guitarra de The Black Crowes. El notable grupo de blues-rock tuvo una serie de altibajos que los llevó a la separación en el 2015, año en que los Robinson dejaron de dirigirse la palabra, una situación que se corrigió en el 2019 con un anunciado retorno que generó muchísima expectativa entre sus seguidores. También en esa década vimos surgir a famosas bandas con dos hermanos en su formación como por ejemplo los ingleses RadioheadJonny y Colin Greenwood (guitarra, bajo)-, los australianos The CranberriesMike y Noel Hogan (bajo, guitarra), Collective SoulEd y Dean Roland (voz, guitarras)– y Stone Temple PilotsDean y Robert DeLeo (guitarra, bajo), ambos de Estados Unidos.

El rock clásico es pródigo en esta clase de grupos, la mayoría de los cuales llevaron la fiesta bastante en paz, sin que eso signifique que estuviesen exentos de problemas. Desde Canadá conocimos a los Bachman-Turner Overdrive, con Tim, Robbie y Randy Bachman, que surgieron en 1973 tras la salida del último de The Guess Who y se separaron por discusiones económicas e intereses musicales diferentes. The Allman Brothers Band por su parte, mantuvo su nombre aun cuando uno de sus miembros, el guitarrista Duane Allman(1946-1971), falleció cuatro años después de haber fundado la banda con su hermano, el cantante y tecladista Gregg (1947-2017). A través de los años, el grupo conservó esa aura de colectivo familiar, la misma que se ha extendido a la segunda generación de sus principales integrantes, en el proyecto The Allman Betts Band. Otro ejemplo, menos conocido, es el de Edgar y Steve Broughton, guitarra y batería de la setentera The Edgar Broughton Band.

Y si se trata de colectivos familiares, tenemos a instituciones de la música de todos los tiempos como el trío australiano de Barry (78), Robin (1949-2012) y Maurice Gibb (1949-2003), los eternos Bee Gees; el dúo Carpenters, Karen (1950-1983) y Richard (77); o los también norteamericanos The Beach Boys, quinteto en el que alternaron Brian (82), Carl (1946-1998) y Dennis Wilson (1944-1983). Cada una de estas entidades artístico-familiares dejaron imborrableshuellas en el panorama de la música popular. Y se llevaron casi siempre bien, aunque ninguna estuvo 100% libre de conflictosinternos debido a adicciones, enfermedades y malos tratos entre sus integrantes.

Otro caso de hermanos rivales se dio a finales de los ochenta, en una de las bandas pioneras de lo que hoy todos conocemos como indie-rock. Me refiero a los escoceses The Jesus & Mary Chain, quinteto liderado por Jim (62) y William Reid (65), quienes podrían haber terminado presos por las incontables veces que se pelearon a gritos y golpes frente a su enfervorizado público. A pesar de las tensiones permanentes entre ambos, el grupo mantuvo una carrera medianamente estable, gracias a esa impredecible y cambiante dinámica, hasta 1998.

En las arenas de lo independiente, podemos mencionar a grupos como CocoRosie, de Sierra y Bianca Casady, lideresas del indie-popfeminista; los estridentes suecos The Hives, con Per y Niklas Almqvistcomo cabezas de serie; el dúo canadiense de música electrónica Boards Of CanadaMichael y Marcus Sandison-; el trío judío-norteamericano de pop acústico Haim integrado por las hermanas Alana, Danielle y Este Haim; y los también canadienses Arcade Fire, que estuvo durante veinte años liderado por Win y Will Butler, con este último abriéndose en el 2021 para perseguir sus propios proyectos.

Si hablamos de hard-rock, no podemos hacerlo sin mencionar a Van Halen y Ac/Dc. Eddie (guitarra, 1955-2020) y Alex Van Halen(batería, 71), nacidos en Holanda, pero llegados a los Estados Unidos durante su adolescencia, marcaron época por su increíble destreza como instrumentistas y por llevar siempre con mano férrea todos los negocios y caminos artísticos de su grupo. En cuanto a la locomotora australiana de blues-rock, las electrizantes guitarras de Angus (69) y Malcolm Young (1953-2017) fueron ejemplo de unidad fraterna cuatro décadas. En ambos casos, tras los fallecimientos de Eddie y Malcolm, siguieron adelante con sus descendientes -Wolfgang Van Halen, hijo de Eddie; Stevie Yong, sobrino de Malcolm- recordando también el caso de los británicos Led Zeppelin, que regresaron en el 2007 con el hijo de John Bonham, Jason, como baterista.

El rock de los ochenta no puede entenderse sin pensar en los Porcaro -Jeff (1954-1992), Mike (1955-2015) y Steve (67)-, de Toto, eximios músicos que nos dejaron grabaciones orientadas al público convencional sin comprometer su elegante calidad y filo rockero/jazzero. En la otra orilla, la experimental y arriesgada -no menos importante, por cierto- tenemos a los extravagantes Devo, integrado por dos parejas de hermanos, Gerald y Bob Casale (bajo, guitarra, voces), y Bob y Mark Mothersbaugh (teclados, guitarras, voces). Entre los británicos ochenteros, recordamos también a The Psychedelic Furs (Tim y Richard Butler, bajo y voz), con su onda post-punk; y los sofisticados Spandau Ballet (Gary y Martin Kemp, teclados y bajo), Otros australianos, el sexteto INXS, tuvo como base a Andrew, Jon y Tim Farriss, cuya sana relación familiar mantuvo a flote al grupo incluso después del lamentable suicidio de Michael Hutchence (1960-1997), aunque con poca suerte en el intento de reemplazar a tan carismático vocalista.

El heavy metal también ha aportado lo suyo. Desde los alemanes Scorpions, de sonido vertiginoso y accesible, que tuvo en sus filas entre 1969 y 1979 a los guitarristas Rudolph (76) y Michael Schenker(69) –“mi hermano mayor es un “bully” (abusivo). Y yo no soporto a los bullies” llegó a declarar el genial guitarrista antes de retirarse a hacer su propio camino- hasta los brasileños Max (55) e Igor Cavalera(54) de la banda de thrash Sepultura -hoy reciclados en Cavalera Conspiracy-, que se separaron por agrios desencuentros sobrederechos de autor y regalías después del influyente álbum Roots (1996), hay varios casos de hermanos que prolongaron su vida casera en la ruta del rock duro.

Por ejemplo, podemos mencionar a los iconos del metal cristiano, Stryper -Michael (61, voz y guitarra) y Robert Sweet (64, batería)-; la banda de Dimebag Darrell (1966-2004) y Vinnie Paul (1964-2018), Pantera, amos del groove metal; o dos legendarias bandas de géneros extremos como los norteamericanos Deicide, con sus guitarristas fundadores Eric y Brian Hoffman; y los polacos Decapitated, liderados por Wacław y Witold Kiełtyka (guitarra y batería). O podemos citar el caso de otros Gallagher, John y Mark, de Raven, grupo británico de culto que viene rodando desde hace más de 45 años. O los franceses Gojira, recientemente célebres por su participación en la inauguración de los Juegos Olímpicos de París. El guitarrista/cantante Joe Duplantier y su hermano Mario, baterista, fundaron este quinteto de death metal melódico que publicó su álbum debut en el 2001.

Los gemelos Chuck (75) y John Panozzo (1948-1996), la sección rítmica de Styx, fueron fundamentales en el sonido de este quinteto de prog-rock en su época más exitosa, entre 1975 y 1984. No podemos pasar por alto, en este estilo, el trabajo de Gentle Giant, con los multi-instrumentistas y cantantes Derek, Phil y Ray Shulman organizando esas complejas composiciones que tenían de jazz, música barroca/celta y power-rock. Por su parte, los inclasificables Cardiacs tuvieron en los hermanos Jim y Tim Smith a los conductores de este combo londinense que pasó por todos los géneros posibles, desde el progresivo y la psicodelia hasta el post-punk, la electrónica y el jazz.

Heart, otra institución del rock clásico, con Ann (74) y Nancy Wilson (70) al frente, sigue rockeando con admirable vitalidad tras cincuenta años de trayectoria. Del mismo modo, aunque con menor difusión, las hermanas June y Jean Millington lideraron un cuarteto guitarrero femenino, Fanny, que inspiró a toda una comunidad de rockeras mujeres, desde The Runaways hasta The Bangles, banda de pop-rock revisionista de la onda Beatles/Byrds que tenía a Debbi y Vicky Peterson en guitarra y batería.

Y si seguimos explorando, encontraremos a Maggie, Terry y Suzzy Roche, de The Roches; Emily Strayer y Martie Maguire –ambas usando sus apellidos de casadas-, fundadoras de The Dixie Chicks(hoy simplemente The Chicks); o Andrea, Caroline, Sharon y JimCorr (The Corrs), agrupaciones que cultivan diferentes vertientes de la fusión del folk con el country y el pop. O a Kim y Kelley Deal, de The Breeders, interesante banda de rock alternativo, cuyas adicciones les ocasionaron más de una pelea, aunque siempre primó la química tan especial y característica que genera irrompibles conexiones, desde emocionales hasta psíquicas, cuando se trata de hermanos gemelos.

Earth Wind & Fire, reconocida agrupación de soul, R&B y funk, estuvo liderada por los medios hermanos Maurice (1941-2016) y Verdine White (73). En el mismo estilo, Sly & The Family Stone -Sylvester, Freddie y Rose Stewart-; Kool & The Gang -Ronald y Robert “Kool” Bell- y por supuesto no podemos olvidar a los colectivos de hermanos, como los Isley, los Neville, las Pointer o TheJackson 5, cantera de la que surgió un niño prodigio, Michael Jackson (1958-2009). Por su parte The Replacements -Bob y Tommy Stinson-, Bad Brains -Paul y Earl Hudson- y The Stooges -Scott y Ron Asheton- representan al punk en este listado. Y en el reggae, Ali y Robin Campbell dirigieron Ub40 hasta que las horribles tensiones entre ambos provocaron la salida del primero en el 2008 después de 30 años de exitosa carrera; mientras que Aston y Carlton Barrettfueron la sección rítmica de los Wailers de Bob Marley, inamovible entre 1970 y 1981.

La interacción entre hermanos suele dar una dinámica particular a todas estas bandas, a pesar de que en la mayoría de casos, los problemas hayan sido finalmente más fuertes que el intenso lazo sanguíneo que los une. Por ejemplo, Tom (1941-1990) y John Fogerty(79), de Creedence Clearwater Revival, terminaron enredados en fríostribunales y solo la enfermedad del primero logró acercarlos tras años de resentimiento. O como ocurre con Kings Of Leon, banda formada en 1999 por tres hermanos y un primo, Caleb, Jared, Nathan y Matthew Followill, que suelen pelearse constantemente entre ellos, en especial los dos primeros; todo lo opuesto a la armonía que reflejabanlos Osmonds, siete hermanos que surgieron como estrellas infantiles a fines de los sesenta y estuvieron vigentes hasta hace muy poco, con Donny (65) y Marie (64), haciendo largas temporadas de conciertos en Las Vegas.

Como vemos, por mucho que así lo crean sus fanáticos más fieles, los Oasis no fueron los únicos hermanos en el rock ni mucho menos. Y tampoco tienen exclusividad en aquello de llevarse pésimo. Y eso que no hemos cubierto los casos del jazz o la música en español, que darían para una columna entera. Porque, aunque también han sabido demostrarse profunda armonía, respeto y cariño fraterno, algunos hermanos realmente llegaron a extremos en eso de pelearse a cada rato, sin que les importe mucho poner en riesgo la estabilidad de susbandas.

Tags:

#Rock, Hermanos, Música popular, Oasis, pop-rock, The Kinks, Van Halen

[Música Maestro] A lo largo de nuestras vidas, aprendemos de memoria algunas canciones que no tienen nada que ver con lo que escuchamos en la radio o en la televisión. Son melodías que, de una u otra manera, nos conectan con aspectos específicos de nuestra sensibilidad más íntima y, sin importar la etapa en la que nos encontremos -adolescencia palomilla/rebelde, juventud estudiosa/alienada, adultez (ir)responsable, ancianidad- basta con que sintamos sus primeros acordes para que, en cuestión de segundos, aparezcan imágenes del pasado, sentimientos y emociones que no forman parte de nuestra vida diaria.

La memoria humana, ese mecanismo fascinante, se nutre de una diversidad de estímulos que impactan directamente en nuestros sentidos -olores, sabores, texturas, imágenes, sonidos- y emociones -alegría, tristeza, ilusión, miedo, etc.- de una manera entrecruzada y compleja, que ninguna unidad de almacenamiento digital es capaz de igualar. A través de esa conexión mental y emocional, esas primeras composiciones ingresan a nuestro sistema y se quedan para siempre, en especial las relacionadas a aquellas experiencias que determinan los momentos iniciales de la construcción de nuestras personalidades.

Esas melodías primigenias son, por supuesto, los himnos. Definidos escuetamente por el Diccionario de la Real Academia Española como “composiciones musicales emblemáticas de una colectividad, que las identifica y que une entre sí a quienes las interpretan, que sirven para exaltar a una persona, celebrar una victoria u otro suceso memorable, expresar júbilo o entusiasmo”, los himnos aportan una de serie de aprendizajes múltiples que van del contacto con formas e instrumentos musicales de otras épocas a la experimentación de emociones como la identidad comunitaria y el sentido de pertenencia.

El primer himno que aprendemos es, desde luego, el que identifica a nuestro país de nacimiento. En el caso del Perú, la composición de 1821 de José Bernardo Alcedo (música) y José de la Torre Ugarte (letra) es el primer contacto sonoro que tenemos con la idea de amor a la patria y sus símbolos. Aun cuando no entendiéramos mucho sus versos, todos cantábamos a grito pelado el Himno Nacional del Perú en los patios de nuestros colegios o cada vez que la televisión transmitía los partidos de la selección de fútbol. Y también, cómo no, en todas las actividades relacionadas a las Fiestas Patrias, cada julio.

Como no tengo hijos, ignoro cómo será en estos tiempos tan pobres en cuanto a la formación de la memoria auditiva de los más pequeños. Pero, en mis épocas, algunos colegios enseñaban incluso la letra de la Marcha de Banderas que escribió en 1895, a pedido del presidente Nicolás de Piérola (1839-1913), el compositor y saxofonista filipino José Sabas Libornio (1858-1915). Y luego llegaban las solemnes canciones de iglesia. Cada domingo, esos salmos cantados y esas adaptaciones de canciones populares con letras que hablaban de la Santa Trinidad y sus diversos elementos, dogmas y personajes ingresaban a nuestro repertorio personal y fijaban, por repetición, su lugar en nuestras memorias, del cual resurgen como por arte de magia apenas suenan sus primeras notas, aun cuando hayamos perdido hace tiempo el hábito de ir a la iglesia.

Dependiendo de las actividades a las que se dedica un individuo durante su crecimiento, puede aprender varios himnos. Por ejemplo, para quienes decidieron hacer carrera en la Policía o las Fuerzas Armadas, en cualquiera de sus divisiones/armas, memorizar sus correspondientes loas musicalizadas es tarea obligatoria. En otros casos, los himnos pueden provenir de una colorida diversidad de instituciones, desde los Boy Scouts hasta equipos de fútbol, tunas, clubes departamentales o regionales, sectas religiosas, hermandades y partidos políticos, colegios profesionales y asociaciones civiles. Pero de todos esos no hay ninguno que posea mayor carga nostálgica y emotiva que los himnos escolares, por lo menos para aquellas personas que, como quien esto escribe, han pasado toda su formación básica en una sola institución educativa.

Para quienes fuimos adolescentes entre 1986 y 1990, en Lima, durante el primer alanato y sus desastres económicos y políticos, la época colegial ofrece recuerdos ambiguos. Por un lado, está la absoluta sensación de libertad al no tener más responsabilidades que las de hacer las tareas, comer toda tu comida y llegar a tiempo para jugar con tus amigos o ver tu programa favorito en la televisión local de cuatro canales. Y, por el otro, la incertidumbre provocada por la crisis económica de nuestras casas, el temor a las levas y los atentados terroristas con sus apagones y crípticos ajusticiamientos y, en el caso de quienes estudiábamos en el sector público, las constantes huelgas que extendían hasta el aburrimiento los recreos con esos recesos provocados por un sindicalismo que no entendíamos del todo bien.

Hace una semana, el sábado 24 de agosto, fue el aniversario 77 del Bartolomé Herrera, escuela pública fundada en 1947 durante el gobierno de José Luis Bustamante y Rivero (1945-1948), en la Av. Brasil y que pasó a su local definitivo, en la cuadra once de la sanmiguelina Av. La Marina, cinco años después, cuando fue incluida en el programa de ampliaciones durante el ochenio de Manuel A. Odría (1948-1956), convirtiéndose así en Gran Unidad Escolar (G.U.E.), denominación que mantuvo hasta que el segundo alanato, con más desastres y corruptelas, la convirtió en Institución Educativa Emblemática (I.E.E.), pomposo nombre para justificar un plan de necesarias remodelaciones que fueron coartada de múltiples irregularidades, en su momento investigadas y difundidas profundamente por todos los medios de comunicación. Y, como cada año, la asociación de ex alumnos organizó un almuerzo de camaradería para celebrar el cumpleaños de nuestro entrañable colegio, el Bartolo.

Organizadas por años, las promociones se van reencontrando en medio de risotadas, abrazos y fotos grupales en el amplio patio donde cada lunes hacíamos fila de uno para cantar el himno del colegio. Con el paso de las horas, es difícil escuchar a la orquesta de herrerianos que, sobre el escenario, demuestran enorme destreza para la salsa. En realidad, suenan mucho mejor que las destartaladas orquestas del Callao que destruyen los oídos con sus metales destemplados y sus desafinadísimos coros. De repente, dos notas de trompeta anuncian lo que todos esos señores, con vidas e intereses diferentes, de generaciones distintas, reconocemos de inmediato. Todos nos callamos y nos ponemos de pie. 

“Viril impulso, canción de forja, el herreriano paso escuchad…” dice el verso inicial del himno del Bartolomé Herrera, escrito a mediados de la década de los años cincuenta por José Antonio Lora Olivares (1904-1968), profesor de música y violinista chiclayano durante la gestión del educador Jorge Castro Harrison, quien fuera el primer director del colegio en su etapa de Gran Unidad Escolar. Lora Olivares era hermano menor de un personaje ilustre de la literatura norteña, el poeta y periodista Juan José Lora Olivares, integrante del legendario Grupo Norte, colectivo de intelectuales vanguardistas que incluyó, entre otros, al filósofo Antenor Orrego, al pintor Macedonio de la Torre, al poeta César Vallejo y al político Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador del APRA.

Como todas las composiciones de esta naturaleza, se trata de una marcha de estilo militar que contagia entusiasmo y une a la congregación de individuos que la comparten en una catarsis que tiene de orgullo, nostalgia e inocultables deseos de volver a ser niños. Porque, siendo objetivos, los grandes conceptos que contienen generalmente las letras de estos himnos no son necesariamente los que mueven nuestra vida diaria, marcada por el cinismo de la adultez, las responsabilidades, los problemas. Pero esa colección de palabras e ideas positivas adquiere de inmediato un valor especial porque nos hace retroceder en el tiempo, hasta aquella época en que eran cantadas por un coro infantil y adolescente de voces agudas, más atentas a la hora del recreo que al cumplimiento de los mandatos imperativos de grandilocuentes frases que ponen por delante la disciplina, el amor por el estudio y por la patria.

La introducción del Himno Herreriano es una llamada desde la trompeta, que lanza un intervalo de dos tonos y medio en la escala de Fa mayor (Fa) y La sostenido (La#) que se resuelve nuevamente con un Fa mayor en la siguiente octava, da paso al coro y luego prosiguen dos estrofas escritas con una elegante pero sencilla pretensión poética. En líneas generales, todos los himnos se parecen entre sí, por el uso de instrumentaciones portentosas de raigambre europea y letras que tienen como finalidad inflamar los ánimos y generar emociones con esos mensajes que convocan a la defensa de una institución, realzar sus características y filosofías sobre las que basa su funcionamiento y objetivos frente a la comunidad. 

Una curiosidad musical: esas dos notas -Fa mayor y La sostenido- son las mismas que escuchamos en el tradicional toque del minuto de silencio, una melodía simple y sensible denominada Taps que surgió en el siglo XIX, durante la Guerra de Secesión en Estados Unidos (1861-1865), usada comúnmente en ceremonias oficiales, institucionales, deportivas o artísticas masivas para homenajear a personas fallecidas y que, casi cien años después, Jimi Hendrix incorporó en la electrizante interpretación del himno nacional norteamericano, The star-spangled banner (letra de Francis Scott Key, música de John Stafford Smith), que disparó desde su blanca Stratocaster la mañana del 18 de agosto de 1969, en la última jornada del Festival de Woodstock. 

Como he comentado ya en otras oportunidades en este espacio, el Perú no es particularmente cuidadoso en la conservación y sistematización de las obras musicales populares producidas en sus fronteras. Y los himnos escolares no son la excepción. El Himno Herreriano, composición de José Antonio Lora Olivares que identifica a la Institución Educativa Emblemática Bartolomé Herrera, se ha mantenido vigente porque cada promoción del colegio lo ha seguido cantando, en ese mismo patio, todos los lunes desde hace más de setenta años. Como seguramente ocurre con los himnos de miles de otros colegios en el país, si no fuera por la labor anónima de directores y arreglistas de las bandas escolares, profesores de música, alumnos y planas docentes, estas composiciones habrían quedado en el olvido hace mucho. 

Para el almuerzo de camaradería por el 77 aniversario del Bartolo, el sábado pasado, la orquesta de ex alumnos nos sorprendió a todos con un arreglo especial del Himno Herreriano en salsa, casi podría decirse que en latin-jazz, con evoluciones elegantes, solos de percusión y resoluciones muy bien pensadas. Y hace algunos años, un grupo de herrerianos publicó en las redes sociales Facebook y YouTube una simpática versión del himno de nuestro colegio, en ritmo de vals criollo, una demostración de lo que puede llegar a producirse cuando existe un elevado nivel de identificación y cariño por la institución educativa que, con todas sus carencias y altibajos, nos cobijó durante nuestra niñez y adolescencia.

La cultura musical de niños y adolescentes es un importante aspecto dentro de su formación integral que sensibiliza, educa las emociones y amplía las posibilidades de desarrollar la apreciación artística, en el ámbito de lo sonoro. Composiciones orquestales como los himnos escolares cumplen, en ese sentido, una importantísima función exponiendo a los más jóvenes a formas musicales y letras positivas que, al estar ligados a la experiencia escolar, quedarán grabados en sus memorias y servirán de subconsciente contención cuando comiencen a recibir el bombardeo de los géneros populares de moda que solo promueven el aturdimiento y la adicción a ritmos repetitivos y mensajes insulsos. 

[Música Maestro] Una congresista, cuestionada por sus vínculos con organizaciones criminales y poseedora, ella misma, de un estilo matonesco, es rechazada en un bar limeño por su agresiva manera de ejercer la política -si a eso podemos llamar “ejercer la política”. Un gobernador regional, de repentino enriquecimiento y gustos lujosos, pródigo en regalar/prestar joyas a las autoridades para ganar su favor, recibe una andanada de reclamos si apenas se atreve a asomar la nariz por la ventana de su despacho. Una presidenta con más del 90% de desaprobación es enfrentada públicamente y recibe jalones de pelo, empujones y no puede dar el paso por cualquier punto del país sin que los ciudadanos le recuerden, a gritos, lo que piensan por más que ella pretenda que todo va bien con su popularidad. 

Salvo un incidente lamentable e imposible de suscribir -el intento de impactar la cabeza de la mencionada congresista con un vaso de vidrio desde lo alto de un balcón- hay en estas manifestaciones ciudadanas un elemento de ineludible realidad, el hartazgo frente a las acciones cínicas e impunes de quienes detentan el poder. 

Cuando las personas sienten que las herramientas legales o institucionales no funcionan, necesitan inventar maneras de canalizar la frustración ante el maltrato, el ninguneo, la sinvergüencería. Una de ellas es el rechazo espontáneo en espacios públicos, acción a la que los investigadores de la política social en Argentina y España le han creado un nombre: escrache (castellanización de la palabra anglosajona “scratch” que significa literalmente “arañar, rasguñar”). 

A pesar de que el poder político cuenta con toda una batería de defensores, el escrache ocurrido en el conocido bar La Noche de Barranco, la madrugada del pasado domingo 4 de agosto, funcionó como una llamada a la acción -o, como dicen los marketeros huachafos, un “call-to-action”- que generó réplicas en días y lugares distintos -Piura, Ayacucho, Puno- con más ciudadanos ganando confianza en sí mismos y decidiéndose a protestar. 

Hubo una época en que estas llamadas a la acción venían en forma de canciones. Y hay una en especial que, por su claridad y contundencia, merece ser rescatada del olvido e incorporada al lenguaje cotidiano de las personas de bien que estamos ya hartos de tantas faltas de respeto y atropellos a la razón, parafraseando a Enrique Santos Discépolo (1901-1951) y su inolvidable tango Cambalache, de 1934.

Robert Nesta Marley (1945-1981) es reconocido mundialmente como embajador de la música y la cultura de Jamaica, una figura emblemática que funcionaba como gurú espiritual y representante en la tierra de Jah, cuya misión fue todo el tiempo esparcir amor y armonía, en medio de densas humaredas de sagrada ganja y las relajantes melodías del reggae, ese cadencioso género que él y sus cómplices lograron introducir en los ghettos negros de Londres, gracias al apoyo comprometido del productor inglés Chris Blackwell (87), quien los llevó a él y a su banda The Wailers a los estudios de Island Records, sello que había fundado en 1959.

Las canciones de Marley tienen, en su inmensa mayoría, letras amables y positivas, que ensalzan valores como la solidaridad, la libertad, la ilusión romántica y el desapego a las cosas materiales, una filosofía impregnada de su devoción y práctica del rastafarianismo, religión cuyos orígenes se remontan a las primeras décadas del siglo XX, cuando las poblaciones negras jamaiquinas que aun pugnaban por conseguir su liberación -Jamaica fue colonia británica por más de 300 años entre 1655 y 1962-, abrazaron los ideales panafricanistas que llegaban desde el reinado de Haile Selassie (1892-1975), emperador de Etiopía, gracias al trabajo de varios activistas locales, entre los que destacó el sindicalista Marcus Garvey (1887-1940).

Pienso, por ejemplo, en Three little birds, con ese coro que antecede en casi una década al Don’t worry be happy de Bobby McFerrin (1987), canción que sirve de consuelo ante situaciones difíciles; los himnos románticos Is this love, One love, Satisfy my soul o Waiting in vain -de álbumes postreros como Exodus (1977) y Kaya (1978); o en esa suave tonada que es sensible alegato por la soberanía y la libertad, a la autonomía de pensamiento y el respeto a la vida humana que es Redemption song (Uprising, 1980). En todas estas canciones, Marley impone su punto de vista conciliador y reflexivo, apelando a la recuperación del sentido de lo humano con fuertes dosis de ternura, sin dejar de mostrarse como un pensador popular y firme, capaz de defenderse si la situación lo merece.

Pero el aura sacerdotal/chamánica de Marley también conoció su límite. Fue después de un viaje a Haití, a inicios de los setenta, que lo dejó conmovido no solo por la pobreza extrema sino también por el talante dictatorial de sus autoridades, por lo que comenzó a escribir canciones de tono más rebelde, mostrándole los dientes a los abusos del poder. Para cuando The Wailers -Bob Marley (voz, guitarra), Peter Tosh (guitarra, voz), Neville “Bunny Wailer” Livingston (percusión, voz), Earl Lindo (teclados) y los hermanos Aston y Carlton Barrett (bajo y batería)- entraron a los estudios Harry J. de Kingston a grabar su sexto álbum, ya tenían listo un repertorio de composiciones originales que son, de lejos, las más militantes de su catálogo.

El disco Burnin’ se grabó durante la primavera de 1973 entre Londres y Kingston y es la última producción de la formación de The Wailers que incluye a Marley, Tosh y Livingston, juntos desde 1965, durante su primer periodo como grupo local de R&B, reggae y ska. Tras el impacto del álbum anterior, Catch a fire (1971) -el primero bajo la tutela de Blackwell- la industria musical en Inglaterra esperaba con ansias las nuevas canciones del predicador jamaiquino y su afinado conjunto. Y lo que recibió se convirtió de inmediato en un clásico de la canción protesta. 

Get up, stand up abre el álbum y establece el tono de manera categórica e irrefutable. Pero también otras canciones son de índole combativo como, por ejemplo, Duppy conqueror, Small axe o Burnin’ and lootin’. Por cierto, Burnin’ también incluye otro de los éxitos inmortales de Bob Marley & The Wailers, I shot the sheriff -que ingresó al canon rockero gracias a la versión que grabara Eric Clapton en su segundo álbum como solista, 461 Ocean Boulevard (1974)-, cuya letra alude a la represión policial y el hostigamiento que pueden llevar a una persona pacífica a cometer un delito en extremo violento. Como se desprende de la letra, el protagonista no niega el hecho y trata de explicarlo diciendo que fue “en defensa propia”. 

Las tres estrofas de Get up, stand up contienen frases de potente vigencia en la coyuntura mundial, aplicables a cualquier país y cualquier época, lo cual la convierte en una pieza de música popular atemporal. Por ejemplo, aquello de “oye predicador, no me digas que el cielo está debajo de la tierra, yo sé que tú no sabes lo que realmente importa en la vida” es un ataque directo a cualquier clase de charlatán -un tele-evangelista, un vendedor de fórmulas para alcanzar el éxito, un candidato/a al congreso o la presidencia- que usa los medios de comunicación para convencer y engañar a las masas. Desde Elon Musk hasta Rafael López Aliaga, a todos les va como anillo al dedo esta aclaración achorada, envuelta en un fondo musical amable, casi podríamos decir que inofensivo, como es el reggae.

Al final de cada estrofa, el cantautor antecede al coro que nos empuja a luchar por nuestros derechos una pregunta cuestionadora, una motivación a usar nuestra inteligencia: “¿Qué vas a hacer ahora que has visto la luz? ¡Levántate y pelea!” Cuando vemos cómo en nuestra cotidianeidad se han entronizado el abuso y la trapacería, que a la mal llamada “clase política” le resulta muy cómodo pasar por encima de la gente y pierde, en el camino, no solo la vergüenza sino también la dignidad -les da lo mismo que se les insulte de mil maneras, ellos siguen llevando adelante sus planes sin que se les mueva un pelo para salirse con la suya- esta clase de canciones deberían formar parte de nuestro discurso más íntimo. Sin embargo, a pesar de los escraches, seguimos dormidos pensando que todo va sobre ruedas.

La frase más significativa de Get up, stand up cierra la tercera y última estrofa, un resumen de lo que olvidan todos los malandrines de cuello-y-corbata que creen que nunca se van a acabar sus fuentes de poder e impunidad: “You can fool some people sometimes but you can’t fool all the people all the time” que literalmente podemos traducir así: “Puedes cojudear a algunas personas por algún tiempo, pero no puedes cojudear a todas las personas todo el tiempo”, algo que deberían escuchar a diario todas nuestras autoridades del sector público y muchísimos personajes del privado. De alguna manera, relaciono este juego de palabras a otro también muy conocido, escrito por Bob Dylan en la parte final de uno de sus himnos generacionales, Like a rolling stone, de su entrañable sexta producción discográfica, Highway 61, revisited (1965), que a la letra dice: “When you ain’t got nothing, you got nothing to lose” (“cuando no tienes nada, no tienes nada que perder”).

De acuerdo con los créditos del álbum Burnin’, Get up, stand up fue escrita a cuatro manos por Bob Marley y Peter Tosh (1944-1987). De hecho, Tosh también la grabó, en su segundo disco en solitario, Equal rights (1977) y la incluyó regularmente en sus repertorios en vivo hasta su trágico asesinato, a manos de dos pistoleros que querían robarle dinero. El mismo año Neville Livingston (1947-2021), el tercer Wailer, también hizo un cover del tema para su segunda aventura como solista, Protest. Mientras que las versiones de Marley y Tosh son muy parecidas, la de Bunny Wailer posee un ritmo un poco más saltarín, sin despegarse por supuesto del espíritu original del reggae que cultivaron e hicieron popular desde sus inicios.

En 1988, Get up, stand up fue la canción escogida para cerrar los conciertos de la gira colectiva Human Rights Now!, organizada por Amnistía Internacional por el cuarenta aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y que reunió sobre el mismo escenario a cinco superestrellas del pop-rock mundial: los norteamericanos Tracy Chapman y Bruce Springsteen, los británicos Sting y Peter Gabriel y el senegalés Youssou N’Dour. El ambicioso tour recorrió países de Europa, Asia, África, Norte, Centro y Sudamérica, ante multitudes que llegaban a superar las 50,000 personas, en ciudades como Los Angeles (EE.UU.), Montreal (Canadá), Abidjan (Costa de Marfil) o Buenos Aires (Argentina). 

En cada visita, los músicos realizaban conferencias de prensa y difundían los postulados de la justicia social, el respeto por los derechos de las minorías y la equitativa distribución de la riqueza, en lo que fue además una continuación del proyecto humanitario Live Aid que habían iniciado, entre 1984 y 1985, los compositores y activistas británicos Midge Ure y Bob Geldof. Como ha quedado demostrado con el tiempo, muchas cosas que se denunciaron en esos años no solo no cambiaron sino que han empeorado a nivel planetario -la corrupción política, la ambición de los multimillonarios y la decadencia del pensamiento crítico que padecemos en el Perú son solo botones de muestra- pero esas denuncias también son testimonio de la disposición que tienen algunos artistas para promover la toma de conciencia entre las masas. 

De esta manera, una generación después de haberse estrenado, Get up, stand up de Bob Marley & The Wailers adquirió vida propia como grito de guerra para aquellos colectivos ochenteros preocupados por defender los derechos humanos. Así como, en nuestro idioma, el clásico de los Quilapayún El pueblo unido jamás será vencido -también de 1973- se posicionó como himno de las calles, la composición de Marley y Tosh fue entonada por públicos de los cinco continentes que asistieron a esas masivas presentaciones. 

El cierre de esa gira fue en el Estadio Monumental de River Plate de la capital argentina y es particularmente emocionante la versión final de Get up, stand up con la que acabaron aquel 15 de octubre de 1988, acompañados de León Gieco y Charly García, quienes habían sido sus teloneros como representantes del país anfitrión. En el 2014, la canción fue incluida en el proyecto multimedia Playing For Change, con la participación de Keith Richards, el guitarrista de blues Keb’ Mo’ y un conglomerado de artistas de países como Jamaica, Zimbabwe, Brasil, Uruguay, Australia. El colorido video en YouTube tiene más de 16 millones de visualizaciones.

Get up, stand up también es el título del musical que se estrenó, en el circuito de teatros del West End de Inglaterra, en el año 2021 y se mantiene en cartelera en la actualidad. Esta canción que todos deberíamos aprendernos de memoria fue, además, la última que Bob Marley interpretó en vivo, con la que cerró el que sería, a la postre, su último concierto, realizado el 23 de septiembre de 1980 en la ciudad norteamericana de Pittsburgh (Pensilvania), una grabación que fue hallada en los archivos del músico en el año 2000 y vio la luz recién el 2011, en un álbum doble titulado Live Forever. 

Bob Marley falleció a los 36 años el 11 de mayo de 1981 en Miami, un hecho que generó múltiples teorías conspirativas acerca de cómo contrajo el melanoma cancerígeno que hizo metástasis por su negativa, por razones religiosas, a someterse a la amputación de la zona afectada (pie derecho). Empero, su legado musical se mantiene vivo gracias a la potencia de mensajes como el de Get up, stand up, pletóricos de vigencia y significado. 

Tags:

Bob Marley, Get up stand up, Reggae

[Música Maestro] A las tres y media de la mañana de un día como hoy, hace 55 años, Sly & The Family Stone alborotó a una multitud de hippies en el festival de Woodstock. Pocos minutos antes, The Kozmic Band Blues había hecho lo propio, con la extraordinaria pero depresiva descarga bluesera de la inolvidable Janis Joplin (1943-1970). En cambio, el septeto iluminó la oscura madrugada de aquel campo neoyorquino con el electrizante positivismo de sus canciones, una mixtura de soul y funk con rock psicodélico que venía sentando las bases para un nuevo capítulo en la forma que tenían los afroamericanos de hacer y entender la música popular.

Quienes han visto el legendario documental que resume los tres días de paz, amor y música de agosto de 1969 saben perfectamente de quién estoy hablando. La frenética versión deI want to take you higher, single de su cuarto LP titulado Stand! -lanzado tres meses antes del festival- que se incluyó en el largometraje dirigido por Michael Wadleigh condensa la intensidad del mensaje de esta banda, pero no bastan para entender su importancia, en términos más amplios. El concierto completo duró poco menos de una hora y fue una catarsis rítmica cargada de significados que mereció ser tan recordada como las actuaciones de Santana o Jimi Hendrix (1942-1970). Sin embargo, por algún motivo, el legado de Sly & The Family Stone quedó encapsulado y reducido a esos diez minutos de algarabía e interacción con el público, liderados por el compositor, arreglista y multi-instrumentista Sylvester Stewart.

Para cuando Sly & The Family Stone llegaron a Woodstock, ya eran un grupo reconocido que venía lanzando discos desde 1966. Los expertos coinciden en que Sly Stone es, junto a James Brown (1933-2006) y George Clinton (Parliament-Funkadelic), una de las columnas vertebrales de la identidad musical afroamericana. Si en el rock y el jazz fueron Jimi Hendrix y Miles Davis (1926-1981) respectivamente, Stone impulsó con su creatividad melódica las ramificaciones del gospel y el R&B hasta convertirlas en parte de la subcultura hippie, haciendo disfrutar a públicos blancos y negros de estas odas a la diversión y la armonía que, poco a poco, fueron adquiriendo más peso ideológico, en un tiempo de diversos activismos que marcaban la agenda diaria en los Estados Unidos.

La visión musical y social de Sylvester “Sly” Stewart fue, sin embargo, varios pasos más allá, dispuesto a hacer que elpúblico que entraba en contacto con sus propuestas reflexione sobre conceptos como la integración interracial y de género, muchas décadas antes de que se convirtieran en supuestas banderas de lo que hoy suele llamarse “progresismo”, término que es, a la vez, peyorativo y vanguardista. Para comenzar, The Family Stone era, literalmente, un colectivo familiar, lo cual le daba un carácter confiable, cálido. Los hermanos Sylvester(voz, teclados, guitarra), Freddie (guitarra) y Rose Stewart (voz, teclados), nacidos en Texas y criados en California, comenzaron a tocar juntos desde niños, bajo el nombre The Four Stewart. Sobre esa base, Sly convocó a los primos Larry Graham (bajo) y Cynthia Robinson (voz, trompeta). Y para completar, dos músicos blancos, el saxofonista Jerry Martini y el baterista Greg Errico.

Entonces tenemos, por un lado, un combo que tenía en su formación estable a dos mujeres, algo inusual para la época. Si bien es cierto eran comunes los tríos vocales femeninos -Diana Ross & The Supremes, Martha & The Vandellas, The Ronettes-, lo común era que, en contextos de bandas lideradas por hombres, ver a las chicas cumpliendo roles secundarios (coros, coreografías, percusiones menores) y no tocando sus propios instrumentos. En ese sentido, Cynthia Robinson y Rose Stone fueron anónimas pioneras de la inclusión en la historia del rock. Y, por el otro lado, la presencia de Errico y Martini le generó más de una crítica a Sly por parte de grupos defensores de los derechos civiles, desde los más moderados hasta radicales como “Las Panteras Negras” que, incluso, llegaron a exigirle que los expulsara de su banda, tanto a ellos como a su manager, David Kapralik (1926-2017).

La discografía de Sly & The Family Stone consta de diez álbumes oficiales en estudio y un LP recopilatorio. En solo tres años, la banda construyó el legado que le dio imperecederoprestigio en el universo del pop-rock de los sesenta, con sonidos anclados en los mejor de la música negra norteamericana y una actitud/aspecto que redondeaba una utopía artística y social. Los álbumes A whole new thing (1967), Dance to the music(1968), Life (1968) y Stand! (1969), contienen todos los elementos que hicieron de este grupo una poderosa e influyente fuerza musical y de movilización de ideas.

A diferencia de las fórmulas repetitivas de James Brown y la dureza conceptual del colectivo P-Funk de George Clinton, los dirigidos por Sly Stone mostraban frescura y plasticidad en el terreno sonoro -el bajo redondo de Larry Graham, la diversidad de recursos en teclados y guitarras tanto de Sly como de su hermano Freddie, los metales bien colocados, las voces múltiples– y una riqueza lírica que le permitían elaborar mensajes profundos sin caer en lo panfletario y siempre con la capacidad de generar una atmósfera vital e inspiradora.

Mientras que los tres primeros álbumes contienen melodías hechas para el disfrute y la liberación a través del baile, como Dance to the music, M’ Lady o Underdog -el primer tema del primer LP, un anticipo de las temáticas sociales que serían más adelante su materia prima, en su cuarta producción discográfica, Stand!, aparece esa orientación hacia los aspectos más sensibles de las relaciones humanas. Composiciones incluidas en este disco como You can make it if you try, Stand!o Everyday people sirven para exponer esas preocupaciones por mantener la armonía, respetar al prójimo y divertirse sin límites ni prejuicios.

Por su parte, Sing a simple song y la mencionada I want to take you higher, cuyo título puede interpretarse de varias maneras, especialmente por la acepción coloquial que tiene el vocablo “high” en inglés -que alude a estar drogado- retoman la intención más relajada de sus inicios. Ese disco también presenta dos adelantos de la onda experimental y de críticas más agudas que desarrollaría en años posteriores.

Uno de ellos es un extenso jam instrumental titulado Sex machine, publicada un año antes del superéxito de James Brown del mismo nombre, que presenta un intenso trabajo de Freddie Stone con el pedal wah-wah y una interacción magnética entre la batería de Greg Errico y el bajo de Larry Graham (además de un solo ultra distorsionado de este último, casi al final). Y la otra es, probablemente, la composición más controvertida de Sly & The Family Stone, Don’t call me nigger, whitey (“No me digas negro, blanquito”) que en su coro incluye la contraparte de esta llamada de atención –“don’t call me whitey, nigger”- que, seguramente, debe haber inspirado a los mexicanos Molotov cuando comenzaron a escribir su éxito de 1999, Frijolero.

Casi un año después del festival de Woodstock, la casa discográfica Epic Records organizó todo para capitalizar el gran impacto que había tenido la banda, a través de la publicación de un LP titulado Greatest Hits, doce canciones de las cuales nueve provenían de los discos previos, con excepción del álbum debut. Además, presentó tres temas que se habían estrenado entre julio y diciembre de 1969 como singles y que, a la larga, se convertirían en clásicos de su repertorio en estudio, Everybody is a star, Hot fun in the summertime y Thank you (Falettinme be mice elf agin), título con una deliberada deformación de las palabras, para reflejar en textos escritos la mala pronunciación que suelen tener las poblaciones de barrios negros pobres. La frase correcta sería “for let me be myself again” que, literalmente significa “por dejarme ser yo mismo de nuevo”.

Con el inicio de la nueva década, las composiciones de Sly dieron un giro de 360 grados, pasando del optimismo abierto a una postura un poco más crítica, con un enfoque algo amargado y cínico, si lo comparamos con sus producciones anteriores.There’s a riot going on (1971), el quinto disco del grupo, encara temas como los derechos civiles y las luchas sociales afroamericanas pero desde un punto de vista desafiante, con canciones como Family affair o Running away que funcionaron como singles, con las letras de cuestionamiento o desilusión hacia lo que se conoció como contracultura. Musicalmente prosigue la senda del soul pero también comienza a introducir baterías programadas, efectos de sonido y un acercamiento al estilo de Parliament Funkadelic, más duro y arriesgado que el de sus primeros discos más relacionados al amable sonido de Earth Wind & Fire.

Para este momento, las profundas adicciones de Sly Stone ya lehabían comenzado a pasar factura. Las fricciones que tenía el compositor y líder con sus compañeros eran constantes y eso generaba diversos niveles de frustración en la estructura interna de la banda. Como recuerda Greg Errico, quien fue el primero en retirarse en 1971, la química existente entre Sly y el resto inició un proceso de deterioro que afectaba el cumplimiento de contratos, las sesiones de grabación y los conciertos, especialmente desde que el cantante decidió mudarse a Los Angeles. Errico desarrolló una muy interesante carrera como baterista con Santana, Weather Report, Tower Of Power, entre muchos otros. Su lugar en The Family Stone fue ocupado por el neoyorquino Andy Newmark, músico de sesión que posteriormente alternó con superestrellas como John Lennon, David Bowie y Roxy Music, solo por mencionar algunos de sus trabajos.

Un año después, en 1972, se produjo la segunda gran deserción en la banda. El bajista Larry Graham tenía tantas discusiones con Sly Stone que era casi imposible hacerlos coincidir en un mismo lugar sin que terminaran peleándose. Después de un concierto, los guardaespaldas de Sly prestaron oídos a un rumor no confirmado de que Graham había contratado a un sicario para eliminar a Stone. Para evitarlo, los matones atacaron a los colaboradores del bajista quien tuvo que huir por la ventana de la habitación que ocupaba con su esposa. Dos años después, Larry Graham -creador de la técnica de slapping muy usada por bajistas como Flea (Red Hot Chili Peppers), Les Claypool (Primus) o Marcus Miller (Miles Davis, David Sanborn), entre otros- lanzó su propia banda, Graham Central Station, jugando con el nombre de la centenaria estación central del metro de New York y su apellido– con la que se mantuvo activo durante el resto de la década.

Entre 1973 y 1976 la banda lanzó tres álbumes más, Fresh(1973), Small talk (1974) y Heard ya missed me, well I’m back(1976), acompañado siempre de sus hermanos Freddie y Rose, así como del saxofonista Martini y la trompetista Cynthia, con quien Sly mantuvo una fugaz relación de la cual nació su primera hija. En estos discos la banda todavía mantiene ese toque mágico, gracias a la musicalidad de Sly, y generó algunos éxitos como If you want me to stay o Loose booty. En medio, un disco en solitario llamado High on you mostró a Sly Stone dispuesto a retomar sus glorias pasadas, con canciones salidas de su inagotable fuente de sonidos y melodías de orgánico funk,soul y R&B, además de ciertos acercamientos a la música disco. El álbum contiene canciones notables como el tema-título, So good to me o el instrumental Green eyed monster girl.

En el año 2009 el mundo quedó estupefacto al enterarse de que el creativo músico, uno de los líderes de la cultura musical afroamericana, vivía desamparado en un asilo. Las complicaciones económicas y de salud asociadas a las drogas más las sucesivas estafas de managers que se las arreglaron para quedarse con sus regalías, lo dejaron en bancarrota. Sin embargo, poco a poco, el músico fue reapareciendo por aquí y por allá. Reportajes, invitaciones fugaces en conciertos, intentos de retomar sus actividades artísticas, documentales como On the Sly: In search of the Family Stone (2017) y hasta un excelente álbum de dúos con importantes colegas como I’m back! Family & Friends (2011) hicieron saber a sus seguidores que Sly Stone aun estaba vivo.

El catálogo de Sly & The Family Stone debe ser uno de los más revisitados por otros artistas, señal inequívoca de su influencia en diversas generaciones. Desde sus pares como George Clinton, Prince o The Jackson Five hasta modernos ensambles de hip hop como A Tribe Called Quest y electrónicos como Fat Boy Slim -que usa la intro de Into my own thing (Life, 1968) en su éxito Weapon of choice, del año 2001, los Red Hot Chili Peppers o los Beastie Boys han usado samplers de sus éxitos. Uno de los covers más conocidos fue el que incluyó Joan Jett & The Blackhearts en su tercer LP Album (1983), del clásico Everyday people (Stand!, 1969). Y el bajista y cantanteargentino Pedro Aznar grabó una versión en español de Stand!en su séptimo álbum como solista, David y Goliath (1995).

La publicación, en octubre del año pasado, de la autobiografía de Sylvester “Sly Stone” Stewart, volvió a poner sobre la mesa una trayectoria brillante que fue sepultada por los excesos y las adicciones. Como ocurrió con Brian Wilson de The Beach Boys o Syd Barrett de Pink Floyd, la estrella de Sly Stone se apagóde manera prematura y definitiva, cayendo en una oscura espiral que lo hizo desaparecer del ojo público durante más de dos décadas. Apoyado por el cronista de The New Yorker Ben Greenman, el libro Thank you (Falettinme be mice elf agin), Sylvester Stewart, actualmente de 81 años, recorre su accidentada vida personal y cuenta con detalle los vericuetos de aquella utopía artística que lideró en los gloriosos años sesenta.

Tags:

Funk, Psicodelia, rock clásico, Sly & The Family Stones, Soul, Woodstock

[Música Maestro] Joaquín Sabina es un caso raro en el pop-rock en nuestro idioma. Debido a su habilidad para la creación de rimas consonantes es normalmente considerado un trovador. De hecho Inventario (1978), su álbum debut, se inscribe en ese rubro, la trova, con un sonido lánguido y arrullador, de guitarra de madera colgada y mirada perdida en el horizonte, mientras elabora reflexiones nacidas de la experiencia, la imaginación o un interesante híbrido entre ambas cosas. Sin embargo, hay en su tono mordaz y cargado de humor negro una abierta dimisión a la etiqueta.

Sabina es uno de los artistas más interesantes y creíbles de la generación intermedia de trovadores-poetas, gracias a una actitud que dejaba de lado los idealismos románticos para mostrarse más realista y consciente de los dobles raseros de la moral convencional. Ese perfil también se nota en los aspectos musicales ya que, a diferencia de sus colegas de la canciónespañola, que orientan sus melodías al jazz y la balada, Sabina mantuvo un decidido ataque rockero, muscular y arrabalero, de guitarras eléctricas, casaca de cuero y rebeldía ilustrada.

Sin embargo, categorizar al cantautor español no es tan fácil ni predecible como parece. En todos los discos que publicó en el periodo comprendido entre 1984 y 1990, Joaquín Martínez Sabina -usa su apellido materno como nombre artístico desde siempre- se encargó de confundirnos a todos con una onda que tenía tanto de la ópera bufa de La Orquesta Mondragón como de la agudeza lírica y el amplio vocabulario de Joan Manuel Serrat.

Baladas acústicas, jugueteos con el jazz y fuertes dosis de pop-rock dieron forma al estilo que todos admiramos y reconocemos como “la primera época” de Sabina. Y para colmo de males, en 1992 comenzó a enriquecer más su paleta sónica incorporando elementos de distintos géneros latinoamericanos, que fusionaba inteligentemente con su propia estética y con influencias del folklore de su país, canturreando rumbas y haciendo dúos con Rocío Dúrcal.

Para cuando apareció su décimo álbum en estudio, Yo, mi, me, contigo (1996) Sabina ya era toda una superestrella de la música popular en Hispanoamérica. Sus dos placas anteriores habían tenido un profundo impacto entre las juventudes universitarias por esa fresca y extraña mezcla de poesía ingeniosa y rebelde rocanrol. No olvidemos que, durante la primera mitad de los noventa, dos canciones de esa época se hicieron las favoritas tanto en cafés y bares bohemios como en karaokes de entretenimiento masivo, además de ser respetuososhomenajes a México y algunas de sus principales figuras culturales.

Por un lado, Y nos dieron las diez (Física y química, 1992), una ranchera; y, por el otro, el brillante rock acústico Por el bulevar de los sueños rotos (Esta boca es mía, 1994), en que Sabina recuerda a varios personajes, desde Diego Rivera (1886-1957) y Frida Kahlo (1907-1954) hasta José Alfredo Jiménez (1926-1973), el célebre compositor de El Rey y, por supuesto, Chavela Vargas (1919-2012), personaje central de esta canción, con quien cultivó una amistad a prueba de balas y de borracheras.

Yo, mi, me, contigo llegó, entonces, en un momento especial para la carrera del compositor y cantante nacido hace 75 años en la ciudad de Úbeda, en la provincia andaluza de Jaén. No solo es su álbum diez, número que llevan en el dorsal los mejores futbolistas del planeta, expresión de calidad y jerarquía. Sino que, además, se trata del último disco de Sabina -en solitario, no estoy considerando aquí Enemigos íntimos(1998), que grabó a dúo con el argentino Fito Páez- en el que podemos apreciar su voz al natural, de timbre rasposo, apagadoy agudo, más agradable que el tono arrugado, roto, que comenzó a exhibir en el extraordinario disco 19 días y 500 noches (1999), el primer anuncio de un paulatino deterioro vocal que se fue acrecentando por sucesivos problemas de salud, aunque jamás llegaron a afectar la calidad de sus letras y esa socarronería que lo hace único entre sus contemporáneos aunque él, como dijo en una reciente entrevista para El País, escribe cada canción pensando en si sería aprobada o no por el poeta y músico Javier Krahe (1944-2015), su camarada de aquellas izquierdas autoexiliadas durante los últimos años de Franco y cómplice de sus primeros vuelos musicales a través del proyecto La Mandrágora (1981).

Muchos expertos en Sabina califican a Yo, mi, me, contigo como “el mejor disco” de su trayectoria. Y se basan para ello en la potencia de las metáforas, retruécanos y creativas frases de canciones como Contigo (balada jazz) o Y sin embargo(bolero), que convocan a una sensibilidad poco convencional. Si en los setenta y ochenta Camilo Sesto (1946-2019) escribió algunas de las canciones románticas más doloridas, cursis e intensas de la historia de la balada en español, en los ochenta y noventa Joaquín Sabina ofreció al público una visión cínica y desprejuiciada, que no se fija en los detalles clásicos de la relación de pareja sino que sale por la tangente con giros situacionales imprevistos, desvergonzados, mirando siempre de reojo temas que parecían grabados en piedra: la fidelidad, el amor eterno, el acartonamiento de la vida de oficinista, todo es puesto de cabeza por el tamiz de este “contante de historias” como él mismo se describió hace varios años.

Pero si estos dos temas, de lejos los más difundidos del álbum, sirvieron para que Sabina mantenga su perfil expectante en las preferencias del gran público, son otras composiciones las que desmarcan a este álbum, lanzado a través del importante sello discográfico Ariola. Pienso, por ejemplo, en el vals Jugar por jugar, con tundete peruano y acordeón afrancesado, casi una banda sonora de carrusel circense; o en la descarga caribeñaPostal de La Habana, con sección de metales y guitarra al estilo Santana.

México se hace presente de nuevo con un divertido corrido,Viridiana; y la rumba flamenca Mi primo El Nano llega con un emocional y divertido retrato biográfico de su amigo y colega Joan Manuel Serrat, “ese alquimista de las emociones que cura las heridas con canciones”. Por si fuera poco, se lanza una escatológica historia de juerga y fracaso nocturno en clave de rap, titulada No sopor…, no sopor. En manos de músicos poco talentosos, un collage así de disparatado podría ser insoportable. Pero, en las manos y voz de Sabina, se convierte en una experiencia musical sumamente entretenida.

Aun cuando el disco es tan variado, Sabina no pierde el filo rockero que lo caracterizó desde sus inicios, como queda demostrado en El capitán de su calle -un tema recurrente en su discografía anterior y posterior, la descripción de personajes irreverentes como en Manual para héroes o canallas (Malas compañías, 1980) o Conductores suicidas (Física y química, 1992), El rocanrol de los idiotas -con brillante armónica y guitarra acústica de doce cuerdas-, Es mentira y Seis de la mañana, con guitarras afiladas que van dibujando contornos perfectos para sus destellantes historias.

Un caso aparte es el de Aves de paso, tema que resume la óptica de Sabina con respecto a las relaciones ocasionales, las múltiples formas en que se puede vivir un “choque-y-fuga” y cómo eso puede pasar de ser un comportamiento ligero, casquivano, para convertirse en fuente de aprendizajes que moldearon su personalidad y hasta bálsamo para sus desengaños. Musicalmente hablando, es un pop-rock fino y contundente, un clásico instantáneo en la línea de, por ejemplo, La del pirata cojo (Física y química, 1992) o Whisky sin soda(Juez y parte, 1985). En el siglo XXI la canción fue interpretada por su compatriota y camarada rockero, Miguel Ríos, en el disco Miguel Ríos y las estrellas del rock latino (2001). Aquí podemos verla en concierto, entonada por ambos íconos de la escena musical hispanoamericana.

Otro de los aspectos que hacen especial a Yo, mi, me, contigo es que se rodeó de un elenco de invitados de lujo para la ocasión. Como base, su banda habitual conformada por Antonio García de Diego (guitarras, teclados, coros), Francisco “Pancho” Varona (guitarras, coros) -coautores y arreglistas de la música en once de los trece temas-, Paco Bastante (bajo), Tino di Geraldo (batería) y Olga Román (coros). Algunos de ellos, como Román, Varona y García de Diego, acompañan a Sabina desde las épocas de Viceversa, nombre del grupo que estuvo a su lado durante el periodo 1985-1989.

Por ejemplo, en Mi primo El Nano aparecen los músicos flamencos Víctor Merlo y Luis Dulzaides, en guitarras y percusiones; en Es mentira canta y toca los teclados el ídolo argentino Charly García; y en el corrido Viridiana hacen locuras vocales Andrés Calamaro, Ariel Rot y Julián Infante, que en ese entonces gozaban de popularidad como Los Rodríguez. Además, Rot compuso la música tanto de Viridiana como de Jugar por jugar. En Postal de La Habana, Sabina es acompañado por una sección de vientos muy rítmica y el cantante canario Caco Senante, de timbre vocal muy similar al de Pablo Milanés; mientras que el francés Manu Chao hace de las suyas en voz, guitarra acústica y bajo en No sopor…, no sopor, casi como un bonus track de su propio álbum Clandestino. Otro tinerfeño, Pedro Guerra, uno de los cantautores más requeridos de la trova española, escribió la música de El capitán de su calle.

Y como si este marco musical no fuese suficiente, están las letras. La capacidad de Sabina para crear imágenes, jugar con las palabras y combinar léxicos coloquiales, giros idiomáticos y refranes con referencias a diversos niveles de la cultura clásica y popular es ilimitada. A diferencia de las insoportables y aburridas cantaletas del guatemalteco Ricardo Arjona, el español se bate a duelo con las palabras, pero no con pretensiones de superioridad ni disforzada bizarría sino con la fluidez y autenticidad de quien hace las cosas por inspiración y no por afán de llamar la atención. A pesar de que sus temas puedan ser repetitivos, Sabina siempre logra dar la vuelta y presentar historias que son, a un tiempo, interesantes y graciosas.

Sabina usa, en todas sus canciones, figuras poéticas como antítesis, anáforas, retruécanos, símiles, hipérboles, metonimias, ironías y paráfrasis que se intersecan con reflexiones -algunas profundas, otras ácidas-, situaciones absurdas y críticas sociales. Y Yo, mi, me, contigo no es la excepción. Referencias a sus influencias poéticas más clásicas como los españoles Francisco de Quevedo (1580-1645), Jorge Manrique (1440-1479) o contemporáneas como Jaime Gil (1929-1990), están siempre allí. Y también están las oscuras golondrinas de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) en Y sin embargo y el París sin aguacero de César Vallejo (1892-1938) en Contigo.

En lo musical, el final de El rocanrol de los idiotas remite a los Beatles, mientras que Charles Aznavour y su clásica Venecia sin ti aparecen en Contigo. Postal de La Habana es literalmente eso, pues por sus estrofas desfilan José Martí, Silvio y Pablo, Benny Moré, Fidel y el Ché Guevara. En Mi primo El Nano confluyen el FC Barcelona, Miguel de Cervantes y el Mediterráneo. En Viridiana aparecen el film de 1929 Un perro andaluz de Luis Buñuel, la ranchera Volver de José Alfredo Jiménez y la Malinche, legendaria colaboradora de Hernán Cortés en la colonización de México. Y en Aves de paso desfilan, al lado de las anónimas “novias de nadie”, mujeres que van desde las bíblicas Salomé y María Magdalena hasta la creación del Marqués de Sade, Justine, la bailarina y espía de guerra Mata Hari, y la diva de Hollywood, Marilyn Monroe.

Y están, por supuesto, sus propias frases, siempre capaces de arrancar una sonrisa, un suspiro o una sorpresa. Por ejemplo, aquello de “bailar es soñar con los pies”, en un contexto musical de vals, revela sensibilidad y dominio de los elementos que escoge para construir sus canciones. De igual manera, las confesiones del impenitente mujeriego en Y sin embargo pueden servir como manual de coartadas para aquellos que desean pasar por alto sus majaderías: “De sobra sabes que eres la primera, que no miento si juro que daría por ti la vida entera. Y sin embargo un rato cada día, ya ves, te engañaría con cualquiera, te cambiaría por cualquiera…” O ese coqueteo filosófico que se esconde en el estribillo de El capitán de su calle, en que el personaje central de la historia “sabía que la verdad desnuda guarda oculta detrás de la corteza el hueso de cereza de una duda”. Fanáticos de los balbuceos de Bad Bunny, Daddy Yankee y Karol G, abstenerse.

Pero si de canciones confesionales se trata, Tan joven y tan viejo que cierra Yo, mi, me, contigo, con música escrita por el trovador cubano Carlos Varela- despunta como la primera de esas en las que Sabina declara estar consciente del paso de los años pero no con nostalgia pasiva sino con la fiereza del zorro viejo que no está dispuesto a jubilarse nunca, algo que hace posteriormente en A mis cuarenta y diez (19 días y 500 noches, 1999) o en Sintiéndolo mucho, que aparece en el documental del mismo nombre sobre su vida, dirigido por su amigo Fernando León de Aranoa. Este tema, hasta el momento su última grabación oficial, recibió el Premio Goya 2023 a “canción más original”.

En Tan joven y tan viejo Sabina, entonces de 47 años, lanza un lapidario desafío a la muerte: Así que, de momento, nada de adiós muchachos, me duermo en los entierros de mi generación. Cada noche me invento, todavía me emborracho, tan joven y tan viejo, like a rolling stone”, referencia directa a Bob Dylan y a la banda de Mick Jagger y Keith Richards, venerables ancianos que se niegan a desaparecer. Como el mismo Sabina que, en la ceremonia de premiación de los Goya, interpretó la canción a dúo con Leiva, un anticipo de lo que será su gira de despedida, Hola y adiós, anunciada para el 2025.

Tags:

Joaquín Sabina, Pop-Rock en español, Trova

[Música Maestro] Cuando apareció la noticia del suicidio de Kurt Cobain, en 1994, yo tenía 20 años y su segundo álbum Nevermind era una de mis escuchas favoritas. En ese tiempo mis preferencias musicales ya estaban orientadas al rock duro pero técnico, desde bandas setenteras como Led Zeppelin, Queen, Thin Lizzy, Black Sabbath hasta el espectro de lo que se conoce de modo genérico como “métal” –con el acento en la “é” por su pronunciación en inglés-, un amplio cajón de sastre en el que entraban desde los melódicos riffs de Poison y Ratt hasta los alaridos infernales de Slayer, Venom o las velocidades de Metallica, Helloween o Iron Maiden. 

A pesar de eso, Nirvana captó mi atención, como también lo habían hecho bandas antecesoras que deslindaban, con su tosco desempeño musical, de todo lo que fuera virtuosismo. Kurt Cobain (voz, guitarra), Krist Novoselic (bajo) y Dave Grohl (batería, coros) recogieron la agresividad de pioneros del hard rock como The Who o The Jimi Hendrix Experience y la fundieron con el nihilismo punk llevando todo varios niveles más abajo a la hora de trasmitir su inconformismo, su angustia ante el futuro, sus ganas de no tener ganas de nada.

Sin embargo, no me convertí en un “viudo de Cobain” cuando decidió quitarse la vida. Mi reacción fue, por supuesto, de sorpresa y pena, que aumentaba en la medida que salían más detalles -su reciente paternidad, sus múltiples afecciones- de los cuales uno se enteraba en la otrora buena Sección C de El Comercio o en las revistas independientes de la época pues, como se imaginarán, en el Perú oficial de ese año -sin YouTube, con poco cable- era más fácil encontrar noticias, en medios convencionales, sobre la tecnocumbia local que sobre la movida grunge de Seattle, que se desarrollaba a toda velocidad a casi ocho kilómetros de distancia. 

Pero, a diferencia del común de melómanos de mi época, me distancié de Nirvana en lugar de unirme a la ola que lo convirtió, finalmente, en el icono cultural que es actualmente -una ola que ya se había iniciado, es bueno decirlo, antes del fatal desenlace pues Kurt Cobain se desmarcaba claramente, por su honestidad y desgarro emocional, de otros “frontmen” del grunge como Eddie Vedder (Pearl Jam, actualmente de 59 años), Layne Staley (Alice In Chains, fallecido el 2002 de sobredosis en condiciones paupérrimas) o Chris Cornell (Soundgarden, quien tomaría la misma decisión de Kurt pero 23 años después). 

Aun me conmueve pensar en el infierno personal que debió atravesar el talentoso muchacho en sus últimos tres años de vida, debido a sus padecimientos corporales y psíquicos, sus profundas adicciones y el acoso de los medios que querían hacer de él una luminosa y extravagante estrella de rock como lo era, por ejemplo, W. Axl Rose, el vocalista de Guns ‘N Roses, cinco años mayor que él, con quien tuvo públicos y notorios desencuentros. A diferencia de Rose, díscolo pero amante de las cámaras, Cobain sufría y lo gritaba en sus canciones.

Este 2024 se cumplieron treinta años de aquella fatal y oscura decisión, la misma que inició una mitología que me pareció y me sigue pareciendo exagerada, motivada por una combinación de factores. Por un lado, la admiración hacia la banda -sus canciones son directas, catárticas y de una autenticidad que se rebalsa en cada riff distorsionado, en cada desgarro vocal- y, por el otro, la oportunidad de crear un fetiche comercial para vender de todo, desde las obvias recopilaciones de material sonoro -tomas alternas, grabaciones inéditas, conciertos- hasta polos, libros y los manuscritos -¡las notas suicidas!- que dejaron de ser el testimonio de una íntima tragedia para transformarse en objeto de jugosas y millonarias subastas. 

Pensaba en todo esto cuando terminé de ver, después de mucho tiempo, el concierto acústico que Nirvana hizo para la MTV en New York, cinco meses antes del final. Por ejemplo, ¿cuánto costarán hoy los papeles y cuadernos que Kurt se puso a firmar tras interpretar, de manera estremecedora, ese estándar del blues Where did you sleep last night? -que había grabado con Mark Lanegan en 1990, para su disco The winding sheet-, lamento negro popularizado en 1946 por el cantante y acordeonista William “Lead Belly” Ledbetter (1889-1949), que Nirvana convirtió en una de sus canciones emblemáticas? No puedo ni imaginármelo.

En abril de este año, las redes se inundaron de semblanzas y posts, recuerdos y videos, lanzamientos discográficos, imágenes con la clásica foto de Cobain aspirando un cigarrillo, la misma que en los años posteriores a su muerte se reprodujo en miles de polos, cuadros y posters. Yo prefiero recordar que el año pasado se cumplieron tres décadas del lanzamiento de In utero, tercer y último disco oficial de Nirvana, en el que no solo se encuentran varias referencias biográficas y señales de lo que el compositor y guitarrista de 27 años planeaba hacer -como su indicación de que el escenario en el “desenchufado” luciera como un funeral-, sino que también contiene canciones que anticipaban una evolución en el sonido de su grupo. Pero no hacia sonoridades más amigables sino todo lo contrario. Una lástima que todo quedara frustrado por la escena macabra con la que puso punto final a su corta y atribulada vida.

En octubre del año pasado se publicó In Utero: 30th Anniversary Edition, en una diversidad de formatos: cajas de 8 LP, 5 CD, CD doble y archivos digitales, todo disponible a través de su web oficial https://www.nirvana.com. Diez años antes, en el 2013, había aparecido una edición celebrando su vigésimo aniversario, que incluyó un DVD con este concierto de dos horas que Nirvana ofreció en Seattle, el 13 de diciembre de 1993, convertido en cuarteto por la inclusión, en guitarra y coros, de Pat Smear, futuro colaborador de Dave Grohl en Foo Fighters. Los dos boxsets más grandes de esta edición de 30 años -el de ocho vinilos y cinco discos compactos- traen un cuadernillo de 48 páginas con comentarios y fotos nunca vistas, además de varios añadidos: un cuadro acrílico del icónico maniquí con alas de ángel de la carátula, uñas de guitarra, fanzines y demás artefactos para saquear los bolsillos de los más fanáticos.

El lanzamiento incluyó, además de las 12 canciones del álbum original, 7 tomas alternas y 53 canciones en vivo inéditas, de conciertos realizados en Los Angeles y Seattle durante la gira promocional del disco. En total, 72 pistas para homenajear aquel logro artístico que intentó disipar, a punta de rugosas distorsiones y letras crípticas, la fama que Nevermind había traído a Nirvana y, en especial, a Cobain, situación que lo dejó en medio de un enorme conflicto interior que habría justificado plenamente sus ideas suicidas, aun cuando solo se hubieran canalizado de manera declarativa. 

Si uno escucha las canciones de In utero sin relacionarlas con lo que ocurrió después -es decir, como se escucharon entre el 21 de septiembre de 1993, fecha de su lanzamiento, y el fatídico 5 de abril de 1994- percibe, desde el arranque rockero de Serve the servants, un cambio sustancial si la comparamos a la estructura susurro-explosión-susurro del disco anterior. Pasa lo mismo con la corrosiva Scentless apprentice, la única composición grupal, basada en la novela Perfume (1985), del alemán Patrick Süskind que también originó una taquillera película de suspenso y terror a mediados de la primera década del siglo XXI.

La otra referencia no musical viene en Frances Farmer will have her revenge on Seattle, inspirada en una actriz, Frances Farmer (1913-1970), protagonista de varias películas de serie B durante la era dorada de Hollywood. Farmer, quien padecía de esquizofrenia, sufrió diversas acusaciones ante la incomprensión pública de su enfermedad y se convirtió en personaje de culto para la generación de Cobain. Por otro lado, una rareza en las letras de Nirvana aparece en Pennyroyal Tea, la mención a otro músico, y uno totalmente ajeno a su estilo. En ese tema, Kurt pide que le den “un pase al más allá de Leonard Cohen para suspirar eternamente”. 

Esta “nueva” forma de agresividad -que recoge las cosas de donde las habían dejado tras su primer LP, el menos escuchado Bleach (1989)- es, en parte, responsabilidad del productor Steve Albini -fallecido lamentablemente en mayo de este año, a los 61- a quien el mismo Cobain había sugerido, debido a que había trabajado con algunos de sus artistas favoritos como Pixies o PJ Harvey. Albini, con su reconocida independencia creativa, al margen de las exigencias del mercado y las casas discográficas, ayudó a construir las canciones de In utero desde una perspectiva ajena a lo que el mainstream esperaba de Nirvana tras el impacto comercial que había alcanzado el disco de la famosa carátula del bebé desnudo que trata de alcanzar un billete bajo el agua.  

Canciones de In utero como Very ape, tourette’s o Milk it son muestra de las intenciones de Nirvana por recuperar su espíritu marginal, más asociado a sus inicios -los ensayos compartidos con los Melvins, los covers de The Vaselines- que al inusitado brinco que dio a las grandes ligas del music business. Y no es que las canciones del Nevermind fuesen un remanso de paz –Territorial pissings o Drain you bastan para demostrar eso- pero en ese tercer disco el grupo, de la mano de Cobain y su sentido oscuro de la estética, marcada por esa vocación antisistema y símbolo absoluto de los efectos de la alienación social, busca de forma deliberada alejarse de los reflectores.

Aun así, las presiones del negocio fueron lo suficientemente fuertes como para intervenir. Al principio los ejecutivos del sello exigieron que se revise toda la mezcla, algo a lo que el trío y Albini se negaron. Al final, solo dos canciones tuvieron un acabado ligeramente distinto, los singles Heart-shaped box -el único que tuvo videoclip, dirigido por el holandés Anton Corbijn, de surrealista guion sugerido por Cobain- y All apologies -en que se escucha un cello, tocado por Kera Schaley-, que fueron producidas por Scott Litt, conocido por su trabajo con R.E.M. entre 1987 y 1997. Aunque según Albini, las diferencias son mínimas y correspondieron más a la intención de la casa discográfica de tener cierta participación, por mínima que haya sido, en un disco en el que, según sus palabras, “todo sonó genial desde el primer momento”.

Otras dos canciones tuvieron alta rotación en las radios de rock alternativo de la época. Por un lado, Pennyroyal Tea, que hace referencia indirecta a su búsqueda de alguna hierba medicinal que aliviara sus dolores y, por el otro, la controvertida Rape me, cuyo título fue motivo de censura en radios y cadenas televisivas de Estados Unidos. De hecho, durante el concierto desenchufado, alguien del público pide que la toquen y Kurt, mirando a sus compañeros, responde “no creo que MTV nos deje tocar esa…” a pesar de tratarse, según el mismo Cobain contó, de una letra que repudia las violaciones, aunque desde un punto de vista poco convencional y difícil de entender a la primera.

Uno de los medios especializados que celebró los 30 años de In utero fue la prestigiosa y siempre bien informada revista británica Uncut. En su edición #319, de diciembre del 2023, dedicó seis páginas al disco, bajo el título No apologies (Sin disculpas), en alusión al tema que cierra el álbum, All apologies (aquí la versión del MTV Unplugged). En el reportaje, el periodista Sam Richards recoge las impresiones de personas que vivieron muy de cerca ese periodo de éxito y su irrompible conexión con los tristes hechos posteriores. Aquí les dejo algunas declaraciones sobre cómo ven aquellos días, a tres décadas de distancia:

«¿Tuve la sensación de que Kurt se estaba comunicando conmigo a través de sus canciones? En retrospectiva, lo hice. Son recuerdos dolorosos. Se nos llama a Dave (Grohl) y a mí “sobrevivientes del suicidio” y lidiamos con ese shock toda nuestra vida…» (Krist Novoselic, bajista de Nirvana y amigo de Kurt Cobain desde la secundaria).

«Lo que nos gusta en el underground es esa persona a quien no puedes quitarle los ojos de encima, que te sorprende por su capacidad de compartir esa intensidad contigo. Y Kurt obtuvo las calificaciones más altas en todo eso…» (Steve Albini, productor).

«Me gusta mucho In utero y hubiera sido interesante ver hacia dónde podrían haber ido desde allí. Obviamente Dave (Grohl) tuvo sus propios éxitos con Foo Fighters… Creo que juntos, él y Kurt podrían haber sido un equipo fenomenal…» (Lee Ranaldo, guitarrista de Sonic Youth, quienes llevaron a Nirvana a firmar contrato con DGC Records).

«En muchas de las canciones de In utero, Kurt suena muy angustiado y fue realmente extraño escuchar eso en una sala llena de adolescentes de apariencia muy saludable… Él estaba tocando, mirando al público y pensando: «Estas son las personas que solían golpearme en el colegio…» (Chris Brokaw, de la banda Come, sus teloneros entre 1993-1994).

Por su parte, el baterista Dave Grohl -cuya composición Marigold apareció como lado B de Heart-shaped box y fue una de las pocas canciones que escribió junto a Cobain- ha defendido muchas veces la integridad de lo que consiguió In utero, más allá de no poder desligarlo del suicidio de Kurt, a quien conoció recién en 1991, cuando llegó a la banda para reemplazar a Chad Channing. 

Grohl, quien tiene ya once discos con su propia banda, Foo Fighters, considera que In utero “es un álbum muy oscuro. Me da gusto escuchar canciones como All apologies y Heart-shaped box de vez en cuando en las radios, realmente se destacan en medio de todo el sobre producido rock actual. Pero lírica y conceptualmente, no lo escucho muy seguido. Definitivamente es una representación exacta de aquellos tiempos oscuros y muestra lo bien que sonábamos los tres en el estudio”. 

Tags:

Grunge, In Utero, Kurt Cobain, Nirvana, Rock Alternativo, Rock de los 90s

[Música Maestro] Aunque en inglés se usa más la palabra “Godfather” –“Padrino” en español- para referirse a la figura que más influyó en determinado género musical, yo prefiero usar “Padre”. Me parece que es, emocionalmente, desde el punto de vista de los hispanohablantes, más impactante hablar del padre y no del padrino que, en nuestros círculos familiares suele ser una presencia invisible, circunstancial, que puso su firma en la ceremonia de bautizo para después borrarse del mapa. En nuestro idioma, “padrino” se asocia más al lado oscuro del término, que proviene por supuesto de la clásica película de 1972 de Francis Ford Coppola. Para nosotros, el padrino es el capo maleado, el que activa las palancas, las argollas. En inglés, en cambio, el término “Godfather” une dos figuras de profunda sensibilidad –“dios” y “padre”- por lo que adquiere mayor relevancia cuando se usa como sobrenombre honorífico de un artista.

Así James Brown (1933-2006), Iggy Pop y Neil Young serían, en nuestro idioma, los padres del soul, el punk y el grunge, respectivamente, y no los padrinos, como se les denomina en inglés. Lo mismo aplica para el título de este artículo, que no podía ser otro. John Mayall, columna vertebral de la escena del blues británico que plasmó todo el amor que sentía por los ritmos negros norteamericanos en una trayectoria de casi ocho décadas, componiendo y tocando sin parar desde mediados de los sesenta y gestando, en ese camino, las carreras de algunos de los músicos más importantes de aquella generación, es sin lugar a duda el Padre del Blues Británico. Y falleció el lunes 22 de julio, a los 90 años.

Una vida larga y llena de música, la mejor y más misteriosa música del mundo. “El blues se trata -y siempre se ha tratado- de esa cruda honestidad con la cual expresa nuestras experiencias en la vida… Para ser honestos, no creo que alguien sepa exactamente de dónde vino. Solo sé que no puedo dejar de tocarlo” declaró alguna vez en una entrevista para el medio británico The Guardian.  

Ese mismo espíritu, entre lo chamánico y lo diabólico, ese espíritu que generó historias legendarias como aquella según la cual Robert Johnson (1911-1938) había vendido su alma al diablo para aprender a dominar la guitarra o que originó los rituales de vudú del extraordinario pianista Dr. John (Malcolm “Mac” Rebennack, 1941-2019), se apoderó de Mayall a muy temprana edad. Se sumergió en la colección de discos de blues y jazz de su padre y, refugiado en una casa de madera en la copa de un árbol, se autoeducó en guitarra, piano, armónica y canto hasta convertirse en uno de los mejores intérpretes de la historia del blues, sin ser negro ni norteamericano. 

Sus importantes contribuciones jamás han sido del todo reconocidas por el gran público y permanecen encarpetadas como un asunto de culto para melómanos y conocedores. Incluso ahora, la noticia de su muerte, triste pero comprensible dada su avanzadísima edad, no ha merecido la atención de medios convencionales. Hasta el Rock And Roll Hall Of Fame, al que nunca fue inducido en vida a pesar de ser elegible para ello desde 1990, recién este año lo iba a incluir en su categoría Influencia Musical. Una vergüenza más para el salón de la fama, cuyas incomprensibles omisiones son bastante conocidas desde hace tiempo.

Junto a su compatriota, el guitarrista Alexis Korner (1928-1984), John Mayall, cuya voz aguda y apagada competía en tonalidad con su inseparable armónica, difundió el blues de Chicago y del delta de Mississippi entre toda una generación de jovencitos ingleses que después comenzaron a formar sus propios grupos: The Graham Bond Organisation, The Spencer Davis Group, The Animals, The Rolling Stones, Fleetwood Mac, Cream, entre otros, como podemos apreciar en el sexto capítulo de la serie de documentales The Blues (PBS, 2003), producida por Michael Scorsese, en el episodio Red, white and blues, dirigido por el cineasta británico Mike Figgis (Leaving Las Vegas), en el que Mayall es uno de los entrevistados.

“Como la escena musical en Norteamérica estaba contaminada de segregación racial -explicó en aquella ocasión en que The Guardian dialogó con él por motivo de su cumpleaños 81- el blues fue desapareciendo. En Europa, en cambio, y especialmente en Inglaterra, el blues negro comenzó a ser escuchado por un público diferente. Así descubrimos a Elmore James, Freddie King, entre otros. Y ellos hablaban de nuestras emociones, las historias de nuestras vidas”. 

Como Miles Davis y Frank Zappa, John Mayall se dedicó a descubrir talentos extremadamente jóvenes que después vio brillar con luz propia. En 1966 convenció a Eric Clapton de no retirarse de la música, una decisión que había tomado tras renunciar a The Yardbirds, mortificado porque el grupo pretendía alejarse de la línea bluesera que él quería seguir. “John fue mi mentor. Él me enseñó -ha dicho Clapton en un emotivo video publicado en sus redes sociales- a seguir adelante tocando la música que quería tocar. Estoy agradecido por ello y lo extrañaré mucho”. 

Ese año, el álbum Blues Breakers with Eric Clapton, se convirtió de inmediato en un clásico, con covers como All your love (Otis Rush), Ramblin’ on my mind (Robert Johnson) y varios originales escritos por Mayall, entonces de 33 años mientras que Clapton y el bajista, John McVie, tenían solo 21. Cuando Clapton se tomó un año sabático con un proyecto musical en otro país, Mayall cubrió su lugar con otra futura estrella de las seis cuerdas, Peter Green (1946-2020). Y, en la batería, para reemplazar brevemente a Hugh Flint, estuvo un par de semanas un flaquísimo y larguirucho músico de 20 años, Mick Fleetwood. En 1967 Mayall registró el álbum A hard road, donde destaca el instrumental The stumble. Green, McVie y Fleetwood formarían, poco después, la base de la primera formación de Fleetwood Mac. 

Tras la salida de Green y McVie, Mayall contrató a un chiquillo de 17 años que sería, a la larga, el guitarrista que más tiempo trabajó con él en esos creativos años. Mick Taylor se mantuvo al lado de los Bluesbreakers hasta 1969, año en que se unió a The Rolling Stones como reemplazo del recientemente fallecido Brian Jones. Una vez más, John Mayall y su ojo clínico iban surtiendo de buenos músicos a las principales bandas de la época. También pasaron por su escuela, en distintos momentos, otros célebres nombres como el bajista Jack Bruce -antes de formar Cream con Eric Clapton y Ginger Baker- y los bateristas Keef Hartley y Aynsley Dunbar.

Bare wires (1968) incorpora al sonido básico de los Bluesbreakers instrumentos como violín, saxos alto/tenor y contrabajo, con toques de jazz y rock psiocodélico. En esa última versión de la banda, además de Mick Taylor en guitarra, Mayall tuvo a Dick Hecksall-Smith, Tony Reeves y Jon Hiseman, quienes fundarían ese mismo año el septeto de jazz fusión y prog-rock Colosseum. Un año antes, unió fuerzas con su contraparte norteamericana, Paul Butterfield, para grabar un EP de cuatro canciones, All my life.

Los extraordinarios álbumes Empty rooms, USA Union (1970) y el LP en vivo Jazz blues fusion (1972) muestran un aspecto diferente de la producción musical de John Mayall, instalado desde 1969 en las bohemias colinas de Laurel Canyon en Los Angeles, California, lugar que se convirtió en el epicentro de la efervescente y bucólica movida del folk-rock, donde coincidieron todas las más rutilantes personalidades de la generación Woodstock y más allá -los ecos del vecindario se extendieron hasta la llegada de artistas como Eagles, Jackson Browne y Linda Ronstadt, durante la primera mitad de los años setenta como podemos ver en el documental Laurel Canyon: A place in time (Alison Ellwood, 2020). 

En esos discos Mayall se desprende de la electricidad para ofrecer un sonido natural en el que despliega todas sus capacidades como multi-instrumentista -revisar su piano en Marsha’s mood (The blues alone, 1967), por ejemplo-, además de rodearse de un elenco cambiante y talentoso de músicos norteamericanos. De hecho, la primera referencia a su nueva casa apareció en el LP Blues from Laurel Canyon (1968), aunque en realidad se grabó en los estudios Decca de Londres, un año antes de la mudanza. Para esa nueva etapa, convocó a experimentados ejecutantes como el guitarrista Harvey Mandel y el bajista Larry Taylor, ambos integrantes del quinteto Canned Heat, así como el violinista Don “Sugarcane” Harris y el baterista Ron Selico, conocidos por sus trabajos con Johnny Otis y Frank Zappa.

En 1971 apareció el LP doble Back to the roots, una clase magistral de todo lo que él mismo había ayudado a desarrollar. Desde la inicial Prisons of the road hasta el cierre con Travelling, Mayall y su mini orquesta nos llevan de la mano por un camino en el que nos encontramos con todos los héroes anónimos del blues. Ecos de John Lee Hooker -a quien había acompañado con su banda en Londres- y Freddie King en las guitarras -tocadas por Eric Clapton, Harvey Mandel y Mick Taylor-, el fantasmal Hammond B-3 de Mayall y el bajo caminante de Larry Taylor dominan las 18 canciones de este disco, una joya que incluye desde un homenaje a Jimi Hendrix -Accidental suicide- hasta excelentes instrumentales como Blue fox y Boogie Albert.

John Mayall tenía una profunda vocación por enseñar. En aquella entrevista de homenaje que le hiciera The Guardian, revela algo de esa cruzada didáctica que lo movilizó durante años. “Por eso mi cuarto disco –Crusade (1968)- llevó ese título. Ese era el propósito de todo lo que hacía en ese momento. Usar mi posición para dirigir la atención del público hacia aquellas personas que eran menos conocidas de lo que deberían haberlo sido”. De ahí su pasión por reivindicar a estrellas olvidadas de los años treinta y cuarenta pero no solo interpretando sus canciones sino creando cosas nuevas, a más de 6,000 kilómetros de distancia de las plantaciones de algodón en las que se originó el blues.

Entre 1972 y 1979, Mayall lanzó una cadena de álbumes en los que interactuó con lo mejor de lo mejor en cuanto a músicos de sesión. Su prestigio como compositor de blues y su vigencia en el circuito de conciertos le aseguraron una fiel base de seguidores que jamás dejaron de consumir sus producciones. En ese tiempo la tragedia rondó a su familia. En 1979, un voraz incendio consumió su casa en Laurel Canyon dejándolo literalmente en la calle. Su segunda esposa Maggie Parker recordó sobre esa ocasión: “Escapamos solo con nuestras vidas intactas y la ropa que llevábamos puesta. John y yo corrimos como locos, pasando entre las llamas en el carro de un amigo“. Según crónicas de la época, el artista perdió miles de dólares en grabaciones de audio, cintas de video y su colección de antigüedades del siglo 19.

Ese mismo año grabó uno de sus discos menos difundidos, con un sonido cercano al funk y la música disco, titulado Bottom line. Aquella grabación fue el colofón de un periodo en el que Mayall, sin alejarse de su estética bluesera, exploró sonoridades diferentes con secciones completas de vientos, percusiones dinámicas y coros femeninos. En este álbum participaron notables músicos de sesión como Steve Lukather, Jeff Porcaro (guitarra y batería de Toto), los hermanos Michael y Randy Brecker (saxo y trompeta, respectivamente), Lee Ritenour (guitarra) y nuestro compatriota Alex Acuña (batería y percusión). A pesar de ello -y de incluir un cover de un clásico de los Allman Brothers Band, Revival-, el LP pasó casi desapercibido y jamás fue reeditado en CD.

Durante las décadas siguientes, su carrera se mantuvo activa, con inagotables giras y lanzamientos al margen de las tendencias del mercado y la fama de sus pupilos. En los ochenta, Mayall presentó una nueva versión de los Bluesbreakers y siguió su costumbre de promover nuevos guitarristas. Walter Trout, al borde del retiro por múltiples problemas de salud y adicciones, tocó con la banda entre 1984 y 1989 y desde entonces, considera a Mayall “su salvador”. Luego de eso Trout inició una interesante carrera en solitario que sobrepasa ya los veinte títulos de agresivo y clásico blues de carreteras. En el 2001, Mayall lanzó Along for the ride, junto a antiguos discípulos como Mick Taylor, John McVie, Peter Green e invitados de distintas generaciones como Steve Miller o Jonny Lang. El siglo XXI recién comenzaba y John Mayall, aferrado al blues, siguió adelante.

Diez discos en estudio y otros diez en vivo, publicados entre 2001 y 2022 -incluyendo un concierto especial por sus 70 años realizado en Liverpool, Inglaterra, en el 2003- dan cuenta de su sorprendente vitalidad. El último de sus álbumes, The sun is shining (2022), lo muestra lúcido y musicalmente fuerte, en terreno conocido, acompañado de la más reciente versión de los Bluesbreakers, activa desde el 2018, integrada por Greg Rzab (bajo, ex integrante de The Black Crowes y Gov’t Mule), Jay Davenport (batería, percusiones) y Carolyn Wonderland (guitarra, coros). Mayall falleció en su casa en California, en paz, rodeado de su familia y amigos cercanos. El blues ha perdido, como dice el comunicado publicado en su Instagram oficial, a “uno de sus principales guerreros”. 

 

  

Tags:

Blues, Blues-Rock, Eric Clapton, John Mayall, rock clásico

[Música Maestro] ¿Qué convierte a una canción en un “clásico”? Su capacidad de trascender en el tiempo, de emocionar por igual tanto a quienes la escuchan por primera vez como a quienes se saben de memoria cada verso, cada fraseo de los instrumentos, cada detalle. A veces son composiciones muy sencillas que destacan precisamente por eso, por su sencillez. Y, otras, son elaboraciones complejas que marcan tendencias, definen rumbos, quiebran paradigmas. También tienen que ver cuestiones externas: quiénes la hicieron, las circunstancias que rodearon su concepción, las intenciones y efectos secundarios de su lanzamiento.

El caso de Under pressure, grabada hace 43 años, califica perfectamente como un clásico absoluto del pop-rock ochentero. Apareció por primera vez entre octubre y noviembre de 1981, como anticipo de lo que sería el décimo álbum de Queen, Hot space, lanzado en mayo del año siguiente. En la discografía de “La Reina” este disco es una prolongación de lo que habían iniciado con la banda sonora de Flash Gordon y el LP The game, ambos de 1980, con uso masivo de baterías electrónicas y sintetizadores -algo que habían evitado tenazmente durante la década anterior- y exploración de otros géneros. Sin embargo, Under pressure, que cierra el álbum, posee más elementos de la potencia rockera que los caracterizó en sus inicios que de canciones funk, soul y R&B como Body language, Back chat o Staying power.

Su impacto fue inmediato porque era la primera vez que Freddie Mercury, Brian May, John Deacon y Roger Taylor se unían a otro artista para hacer un dúo. El elegido para tan especial ocasión fue nada menos que David Bowie, lo que generó gran expectativa por escuchar el producto de aquella colaboración. Hay varias razones que hacen especial a Under pressure. La primera es que se trata de una excelente composición. Firmada por los cinco músicos, es una creación musical de arreglos cambiantes, varios momentos climáticos y una sencilla e inflamada letra que apela a preocupaciones fundamentales de una humanidad en plena transformación. 

En los albores de la década de los ochenta, la sociedad a nivel planetario mostraba los primeros signos de esa insensibilidad que, poco a poco, fue convirtiéndose en la enfermiza forma que, lamentablemente, tenemos hoy de entender el mundo. Tras el idealismo hippie de los sesenta y la disrupción punk de los setenta, los vicios del hiper consumismo y la subcultura pop más escapista, desconectada de la realidad, dominaba los rankings de las radios convencionales. En ese contexto, que dos gigantes de la edad dorada y rebelde del rock se juntaran para hablar de amor por el prójimo y neurosis colectiva fue todo un acontecimiento. 

Queen y David Bowie eran, para 1981, dos de los artistas británicos más prestigiosos y respetados tanto por el público como por la crítica especializada. No estamos hablando de una estrategia premeditada en aburridas oficinas de marketing para rescatar las carreras caducas de un par de dinosaurios. En ese año, ambos estaban en el pico más alto de su éxito y listos para incorporarse a los nuevos sonidos que imponía el cambio de década, algo que consiguieron gracias a sus reconocidas capacidades de adaptación. 

Queen había pasado de casi inventar el heavy metal con canciones como Ogre battle (Queen II, 1974), unir para siempre el rock y la ópera en Bohemian rhapsody (A night at the opera, 1975) y producir, en medio, una combinación de hard-rock con vaudeville, blues y prog-rock de alta calidad, a revivir a Elvis Presley en Crazy little thing called love y encender las discotecas con Another one bites the dust (ambas en The game, 1980). 

Por su parte, David Bowie le cambió la cara al panorama radial del Reino Unido con extravagancias como Space oddity (David Bowie, 1969) o Life on Mars? (Hunky dory, 1971), ayudó a consolidar el glam-rock como género -le dio una divinidad encarnada en The rise and fall of Ziggy Stardust and The Spiders From Mars (1972)- y respondió a la cruda simplicidad de los Sex Pistols con una trilogía sofisticada de insondables contenidos y múltiples influencias -los LP Low, «Heroes» (1977) y Lodger (1979)-, más concentrado en evolucionar en los barrios bohemios de Berlín mientras el resto vagabundeaba por los convulsionados pubs de Londres. Under pressure era, entonces, la unión de dos consagrados.

David Bowie (1947-2016) y Freddie Mercury (1946-1991), dos de los mejores cantantes de la historia del rock, eran viejos amigos y compinches en la extravagante y despatarrada escena glam de mediados de los setenta, en la que compartieron éxito y amistades, como la del cantante Ian Hunter. En 1972, cuando Queen iniciaba su meteórica historia, Bowie compuso una canción que Hunter convirtió en himno absoluto, All the young dudes. Un par de años después, en el guitarrero tema Now I’m here (Sheer heart attack, 1974), Mercury menciona a Mott The Hoople, la banda de Hunter, en una de las estrofas. Las andanzas entre ambos, dioses máximos de la androginia rockera, incluyen romances clandestinos con la actriz Carrie Fisher (1956-2016) y encerronas privadas organizadas por Bowie cada vez que Freddie coincidía con él en alguna ciudad estando de giras. Los divos habían compartido de todo, menos el micrófono. 

El encuentro se dio en los Estudios Mountain, en la ciudad alpina de Montreaux (Suiza). Era el mes de julio de 1981 y la banda se encontraba en plena grabación del Hot space cuando, un día, les cayó Bowie de visita. Entre las nuevas composiciones que estaban trabajando, había una del baterista Roger Taylor cuyo título tentativo era Feel like y que se transformó en lo que el mundo conoció como Under pressure. En YouTube circula una de las tomas de esa base, con letra absolutamente distinta cantada por Freddie. Pueden escucharla haciendo click aquí.

Aunque la camaradería era natural entre la banda y David, el perfeccionismo de ambos fue fuente de algunas fricciones. May y Taylor han recordado en varias oportunidades el choque de egos que se produjo en el estudio cuando llegó el momento de grabar. Dos divos pertenecientes a la alta realeza rockera juntos es garantía de una que otra escaramuza. Sin embargo, nunca hubo peleas graves, como se deslizó alguna vez, pero sí una sana competencia que benefició al resultado final. 

Como dijo el melenudo guitarrista en una entrevista a la revista Mojo: “Freddie y David cruzaron sus cuernos, sin duda. Pero fue gracias a ello que las alas se extendieron y por eso salió todo tan genial. Ellos “peleaban” pero en cosas muy sutiles como, por ejemplo, quién llegaba tarde al estudio. Fue maravilloso y terrible a la vez”. La icónica línea de bajo inicial fue también motivo de tensión cuando Bowie trató de corregir la forma en que estaba siendo tocada -y que finalmente quedó. “Yo soy el bajista aquí” respondió John Deacon, serio y cortante.

La canción inicia con el hi-hat de Taylor y ese inconfundible riff de siete notas secas tocadas por Deacon en el registro agudo de sus cuatro cuerdas que recibe, en contrapunto, chasquidos, palmas y tímidos acordes picoteados al piano por David Richards, un colaborador de la banda. Poco a poco, se siente cómo va ingresando la guitarra de Brian May -en arpegios que hacen recordar brillantes canciones de George Harrison como If I needed someone (Rubber soul, 1965) y Here comes the sun (Abbey Road, 1969) y a The Byrds- y los borboteos vocales de Freddie, esos que llevaba al paroxismo cada vez que cantaba en vivo, hasta que la batería de Taylor rompe la introducción para dar paso, ahora sí, al tema. 

Hasta aquí, dos elementos diferentes a lo que suelen tener las canciones de Queen. Tanto el piano como la guitarra tienen roles importantes pero no protagónicos, que van construyendo la canción a medida que avanzan los segundos, con sutilezas de estudio que le van dando carácter. Además del piano de Richards, Bowie y Mercury tocan sintetizadores y añaden interesantes arreglos corales de fondo. Pero lo principal son las voces. Freddie Mercury pasea su imbatible rango vocal por toda la canción, pasando de fuertes sostenidos de tenor a inalcanzables notas altísimas. Mientras, el majestuoso tono grave de David Bowie se luce en cada una de sus intervenciones.

Y está, por supuesto, la letra. La búsqueda de empatía y solidaridad en una sociedad que va camino a convertirse en la jungla de individualismos codiciosos que es hoy -si en 1981 el amor era “una palabra anticuada” imagínense ahora-, la necesidad de hacer algo para cambiar eso y la indignación ante no poder hacerlo, expresada en los impresionantes diez segundos en que Freddie se pregunta “¿por qué?”, mientras lanza la voz hasta el máximo de su capacidad. Después de eso, los bombazos de la batería de Taylor desatan la explosión rockera del tema, liderada por los acordes cerrados de la Red Special de May. “People on streets” (La gente en las calles), que iba a ser el título de la canción, es un mantra que llama a la acción. La gente sale a las calles cuando la presionan mucho, algo que los gobiernos corruptos no deberían nunca subestimar.  

Y, en el fondo, dos leitmotifs básicos: los chasquidos que escuchamos al principio se repiten en el intermedio y ponen punto final a la canción después de la intensa coda, a la que se une la aguda y rasposa voz de Taylor; y el bajo que, junto al sutil y contenido piano, anticipa la conclusión después de haber guiado el tema para atravesar esta montaña rusa emocional: angustia, esperanza, rabia, amor, catarsis liberadora.

Under pressure tuvo un videoclip oficial, pero ni David Bowie ni Queen estuvieron disponibles para participar. En lugar de eso, el director David Mallet, quien ya había trabajado con ambos por separado, así como con los Rolling Stones, Blondie, Roxy Music, entre otros, armó un collage de imágenes para graficar la letra escrita por Bowie. Desde escenas reales de edificios en demolición, protestas callejeras, atentados, catarsis en conciertos multitudinarios y atolladeros en el tráfico hasta fragmentos de conocidos filmes mudos como Nosferatu (F. W. Murnau, 1922), El acorazado Potemkin (Sergei Eisenstein, 1925) y fervorosos besos de las películas de Rodolfo Valentino sirven como interpretación del enclaustramiento, la soledad, la presión, la necesidad de recuperarnos de todo eso.

Queen incorporó Under pressure a su repertorio desde el primer momento hasta 1986, año de su última gira y aparece en todos los álbumes en vivo que se han editado del cuarteto desde entonces, con Mercury asumiendo ambos roles, el suyo y el de Bowie, apoyado por Taylor para las partes más altas. En cambio, David Bowie no incluyó la canción en ninguna de sus giras mientras Mercury estuvo vivo. Tampoco la cantaron juntos en ningún escenario, algo que habría sido digno de verse y oírse. 

La primera vez que Bowie la cantó públicamente fue el 20 de abril de 1992 durante el concierto tributo a Freddie Mercury. Lo hizo a dúo con la escocesa Annie Lennox, acompañados por May, Deacon y Taylor, en una notable interpretación. Posteriormente, Bowie puso Under pressure en sus setlists, con su propia banda, en la que destaca la cantante y bajista norteamericana Gail Ann Dorsey que realiza un gran trabajo asumiendo las líneas vocales de Mercury, como podemos ver en este video extraído del DVD A Reality Tour (2004).

En 1990 se popularizó en todo el mundo una canción llamada Ice ice baby, carta de presentación de un rapero blanco norteamericano, Vanilla Ice, que empezaba con un sampleo ligeramente alterado de la icónica introducción de Under pressure. El escándalo se produjo cuando salió a la luz que el individuo, cuyo nombre real es Robert Van Winkle, no había respetado los créditos de Queen y David Bowie y adujo para justificarse que había comprado “los derechos de la canción” y que la melodía no era 100% la misma (lo cual era una broma de muy mal gusto). Un vocero de la banda lo desmintió de inmediato y, después del juicio por derechos de autor, Vanilla Ice se vio obligado a pagar regalías a ambos y colocar sus nombres en posteriores lanzamientos del tema, incluido en su primer LP, Hooked.

A través del tiempo, artistas de distintos estilos y épocas han grabado Under pressure. Por ejemplo los mexicanos Fobia, para el CD Tributo a Queen: Los grandes del rock en español (Polygram, 1997), con el título Presionando. O el quinteto norteamericano de hardcore The Blood Brothers, en un intenso CD llamado Dynamite with a laserbeam: Queen as heard through the meat grinder of Three One G (31G Records, 2006), en el que bandas de géneros alternativos y extremos que van del death metal al ruidismo electrónico rinden un particular tributo a “La Reina”. Joss Stone, la diva británica del soul moderno, grabó Under pressure para el CD Killer Queen: A Tribute to Queen (2005); mientras que la banda experimental de post-rock Xiu Xiu la incluyó en su sexto álbum Women as lovers (Kill Rock Stars, 2008). 

Sin embargo, ni la sofisticada y fuerte elegancia de Annie Lennox, ni la arrolladora performance vocal de Gail Ann Dorsey, ni el descarnado riesgo de Michael Gira, líder de los legendarios Swans, presente en la grabación de Xiu Xiu, son capaces de acercarse al imbatible Freddie Mercury, como podemos apreciar en esta, una de las primeras presentaciones en vivo de Under pressure, en la ciudad de Montreal, Canadá, durante el último concierto de The Game Tour 1980-1981, incluida en el CD Queen Rock Montreal (2007). Nada como la pureza musical de Queen en pleno para disfrutar de Under pressure en vivo.

Página 1 de 22 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22
x