[Música Maestro] Hace cuatro años, en esta misma columna, publiqué un texto titulado Lima en canciones: Entre jaranas y pogos. Al releerlo, me sorprende cómo esas líneas, en esencia pesimistas y ligeramente oscuras, se quedan cortas frente a lo que hoy vivimos a diario. Si en el 2021, año pandémico, la Lima de antaño, la de mis padres, yacía “entre bocinazos de combis, balbuceos reggaetoneros y gritos de cantantes de cumbia norteña”, actualmente estamos bajo el fuego cruzado de sicarios extorsionadores y, literalmente, toda persona que necesite salir a la calle -a trabajar, a hacer las compras de la semana, a visitar a amigos y/o familiares- está en riesgo potencial de ser asaltado a mano armada o de que le caiga una bala perdida, a cualquier hora y en cualquier distrito de Lima Metropolitana.
Nuestra capital afronta el aniversario 490 de su fundación española sobreviviendo, a rastras y en completo estado de indefensión, padeciendo el feroz ataque de criminales desalmados, nacionales y extranjeros, capaces de disparar por la espalda con una mano y sostener el celular con la otra, para grabar “el trabajo” y asegurarse la paga; y de políticos corruptos descarados que se burlan de la inteligencia de una población maniatada, enmudecida por la apatía y el miedo, una ciudadanía a la que se supone que deberían servir desde el Congreso, desde Palacio, desde el Poder Judicial.
Así las cosas, ¿a quién le quedan ganas ahora, enero del 2025, de recordar las letras de “esas canciones del folklore costeño que hacen remembranza de aquel talante señorial, esa elegancia mestiza poscolonial que, con todo su anacronismo, aún sirve como afirmación de una identidad cada vez más desaparecida” de Lima? Me pregunto y repregunto eso mientras escribo, sintiéndome en conflicto personal por dedicar este humilde espacio al aniversario de Lima solo porque la fecha coincide con su publicación, a ver si eso genera algo más de tráfico y consigue acercar a más lectores.
En lugar de sumergirme en la discografía de The Cult -pronto en Lima-, hablar de la música dodecafónica de Arnold Schoenberg, celebrar los ochenta años de Chico Buarque, reescuchar los discos de Anthrax a todo volumen o comparar las letras del último álbum de The Cure, Songs of a lost world (2024) con las de clásicos como Pornography (1982) o The top (1984), escritas por la misma persona, Robert Smith, a cuarenta años de distancia; me someto voluntariamente a pensar en canciones que hablen de Lima, pero no de esa Lima que hace décadas ya fue y que las nuevas generaciones, adictas a Netflix y a Magaly TV, no extrañan o lo que es peor, ni siquiera conocen, sino de la actual, la de sicarios que musicalizan sus Tik Toks con los mismos reggaetones que bailan nuestros hijos en sus actuaciones escolares.
¿Por qué hago esto? Porque a veces, la nostalgia por los tiempos idos puede ser más terapéutica que varias visitas al psiquiatra -y mucho más barata-, siempre y cuando aquel segmento del pasado al que te aferres haya tenido momentos que te ayuden a superar las cenagosas realidades que nos tocan hoy en suerte. Sin embargo para este caso, para el aniversario de Lima, esos escapismos nostálgicos parece que no son de mucha efectividad.
¿Cómo aguantar las arcadas que producen las paporretas negacionistas del ministro del Interior? ¿Cómo resistir la tentación de lanzar algún objeto pesado a la pantalla del televisor cada vez que sale a decir, después de algún horrendo asesinato en San Juan de Lurigancho o Ate, en Surco o San Miguel, en Carabayllo o Villa María del Triunfo, en el Callao o en Surquillo, que todo está bien y que los estados de emergencia van sobre ruedas? ¿Escuchando Lima de veras de Chabuca Granda? ¿Cantando “Lima está de fiesta, la canción criolla se viste de gala” como escribiera, en 1965, Manuel Raygada Ballesteros, para su valsecito Acuarela Criolla? No da para tanto.
Aun cuando yo también suelo utilizar ese formato en determinadas ocasiones, me resultan extremadamente odiosas esas publicaciones que proliferan en medios tradicionales o en sus respectivas páginas web, con listados bajo títulos como “10 canciones que representan mejor a Lima”, cada 18 de enero y, en especial, este año. Abrí varias en estos días y, a medida que iba avanzando, me decía a mí mismo lo absurdas que se ven, pues representan una absoluta negación de lo que nos está pasando como ciudad. Y, a estas alturas del partido, eso califica como complicidad frente al crimen.
¿A quién le puede importar la historia de Romance en La Parada, la creativa y picaresca letra escrita por Augusto Polo Campos para un vals grabado por Los Troveros Criollos hace cinco o seis décadas, cuando en este mismo instante, mientras usted lee esto, en las inmediaciones de ese mercado popular, a alguien le están arrebatando su celular desde una moto o un local termina reventado a balazos por no pagar la cuota extorsiva de la semana?
No es novedad que la Lima de ahora no es la misma que inspiró a Laureano Martínez, Lorenzo Humberto Sotomayor, Victoria Santa Cruz o Alicia Maguiña. De hecho, esa Lima a la que se pretende homenajear, recordando su pasado cada vez más antiguo y borroso, comenzó a desaparecer poco después de que esos y otros compositores le cantaran a sus zaguanes, sus jaranas, guapas limeñas y callejones de un solo caño, cuando el fenómeno de la migración -que describió José Matos Mar en aquel libro publicado por el IEP en 1984- dio sus primeros pasos en los albores del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, a finales de los años sesenta, para consolidarse en los ochenta como consecuencia de la barbarie terrorista que terminó de ahuyentar a las familias andinas de sus terruños.
Esta Lima que hoy padecemos, más horrible de lo que jamás pudo imaginar don Sebastián Salazar Bondy ni en sus peores pesadillas, tampoco se parece a la que motivó a un quinteto de muchachos de Breña, fanáticos del rock progresivo británico de los setenta, para cantar sobre las noches de cacería de los jóvenes miraflorinos nietos y bisnietos de la república aristocrática, hijos de los hacendados expropiados por la Reforma Agraria. Av. Larco, con su historia cargada de metáforas sobre la acción nocturna y ese video cinematográficamente producido, describía una pequeñísima porción de una urbe semivacía, si la comparamos con el hacinamiento actual, que aun podía contemplarse y vivirse sin el temor de morir, de madrugada –“el fin de fiesta se acerca ya”- o a la hora del almuerzo.
Es cierto que en el resto del Perú las cosas comenzaron a ponerse muy feas justo en esa época pero, para cuando Frágil lanzó su LP debut en 1981, un año después de la primera acción registrada de Sendero Luminoso en el distrito ayacuchano de Chuschi, en 1980, nuestra capital todavía era un remanso de paz (los apagones y atentados citadinos comenzaron algunos años después). Los problemas de racismo, desorden urbano, misoginia y clasismo que venía arrastrando, de los cuales no se comenzó a hablar con claridad hasta mediados de los años noventa, encontraron en esa canción -letra de Andrés Dulude, música de César Bustamante- un vehículo de expresión que, con cierto sarcasmo, anticipó casi sin quererlo las cosas que llegaron después. Lamentablemente, aquello del “viernes sangriento” es, desde que el descontrol criminal nos domina, más que un creativo juego de palabras, una descripción, casi un titular para El Trome o Reporte Semanal, solo que de lunes a domingo.
También podríamos detenernos en Nostalgia provinciana, incluida en el segundo larga duración de Los Mojarras, Ruidos en la ciudad (1994, que también contiene ese otro himno suburbano, Triciclo Perú). La canción, escrita por el cantante Hernán Condori Montero, más conocido en el ambiente artístico local como “Cachuca”, logró introducir en las programaciones radiales y televisivas de la época algunos de los temas que fueron bandera de las agrupaciones de chicha durante la década anterior como las migraciones, los pueblos jóvenes, los ambulantes, la informalidad, pero con una ambientación sonora que combinaba las guitarras eléctricas del pop-rock con el golpeteo percusivo del huayno.
El orgullo limeño-provinciano que declama, a gritos, el líder de Los Mojarras y su propia historia personal -de padres puneños, nacido en Lima, criado en uno de los distritos enclave de la migración, El Agustino, en los extramuros de Lima Metropolitana antes del surgimiento de los “conos”- se convirtieron en símbolo de esa nueva Lima y su mestizaje caótico, por un brevísimo tiempo. Algo similar ocurrió con el grupo de rock fusión Del Pueblo… Del Barrio, cuyos orígenes datan de mediados de los ochenta, que encarnó el espíritu rebelde, contestatario, marginal y achorado de la nueva Lima, aunque recién plasmaron con claridad las preocupaciones de la nueva urbe que sepultó, entre cerros e invasiones, a las quintas y a los barrios altos, en su canción Esteras en el sol (a veces consignada como Esteras in the sun), de su ¿tercer? álbum Matute FM (2000).
La irregular banda de Piero Bustos y Ricardo Silva, célebre por temas como Escalera al infierno, Posesiva de mí (Del Pueblo… Del Barrio, 1985) o Polvos Azules (Antología 1983-1994) -que usa el nombre de las populares galerías pero trata de un asunto totalmente diferente- grabó el tema central de la película nacional Gregorio (Grupo Chaski, 1984), compuesta por el tecladista Arturo Ruiz del Pozo, recordado por sus experimentos de new age local en Marcahuasi y las pampas de Nasca. La historia del niño que baja del campo a la ciudad para padecer discriminación en la capital también podría calificar como un retrato sonoro de esa (ya no tan) nueva Lima, con su letra plañidera y ese ritmo afroandino que caracterizó siempre al combo victoriano.
Es tan limitada la producción de canciones contemporáneas que hablen claramente de Lima, que no sean de aquella entrañable música criolla perteneciente a otra época que, en uno de los más recientes listados publicados, incluyeron el tema de créditos finales de Juliana (1989), la otra gran película ochentera del Grupo Chaski. En su escena final podemos ver un micro subiendo lenta y tranquilamente, atravesando la negra noche, por la accidentada autopista de un cerro -algo impensable en tiempos actuales-, lleno de niños que cantan y bailan, al ritmo de una acompasada pero pobremente producida salsa compuesta por José Bárcenas. Si bien es cierto el largometraje también usa como contexto y escenografía los problemas de la capital a fines de esa década, la canción en sí misma no tiene absolutamente nada que ver con el aniversario de “la ciudad de los reyes”.
Por supuesto que esos clásicos valses que hablan de la Lima “romántica y altiva, alegre y soñadora” (Lima de novia) o de la “fragancia evocadora que brota en cada esquina” (Lima de octubre) son parte de nuestro acervo musical más querido. No es posible negar la calidad de las interpretaciones que de ellas hicieran, en los años sesenta y setenta, artistas populares como Edith Barr, Lucha Reyes, Conjunto Fiesta Criolla o Los Embajadores Criollos. Pero son, en la actualidad, descripciones que no aplican a esta ciudad de humores rancios y rostros desencajados, que esquivan las motos y van rogando para llegar a salvo a sus casas, evitando cualquier contacto visual con potenciales criminales y sintiéndose ellos mismos vigilados, en un estado de permanente inseguridad y desconfianza.
Si uno sale caminando del tugurizado y peligroso Centro Comercial Polvos Azules por alguna de las puertas de Paseo de La República y camina hacia el óvalo Grau encontrará, a la altura del grifo Repsol, una cuadra en diagonal que es como una cuña por donde autos y transeúntes cortan camino para salir directo a la avenida del mismo nombre. Es un pequeño callejón sin nombre, con la pista llena de huecos, las paredes descascaradas, a punto de caerse y un intenso olor fétido a basura acumulada en estado de descomposición, orines y quién sabe qué más. Solo Dios sabe qué otras barbaridades ocurren en ese lugar pasada la medianoche. Está así desde hace más de treinta años. Esta callecita representa mejor que ninguna otra el abandono que sufre nuestra ciudad.
En ese sentido, el pop-rock subterráneo produjo temas que calzan más con la situación actual de este laberinto en estado perpetuo de putrefacción y asediado por delincuentes. Sin embargo, al tratarse de expresiones artísticas marginales y con serios problemas de producción y ejecución, no alcanzan para armar un setlist apropiado para esta Lima del siglo XXI. El portal La Mula intentó hacer un recuento, hace algunos años, pero solo refuerza mi punto de vista. De ese largo y rebuscado listado, vale la pena mencionar al recientemente fallecido César N que lanzó, con su banda Éxodo, un divertido rockabilly titulado Rock en Lima, la podrida ciudad (Rock and roll para los incrédulos, cassette, 1986) en el que los problemas de aquella Lima -represión policial, mendigos, charlatanes, ambulantes- suenan, frente a los pistoleros de ahora, a juego de niños, como su inquieta guitarra al estilo Chuck Berry o Brian Setzer (salvando, por supuesto, las distancias).
Definitivamente, aunque siempre son dignas de escucharse por ser parte importante de la historia de nuestro folklore, no hay manera de relacionar a la Lima actual, la de Rafael López Aliaga y Juan José Santivañez, con los versos floridos y la fina inspiración de Chabuca Granda o Mario Cavagnaro. Pero sí con un LP de punk-rock grabado hace exactamente 40 años por Leusemia, un cuarteto de veinteañeros de la Unidad Vecinal No. 3, tradicional complejo habitacional del Cercado construido a finales de los años cuarenta del siglo XX. Tres de las canciones de ese legendario disco de rock nacional, escritas por Leo Escoria y Raúl Montañez, integrantes originales del combo liderado por Daniel F, deberían gritarse hoy a la cara de nuestros políticos cada vez que salen a dar sus indignas declaraciones.
Me refiero a Crisis en la gran ciudad –“¡todos mueren, nadie vive, caos, crisis y agonía, todos quieren, nadie puede, el sistema es una birria!”, Decapitados –“¡no quiero más gente oprimida, hay que acabar con los poderes, no quiero ideas derrumbadas, no quiero más!”- y Astalculo –“¡Lima angustiada, Lima violenta, Lima injusta, Lima mórbida, Lima hacinada, Lima sórdida, Lima revienta, Lima morirá!”. Dicho sea de paso, el título de esta última, según “Montaña” -nuestro Johnny Ramone- describe a la canción en sí misma, pero podríamos usarlo para resumir a nuestra clase política.
DATO CURIOSO: la banda francesa Indochine le dedicó una canción a Lima, titulada Bienvenue chez les nus (Bienvenidos a los desnudos), en su sexto álbum Un jour dans notre vie (1993), cinco años después de los multitudinarios conciertos que ofrecieron en el Coliseo Amauta en abril y mayo de 1988. En la letra, el vocalista Nicola Sirkis menciona los cercos policiales, las escolares que los saludaban y los autos muertos bajo el cielo azul de Lima.