[Música Maestro] Hace cuatro años, en esta misma columna, publiqué un texto titulado Lima en canciones: Entre jaranas y pogos. Al releerlo, me sorprende cómo esas líneas, en esencia pesimistas y ligeramente oscuras, se quedan cortas frente a lo que hoy vivimos a diario. Si en el 2021, año pandémico, la Lima de antaño, la de mis padres, yacía “entre bocinazos de combis, balbuceos reggaetoneros y gritos de cantantes de cumbia norteña”, actualmente estamos bajo el fuego cruzado de sicarios extorsionadores y, literalmente, toda persona que necesite salir a la calle -a trabajar, a hacer las compras de la semana, a visitar a amigos y/o familiares- está en riesgo potencial de ser asaltado a mano armada o de que le caiga una bala perdida, a cualquier hora y en cualquier distrito de Lima Metropolitana.

Nuestra capital afronta el aniversario 490 de su fundación española sobreviviendo, a rastras y en completo estado de indefensión, padeciendo el feroz ataque de criminales desalmados, nacionales y extranjeros, capaces de disparar por la espalda con una mano y sostener el celular con la otra, para grabar “el trabajo” y asegurarse la paga; y de políticos corruptos descarados que se burlan de la inteligencia de una población maniatada, enmudecida por la apatía y el miedo, una ciudadanía a la que se supone que deberían servir desde el Congreso, desde Palacio, desde el Poder Judicial. 

Así las cosas, ¿a quién le quedan ganas ahora, enero del 2025, de recordar las letras de “esas canciones del folklore costeño que hacen remembranza de aquel talante señorial, esa elegancia mestiza poscolonial que, con todo su anacronismo, aún sirve como afirmación de una identidad cada vez más desaparecida” de Lima? Me pregunto y repregunto eso mientras escribo, sintiéndome en conflicto personal por dedicar este humilde espacio al aniversario de Lima solo porque la fecha coincide con su publicación, a ver si eso genera algo más de tráfico y consigue acercar a más lectores. 

En lugar de sumergirme en la discografía de The Cult -pronto en Lima-, hablar de la música dodecafónica de Arnold Schoenberg, celebrar los ochenta años de Chico Buarque, reescuchar los discos de Anthrax a todo volumen o comparar las letras del último álbum de The Cure, Songs of a lost world (2024) con las de clásicos como Pornography (1982) o The top (1984), escritas por la misma persona, Robert Smith, a cuarenta años de distancia; me someto voluntariamente a pensar en canciones que hablen de Lima, pero no de esa Lima que hace décadas ya fue y que las nuevas generaciones, adictas a Netflix y a Magaly TV, no extrañan o lo que es peor, ni siquiera conocen, sino de la actual, la de sicarios que musicalizan sus Tik Toks con los mismos reggaetones que bailan nuestros hijos en sus actuaciones escolares.

¿Por qué hago esto? Porque a veces, la nostalgia por los tiempos idos puede ser más terapéutica que varias visitas al psiquiatra -y mucho más barata-, siempre y cuando aquel segmento del pasado al que te aferres haya tenido momentos que te ayuden a superar las cenagosas realidades que nos tocan hoy en suerte. Sin embargo para este caso, para el aniversario de Lima, esos escapismos nostálgicos parece que no son de mucha efectividad.

¿Cómo aguantar las arcadas que producen las paporretas negacionistas del ministro del Interior? ¿Cómo resistir la tentación de lanzar algún objeto pesado a la pantalla del televisor cada vez que sale a decir, después de algún horrendo asesinato en San Juan de Lurigancho o Ate, en Surco o San Miguel, en Carabayllo o Villa María del Triunfo, en el Callao o en Surquillo, que todo está bien y que los estados de emergencia van sobre ruedas? ¿Escuchando Lima de veras de Chabuca Granda? ¿Cantando “Lima está de fiesta, la canción criolla se viste de gala” como escribiera, en 1965, Manuel Raygada Ballesteros, para su valsecito Acuarela Criolla? No da para tanto.

Aun cuando yo también suelo utilizar ese formato en determinadas ocasiones, me resultan extremadamente odiosas esas publicaciones que proliferan en medios tradicionales o en sus respectivas páginas web, con listados bajo títulos como “10 canciones que representan mejor a Lima”, cada 18 de enero y, en especial, este año. Abrí varias en estos días y, a medida que iba avanzando, me decía a mí mismo lo absurdas que se ven, pues representan una absoluta negación de lo que nos está pasando como ciudad. Y, a estas alturas del partido, eso califica como complicidad frente al crimen. 

¿A quién le puede importar la historia de Romance en La Parada, la creativa y picaresca letra escrita por Augusto Polo Campos para un vals grabado por Los Troveros Criollos hace cinco o seis décadas, cuando en este mismo instante, mientras usted lee esto, en las inmediaciones de ese mercado popular, a alguien le están arrebatando su celular desde una moto o un local termina reventado a balazos por no pagar la cuota extorsiva de la semana? 

No es novedad que la Lima de ahora no es la misma que inspiró a Laureano Martínez, Lorenzo Humberto Sotomayor, Victoria Santa Cruz o Alicia Maguiña. De hecho, esa Lima a la que se pretende homenajear, recordando su pasado cada vez más antiguo y borroso, comenzó a desaparecer poco después de que esos y otros compositores le cantaran a sus zaguanes, sus jaranas, guapas limeñas y callejones de un solo caño, cuando el fenómeno de la migración -que describió José Matos Mar en aquel libro publicado por el IEP en 1984- dio sus primeros pasos en los albores del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, a finales de los años sesenta, para consolidarse en los ochenta como consecuencia de la barbarie terrorista que terminó de ahuyentar a las familias andinas de sus terruños. 

Esta Lima que hoy padecemos, más horrible de lo que jamás pudo imaginar don Sebastián Salazar Bondy ni en sus peores pesadillas, tampoco se parece a la que motivó a un quinteto de muchachos de Breña, fanáticos del rock progresivo británico de los setenta, para cantar sobre las noches de cacería de los jóvenes miraflorinos nietos y bisnietos de la república aristocrática, hijos de los hacendados expropiados por la Reforma Agraria. Av. Larco, con su historia cargada de metáforas sobre la acción nocturna y ese video cinematográficamente producido, describía una pequeñísima porción de una urbe semivacía, si la comparamos con el hacinamiento actual, que aun podía contemplarse y vivirse sin el temor de morir, de madrugada –“el fin de fiesta se acerca ya”- o a la hora del almuerzo. 

Es cierto que en el resto del Perú las cosas comenzaron a ponerse muy feas justo en esa época pero, para cuando Frágil lanzó su LP debut en 1981, un año después de la primera acción registrada de Sendero Luminoso en el distrito ayacuchano de Chuschi, en 1980, nuestra capital todavía era un remanso de paz (los apagones y atentados citadinos comenzaron algunos años después). Los problemas de racismo, desorden urbano, misoginia y clasismo que venía arrastrando, de los cuales no se comenzó a hablar con claridad hasta mediados de los años noventa, encontraron en esa canción -letra de Andrés Dulude, música de César Bustamante- un vehículo de expresión que, con cierto sarcasmo, anticipó casi sin quererlo las cosas que llegaron después. Lamentablemente, aquello del “viernes sangriento” es, desde que el descontrol criminal nos domina, más que un creativo juego de palabras, una descripción, casi un titular para El Trome o Reporte Semanal, solo que de lunes a domingo.

También podríamos detenernos en Nostalgia provinciana, incluida en el segundo larga duración de Los Mojarras, Ruidos en la ciudad (1994, que también contiene ese otro himno suburbano, Triciclo Perú). La canción, escrita por el cantante Hernán Condori Montero, más conocido en el ambiente artístico local como “Cachuca”, logró introducir en las programaciones radiales y televisivas de la época algunos de los temas que fueron bandera de las agrupaciones de chicha durante la década anterior como las migraciones, los pueblos jóvenes, los ambulantes, la informalidad, pero con una ambientación sonora que combinaba las guitarras eléctricas del pop-rock con el golpeteo percusivo del huayno. 

El orgullo limeño-provinciano que declama, a gritos, el líder de Los Mojarras y su propia historia personal -de padres puneños, nacido en Lima, criado en uno de los distritos enclave de la migración, El Agustino, en los extramuros de Lima Metropolitana antes del surgimiento de los “conos”- se convirtieron en símbolo de esa nueva Lima y su mestizaje caótico, por un brevísimo tiempo. Algo similar ocurrió con el grupo de rock fusión Del Pueblo… Del Barrio, cuyos orígenes datan de mediados de los ochenta, que encarnó el espíritu rebelde, contestatario, marginal y achorado de la nueva Lima, aunque recién plasmaron con claridad las preocupaciones de la nueva urbe que sepultó, entre cerros e invasiones, a las quintas y a los barrios altos, en su canción Esteras en el sol (a veces consignada como Esteras in the sun), de su ¿tercer? álbum Matute FM (2000).

La irregular banda de Piero Bustos y Ricardo Silva, célebre por temas como Escalera al infierno, Posesiva de mí (Del Pueblo… Del Barrio, 1985) o Polvos Azules (Antología 1983-1994) -que usa el nombre de las populares galerías pero trata de un asunto totalmente diferente- grabó el tema central de la película nacional Gregorio (Grupo Chaski, 1984), compuesta por el tecladista Arturo Ruiz del Pozo, recordado por sus experimentos de new age local en Marcahuasi y las pampas de Nasca. La historia del niño que baja del campo a la ciudad para padecer discriminación en la capital también podría calificar como un retrato sonoro de esa (ya no tan) nueva Lima, con su letra plañidera y ese ritmo afroandino que caracterizó siempre al combo victoriano. 

Es tan limitada la producción de canciones contemporáneas que hablen claramente de Lima, que no sean de aquella entrañable música criolla perteneciente a otra época que, en uno de los más recientes listados publicados, incluyeron el tema de créditos finales de Juliana (1989), la otra gran película ochentera del Grupo Chaski. En su escena final podemos ver un micro subiendo lenta y tranquilamente, atravesando la negra noche, por la accidentada autopista de un cerro -algo impensable en tiempos actuales-, lleno de niños que cantan y bailan, al ritmo de una acompasada pero pobremente producida salsa compuesta por José Bárcenas. Si bien es cierto el largometraje también usa como contexto y escenografía los problemas de la capital a fines de esa década, la canción en sí misma no tiene absolutamente nada que ver con el aniversario de “la ciudad de los reyes”.

Por supuesto que esos clásicos valses que hablan de la Lima “romántica y altiva, alegre y soñadora” (Lima de novia) o de la “fragancia evocadora que brota en cada esquina” (Lima de octubre) son parte de nuestro acervo musical más querido. No es posible negar la calidad de las interpretaciones que de ellas hicieran, en los años sesenta y setenta, artistas populares como Edith Barr, Lucha Reyes, Conjunto Fiesta Criolla o Los Embajadores Criollos. Pero son, en la actualidad, descripciones que no aplican a esta ciudad de humores rancios y rostros desencajados, que esquivan las motos y van rogando para llegar a salvo a sus casas, evitando cualquier contacto visual con potenciales criminales y sintiéndose ellos mismos vigilados, en un estado de permanente inseguridad y desconfianza. 

Si uno sale caminando del tugurizado y peligroso Centro Comercial Polvos Azules por alguna de las puertas de Paseo de La República y camina hacia el óvalo Grau encontrará, a la altura del grifo Repsol, una cuadra en diagonal que es como una cuña por donde autos y transeúntes cortan camino para salir directo a la avenida del mismo nombre. Es un pequeño callejón sin nombre, con la pista llena de huecos, las paredes descascaradas, a punto de caerse y un intenso olor fétido a basura acumulada en estado de descomposición, orines y quién sabe qué más. Solo Dios sabe qué otras barbaridades ocurren en ese lugar pasada la medianoche. Está así desde hace más de treinta años. Esta callecita representa mejor que ninguna otra el abandono que sufre nuestra ciudad. 

En ese sentido, el pop-rock subterráneo produjo temas que calzan más con la situación actual de este laberinto en estado perpetuo de putrefacción y asediado por delincuentes. Sin embargo, al tratarse de expresiones artísticas marginales y con serios problemas de producción y ejecución, no alcanzan para armar un setlist apropiado para esta Lima del siglo XXI. El portal La Mula intentó hacer un recuento, hace algunos años, pero solo refuerza mi punto de vista. De ese largo y rebuscado listado, vale la pena mencionar al recientemente fallecido César N que lanzó, con su banda Éxodo, un divertido rockabilly titulado Rock en Lima, la podrida ciudad (Rock and roll para los incrédulos, cassette, 1986) en el que los problemas de aquella Lima -represión policial, mendigos, charlatanes, ambulantes- suenan, frente a los pistoleros de ahora, a juego de niños, como su inquieta guitarra al estilo Chuck Berry o Brian Setzer (salvando, por supuesto, las distancias).

Definitivamente, aunque siempre son dignas de escucharse por ser parte importante de la historia de nuestro folklore, no hay manera de relacionar a la Lima actual, la de Rafael López Aliaga y Juan José Santivañez, con los versos floridos y la fina inspiración de Chabuca Granda o Mario Cavagnaro. Pero sí con un LP de punk-rock grabado hace exactamente 40 años por Leusemia, un cuarteto de veinteañeros de la Unidad Vecinal No. 3, tradicional complejo habitacional del Cercado construido a finales de los años cuarenta del siglo XX. Tres de las canciones de ese legendario disco de rock nacional, escritas por Leo Escoria y Raúl Montañez, integrantes originales del combo liderado por Daniel F, deberían gritarse hoy a la cara de nuestros políticos cada vez que salen a dar sus indignas declaraciones.   

Me refiero a Crisis en la gran ciudad –“¡todos mueren, nadie vive, caos, crisis y agonía, todos quieren, nadie puede, el sistema es una birria!”, Decapitados –“¡no quiero más gente oprimida, hay que acabar con los poderes, no quiero ideas derrumbadas, no quiero más!”- y Astalculo –“¡Lima angustiada, Lima violenta, Lima injusta, Lima mórbida, Lima hacinada, Lima sórdida, Lima revienta, Lima morirá!”. Dicho sea de paso, el título de esta última, según “Montaña” -nuestro Johnny Ramone- describe a la canción en sí misma, pero podríamos usarlo para resumir a nuestra clase política.

DATO CURIOSO: la banda francesa Indochine le dedicó una canción a Lima, titulada Bienvenue chez les nus (Bienvenidos a los desnudos), en su sexto álbum Un jour dans notre vie (1993), cinco años después de los multitudinarios conciertos que ofrecieron en el Coliseo Amauta en abril y mayo de 1988. En la letra, el vocalista Nicola Sirkis menciona los cercos policiales, las escolares que los saludaban y los autos muertos bajo el cielo azul de Lima.

[Música Maestro] David Bowie, una de las figuras más importantes de la cultura rockera a lo largo de sus seis décadas de existencia, falleció el 10 de enero del 2016, dos días después de cumplir 69 años y de haber lanzado su vigésimo quinto álbum en estudio, el sorprendente y agónico Blackstar, el penúltimo si consideramos Toy (2021), disco póstumo que contiene regrabaciones de singles y lados B del periodo 1964-1971, hechas en el año 2000 por Bowie y su última banda, integrada por Earl Slick, Mark Plati, Gerry Leonard (guitarras), Gail Ann Dorsey (bajo, coros), Mike Garson (teclados) y Sterling Campbell (batería). Este 2025 habría cumplido, el pasado jueves 8, 78.

Apenas se supo de su fallecimiento, se produjeron diversas manifestaciones públicas en Londres y otras ciudades del mundo, que demostraron el cariño que había inspirado el Duque Blanco entre sus fanáticos en vida, y el pesar que produjo su muerte. Algunas fueron espontáneas y sorprendentes, como aquella en la que miles de personas se juntaron en Piccadilly Circus, el corazón turístico de la capital de Inglaterra, para cantar uno de sus clásicos, Starman, single principal de su cuarto álbum, el brillante The rise and fall of Ziggy Stardust and The Spiders From Mars (1972).

Asimismo, durante las semanas posteriores al deceso del artista, cientos de bandas alrededor del planeta interpretaron en sus conciertos alguna de sus canciones, en señal de respeto y despedida a la influyente figura de uno de los animadores definitivos de la escena británica del rock clásico, iniciador de tendencias que abarcaban tanto aspectos musicales como de imagen y actitud hacia los medios, que quedaban sorprendidos por sus constantes innovaciones y propuestas estéticas. Uno de los clips que más circularon por Facebook en esa época fue el de The Flaming Lips tocando Space oddity –que ellos mismos había versionado-, a teatro lleno y con una fiesta globos, en EE.UU.

Pero ningún tributo había hecho completa justicia al legado musical y artístico del camaleónico e hiperactivo cantante, actor, productor y multi-instrumentista británico hasta el lanzamiento, en febrero del 2016, de la gira mundial Celebrating David Bowie (CdB), un proyecto musical que se encargó de continuar con aquello que el creador de joyas musicales como Hunky dory (1971), Station to station (1976), Low (1977), Let’s dance (1983) o Heathen (2002), disfrutaba más en la vida: hacer conciertos, electrizar al público con esa combinación genial de vaudeville, rock’n roll, circo, moda, glamour, rock progresivo, soul y pop electroacústico que desplegó durante su larga trayectoria.

Una banda de músicos de primera, organizada por el experimentado productor, guitarrista y cantante Angelo “Scrote” Bundini, viene dándole la vuelta al mundo desde entonces con un repertorio que cubre la etapa clásica de la discografía de Bowie (1970-1984), al que añaden una que otra de las canciones que produjo en décadas posteriores. Este concierto-homenaje, que llegó a Lima el 25 de octubre del 2018 para presentarse en el Teatro Municipal, es lo más cercano a lo que habría sido ver al fallecido cantante en vivo, gracias a la interpretación prolijamente excelente de este ensamble que reúne a artistas de diversas procedencias unidos por un tema común: su admiración o cercanía al homenajeado.

Por ejemplo, en aquella ocasión tuvimos entre nosotros a Angelo Moore, vocalista de Fishbone, ecléctica banda californiana de funk-rock de los ochenta y noventa, a quien Bowie alguna vez calificara como «el mejor cantante del mundo». O al talentoso e innovador guitarrista Adrian Belew, quien fuera director musical de la banda de Bowie en 1990, luego de haber trabajado para Frank Zappa y Talking Heads, además de ser en ese mismo año miembro estable y fundamental de los titanes progresivos King Crimson. Belew, uno de los guitarristas más inquietos y ocupados de los últimos 45 años, acaba de concluir una exitosa gira con otros tres virtuosos colegas, Steve Vai, Tony Levin y Danny Carey, interpretando precisamente el material que coescribió con Robert Fripp durante el periodo 1981-1983 del Rey Carmesí.

Pero además de estos tres pesos pesados, la banda que tocó en Lima incluyó a otros músicos extremadamente buenos como el australiano Paul Dempsey (voz, teclados, guitarra acústica), líder del grupo noventero Something For Kate; su compañero «House» (bajo); el versátil Ron Dziubla (saxo, teclados), de permanente presencia en discos y conciertos del guitarrista de blues Joe Bonamassa; y el californiano Michael Urbano (batería), conocido por ser integrante de los exitosos Smash Mouth y Sheryl Crow. Este virtuoso septeto hizo vibrar al público con inolvidables canciones del universo Bowie.

Las graderías, palcos y plateas semivacías de nuestro hermoso Teatro Municipal absorbieron las descargas brillantes de glam-rock y energía desplegadas por CdB durante más de dos horas, en uno de los mejores conciertos de esa temporada 2018. Un espectáculo como este, elogiado con enorme entusiasmo por las secciones culturales de medios prestigiosos de EE.UU. y Europa como The New York Times o The Guardian, y revistas especializadas como Uncut y Classic Rock Magazine, fue placer de minorías en esta ciudad entregada al mierdoso reggaetón, el simplón y tonero latin-pop o la idiotizante cumbia de chaveta y pico roto de botella. 

Presentaciones a casa llena en Chile, Uruguay, Brasil y Argentina nos dejaron mal parados ante artistas de alto nivel, una de las tantas demostraciones de que Lima no da la talla como plaza para acontecimientos culturales y espectáculos de primera, ni siquiera aquellos asociados a las estrellas de rock más importantes de todos los tiempos, como David Bowie. Un mes antes, ese mismo año, el extraordinario guitarrista alemán Uli Jon Roth, fundador de Scorpions, que hasta el 2024 ha llenado cuanto teatro y festival en el que participa, solo fue capaz de convocar a 150 personas en La Noche de Barranco. Una vergüenza.

Pero, en la tocada de Celebrating David Bowie de aquel octubre del 2018, en tiempos en que Keiko Fujimori era llevada presa y Martín Vizcarra gobernaba con mayoritario apoyo popular por enfrentarse a los grupos de poder político y económico, estuvimos quienes teníamos que estar: fans de Bowie de todas las edades que saltaron, cantaron y bailaron cada tema con emoción y entrega. Algo que Belew, Bundini, Moore, Dempsey, House, Dziubla y Urbano seguro supieron apreciar.

Solo dos detalles afearon aquella velada: el sonido no tuvo una buena noche, por momentos no se escuchaban las voces y algunos pasajes de saxo, guitarra y teclados pasaron desapercibidos. Y el otro: hay conciertos que no requieren de teloneros, y este fue uno de ellos. Sin desmerecer el esfuerzo de Toño Jáuregui de Libido, lo suyo no tuvo nada que ver con la tremenda oleada de musicalidad y virtuosismo que vimos y escuchamos después. Mucha distancia entre ambos. Abismal.

Angelo Moore resultó ser un personaje lleno de sorpresas, dispuesto a robarse los reflectores. Exultante y desinhibido, Moore comenzó el show antes de la hora pactada, saludando al público que iba ingresando al teatro, derramando carisma. Sobre escena, se ocupó de personificar, a su estilo recargado, casi como un drag-queen, algunos de los emblemáticos atuendos y peinados que usó Bowie en sus años de gloria, dándose volantines y mezclándose entre el público, a quienes les acercaba el micrófono para que colaboren en los coros. 

Al fondo, la base rítmica de House y Michael Urbano mostró solidez y precisión a lo largo del concierto, y alcanzó momentos realmente fantásticos, sobre todo en los temas más funky del catálogo bowiesco como Sound and vision (Low, 1977), Ashes to ashes (Scary Monsters, 1980) o Golden years (Station to station, 1976).

Mientras tanto el saxofonista Ron Dziubla se lució en cada una de sus intervenciones, especialmente con sus solos en los exitazos radiales Blue jean (Tonight, 1984) y Modern love (Let’s dance, 1984), que generaron locura en los pasillos del local. Por su parte, Paul Dempsey colocó sus acordes redondos y prístinos de guitarra acústica con suma elegancia en canciones como Life on Mars? (Hunky dory, 1971), Space oddity (David Bowie, 1969), Quicksand (Hunky dory, 1971) o Five years (The rise and fall of Ziggy Stardust and The Spiders From Mars, 1972), además de ejecutar una performance perfecta.

En cuanto a la pareja de guitarristas, Angelo “Scrote” Bundini y Adrian Belew, mientras el primero se mostró cumplidor y correcto con riffs y solos estrictamente bien colocados, el segundo exhibió su conocido talento para la experimentación con ese manejo tan particular que tiene de la guitarra eléctrica, arrancándole sonidos brutalmente impredecibles, que parecen sacados de otra galaxia, aunque bastante contenidos para nuestro gusto, ya que su rango de acción es muchísimo más amplio y durante la primera parte del concierto entraba y salía permanentemente de escena.

Belew, a pesar de ser el nombre más importante del cartel en la versión de Celebrating David Bowie que visitó nuestro país -y que ha contado, en sus fechas en los EE.UU. y Europa, con invitados notables como Todd Rundgren, Sting, Gail Ann Dorsey, entre otros-, cumplió con sus apariciones con suma sencillez, casi con perfil bajo. Pero sacudió el teatro cuando le tocó lanzar esas estrambóticas descargas de electricidad como en Stay (Station to station, 1976) o el mix DJ/Boys keep swinging (Lodger, 1979), en cuya grabación original participó, habilidades que conquistaron a Bowie cuando lo conoció allá por 1978, y prácticamente lo sacó a hurtadillas de la banda de Frank Zappa, donde cumplía contrato de un año.

Tanto Adrian Belew como Angelo “Scrote” Bundini, Paul Dempsey y Angelo Moore son excelentes cantantes y se repartieron funciones vocales según la canción interpretada. Mención aparte para la emocionante armonía que construyeron en Space oddity, que hizo recordar a la que hacía Belew con el mismo Bowie, durante el alucinante Sound+Vision Tour de hace 35 años, en la que fue guitarrista y director musical en más de 100 conciertos, con los que inclusive llegaron a Sudamérica. 

Para el cierre de aquella fantástica noche en el Municipal de Lima, los CdB tocaron dos temas que definen no solo la obra de David Bowie sino toda una época del rock, una que lamentablemente no volverá: All the young dudes (que Bowie regalara en 1972 a sus amigos Ian Hunter y Mott The Hoople, para que se hagan famosos) y “Heroes” (“Heroes”, 1977), que los peruanos de bien dedicaron, en esa misma semana, al fiscal José Domingo Pérez y al juez Richard Concepción Carhuancho, quienes pudieron convertirse en héroes, aunque sea solo por un día.

El setlist incluyó siete de las once canciones de The rise and fall of Ziggy Stardust and The Spiders from Mars, legendario cuarto disco de David Bowie, lanzado originalmente en 1972, hasta ahora considerado el punto culminante de su primera época: Five years, Soul love, Suffragette city (con Angelo Moore en estado de posesión demoniaca), Rock’n roll suicide, Moonage daydream, Starman y por supuesto, Ziggy Stardust, himno y carta de presentación del alter ego más famoso de la historia del rock, un ídolo de peinado rojo y «ese culo dotado por Dios» que conquistó la Tierra desde el espacio exterior con una guitarra y una banda, las Arañas de Marte, integrada por Mick Ronson (guitarras), Trevor Bolder (bajo) y Woody Woodmansey (batería).

Precisamente, el título de uno de esos clásicos fue usado para el más reciente documental dedicado a David Bowie, de revisión obligada para recordarlo en estos días. Moonage daydream (Brett Morgen, HBO Original, 2022) ofrece un viaje psicodélico por la carrera del músico, a través de imágenes nunca vistas en concierto, extractos de entrevistas y contextos de sus inicios, sus años en Berlín, sus permanentes reinvenciones y renacimientos. Desde Ziggy Stardust hasta Tin Machine, el espectador logra conectarse con este artista que tenía tanto de Marcel Marceau como de Oscar Wilde y dejó un legado rico en simbolismos usando el poder de rock como principal arma y vehículo expresivo. El film, estrenado en la edición 75 del Festival de Cannes, es considerado como uno de los mejores documentales sobre una estrella de rock.

Desde su primera aparición, un mes después de la muerte de David Bowie, CdB ha realizado diversas presentaciones en todo el mundo. La última de sus giras fue el año 2022 con invitados especiales como la vocalista Lisa Loeb, el baterista Ryan Brown (Zappa Plays Zappa) y músicos que han trabajado ampliamente con Bowie como el tecladista Mike Garson o el bajista Carmine Rojas. Para este 2025, CdB está anunciando nuevas fechas con la participación del cantante de la legendaria banda británica de goth-rock y post-punk Bauhaus, Peter Murphy. 

Aquella noche del 25 de octubre del 2018 fue inolvidable para los amantes del buen rock and roll, que llegó a Lima gracias al esfuerzo de la productora Lima Live Sessions, que se dedicó mientras pudo a traer actos de enorme calidad -Uli Jon Roth, Magma, The Flower Kings, los Stick Men de Tony Levin, fueron solo algunos-, aunque no hayan atraído a las masas de público que merecían sus talentos y trayectorias, para balancear la predecible agenda de visitas de artistas que podrán estar muy de moda pero jamás alcanzarán la trascendencia artística de David Bowie.

 

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[Música Maestro] (*) NOTA DEL AUTOR: El 2025 arrancó con la muerte, a los 82, del popular cantautor argentino Leopoldo Dante, Leo Dan. Sus seguidores, que se cuentan por millones en Latinoamérica, lamentan su pérdida. 

Cuando éramos niños o adolescentes, las grandes estrellas de la música a las que admirábamos eran personas adultas, fuertes. Y establecíamos con ellos una relación casi jerárquica, como la que teníamos con nuestros padres y profesores de colegio. Pertenecían -aunque de una manera más libre y relajada- al mundo “de los grandes”. Claro, hablamos de hombres y mujeres cuyas edades oscilaban entre los 25 y los 55 años mientras que nosotros, quinceañeros, podíamos ser sus hijos o sus nietos. Y, salvo las noticias de muertes prematuras -por enfermedades, por excesos, por accidentes- siempre frecuentes en el mundo del arte, en líneas generales todos estos personajes aparecían ante nuestros ojos como superhéroes invulnerables, semidioses inmortales.

Hace unos días pensaba en ello cuando, en medio de las sordideces de poca monta que han hecho irrespirable el aire de este país -el Congreso y su red de prostitución, el reggaetón que musicaliza a la vez los TikToks de sicarios y de niños en edad escolar, el estilo estúpidamente “magalizado” de los reporteros de la televisión, los balbuceos de nuestra “clase política” presidencial, congresal, ministerial-, se difundió la noticia del colapso que sufrió el baladista español Raphael, cuya juventud nos parecía, en los videos, eterna. Afortunadamente, el cantante se recuperó y sigue entre nosotros, a sus 81. Lo mismo le ocurrió a nuestra querida Susana Baca quien pasó momentos muy difíciles de salud durante toda la primera mitad del desastroso año que acabamos de dejar atrás. A pocos días de cumplir los 80, la cantante e investigadora afroperuana salió de la UCI y hoy se alista para supervisar la grabación de un documental sobre su intensa y fructífera vida artística.

Lastimosamente, no corrieron con la misma suerte muchas otras luminarias de distintos géneros musicales, países y épocas, en el transcurso de los últimos doce meses. Leyendas del jazz, populares personajes locales, ídolos del pop-rock que estremecieron a sus seguidores en las décadas doradas de la música de consumo masivo y artistas de culto que, al margen de los grandes públicos y las modas, se las arreglaron siempre para destacar en tiempos en que había que ser realmente bueno para sobresalir. 

Uno de los fallecimientos más comentados del 2024 fue el del norteamericano Quincy Jones (3 de noviembre, 91). Conocido por su trabajo junto a Michael Jackson en sus álbumes Off the wall (1979), Thriller (1983) y Bad (1987), Jones se hizo mundialmente famoso en 1985 como arreglista y productor del himno benéfico We are the world, ensamblando a USA for Africa, un conjunto de más de cincuenta megaestrellas del pop, soul y rock que se reunieron para llevar algo de alivio a la hambruna africana, siguiendo los pasos de la cruzada artística que, un año antes, había iniciado el irlandés Bob Geldof. Jones tenía, para ese momento, una larga trayectoria como trompetista y director de orquestas, trabajando con Ella Fitzgerald, Count Basie y Frank Sinatra, entre otros nombres grandes del jazz. 

Entre sus innumerables lanzamientos discográficos destaca una producción de 1981, The dude, que contiene tres superéxitos de aquella década, el disco-electrofunk Ai no corrida y las baladas Just once y One hundred ways, ambas interpretadas por el cantante de R&B James Ingram (1952-2019). En 1984 se reunió con Sinatra, con quien no grababa desde 1966, para lo que sería su último LP, L.A. is my lady que contiene, además de una colección de standards de los años treinta como Stormy weather o Mack the knife, el famoso tema-título que Jones coescribió con su esposa Patty Lipton y la pareja Alan y Marilyn Bergman, autores de The way we were, balada que grabó Barbra Streisand para la película del mismo nombre de 1973.

También en el mundo del jazz, este 2024 despidió a tres legendarias figuras de la era del bebop: el saxofonista Lou Donaldson (9 de noviembre, 98), el baterista Roy Haynes (12 de noviembre, 98) y el saxofonista Benny Golson (21 de septiembre, 95), uno de los dos últimos sobrevivientes de aquella histórica foto grupal tomada en una calle del barrio negro de Harlem, New York, en la que 57 músicos posaron para la revista Esquire -el otro es “el coloso del saxofón”, Sonny Rollins, actualmente de 94 años. Golson apareció en la película The Terminal (Steven Spielberg, 2004), protagonizada por Catherine Zeta-Jones y Tom Hanks. En el film, un ciudadano de un país ficticio soviético viaja hasta los Estados Unidos para buscar el autógrafo de Golson, una promesa que había hecho a su padre, amante del jazz.

Pero si estos casos parecen bastante comprensibles, debido a las avanzadas edades de los personajes, en la orilla opuesta tenemos, por ejemplo, el del extraordinario tecladista y compositor norteamericano Shaun Martin, integrante del colectivo de jazz-fusion Snarky Puppy -aquí podemos verlo, tocando Sleeper, tema del álbum We like it here (2014). Martin falleció apenas a los 45 años, el pasado 3 de agosto. Del mismo modo, el universo pop quedó estupefacto ante la trágica muerte de Liam Payne, uno de los integrantes de la exitosa banda británica One Direction, ocurrida el 16 de octubre, tras caer del tercer piso de un hotel en Buenos Aires, Argentina. Nell Smith (17), falleció también trágicamente en un accidente de tránsito. La joven cantante canadiense se había hecho conocida en el submundo del indie-rock, al grabar en el 2021 -con solo 14 años- un oscuro disco de covers de Nick Cave, titulado Where the viaduct looms, acompañada por el siempre sorprendente quinteto estadounidense The Flaming Lips.

La música popular latinoamericana también perdió a una de sus figuras históricas, el compositor colombiano Juan Madera Castro, autor de La pollera colorá, una de las cumbias más interpretadas de todos los tiempos. Madera escribió la canción originalmente en 1960 y desde entonces se convirtió en emblema del folklore tropical colombiano. Falleció a los 102 años, el día de nuestras fiestas patrias, 28 de julio. También en Colombia lloraron la partida del acordeonista Egidio Cuadrado (21 de octubre, 71), considerado una leyenda del vallenato, que integró la banda de Carlos Vives en sus discos Escalona: Un canto a la vida (1991), Escalona: Volumen 2 (1992) -dedicados a Rafael Escalona, antiguo compositor de este popular ritmo del país cafetero- y, especialmente, Clásicos de la provincia (1993), producción con la que Vives internacionalizó el vallenato, con canciones como La hamaca grande y La gota fría. Mientras tanto, nos enteramos de la muerte del nuevaolero argentino Heleno (16 de septiembre, 83), famoso entre nosotros por canciones como No son palabritas (1973) o La chica de la boutique (1971).

El ejército del pop-rock clásico ha perdido a algunos de sus más destacados soldados. Por ejemplo, el guitarrista Dickey Betts (18 de abril, 80), de The Allman Brothers Band; la legendaria estrella de la guitarra eléctrica instrumental Duane Eddy (30 de abril, 86); el cantante y guitarrista Greg Kihn (13 de agosto, 75), recordado por sus éxitos ochenteros Jeopardy (1983) y The break-up song (1981); Richard Tandy (1 de mayo, 1976), tecladista y miembro fundamental de Electric Light Orchestra. La banda MC5, pioneros del hard-rock y punk en Detroit, perdió a tres de sus integrantes: el cantante y guitarra líder, Wayne Kramer (2 de febrero, 75), el baterista Dennis Thompson (9 de mayo, 79), y su manager, el poeta y promotor de conciertos John Sinclair (2 de abril, 83). 

También volaron a otras latitudes el padre del blues británico, John Mayall (22 de julio, 90), quien lanzó a la fama a Eric Clapton, Peter Green, Mick Jones y muchos otros; Steve Albini (7 de mayo, 61), productor de importantes artistas del rock de los noventa como Nirvana, PJ Harvey o Pixies; el vocalista japonés Damo Suzuki (9 de febrero, 74), del cuarteto de alemán Can; el bajista y fundador de Grateful Dead, Phil Lesh (25 de octubre, 84); Tito Jackson (15 de septiembre, 70), uno de los hermanos mayores del “Rey del Pop”, Michael Jackson; o el vocalista y compositor Eric Carmen, famoso por la balada All by myself, de su álbum debut de 1975, grabada tanto en inglés como en español con el título Sola otra vez por la diva canadiense Celine Dion en 1996; y por Hungry eyes, uno de los temas centrales de la banda sonora de la recordada película ochentera Dirty dancing (1987).

Asimismo, los fanáticos de Jethro Tull, insigne banda inglesa de prog-rock, lamentaron la muerte de su baterista en el periodo 1981-1988, Gerry Conway (29 de marzo, 76). Chris Cross, bajista de Ultravox, una de las bandas más importantes y creativas de la new wave, falleció a los 71, el 25 de marzo. En los predios del hard-rock y heavy metal, recibimos la triste noticia del fallecimiento del energético bajista T. M. Stevens (10 de marzo, 72), quien acompañara a Steve Vai durante la gira del disco Sex & religion (1993), además de trabajar con un amplio rango de artistas de rock, funk y jazz. 

Otra leyenda del metal, el cantante original de Iron Maiden, Paul Di’Anno, sucumbió a los problemas de salud que lo aquejaban desde el año 2020, el 21 de octubre a los 66. Por su parte, cruzaron la línea el vocalista de los hard-rockers Great White, Jack Russell (7 de agosto, 63); Peter Collins, productor de bandas como Rush, Queensrÿche o Alice Cooper (28 de junio, 73); Jerry Abbott (2 de abril, 80), padre de los hermanos Vinnie Paul y Dimebag Darrell, batería y guitarra de Pantera. Asimismo, dos integrantes de la banda de culto Brujeria, icónicos representantes del death metal californiano que jugaban con letras y sobrenombres en jerga mexicana, también se mudaron al otro barrio: los vocalistas John “Juan Brujo” Lepe (18 de septiembre, 61) y Ciriaco “Pinche Peach” Quezada (17 de julio, 57).

In-a-gadda-da-vida era, hasta hace un par de décadas, uno de los temas que definían al “rock clásico”. Lanzado originalmente en 1968, es un viaje lisérgico de casi veinte minutos que ocupaba todo el Lado B del segundo LP del cuarteto californiano Iron Butterfly. Doug Ingle (78), vocalista, organista y compositor de este himno del rock ácido, falleció el 24 de mayo. Lo siguieron Jimmy Hastings (18 de marzo, 85), saxofonista de Caravan, una de las mejores exponentes de la escena de Canterbury; Brit Turner (3 de marzo, 57), baterista de Blackberry Smoke, vibrante grupo de blues-rock que visitó Lima teloneando a Slash en el 2019; J. D. Souther (17 de septiembre, 78), coautor de exitazos de Eagles como New kid in town o Heartache tonight; y el escocés Joe Egan (6 de julio, 77), quien alcanzó la fama en el grupo Stealers Wheel, con el tema Stuck in the middle with you (1973). Asimismo, dos miembros de las bandas de Frank Zappa, el bajista Tom Fowler (73) y el vibrafonista Ed Mann (70), fallecieron uno después del otro, los días 2 y 1 de junio, respectivamente.

Muchos creemos que el Perú es un lugar mejor tras la muerte de Alberto Fujimori (11 de septiembre, 86). El problema es que, por cada político corrupto mueren tres o cuatro estrellas de nuestra música popular, dejándonos la sensación de estar cada vez más a merced del mal gusto y la vulgaridad. Yola Polastri (7 de julio, 74), fue una conductora infantil que dedicó su vida a lanzar canciones entretenidas y blancas, las mismas que son recordadas por toda una generación que creció con ellas, con mensajes positivos y didácticos, a leguas de distancia de lo que hoy escuchan nuestros niños. 

Siguiendo con la escena local, el histórico Lucas Borja, segunda voz y guitarra de Los Romanceros Criollos (10 de mayo, 90); el (in)combustible rocanrolero César Alemán, más conocido en el ambiente subte como César N (18 de marzo, 55); el baterista original de Frágil, Arturo Creamer (28 de mayo, 69); el baladista nuevaolero Gustavo “Hit” Moreno (5 de marzo, 86); y Johnny Farfán (1 de abril, 81), estrella del bolero cantinero; enlutaron a sus seguidores. Finalmente, el lamentable deceso de Flor Quispe Sucapura (23), ocurrido el 3 de abril, una joven puneña que buscaba construirse una carrera en el huayno moderno bajo el nombre artístico de “Muñequita Milly”, es un hecho que combina varias de las taras sociales del Perú y del mundo moderno: la obsesión por las cirugías estéticas, la ausencia de escrúpulos de los charlatanes que las ejecutan y la eterna impunidad que no castiga a los responsables.

Las muertes del pianista y director de orquestas Sergio Méndes (5 de septiembre, 83) y del saxofonista David Sanborn (12 de mayo, 78) fueron cubiertas por medios especializados en jazz moderno. Mientras que, por un lado, el brasileño colocó al bossa nova y la samba en primera línea de las radios “easy listening”; el norteamericano se paseó tanto por el blues y el rock como por el jazz moderno y la fusión, con una discografía amplia y diversa, alternando con estrellas como David Bowie, Miles Davis, los hermanos Brecker, Al Jarreau o su cómplice, el virtuoso bajista Marcus Miller.

El latin-jazz también perdió al bajista Tony Banda (15 de diciembre, 68) quien, junto a su hermano, el timbalero Ramón Banda, formó parte de la poderosa sección rítmica del reconocido conguero Ildefonso “Poncho” Sánchez entre 1983 y 2013. Los barbudos hermanos Banda, de origen mexicano, lanzaron en el 2003 un sensacional disco llamado Acting up! El trompetista cubano Manuel “Guajiro” Mirabal, que el mundo conoció como integrante de Buenavista Social Club, falleció a los 91 años, el 28 de octubre. En el Perú, la comunidad salsera lamentó la prematura muerte, el 5 de diciembre, de Dante “Salsófilo” Corrales, animador de la popular orquesta chalaca Zaperoko, especialista en covers de salsa dura.

El director de orquesta, pianista y educador japonés Seiji Ozawa (6 de febrero, 88), fue la personalidad más importante de la música académica que nos dejó este 2024. Histórico conductor de la Orquesta Sinfónica de Boston, fue admirado tanto por la crítica especializada como por el público, por sus apasionadas y precisas interpretaciones. También en este campo, el legendario concertista italiano Maurizio Pollini (23 de marzo, 82), especialista en el periodo clásico del piano -Debussy, Beethoven, Chopin. Finalmente, el director de orquesta, pianista y educador húngaro Péter Eötvös, continuador del modernismo de Pierre Boulez y su compatriota Béla Bartók, que escribió óperas, sinfonías, soundtracks para directores de su país y música electrónica incidental, así como adaptaciones de obras literarias de Anton Chejov o Gabriel García Márquez, falleció un día después, el 24 de marzo, a los 80.

La música country, acostumbrada a despedir a sus estrellas más longevas, como el actor y compositor Kris Kristofferson (28 de septiembre, 88); pasó por un duro trance tras conocer que Toby Keith, uno de los principales exponentes del género desde los años noventa, había sido diagnosticado con cáncer estomacal. El intérprete y compositor de varios himnos nacionalistas que han sido usados indistintamente por gobiernos demócratas y republicanos falleció a los 62 años, el 5 de febrero. 

Por su parte, partieron también la cantautora folk Melanie Safka (23 de enero, 76), una de las estrellas protagonistas del Festival de Woodstock; el bajista de reggae Aston “Family Man” Barrett, de la formación original de Bob Marley & The Wailers (3 de febrero, 77); el británico Steve Harley, líder de The Cockney Rebel, banda seminal de glam-rock (17 de marzo, 73); la chanteuse francesa Francoise Hardy (11 de junio, 80); Slim Dunlap (18 de diciembre, 76), guitarrista de The Replacements; la cantante de gospel y soul Cissy Houston (7 de octubre, 91), madre de Whitney Houston; el histórico productor de The Kinks y The Who, Shel Talmy (13 de noviembre, 87); y el cineasta canadiense Norman Jewison (20 de enero, 97), director de clásicos como Fiddler on the roof (1971) y Jesuschrist Superstar (1973).

Finalmente, vale la pena mencionar a los siguientes caídos entre enero y diciembre del año que se fue: Chris Karrer (2 de enero, 76), multi-instrumentista, compositor y pionero del krautrock alemán con su banda Amon Düül II; el productor Frank Farian (23 de enero, 82), también alemán, que lanzó a la fama a actos como Boney M, No Mercy y Milli Vanilli; René Toledo (6 de febrero, 66), guitarrista cubano de enorme presencia en sesiones de grabación de artistas de latin-pop como Jennifer López, Marc Anthony, Ricky Martin, entre otros; Michael Ward (1 de abril, 57), guitarrista de The Wallflowers; Mike Pinder (24 de abril, 82), tecladista de The Moody Blues; los rockeros argentinos Javier Martínez (4 de mayo, 78), baterista de Manal, y Willy Quiroga (21 de noviembre, 84), bajista de Vox Dei; el tenor y ex congresista peruano Franceso Petrozzi (27 de mayo, 62); y Herbie Flowers (5 de septiembre, 86), destacado bajista de sesión que trabajó, entre otros, con David Bowie y Lou Reed, en clásicos como Space oddity y Walk on the wild side, entre otros. 

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MC5, Obituarios 2024, Quincy Jones, Yola Polastri

[Música Maestro] El sábado pasado, 21 de diciembre, Frank Vincent Zappa, uno de mis artistas favoritos, habría cumplido 84 años. La misma edad que hoy tiene Ringo Starr, el Beatle a quien convocó para que actuara en su caleidoscópica película 200 Motels, de 1971. O la edad que habría cumplido John Lennon, el otro Beatle, con quien hizo una histórica jam session en el Fillmore East de New York, ese mismo 1971 -contaminada por los insufribles alaridos de Yoko-, que acabó en un lamentable robo de derechos de autor perpetrado por la pareja más famosa del rock clásico (ver historia completa aquí).

En mi vida de melómano he desarrollado fanatismos múltiples y diversos. Quienes me conocen desde mi más temprana infancia saben perfectamente que, desde la cuna, me agitaba con las canciones de los Bee Gees. En paralelo, me enganché con las guitarras acústicas de los boleros -cubanos, mexicanos- y los valses de la Guardia Vieja, el jazz de Frank Sinatra y Glenn Miller que escuchaba mi papá; y con las baladas, salsas y cumbias que emocionaban a mi mamá, cada vez que se encendía la radio de la casa.

Después llegó el rock y sus infinitos derivados, desde los Beatles en dibujos animados de Canal 5 hasta el progresivo, el punk y el heavy metal, géneros en los que sumergí hasta lo más hondo, en simultáneo a todo lo que se escuchaba en las radios convencionales, Doble 9 y en Disco Club, el programa televisivo que nos educó en cuestiones de pop-rock. Luego llegaron la trova, Les Luthiers, Silvio Rodríguez,Joan Manuel Serrat y el rock en español, en especial el argentino. En el camino, como seguramente recordarán mis compañeros deuniversidad, me hice fan acérrimo de Queen y de todos los bajistas extraordinarios, desde John Paul Jones (Led Zeppelin) hasta Steve Harris (Iron Maiden), que me erizaban la piel y hacían volar mi imaginación, lo mismo que sentía al escuchar las orquestas del Álbum Musical del Mundo (aquel microprograma de la NHK japonesa que pasaba Canal 7) con sus melodías de Mozart, Vivaldi, Bach o Beethoven, o a Luciano Pavarotti entonando canciones napolitanas.

Frank Zappa apareció en mi radar musical a través del error de uno de mis dealers de cassettes piratas. Sería 1990 o 1991, durante mi primer año en la San Martín. En el segundo piso de las Galerías Brasil, a seis cuadras de la Facultad de Ciencias de la Comunicación, había un local donde grababan, por unos cuantos soles, vinilos completos. Uno tenía la opción de llevar su propio cassette en blanco o, si no, la tienda te ponía también el soporte de plástico, incluyéndolo en el precio final.

Había mandado a copiar allí un LP de Genesis del periodo 1970-1973, una extraña recopilación alemana titulada Rock Theater. Como en esa oportunidad no tenía cassette a la mano, encargué el servicio completo. Cuando llegué a mi casa para escuchar lo grabado, después del épico final de Supper’s ready, el cuento musicalizado por Gabriel, Collins, Hackett, Banks y Rutherford, tras un instante de silencio, asaltó mis oídos una ráfaga de cuarenta o cincuenta segundos de un esquizofrénico intermedio instrumental que concluía con unagrandiosa fanfarria de influencia sinfónica que dio paso al inicio de un tema más pausado que, con las mismas, se cortó abruptamente.

“¿Qué era eso?”, me quedé pensando y, a mi siguiente visita, llevé el cassette para que el vendedor me ayudara a identificarlo. Después de escuchar el fragmento, el dealer pirata sacó de su caja de vinilos viejos uno de carátula rosada, con la foto de una persona saliendo de una piscina vacía, que solo dejaba ver sus amenazantes ojos y una alborotada melena. Se trataba, por supuesto, del LP Hot Rats (1969) y lo que había escuchado por accidente era el final de Son of Mr. Green Genes, seguido del inicio de Little umbrellas. El amigo de la tiendame dijo, palabras más palabras menos: “tráeme un cassette de 90 y te grabo dos discos de este pata”, en compensación por haber usado uno viejo para lo de Genesis. Por supuesto, acepté.

En el Lado A del cassette estaba el Hot Rats completo que tiene, además de los dos mencionados, otros cuatro temas, entre ellos elbluesero Willie the pimp, cantado por Captain Beefheart y Peaches en regalia, quizás la más “conocida” para los adictos al rock clásico. Y, en el Lado B, un disco cargado de efectos, voces entrecortadas y canciones breves pero sustanciosas en cambios y mensajes, algunos explícitos y otros cifrados. Me refiero a una de sus primeras obras maestras, el brillante We’re only in it for the money (1968). Todavía estaba lejos de ser un conocedor de la música de Frank Zappa, pero escuché tantas veces ese cassette que acabé aprendiéndome de memoria ambos álbumes.

Mi nuevo fanatismo fue difícil de alimentar en los años noventa, solo logré escuchar algunas cosas más. No fue sino hasta la era de internet y la piratería de discos compactos que logré profundizar acerca de las diversas dimensiones de este músico que sobrevivió a la decadencia del hippismo, las hordas del punk y la diversificación de los gustos musicales de las masas, apoyado en su comunidad de seguidores y su particular creatividad, su adicción al trabajo y meticuloso perfeccionismo, su estatus como “héroe de la guitarra” -al nivel de Jimi Hendrix, Eric Clapton o Allan Holdsworth– y su genuina extravagancia.

Zappa era una atípica estrella del rock. No se drogaba ni tomaba alcohol, lo cual le permitía mantener la lucidez en cada entrevista que le hacían en conocidos espacios de la televisión de su país -David Letterman, Saturday Night Live- o en los países europeos que frecuentemente visitaba con sus bandas. Cuando no estaba de gira, dormía todo el día y grababa/editaba de noche, escribiendo y dirigiendo hasta el último detalle. En vivo, jamás repetía un setlist ni los solos que tocaba, en conciertos que superaban las dos horas y media. En sus canciones se burlaba de todos, desde Peter Framptonhasta Culture Club, desde Richard Nixon hasta Jimmy Swaggart. Les ponía nombres extraños a sus hijos -Moon Unit, Dweezil, Ahmet, Diva- y sus letras eran, en muchos casos, alocadas, repletas de aparentes sinsentidos y hasta procaces, pero nunca aburridas ni mal escritas, y siempre capaces de convertirse en agudas crónicas personales sobre temas más serios como las inquietudes de los jóvenes, la represión sexual, el consumismo, la crisis e hipocresías del music business, la discriminación, la corrupción política, el pésimo sistema educativo y el engaño de la religión institucionalizada.

Su discografía es amplísima -más de 60 lanzamientos oficiales en vida y una cantidad similar de lanzamientos póstumos y tiene de todo: jazz-rock, pop-rock, country, soul, música concreta, blues, progresivo, proto heavy metal, música sinfónica, vaudeville, doo-wop y muchas otras variaciones de estilos, desde la parodia hasta alucinados coversde un enorme rango de fuentes, desde el Hava Nagila judío hasta la banda sonora de Star Wars, desde fragmentos de composiciones de Igor Stravinsky y Béla Bartók hasta versiones propias de clásicos de Johnny Cash, Led Zeppelin y los Beatles.

Frank Zappa murió prematuramente, a los 53 años, de cáncer de próstata. Tenía todavía mucha música que hacer y, sobre todo, muchas cosas qué decir. En sus últimos conciertos de 1988 por los Estados Unidos, multitudinarios a pesar de no haber tenido nunca difusión en radios ni en la naciente MTV, instalaba mesas para que los asistentes se registren para votar y decía, sin pelos en la lengua y en plena campaña electoral, que Ronald Reagan era un tremendo imbécil, en Dickie’s such an assholededicada originalmente al presidente Richard Nixon, el mismo año de su renuncia al cargo tras el escándalo de Watergatey que los fanáticos religiosos gana(ba)n plata haciéndole creer a los ciudadanos que eran todos unos tarados (Jesusthink you’re a jerk).

A pesar de su prolífico trabajo discográfico y presencia constante en medios, además de tener una protagónica participación, junto a la estrella country John Denver y el vocalista de los Twisted Sister, Dee Snider, en la polémica desatada en 1985 por la PMRC (Parents Music Resource Center), una asociación liderada por Tipper Gore, esposa del entonces senador y futuro vicepresidente Al Gore, que promovió un acto de censura a diversos artistas pop-rock -la colocación de la famosa etiqueta de “contenidos explícitos vigente hasta hoyque generó encendidos debates en el mismísimo Parlamento norteamericano y en sintonizados programas de televisión (como este episodio de Crossfire en CNN, de 1986), el legado ideológico y político de Frank Zappa se apagó con su muerte, al punto de que su nombre fue totalmente desaparecido de cualquier retrospectiva que se haya hecho acerca de las mentes más influyentes del país del Tío Sam, durante las décadas siguientes.

Si Zappa no hubiera sucumbido al cáncer -quiero decir, si nunca lo hubiera padecido- estaría actualmente al nivel de comentaristas políticos y sociales como Noam Chomsky, Michael Moore o BernieSanders. De hecho, para la campaña presidencial de 1992-1993, en la que ganó Bill Clinton, se deslizó la posibilidad de que el músico, en trance de retiro por la enfermedad que comenzaba a aquejarlo, se presentara como una tercera vía, ni demócrata ni republicana. Habría sido muy interesante escuchar hoy su opinión acerca del dúo de oligofrénicos Donald Trump/Elon Musk, la masacre en Palestina, las maratones de Netflix, la adicción al exhibicionismo de las redes sociales y la inteligencia artificial, el mamarrachento reggaetón, el asesinato del CEO de United Healthcare, o el lunático presidente de Argentina, Javier Milei.

Otro de sus aportes a la música norteamericana contemporánea es su papel como promotor de talentos nuevos. Frank descubrió a músicos que, posteriormente, construyeron su propio prestigio como, por ejemplo, Steve Vai, uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos; Adrian Belew, cantante y guitarrista quien fuera, entre otras cosas, parte del renacimiento de King Crimson desde 1981 y que ha trabajado, entre otros, con David Bowie y Talking Heads; Warren Cuccurullo, fundador de los ochenteros Missing Persons y luego miembro de otros legendarios de esa década, Duran Duran; Chester Thompson, famoso baterista de Genesis y Phil Collins; VinnieColaiuta, uno de los más grandes del jazz moderno; o Terry Bozzio, otro monstruo de las baquetas, también de Missing Persons e integrante de cientos de proyectos y sesiones de grabación de rock, jazz y heavy metal.

Asimismo, los primeros trabajos importantes de íconos del jazz-rock como George Duke (teclados), el francés Jean-Luc Ponty y el indio L. Shankar (violín eléctrico, ambos) fueron con Frank. Y, desde luego, toda la galería de excelentes músicos que trabajaron con él en sus diversos periodos como, por ejemplo, Ian Underwood (teclados, saxos), Don Preston (teclados), Ruth Underwood (vibráfono), Tommy Mars (teclados), Chad Wackerman (batería), Robert Martin (voz, teclados, saxos), Mike Keneally (guitarra, teclados) y Scott Thunes(bajo), muchos de los cuales han mantenido vivo el legado de Zappaen bandas-tributo como Banned From Utopia, Project/Object, TheGrandemothers o The Zappa Band. Esta última fue telonera oficial en la más reciente gira de King Crimson, realizada en 2022-2023.

La discografía de Frank Zappa se puede dividir en los siguientes periodos:

1966-1970: con The Mothers Of Invention, banda que fue una piedra en el zapato para la subcultura hippie y el pop-rock oficial, con sus espectáculos irreverentes y su aspecto grotesco.
1970-1972: de graciosas rutinas, que concluyó con el incendio en Montreaux narrado en el clásico Smoke on the water de Deep Purple y un atentado en el que casi muere, en Londres.
1972-1976: jazz-rock puro y duro, combinando la vocación por el rock-comedia, la sátira política y la complejidad instrumental, de big bands a ensambles sorprendentemente virtuosos.
1977-1980: etapa de transición que se concentró mayormente en lanzamientos en vivo con una banda joven y alocada. En este periodo tuvo además un enorme lío legal con la Warner Brothers.
1981-1993: periodo de intensa actividad en los estudios -un disco por año de 1981 a 1986- y, en paralelo, varios lanzamientos en vivo, y extensas giras mundiales de 1980, 1982, 1984 y 1988.
1994-2024: en los treinta años posteriores a su muerte, han aparecido más de setenta discos con materiales inéditos, sesiones completas de álbumes emblemáticos, conciertos y mucho más.

Además, se han publicado varios libros y estrenado dos documentales sobre su figura artística y política: Eat That Question: Frank Zappa in His Own Words (Thorsten Schütte, 2016) y Zappa (Alex Winter, 2020), resaltando todo lo que el establishment pretende ocultar.Paralelamente, este artista multidimensional produjo varias películasUncle Meat (1969, estrenada recién en 1987), la mencionada 200 Motels (1971), Baby snakes (1979) o The Dub Room Special (1982), lanzó varios sellos discográficos y dio empuje a las carreras de artistas como Alice Cooper o Captain Beefheart, su amigo de la infancia.

Asimismo, protegió por todos los medios posibles su libertad para hacer, decir y grabar lo que quisiera, en aquel laboratorio ubicado en Laurel Canyon, California, llamado UMRK (Utility Muffin ResearchKitchen) que construyó en 1979, centro de sus operaciones hasta el año de su muerte y que en el 2016 fue comprado por Lady Gaga. Tras esa publicitada venta, la fundación que manejó su viuda Gail -hasta su fallecimiento en 2015- y sus hijos Diva y Ahmet trasladó todo el material de audio y video de lo que se conoció como “los sótanos” a un lugar no identificado. Desde ahí, el equipo liderado por el baterista Joe Travers sigue restaurando joyas musicales que, cada año, ponen en alerta a la gran comunidad de seguidores que tiene Frank Zappa a nivel mundial. La última de ellas es un boxset de 5 CD por el 50 aniversario de Apostrophe (‘), con las sesiones completas de grabación del icónico álbum de 1974.

Son muchas cosas que se han quedado en el tintero, como su relación con músicos clásicos contemporáneos como el norteamericano Edgard Varèse (1883-1965), su inspiración, y el francés Pierre Boulez (1925-2016), con quien trabajó en 1984; su rescate de tres miembros de la banda sesentera The Turtles; el apoyo que le dio a una leyenda del blues, Johnny Guitar” Watson (1935-1996), a mitad de los setenta; su apoyo al dramaturgo Václav Havel cuando fue elegido primer presidente de la República Checa; la adoración que por él han manifestado personajes como el actor Billy Bob Thornton o Matt Groening, creador de los Simpsons; o la infinidad de bandas de jóvenes y talentosos músicos que se dedican a tocar sus canciones.Los amantes del cine contemporáneo tuvieron un ligero contacto con el extenso catálogo de Frank Zappa en la película Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001), en cuyos créditos finales suena el instrumental Watermelon in Easter Hay (Joe’s Garage, 1980).

En su última entrevista televisada, ante la pregunta “cómo quisieras ser recordado” él, ya visiblemente desmejorado, contestó. “No me interesa ser recordado, en absoluto”. Sus seguidores no le hacemos caso, por supuesto.  

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José Luis Madueño, Navidad, Ronda de Pascua, Toribianitos, villancicos

[Música Maestro] En mis tiempos de niñez y adolescencia, las celebraciones de Navidad y Año Nuevo tenían que ver con la ilusión de ver a la familia, de pasarla bien en casa, de jugar en la calle hasta tarde, de reunirse con los amigos. No recuerdo haber sentido, entre los 8 y los 18 años, temor de salir al parque que estaba frente a mi casa en San Miguel, a cualquiera de sus esquinas -sin rejas, no como están actualmente– a cualquier hora. Las calles se alegraban, no como ahora que el desánimo se siente apenas sale a caminar.

Tampoco había enjambres de motos que amenazaran nuestra seguridad. Ni siquiera los fuegos artificiales o actividades potencialmente peligrosas como, por ejemplo, quemar un muñeco de plásticos y trapos en medio de la pista y lanzarles una sarta de cohetecillos en medio de aquellas improvisadas piras, para que revienten todos a la vez, representaban un verdadero riesgo para nadie.

Sin embargo, en la Navidad actual, quienes fueron parte de mi generación y hoy son padres o madres de niñas, niños y adolescentes en este país deben estar, aun cuando no quieran reconocerlo -quejarse de la situación actual quita estatus-, con el alma en un hilo pensando qué harán si una rata blanca de mala calidad les explota antes de tiempo, si se desata una balacera en medio del centro comercial en el que estén paseando con sus amigos, si regresarán a casa llorando porque un Rappi falso les arrebató su iPhone. O si regresarán a casa. Así, a secas.

Porque a diferencia de nuestros tiempos, ya no hace falta vivir en las zonas más picantes de los “distritos populosos” (La Victoria, Barrios Altos), en los Barracones del Callao o en las provincias asoladas por Sendero, para tener la certeza de que tus hijos están en peligro dequedar heridos o muertos. En este maldito diciembre de 2024 que vamos acabando a rastras, ir al antes inofensivo distrito mesocrático de Lince a buscar cómics puede terminar de un momento a otro en un hecho de sangre, relacionado a mafias extorsionadoras y prostitución callejera o congresal, sin que ningún estado de emergencia te garantice seguridad.

Una de las pocas cosas que aún nos dan la opción de intentar vivir estas fechas con el recuerdo de aquella niñez y aislarnos, aunque sea un instante, de los sicarios, las llamadas extorsivas de números falsos y los congresistas aliados de las organizaciones criminales, de los cirujanos plásticos que son también asesores políticos, los ministros impresentables, los proxenetas del Congreso y la fría e invasivaavalancha publicitaria de ofertas, compras y regalos, es la música.

En esta temporada festiva, la música es un componente fundamental, un surtido rubro que no ha pasado desapercibido para varios artistas nacionales que, a lo largo de las décadas, han grabado sus propias versiones de clásicos villancicos y melodías que musicalizan estas fechas con sus mensajes de paz, unión familiar y alegría antes de la Nochebuena, en diversos géneros de nuestro folklore e inclusive fusiones más modernas, que recogen lo mejor del repertorio navideño para darle ese sabor peruano que tanto nos identifica.

Por ejemplo, vienen a mi cabeza versos como este: «Belén, campanas de Belén, que los ángeles tocan ¿qué nueva han de traer?», uno de los estribillos más populares en centros comerciales, hacinados mercados populares, calles y plazas de nuestro país, entonado por las voces de un coro de niños formado hace más de cincuenta años y que ha sido parte de la vida de varias generaciones como sinónimo de estas fechas del calendario religioso católico.

Al Perú, los villancicos -ver historia del término en esta nota llegaron directamente desde España, en la forma de simpáticas tonadas a través de las cuales fijamos, en nuestras memorias, elementos básicos de la historia de la Natividad. No hay niño peruano de zonas urbanas, en la capital y las principales ciudades del interior, que no se sepa las famosas líneas de aquella canción que lo lleva al camino de Belén -o Bethlehem, su nombre en arameo, que significa «la tierra del pan»-, un pueblecito pastoril ubicado a casi 13 mil kilómetros de Lima, en medio de la golpeadísima Palestina, donde Jesús nació, según el relato bíblico, en un humilde pesebre hace 2,024 años.

Las adaptaciones de los villancicos al lenguaje de nuestra música popular -folklore andino, música negra, cumbia, fusión, etc.- constituyen una manifestación cultural moderna que combina el fervor religioso que heredamos del dominio español con la calidez del ambiente familiar que rodea estas celebraciones y su vigencia, aún en estos tiempos de superficial hipercomercialización de la Navidad, conectándonos con el llamado «espíritu navideño», esa abstracción que, de vez en cuando, logra sacar lo mejor de nosotros al escuchar unos cuantos acordes y estrofas que disparan recuerdos de tiempos pasados.

En 1965, hace exactamente 54 años, nació un coro infantil que se convertiría no solo en parte inseparable de la Navidad en nuestro país, sino que en su momento fue un éxito artístico y comercial de enormes proporciones. Fue en la norteña ciudad de Chiclayo, capital de la región Lambayeque, en la humilde sala de profesores del Colegio Manuel Pardo, en que un sacerdote español que allí trabajaba como profesor de música, formó “la coral”, un proyecto en el que reunió a niños de Primaria –entre 8 y 10 años- para prepararlos en la interpretación de melodías navideñas.

Desde las primeras semanas de aquel año escolar, José María Junquerainició el proceso de selección y audiciones, convocando a los niños y probando sus voces con el Himno Nacional. Los ensayos eran muy exigentes, como recuerdan varios de los integrantes del elenco, que tuvo un rotundo éxito con sus primeras actuaciones en auditorios de instituciones educativas de diversas provincias de Lambayeque (Pimentel, Tumán, Chongoyape, Chepén y otras) para luego llegar a Lima con esta propuesta de “voces blancas” como las llamaba Junquera, que entonaban cálidas y armoniosas melodías navideñas que poco a poco se metieron en el imaginario colectivo del Perú.

Ese mismo año el coro llegó a Lima y llamó la atención de los sellos discográficos Decibel e Iempsa. Gracias a los contactos de Junquera, a su tenacidad y fe en el proyecto, el coro de quince niños chiclayanos ensayó sus villancicos acompañados por la Orquesta Sinfónica Nacional y apoyados, en la dirección musical y arreglos, por el famoso pianista argentino Horacio Icasto (1940-2013), conocido por haber acompañado a artistas internacionales de la talla de Martha Argerich, Paquito de Rivera, Joan Manuel Serrat, Miguel Ríos y muchos más.

Su primera grabación, bajo la dirección de Junquera y arreglos del pianista Luis Rolero, se tituló Ronda de Navidad (Decibel, 1965), y contiene temas como Canta, ríe, bebe, Una pandereta suena, Alegría, alegría, alegría y, en especial, el tema que da título al LP, con su famosa línea inicial “Somos los niños cantores que vamos a pregonar la Natividad, señores, del Rey de la Humanidad…” que hasta ahora resuena cada diciembre como símbolo de nuestras fiestas navideñas.

A pesar de la popularidad de los niños cantores de Chiclayo y su permanente presencia en los hogares peruanos en estas fechas, nadie supo nada de sus integrantes hasta el año 2013, en que la revista Somos del diario El Comercio se contactó con varios de ellos, y les hizo un reportaje basado en testimonios que habían publicado en el blog Coro Infantil CMP. En aquella nota se resaltó el trabajo del coro y de su fundador José María Junquera.

A partir de entonces, se han generado reuniones y homenajes a los integrantes originales, cuyas edades oscilan entre los 66 y 70 años-, y las canciones siguen tan vigentes como cuando aparecieron por primera vez. “La coral de Chiclayo fue formada como jugando. Nadie creía que iba a tener el éxito que tuvo”, dijo Junquera, quien actualmente tiene 88 años y vive en su natal España. En total, el Coro Infantil del Colegio Manuel Pardo de Chiclayo grabó cuatro LP –Ronda de Navidad (1965), Ronda Infantil, Ronda Peruana (ambos en 1966) y Super Ronda de Navidad (1967).

Por su parte, en el Colegio Santo Toribio del Rímac nació otroconjunto infantil, de la mano del sacerdote y maestro de música Óscar Aquino Pérez, quien en 1971 decidió formar un coro con sus alumnos para hacerlo participar en un concurso local. La recordada maestra y presentadora de televisión Mirtha Patiño (1951-2019) quedó encantada con su presentación y los llevó a diversas actuaciones.

Ataviados con uniformes rojiblancos –aunque originalmente eran guindas, pero se fueron despintando como recuerda uno de sus integrantes- Los Toribianitos se convirtieron en el principal grupo navideño del Perú por su carisma y contagiosos ritmos, en los que combinaban los villancicos de origen español con géneros peruanos populares, desde huaynos hasta cumbias, acompañando cada tema con enérgicos, aunque algo descoordinados, pasos de baile.

A diferencia del coro del padre Junquera de Chiclayo, Los Toribianitos se volvieron una institución en sí misma, renovando sus elencos cada cierto tiempo, cuando los miembros rebasaban el rango de edad inicial (entre 8 y 15 años). En total, en sus más de 50 años de historia oficial, Los Toribianitos grabaron cinco discos, todos con el sello Iempsa, y por sus filas pasaron más de 1,500 niños cantores.

Su éxito a nivel nacional fue de tal magnitud que, aun cuando el colegio Santo Toribio cerró sus puertas hace ya catorce años, el padre Aquino continúa formando nuevas generaciones de Los Toribianitos, con presentaciones benéficas y apariciones esporádicas en la televisión, siempre con sus clásicos uniformes y actualizando sus canciones a las preferencias del público moderno. Aun cuando ya no poseen el éxito masivo que tuvieron en otras décadas, hay ciertos sectores del público que todavía los recuerda y consume sus grabaciones, casi como una postal de una Navidad que ya no existe más.

En el año 1991, una agrupación llamada Takillakkta publicó el cassette Navidad en mi tierra, una selección de canciones alusivas a las fiestas decembrinas en ritmos nacionales que logró cierta distribución en las cadenas de tiendas musicales de esa época(Discocentro, Music Box). Para fines de la década, Navidad en mi tierra apareció en formato de CD, uniéndose a la amplia variedad de opciones a la venta en temporada navideña, con relativo éxito a pesar de su sonido predecible, simple y calculado. Lamentablemente, ser elgrupo musical “evangelizador” del Sodalicio de Vida Cristiana extiende sobre ellos una densa nube negra que resulta difícil de disipar, porque no resulta difícil suponer que algunos de sus jóvenes integrantes (¿o debería decir todos?) hayan estado entre las tantasvíctimas de los execrables líderes de esta institución, que nada tienenque ver con el espíritu navideño ni mucho menos con la alegría infantil.

Ya en el siglo XXI, José Luis Madueño, pianista y compositor de jazz de amplia trayectoria, proveniente de familia musical su padre, el respetado compositor y profesor de música Jorge Madueño, falleció en agosto del año pasado; y su hermano mayor Jorge es un conocido rockero, integrante de bandas como Narcosis, Miki González y La Liga del Sueño- se juntó con Ricardo Silva, multi-instrumentista de cuerdas y vientos, uno de los fundadores de la influyente banda Del Pueblo del Barrio, buque insignia de la fusión entre música andina y rock en el Perú, para hacer música navideña con sonidos peruanos.

Ambos produjeron, el año 2003, el disco Navidad Afroandina, en el que combinan sus talentos para tener un acercamiento diferente al tradicional estilo de villancico peruano cantado por niños, lo cual le dio un aire innovador y fresco, aunque dirigido a un público menos masivo. En aquel CD participaron destacados músicos nacionales como Juan Luis Pereyra (charango, mandolina, fundador de El Polen), Luciano “Chano Díaz Límaco (charango, mandolina), María Elena Pacheco (violín), Edgar Espinoza, Hugo Ossco (quenas, zampoñas), Marco Oliveros, Óscar “Pitín Sánchez, Mariano Liy (percusiones), Enderson Herencia (bajo), Ruth Huamaní, Quito Linares (guitarras), entre otros, que han paseado sus habilidades por las escenas locales de pop-rock, música criolla, folklore andino y jazz.

Otro hito importante en la producción contemporánea de música navideña con sabor nacional se dio en el 2010 cuando nuestra querida Susana Baca presentó, en una parroquia de Chorrillos, las canciones de su disco Cantos de adoración (Editora Pregón/Play Music), una selección de composiciones y versos populares de motivación religiosa, recopilados por la maestra a lo largo de años de investigación de los acervos musicales de las poblaciones afrodescendientes de nuestro país.

Desde los coros infantiles en regiones como Huaraz, Arequipa o Cusco, que publicaron discos de vinilo en los años ochenta, buscando replicar el éxito del Colegio Manuel Pardo de Chiclayo que fueran recopilados a finales de los noventa en un CD titulado Navidad Andina- y Los Toribianitos de Lima hasta grabaciones menos significativas, orientadas al nuevo mercado de consumo indiscriminado de todo lo que asegure algo de fama y posicionamiento masivo, como las de Eva Ayllón, Los Hermanos Yaipén o Maricarmen Marín, la música navideña resiste el paso del tiempo y se erige como un reducto de emoción, aun en estos tiempos de indolencia criminal y caos generalizado.

PD: Hoy, sábado 21 de diciembre, habría cumplido 84 años uno de mis artistas favoritos, el compositor, cantante y guitarrista Frank Zappa, invisibilizado por el establishment norteamericano por manejar uno de los discursos más lúcidos y directos contra la política, la cultura popular, la educación y la religión en “el país de las libertades”. Para leer más sobre FZ, click aquí.

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José Luis Madueño, Navidad, Ronda de Pascua, Toribianitos, villancicos

[Música Maestro] A pesar de la importancia que tiene la batería, como instrumento, en cualquier estilo derivado del pop-rock y del jazz, son muy raras las ocasiones en que sus ejecutantes ocupan el centro de la noticia. Esto ocurre tanto en el cerrado microcosmos de medios especializados en música popular como en el universo amplio de la información cotidiana, en que esa invisibilidad es aun mayor, una regla que solo se quiebra cuando, lamentablemente, algún músico importante fallece. 

Por ejemplo, hace apenas tres años, Charlie Watts (1941-2021) fue titular en las secciones culturales y de espectáculos de casi todos los periódicos y noticieros del mundo. Pero claro, se trataba del integrante de una banda de rock conocida hasta por el más impresentable de los reggaetoneros. Y, aun así, no podríamos decir que fuera masivamente cubierto como hecho noticioso, si lo comparamos, por ejemplo, con las barrabasadas de Shakira, Christian Cueva o Puff Daddy. Quizás cuando, triste e inevitablemente, el ex Beatle Ringo Starr (84) fallezca pase, a nivel de medios de comunicación, algo similar a lo que vimos tras la muerte del sobrio y elegante baterista de los Rolling Stones.

Sin embargo, la semana pasada sucedió algo atípico. La comunidad metalera recibió una noticia que la mantendrá hablando del tema durante meses, aun cuando no tenga que ver -en buena hora- con el fallecimiento de uno de sus soldados. Nicko McBrain, baterista de Iron Maiden, emblemática banda que lideró a comienzos de los ochenta la New Wave Of British Heavy Metal y que es, además, uno de los grupos más queridos y exitosos entre oyentes de todos los géneros del rock por su consistencia, influencia y carisma, anunció su retiro después de pasar 42 años de su vida detrás de esos tambores con los que estremeció a multitudes que lo vieron a nivel mundial. Y lo hizo por todo lo alto, tocando ante más de cuarenta mil fanáticos de la Doncella de Hierro en Sao Paulo, Brasil, el 7 de diciembre pasado.

Los expertos en Iron Maiden lo saben. McBrain, el segundo de los dos bateristas oficiales que ha tenido la banda en su larga historia y el tercer integrante con más tiempo dentro, después de Steve Harris (68) y Dave Murray (67)- se convirtió en el alma del grupo. Si Harris es el cerebro y comandante en jefe, Bruce Dickinson (66), el piloto de la nave -literalmente hablando- y Dave Murray, Adrian Smith (67) y Janick Gers (67), los incansables guerreros de primera línea, McBrain puso la sensibilidad y la contundencia desde el fondo, la base sobre la cual todo comenzaba a levantarse hasta alturas insospechadas de energía pura en cada interpretación, desde el brillante periodo comprendido entre Peace of mind (1983) y Fear of the dark (1992); la difícil transición de 1995-1999, con Dickinson fuera del cuadro; y el renacimiento de la banda, ya como sexteto, que se dio a partir del décimo segundo álbum, el sorprendente Brave new world (2000) hasta el denso y algo repetitivo Senjutsu (2021). 

Y en concierto, ni qué decir. Desde que se sentó, a fines de 1982, en la batería de Iron Maiden, que ya tenía tres poderosos álbumes en el mercado en ese entonces y una fanaticada que crecía por el mundo entero sin publicidad alguna, para reemplazar a Clive Burr (1957-2013), McBrain convenció a los hinchas del quinteto con su soltura y extravagancia, esa mirada de zorro viejo y su capacidad para darle combustible, en presentaciones cada vez más largas, al grupo desde su enorme batería de un solo bombo y decenas de tambores. Tocando siempre con la boca abierta y, desde los dos miles, descalzo, McBrain era una fuerza de la naturaleza y parecía imparable.

Parecía imparable hasta inicios del año 2023, en que sufrió un derrame cerebral que dejó paralizado el lado derecho de su cuerpo, desde el hombro hacia abajo. Como cuenta en este video, el dinámico baterista ingresó por sus propios pies a una clínica y, tras las pruebas de rigor, comenzó un exigente proceso de rehabilitación física que duró aproximadamente tres meses. Gracias a su convicción y al apoyo del personal médico, logró no solo recuperar la movilidad de brazo y mano derecha, sino que se puso a tono para salir con sus compañeros, en lo que se llamó The Future Past World Tour, ochenta shows entre mayo de 2023 y diciembre de 2024. Precisamente, el último concierto de esta larga gira mundial fue aprovechado por la banda para anunciar el retiro de Nicko McBrain, que se despidió vitoreado y celebrado por una multitud agradecida por tantas décadas de buena música y harta bulla.

A lo largo de la historia del rock, ha habido varios casos de bateristas que, debido a la exigencia física de su trabajo, han tenido que dejar de tocar por motivos de salud. El más conocido probablemente sea el de Phil Collins (73), uno de los músicos más famosos de los años setenta y ochenta, tanto con Genesis como en solitario y, a la sazón, uno de los mejores percusionistas de todos los tiempos. Sus múltiples problemas, desde auditivos hasta neurológicos, lo alejaron por completo de su adorado instrumento, un hecho que comunicó oficialmente en el año 2014 y que lo sumió en una profunda depresión que terminó reactivando otra de sus enfermedades, el alcoholismo. 

Según un informe de www.drumeo.com, página web especializada en todo lo relacionado al mundo de la batería, “los problemas de salud son especialmente frecuentes entre los músicos que trabajan a tiempo completo. Un reciente estudio alemán demostró que más de dos tercios de los músicos profesionales viven con dolores crónicos, lo que significa que incluso después de meses o años de lesión, muchas personas siguen tocando a pesar del dolor, lo que podría provocar daños permanentes y el fin prematuro de su carrera”. El mismo artículo señala que “muchos de los problemas de salud que separan a los bateristas de su actividad surgen con la edad. Se vuelve más difícil curarse de lesiones físicas a medida que pasa el tiempo. Y para algunas personas, tocar durante largos periodos de tiempo puede resultar mentalmente agotador”.

Esto último parece ser el caso de Tim “Herb” Alexander (59), un baterista norteamericano muy respetado que surgió en la década de los años noventa como integrante original del trío de funk-rock Primus. Aunque no tiene una edad muy avanzada, Alexander viene tocando ininterrumpidamente desde 1985 y, de manera profesional, en prácticamente toda la discografía de la intensa entente, desde el vertiginoso Frizzle fry (1990) hasta su última producción oficial, The desaturating seven (2017), además de interminables giras y apariciones en festivales. En el año 2014 fue sometido a una operación a corazón abierto, luego de sufrir un infarto. Posteriormente, siguió tocando con Primus hasta hace pocos meses en que, abruptamente, anunció su retiro de la actividad musical.

La noticia del alejamiento del gran “Herb” no fue tan llamativa como la de McBrain, pero ciertamente causó gran revuelo en la comunidad mundial de seguidores de Primus, una banda de estilo virtuoso y frenético que registró clásicos noventeros como Jerry was a race car driver, Tommy The Cat (Sailing the seas of cheese, 1992) o My name is Mud (Pork soda, 1999). En su comunicado oficial, Alexander se despide de sus fans y declara necesitar tiempo para cuidar su salud y estar más cerca de su familia. “Tocar durante tantos años me ha generado serios problemas físicos y de estrés” dice el batero. Su público, comprensivo y agradecido, no le reprochó nada, por supuesto. 

Además de permitirnos entrar en contacto con esta dimensión humana de los bateristas, poco explorada por el público convencional que es, generalmente, indiferente a las situaciones que atraviesan quienes ejecutan las melodías con las que llenan sus reproductores digitales -también envejecen, se enferman, se estresan-, los casos de Nicko McBrain y Tim Alexander nos muestran cómo funciona la lealtad y admiración que generan sus respectivas bandas. En un mundo de espectáculos vacíos y masas que pierden el control por personajes de pacotilla, ver a una multitud coreando el nombre de Nicko McBrain y sosteniendo carteles dándole las gracias, resulta conmovedor. Cómo olvidar la estrecha relación de Iron Maiden con el público brasileño, desde aquella legendaria primera edición de Rock In Rio en 1985, donde el grupo se lució como protagonista, hasta sus posteriores participaciones en los años 2001, 2019 y 2021.

En el caso de “Herb”, las redes sociales de Primus se llenaron de mensajes de apoyo, preocupación por su bienestar y deseos de buena suerte. Sus compañeros de siempre, Les Claypool y Lary Lalonde, también mostraron comprensión y ofrecieron palabras muy sentidas elogiando el legado de Tim, su extremado talento, amistad y ética de trabajo. Luego, lanzaron una convocatoria abierta para encontrar a quien lo reemplace, colocando “términos de referencia” que evidencian la dificultad que tendrán para hallar alguien nuevo con tantas cualidades y destrezas. Un viejo amigo de la banda, considerado el mejor de su generación, Danny Carey (Tool, Beat), ocupará el lugar de su colega durante las próximas fechas de Primus, correspondientes a la gira 2025 que ya tenían pactada y en medio de la cual llegó la drástica pero necesaria decisión de Tim Alexander, quien también fuera baterista temporal de A Perfect Circle y del colectivo de percusionistas The Blue Man Group.

Cuando se trata de bateristas que se ven forzados a abandonar sus actividades por temas médicos, un caso que estremeció a la escena rockera fue, definitivamente, el de Bill Berry (66), fundador y pieza fundamental en el armazón creativo y sonoro de los norteamericanos R.E.M., importante banda de rock alternativo que fuera protagonista de la escena musical anglosajona durante buena parte de los ochenta y todos los noventa, con álbumes como Document (1987), Green (1988), Out of time (1991) o New adventures in Hi-Fi (1996), aclamados tanto por la crítica especializada como por las radios convencionales y el público en general. Berry sufrió, durante un concierto en Suiza en 1995, un colapso sobre el escenario a causa de un aneurisma. 

Berry, que se encargaba de varios instrumentos en las grabaciones de R.E.M. -bajo, piano, guitarras- se recuperó de aquel evento pero, dos años después, anunció su retiro pues no se sentía bien, aunque se le ha visto participar esporádicamente en reuniones de su banda, incluyendo una presentación especial en New York, en junio de este año, tocando el exitazo de 1991, Losing my religion. Para los trabajos en estudio y las giras posteriores a 1997, Bill Berry fue reemplazado por varios músicos, entre ellos Bill Rieflin (1960-2020), conocido por haber sido miembro de diversos grupos de géneros menos comerciales como Ministry (metal industrial), Swans (noise rock) y King Crimson (prog-rock). Rieflin también tuvo problemas de salud, mientras andaba de gira con el Rey Carmesí y, lamentablemente, falleció de cáncer poco antes de cumplir 60 años.

En Aerosmith, el baterista Joey Kramer (74) tuvo también que alejarse por asuntos de este tipo. El año 2020 anunció que dejaba el grupo tras ser operado del corazón, una situación que le generó, además, problemas legales porque cuando quiso regresar, denunció que le impidieron hacerlo, a pesar de sentirse “recuperado al 150%”. Después de algunos tires y aflojes, el quinteto anunció en sus redes sociales en el año 2023 que Kramer, uno de los fundadores del grupo, no formaría parte de una gira de despedida llamada Peace out: The Farewell Tour que iba a extenderse, supuestamente, hasta inicios del 2025 pero que fue cancelada de manera definitiva, debido a una serie de problemas vocales de Steven Tyler, vocalista y frontman de esta banda de blues-rock, conocida por los permanentes ingresos a clínicas de rehabilitación de varios de sus miembros, a causa de sus excesivos estilos de vida.

No podemos dejar pasar el dramático caso de Joey Jordison (1975-2021), baterista de Slipknot, una de las preferidas entre las nuevas generaciones de metaleros. Casi como una paradoja, quien asomaba como el músico más talentoso de este colectivo que no se caracteriza necesariamente por su trascendencia musical, sino por andar más preocupados en los aspectos teatrales de su actuación -pogos sobre el escenario, hábitos físicamente agresivos, disfraces y máscaras horripilantes-, tuvo que retirarse a causa de una mielitis que terminó quitándole movilidad en las piernas, lo cual obviamente le impidió seguir tocando. Lamentablemente, Jordison falleció muy joven, a los 46 años, a causa de esta terrible enfermedad neurológica.

La decisión de Nicko McBrain es un acto de responsabilidad hacia su propia vida, por supuesto. Pero también hacia su banda y sus fieles seguidores, consciente de no poder seguir cumpliendo el exigente rol dentro de uno de los ensambles de heavy metal más potentes, con canciones rápidas y extensas, además de trabajar “junto al bajista más rudo del mundo” como él describe a Steve Harris, con quien conformó una de las secciones rítmicas capitales para entender el género del cuero negro y las guitarras afiladas. La retumbante batería de McBrain en todos los clásicos de Iron Maiden que grabó durante más de cuarenta años (como este, de 1983), es el fondo perfecto para los frenéticos riffs y solos de Dave Murray, Janick Gers o Adrian Smith, un catálogo de canciones que producen emoción y vértigo.

En marzo de este año, casi un año después del derrame cerebral, Nicko McBrain se sentó al frente de la orquesta y coros de la Marina Británica para presentar The Maiden Legacy, una recopilación de clásicos de su banda montada para la edición 52 del Mountbatten Festival of Music, arreglados para dicha ocasión. En el concierto, realizado en el Royal Albert Hall, vemos al buen McBrain totalmente recuperado, tocando la batería que usó en The Future Past World Tour con Iron Maiden, que muestra aquí en un video en el canal de YouTube oficial de Iron Maiden. 

Curiosamente Clive Burr, a quien McBrain reemplazó, también abandonó la música por graves problemas neurológicos. A fines de los noventa, casi 15 años después de su salida, fue diagnosticado con la temible esclerosis múltiple, por lo que quedó sumamente endeudado y, a medida que el mal fue avanzando, postrado en silla de ruedas. La banda organizó varios conciertos para ayudarlo económicamente y estuvieron a su lado hasta su fallecimiento, en el año 2013, a los 59 años. 

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[Música Maestro] En las últimas semanas, programas periodísticos y faranduleros de señal abierta, caracterizados por su superficialidad y su vocación por representar las tendencias informativas y de entretenimiento más vacías, planas y complacientes con el establishment en todas sus aristas -política, cultural, social- se subieron a la ola de una noticia que, con todo lo buena que es para sus protagonistas, una legendaria banda de cumbia amazónica peruana, termina reseñada de una forma falsa y oportunista que, a pesar de ser extremadamente grotesca y evidente, no logra ser detectada por amplios sectores del público.

Desde Reporte Semanal hasta Magaly TV, desde Estás En Todas hasta Arriba Mi Gente, y sus conductores que gozan con las paparruchadas de HH y le siguen paso a paso la vida a Christian Cueva, todos a una gritaron en sus espacios su repentina admiración por… ¡Los Mirlos! Una “Mirlomanía” disforzada y poco creíble. Solo falta que Morgan Quero los condecore y declare al popular grupo como “Embajadores de la Marca Perú” para completar el típico cuadro de apropiación de éxitos ajenos que describe con tanta precisión Rubén Blades en su canción de 1984, El Padre Antonio y su monaguillo Andrés (“… se creen que Dios conectando a uno, conecta a diez…”).   

Muchos dirán, “eso es positivo porque la noticia llegará así a enormes masas que, ahora, por fin, los conocerán”. Sin embargo, el caso específico de Los Mirlos y su “descubrimiento” por parte de los grandes públicos limeños tampoco es algo tan nuevo, pues se remonta a las regrabaciones que hiciera la formación original de Bareto (2006-2009) de sus éxitos cumbiamberos de los setenta y el auge, entre los asistentes a conciertos locales, de festivales como Selvámonos (desde el 2009) o Vivo x el rock (desde el 2013) que suelen combinar en sus carteles a exponentes de varios géneros, donde Los Mirlos son desde hace años uno de los principales “headliners” o “cabezas de serie”, como podríamos traducir este término perteneciente a la subcultura de festivales musicales que duran varios días. 

Sin embargo, lo que vemos es cómo estos medios oportunistas resaltan el tema únicamente porque “está de moda”. Los mismos medios -en algunos casos podríamos decir incluso las mismas personas- que hoy hablan de Los Mirlos hasta por los codos, hace veinte, treinta o cuarenta años ignoraban su existencia o, lo que es peor, no mostraban interés alguno por esa existencia, sin fijarse nunca en su trabajo ni su presencia en el panorama de la música popular hecha en el Perú, a pesar del impacto que siempre tuvieron en su región de origen e influencia. 

Quiero precisar que hago referencia a los medios convencionales de consumo masivo, porque en todas las épocas previas a internet ha habido programas que, de vez en cuando, los presentaba en la radio, televisión o prensa de entonces. Y ni hablar de los públicos anónimos que, sin saber muy bien quiénes eran, se entregaban abiertamente al placer rítmico de sus pegajosas canciones en fiestas familiares o en salones donde se escuchaba, a la vez, boogaloo, mambo, nueva ola y cumbias de todo tipo.

Y hoy, en estos tiempos de redes sociales, es más fácil encontrar melómanos, periodistas, críticos, escritores y comunidades en grupos de Facebook, páginas web o editoriales que apuestan por la publicación de libros dedicados al revisionismo, académico o empírico, de las distintas expresiones musicales nativas, personas que sí tienen un auténtico conocimiento y colocan a Los Mirlos y sus contemporáneos en la justa perspectiva que les da su trayectoria y su ascenso de ser un grupo marginal a ser parte del fenómeno global de la “world music” en su rama más bailable y tropical, asociada a un subproducto que combina el natural exotismo de nuestra Amazonía con otras cosas, casi todas extramusicales. 

Desde la selva, invisible para la Lima discriminadora de siempre, el grupo forjó su camino a contramano de ese desinterés oficial y, gracias a la confluencia de diversos factores, acaba de ser invitado a participar en la edición 2025 de uno de los festivales de mayor éxito, convocatoria y alcance a nivel planetario, aunque el tan mentado evento masivo ya no sea lo que fue. 

La inclusión de Los Mirlos en el cartel multigénero e internacional del Coachella Valley Music and Arts Festival, que se realiza desde hace dos décadas y media en un enorme campo de polo ubicado en Indio, una ciudad desértica ubicada al sur de California, es un logro artístico indiscutible para el conjunto dirigido por Jorge Rodríguez Grández. Es un orgullo para él, sus colaboradores y los auténticos seguidores de su banda. Los demás solo buscan subirse al carro. 

Decíamos que la llegada de Los Mirlos a Coachella no es casualidad, sino resultado de la confluencia de varios factores. El principal es ese talento orgánico, simple, en estos tiempos de música predeterminada por frías cajas de ritmo y exhibicionismo barato. Un talento natural que mostraron desde sus inicios pero que en el Perú de los años setenta -su primer single La danza de Los Mirlos, apareció en 1972- solo fue bien recibido por sus paisanos en Moyobamba (San Martín), las zonas aledañas -han sido fijos en la Fiesta de San Juan desde mucho antes que se volviera motivo de juerga para limeños y turistas de vacaciones- y por las masas de migrantes en Lima, casi una década y media después, que dieron forma al fenómeno sociocultural de la chicha o “música tropicalandina”, sobrenombre que le pusieron en ese tiempo, sin distinguir unos de otros. 

Tuvo que llegar un músico extranjero, el francés Oliver Conan, quien se obsesionó con la música de Los Mirlos apenas la escuchó, a mediados de la primera década del siglo XXI y, sin hacer mayores cálculos, comenzó a estudiar esos sonidos que lo invitaban a bailar. A través de su sello independiente Barbès Records, Conan lanzó en el año 2007 un CD recopilando 17 canciones de distintas bandas peruanas del periodo 1972-1975. Bajo el título The roots of chicha (Psychedelic cumbias from Peru), el disco presentó al mundo globalizado las grabaciones originales de, entre otros, Juaneco y su Combo, Los Destellos, Los Diablos Rojos y Los Mirlos, que contribuyen cuatro canciones a dicho compendio. 

Aunque su impacto fue, en líneas generales, bastante discreto, The roots of chicha sembró la semilla de lo que hoy les ocurre a Los Mirlos y el trabajo de Oliver Conan se inscribe en la línea de lo que hicieran el líder de Talking Heads, David Byrne con su sello Luaka Bop, que internacionalizó a Susana Baca, o el guitarrista de blues y country-rock Ry Cooder con la investigación musicológica que nos regaló a los Buenavista Social Club.

Sin quererlo, Conan abrió una caja de Pandora que benefició, como debe ser, a estos músicos olvidados en su propio país durante décadas. Como sucedió con Los Shapis de Abancay a mediados de los ochenta o con Los Wembler’s de Iquitos -también con más de cincuenta años en el ruedo-, Los Mirlos fueron vistos por los públicos anglosajones como exóticos, pioneros de un sonido que integró la cumbia colombiana, el folklore regional peruano y elementos del rock de su tiempo y, de repente, las bandas de cumbia amazónica empezaron a ser identificadas como portadoras de un mensaje étnico que jamás habría sido reconocido por las élites limeñas, que solo cambian de actitud cuando alguien de fuera les marca la pauta de qué merece atención y qué no.

En ese sentido, Los Mirlos fueron, con su simbología amazónica, acogidos con rebosante entusiasmo por las masas europeas y norteamericanas ávidas de ritmos calientes y desconocidos para ellas. En el caso de Juaneco y su Combo, que también poseía ese potencial y compartía algunas características con los moyobambinos, quedaron rezagados por su falta de continuidad, ocasionada por las tragedias dentro de la banda.

Jorge Rodríguez Grández y sus hermanos Carlos y Segundo, venían haciendo música desde Moyobamba bajo el nombre Los Saetas, pero fundaron Los Mirlos en Lima junto al guitarrista Gilberto Reátegui, natural de Loreto. Fue Reátegui -fallecido en el año 2010 y separado del grupo desde los años ochenta- quien compuso, entre otras, la canción emblemática del conjunto, el tema instrumental La danza de Los Mirlos -que una compañía de teléfonos de altas ganancias y pésimo servicio utiliza hoy en sus comerciales-, su primer single publicado en 1972 y que, curiosamente, no apareció en ninguno de los diez LP originales que grabaron, entre 1973 y 1982, con el sello discográfico nacional Infopesa del productor Alberto Maraví (1931-2021), la persona que más los apoyó en su momento, en medio del ninguneo generalizado que padecían en la capital los artistas provincianos. 

De la formación inicial de Los Mirlos solo quedan, además de Rodríguez Grández (voz, pandereta), el guitarrista Danny Johnston, uno de los responsables de ese sonido característico cargado de ecos y pedaleras psicodélicas. Jorge Luis Rodríguez, hijo de don Jorge, reemplaza en guitarra desde hace más de veinte años a los originales Carlos Rodríguez Grández y Gilberto Reátegui, además de encargarse de los teclados y la dirección musical. El resto de integrantes actuales -Dennis Sandoval (bajo), Yván Loyola (voz, güiro, percusión), Carlos Rengifo (percusión) y Genderson Pinedo (batería), son más jóvenes y comparten la misma pasión por la cumbia que la banda cultiva desde los setenta, de espaldas al gran público limeño, como también lo hicieran Los Destellos de Enrique Delgado, su principal influencia.

Otro de los factores que han contribuido al reconocimiento del que hoy gozan Los Mirlos tiene que ver con las expectativas del oyente convencional de música popular y los cambios en la industria. En plena efervescencia de lo étnico y lo diferente, acercar el exótico mundo de la Amazonía a países ajenos a ella, así sea ligeramente a través de silbidos, imitación de sonidos animales, palos de lluvia y vestimentas alusivas al eterno verdor de esa región, posee un magnetismo que va más allá de la música misma, es una experiencia sensorial que, dependiendo del receptor, puede ir de lo simplemente divertido, la fiesta permanente; a lo místico y profundo. 

Si en las décadas de los cincuenta y sesenta los poetas Beatniks tuvieron que hacer todo el recorrido hasta la selva peruana para hacer sus viajes de Ayahuasca, hoy las hordas relajadas musicalizarán sus propios vuelos alucinógenos sin moverse de California, escuchando esas guitarras ondulantes en medio de percusiones tropicales. 

Ese nuevo panorama favoreció la internacionalización de Los Mirlos, que se había iniciado en los ochenta con su llegada a países más cercanos como Argentina, Ecuador y Bolivia, donde siempre fueron más populares que en el Perú. En años más recientes, la banda llegó a Estados Unidos, México y varios países de Europa, donde los consideran leyendas del rock fusión latino. Hace apenas dos años se estrenó el documental La danza de Los Mirlos (Álvaro Luque, 2022) que ha sido visto en varios festivales importantes de cine y, el año pasado, tocaron en una de las sesiones de KEPX, en México, una de las vitrinas más prestigiosas para diversas propuestas musicales alternativas, que se graban en un fantástico estudio al aire libre en el Parque Nacional El Desierto de Los Leones (verla aquí). 

La participación en Coachella corona este exitoso proceso que es tomado por don Jorge, maestro de profesión, con humildad y nobleza. «Cuando tocamos en Lima, representamos a Moyobamba. Pero cuando lo hacemos en el extranjero, representamos la riqueza del Perú». Aunque no sean lo mismo, en términos de trascendencia musical y momento artístico, el impacto que ocasionará la cumbia amazónica de Los Mirlos entre los hipsters que llegarán a Coachella 2025 se asemejará al que provocó Carlos Santana en la muchedumbre hippie que vio y sintió hasta los huesos a la banda del guitarrista mexicano en aquella histórica presentación en Woodstock 1969.

Para finalizar, un breve contexto sobre el Coachella. La idea de tocar en un estadio de polo tan alejado del circuito habitual de conciertos se gestó en 1993 como una medida contracultural de protesta, para combatir el monopolio que tenía Ticketmaster sobre la venta de entradas y locales para conciertos masivos, inspirada por Pearl Jam, una de las bandas de rock más importantes de esa década. Aquella presentación del quinteto norteamericano liderado por Eddie Vedder en Indio fue un rotundo éxito y sus organizadores, una pequeña compañía promotora de conciertos de punk llamada Goldenvoice, comenzó a darle vueltas a la posibilidad de armar un festival allá. 

La primera edición del mega concierto fue en 1999 pero, al principio, no les fue muy bien. Después de algunos años con los números en rojo, se transformó en un evento que convoca, en cada edición, a miles de personas que vienen de todas partes del mundo, como puede verse en el documental Coachella: 20 years in the desert (Chris Perkel, 2020), disponible en YouTube, que cuenta de manera bastante complaciente y parcializada la historia de un festival que, en palabras de la crítica especializada, abandonó hace tiempo el espíritu musical e independiente que lo inspiró para convertirse en un evento enfocado en cuestiones más superficiales como la presencia de celebrities, el hedonismo vacío e individualista y las fotos para redes sociales como Instagram y TikTok.

El cartel artístico del festival ha venido mutando a través de los años, pasando del rock clásico, alternativo e independiente -han tocado allí desde Paul McCartney, The Cure y Prince hasta Pixies, Björk y Jane’s Addiction-, a la movida rave y EDM a inicios de los dos miles para luego transformarse totalmente en un espacio que le da preferencia a lo que esté más de moda, desde hip-hop, R&B moderno, DJs, música de pasarelas y hasta el mamarrachento reggaetón, con espacios para lo que ellos llaman “música nueva” -artistas de países no anglosajones, de géneros con diversas raíces étnicas, categoría en la que entran Los Mirlos, y uno que otro headliner de la vieja guardia para aparentar. Por ejemplo, en las letras chiquitas del afiche del Coachella 2025, encontramos a uno que otro peso pesado como Kraftwerk, The Go-Go’s, Green Day, Misfits o Beth Gibbons. Pero son los que menos importan para su público objetivo.

Desde el 2012, Coachella se ha desarrollado de manera ininterrumpida durante dos fines de semana, cada mes de abril, con excepción de los años 2020 y 2021, los de la pandemia. Los conciertos se dan en cinco escenarios en simultáneo, uno principal y cuatro carpas. En lo organizativo, es un evento impecable desde hace años, con índices mínimos de accidentes, entradas a precios prohibitivos y diversas actividades que poco o nada tienen que ver con la música.

Pero todo eso no basta para desdibujar la llegada de Los Mirlos, que seguramente harán saltar al público de Coachella, multitudes atraídas por los artistas mainstream que encabezan el cartel este año -Lady Gaga, Post Malone, Charlie XCX, Missy Elliott- con esas canciones grabadas hace más de 45 años y que nunca llamaron la atención, durante los ochenta o noventa, a muchos de los que hoy lloran de emoción porque van a tocar “en el mismo escenario que Lady Gaga”, torpe frase que usan para levantar la noticia. Una muestra más de la miopía de esta nueva generación de «mirlomaniáticos».  

  

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[Música Maestro] A mediados de noviembre de este año, el cantante y pianista Fito Páez (61) inició una gira denominada 4030, para celebrar los aniversarios de sus álbumes Del 63 (1984) y Circo Beat (1994), el primero y octavo de su discografía personal, respectivamente, tocándolos de principio a fin en varias ciudades de Argentina y algunos países cercanos como Chile y Uruguay.

Con motivo de ello, reescuché ambos discos después de varios años, en especial el segundo, considerado por los conocedores de su extenso catálogo como uno de sus mayores logros artísticos como compositor, instrumentista y líder de banda, combinando su larga experiencia en la escena gaucha –Baglietto, Charly, siete álbumes previos- con su dominio de diversos géneros -pop-rock, jazz, electrónica, folklore, tango-, rodeándose para dar forma a sus ideas de un conjunto de músicos y colaboradores de primera.

En once de las trece canciones del Circo Beat -dos de ellas, Dejarlas partir y Nada del mundo real, son grabadas con orquesta- brilla con luz propia el bajista Guillermo Vadalá (56), lugarteniente de Páez en aquel disco y en la gira que se desprendió del mismo -que lo trajo al Perú en 1996, para un alucinante concierto en la recordada Feria del Hogar-, al frente de una grupo integrado por algunos de los mejores nombres de la movida argentina de ese momento: Gabriel “El BambinoCarámbula, Augusto “Gringui” Herrera (guitarras), Fabiana Cantilo, Claudia Puyó (voces), Laura Vásquez, Fabián “Tweety” González, conocido como “el cuarto Soda” por su asociación posterior con Soda Stereo (teclados), Héctor “Pomo” Lorenzo (batería, histórico integrante de Invisible y Spinetta Jade), entre otros.

Fito Páez es un artista que despierta intensas diferencias, desde quienes lo consideran un genio hasta quienes lo detestan y se encrespan de solo oír/leer su nombre. Y en ambas orillas existen argumentos sólidos. Pero, desde el punto de vista de la interpretación del bajo, la versatilidad de “Guille”, como le dicen sus amigos, no admite discusiones pues se revela en estado de gracia durante casi una hora de musicalidad pura.

Después de los pianos y teclados de Páez, el bajo es el instrumento que más resalta en el colorido collage de arreglos que escribió el rosarino junto al orquestador Carlos Villavicencio y el mismo Vadalá, que funcionaba como una especie de director musical en la sombra, cubriendo a Fito cuando andaba demasiado distraído o pasado de vueltas. Desde las beatlescas Normal 1 o El jardín donde vuelan los mares hasta ese ejercicio sin descanso que colocó en el exitazo Mariposa tecknicolor o la menos difundida Lo que el viento nunca se llevó, el bajista se luce con fraseos y recorridos veloces.

Con varios modelos de Fender, Rickenbacker, fretless y hasta contrabajos -en el trágico tango Nadie detiene el amor en un lugar, en la balada jazzy Las tardes del sol, las noches del agua-, su rango de acción va del acompañamiento seco, básico –la funky Circo Beat, la romántica She’s mine-, a la cíclica sucesión de inesperados quiebressin trastes -Si Disney despertase, Tema de Piluso, homenaje de Páez a su paisano, el cómico Alberto “El Negro” Olmedo (1933-1988), al rock directo -Soy un hippie-, razones por las cuales el arsenal de Guillermo Vadalá en aquel álbum ofrece un placer auditivo para todos los amantes del instrumento de las cuatro (o cinco) cuerdas.

Si Charly García tuvo a Pedro Aznar y Luis Alberto Spinetta, a Javier Malosetti o a Marcelo Torres, Fito Páez tuvo el equivalente a estos extraordinarios bajistas en Guillermo Vadalá, a quien conoció durante las sesiones del legendario álbum La la la (1986), que Fito grabó a dúo con el padre fundador del rock albiceleste, líder de combos históricos como Almendra o Pescado Rabioso. En 1988, el pianista -entonces flaco y desgarbado, sumergido en profundas depresiones y vicios tras el asesinato múltiple a sus familiares en Rosario- invitó a Vadalá a integrarse a su banda estable, donde permaneció hasta el año 2006.

El experto bajo de Guillermo Vadalá se luce en todas las canciones del periodo más luminoso de Fito Páez, el de la tríada Tercer mundo (1990), El amor después del amor (1992) y Circo Beat (1994), sus primeros álbumes para el sello WEA International, división latinoamericana de Warner Brothers Records. Esos tres discos definieron el perfil de Páez como artista con proyecciones globales, un giro que, paulatinamente, lo fue alejando del estilo localista y ligeramente orientado a la experimentación electrónica y la fusión, para dar paso a una onda más sofisticada y voluptuosa, aunque no tan popular.

Aun así, canciones como Es una cuestión de actitud o Dos en la ciudad (Abre, 1999), de alta rotación en las radios, contienen el serio trabajo del bajista. Y para quienes prefieren escarbar entre lo menos conocido, les puedo recomendar la línea del fretless en Lázaro(Enemigos íntimos, 1998) o los cuarenta segundos finales de Urgente amar, uno de los temas del disco Naturaleza sangre (2004). Oro puro.

El primer disco de Páez en el que participó Guillermo Vadalá fue Ey! (EMI, 1988), el último de la etapa “desconocida” de Páez. En temas como Por siete vidas (Cacería), Dame un talismán o Polaroid de locura ordinaria ya se pueden oír los primeros trazos de ese bajo portentoso que aparecería después en canciones clásicas del rock en español como El amor después del amor (ídem, 1992), Yo te amé en Nicaragua (Tercer mundo, 1990), Llueve sobre mojado (Enemigos íntimos, 1998, a dúo con el español Joaquín Sabina) o Cadáver exquisito (Euforia, 1996). En paralelo, fue labrándose su propio camino como músico de sesión, primero con sus pares argentinos –Spinetta, Baglietto, el guitarrista de jazz latino Luis Salinas, entre otros- y luego para estrellas internacionales del pop, en Miami, ciudad donde reside hace ya algunos años.

Su trayectoria se había iniciado en 1985, a los 17 años, cuando ingresó a la segunda y última formación de Madre Atómica, ocupando el lugar de uno de sus héroes, Pedro Aznar. Esa banda de jazz y fusión, liderada por el guitarrista Lito Epumer y el tecladista Juan Carlos «Mono» Fontana, editó en 1986 su único LP epónimo, con Vadalá en el bajo. En esa época, el casi adolescente del barrio de Villa Luganotenía ya su estilo bastante redondo y buscaba hacerse un lugar en la competitiva escena bonaerense. Cuando Fito lo escuchó, en medio de sus sesiones con Spinetta, replicando nota por nota las canciones de su disco Ciudad de pobres corazones (1986), se convenció de que lo necesitaba para ampliar la paleta de sonidos que había construido hasta ese momento, con un toque más orgánico y sustancioso.

Vadalá, a medida que fue creciendo como bajista, fue también contribuyendo más en los arreglos que escribía Fito, quien incluso le pidió grabar todo con el bajo sin trastes, aunque al final solo se usó para determinadas canciones, desde Tercer mundo (1990) hasta El mundo cabe en una canción (2006), el último disco que grabó con Páez. Pero si en los estudios su aporte era importante, en los conciertos es donde alcanza Vadalá su máximo potencial. La libertad para improvisar y llenar espacios con creativos fraseos y vertiginosos solos le dan solidez a la banda en cada presentación en vivo.

Revisar, por ejemplo, el concierto de presentación del Circo Beat en el Teatro Ópera en 1994, es una muestra clara de su importancia para el sonido de la banda. O aquella presentación en Viña del Mar, en el 2004, en que Vadalá se lanza un solo en clave de jazz, al estilo de Jaco Pastorius (1951-1987), el idolatrado bajista de Weather Report, mientras Páez combina Circo Beat con el rap de Tercer mundo. En esos años, Fito y su banda fueron invitados al prestigioso Festival de Montreaux, la meca del jazz en Suiza, poniéndose al nivel de los mejores a una escala global.

En el 2009, Guillermo Vadalá fue convocado por Luis Alberto Spinetta (1950-2012) para tocar bajo y guitarra en el mega concierto Spinetta y Las Bandas Eternas, organizado para ofrecer una retrospectiva de toda la obra musical del «Flaco» con sus grupos originales reunidos para tal ocasión. Vadalá fue, además, director musical del espectáculo, realizado en el estadio de Vélez Sarsfield, en Buenos Aires, el 4 de diciembre, antes más de 40 mil personas. El bajista tuvo que aprenderse más de 200 canciones para el show y se desempeñó como una ayuda memoria portátil para Spinetta, recordándole tonalidades, cambios, letras y demás. Esa noche, Vadalácumplió uno de sus sueños, tocar con la formación original de Pescado Rabioso el tema Post-Crucifixion (1972), una joya del rock argentino clásico.

Ese mismo año, lanzó su primer disco, Bajopiel (Epsa, 2004), al frente de su propio grupo, tocando jazz fusión de alto calibre y contó con la colaboración de sus amigos Fito Páez, Lito Epumer, Juan Carlos «Mono» Fontana, entre otros. Siete años después, llegaría Alumbramiento (Sony Music, 2011), su segunda producción individual, en el mismo estilo. En paralelo, Vadalá decidió concentrarse en su trabajo como músico de sesiones, productor discográfico y educador.

Esta faceta la desarrolla a través de Let It Beat, una escuela de música que fundó junto a su esposa, Nerina Nicotra, que es también bajista –los conocedores de Spinetta la ubican pues tocó con él en su última etapa, entre 2005 y 2010. La academia, ubicada en Miami, ofrece cursos tanto para jóvenes aspirantes como para estrellas del pop que quieran nutrirse de su vasta experiencia acompañando a lo mejor de lo mejor del rock en español. Por sus aulas han pasado artistas muy conocidos como Juanes, Diego Torres o Carlos Vives, admiradores del rock argentino y sus principales exponentes.

Desde mayo del año pasado, Guillermo Vadalá decidió abrir las puertas de sus proyectos musicales y educativos al ciberespacio, lanzando una plataforma completa de canales en las redes sociales YouTube, Instagram y Facebook, y es ya toda una celebridad entre los consumidores de este tipo de contenidos, la comunidad internacional de músicos y, especialmente, de bajistas en búsqueda de información, tutoriales y ejemplos para desarrollar su técnica y mejorar como intérpretes.

«Mi intención es -dice Vadalá en una entrevista reciente- entregar al mundo lo que he aprendido porque entiendo que hay una necesidad por aprender, por saber más. Y lo que me diferencia de otros youtubersen este rubro es que, aunque pueden ser muy buenos, muy rápidos, uno revisa y no han tocado con nadie. Yo he tenido la suerte de haber tocado más de treinta años con algunos de los mejores artistas de la Argentina, en estudios y en estadios. Y cuando vos escuchás, te das cuenta de que están al nivel de los mejores del mundo».

En su canal de YouTube, que tiene ya más de 35 mil suscriptores, «Guille» enseña escalas, técnicas de slapping y digitación para tocar funk, jazz, rock, entre otros géneros musicales. También ofrece consejos sobre cómo mejorar el sonido en un estudio y ganar confianza al tocar en contextos laborales tensos.

Pero, sin duda, son sus videos tocando icónicas líneas de canciones que grabó con Fito Páez los que más visitas acumulan. Así, podemos ver al maestro replicando el bajo de Mariposa tecknicolor, Tráfico por Katmandú, El amor después del amor, A rodar mi vida, Y dale alegría a mi corazón, entre muchas otras. «Antes -dice el bajista- no teníamos estas herramientas. Uno se hacía músico sobre la marcha. Y, en el caso de los bajistas, alguien nos ponía a laburar sin saber tocar mucho el instrumento, porque no había bajistas en el barrio ¿viste? Si sabías tocar la guitarra, pasabas al bajo y conseguías trabajo. Después aprendías».

Guillermo Vadalá pertenece a una larga tradición de extraordinarios músicos que nadie conoce, por estar detrás de una estrella rutilante, que generalmente se lleva toda la atención del público y de los medios. Estar al lado de Fito Páez le significó una gran oportunidad,aunque siempre desde la oscuridad del perfil bajo, lo cual le permitió aprender y mantener esa humildad que, con el tiempo, se ve recompensada con el agradecimiento del público por tantas grabaciones notables.

Mientras que en nuestra pobre y siempre huachafa escena padecemos la antipática pedantería de limitados aspirantes a rockeros que se creen lo máximo por haber llenado un estadio local -los Libido jalándose de los pelos por dos o tres cancioncitas- y la ignorancia atrevida de sus seguidores, en Argentina vemos a verdaderas leyendas, de trayectoria brillante que, después de haberse codeado con la crema y nata del mundo musical, tanto del espectro comercial pop como de géneros no masivos, ofrecen su talento y su corazón, con una actitud sencilla, cercana al público.

Recientemente, Guillermo Vadalá ha regresado a la dinámica de las giras y conciertos, uniéndose a su colega y amigo Felipe Staiti, en una nueva versión de Enanitos Verdes tras dos años del fallecimiento de surecordado bajista/cantante, Horacio «Marciano» Cantero. Stati, guitarrista original y actual vocalista de la emblemática banda argentina de los ochenta y noventa, completa esta renovada alineación con el mexicano Bosco Aguilar (teclados) y José «Jota» Morelli (batería, en la banda desde el 2009).

Morelli y Vadalá se conocen desde los tiempos de Madre Atómica por lo que la química está asegurada para esta nueva etapa de la banda que registrara clásicos del rock en nuestro idioma como La muralla verde(1986) o Por el resto (1987). Además, es una nueva oportunidad para ver en acción a uno de los mejores bajistas de Latinoamérica. Un«grosso», como dicen coloquialmente los argentinos.

[Música Maestro] A la memoria de Lucho Andrade Luján, gran amigo, respetado melómano y vecino barranquino, amante del buen rock clásico. Y del karaoke. Q.E.P.D.

La semana pasada falleció, a los 80, Peter Sinfield, poeta británico que, en 1969, escribió esto: “Alambres de púas para derramar sangre / piras funerarias de los políticos / inocentes violadas con fuego de napalm / hombre esquizoide del siglo XXI”. Es la primera estrofa de 21st century schizoid man, tema inicial del álbum debut de King Crimson, In the court of the Crimson King. Sinfield tenía solo 26 años cuando puso letra al primer aquelarre sonoro del Rey Carmesí. Da vergüenza ajena comparar las prioridades que tenían los jóvenes veinteañeros de hace 55 años para escribir canciones con las de actuales ídolos populares de la misma edad como Post Malone, Dua Lipa o alias Bizarrap.

La canción, reconocida como una de las columnas vertebrales de lo que después se llamaría comúnmente “rock progresivo” -un rótulo que Robert Fripp, líder del grupo, siempre despreció-, es un manifiesto que combina, con agresividad sonora y lírica, la desesperación generada por eventos de su tiempo -la guerra de Vietnam- con una visión apocalíptica del futuro. En la tercera y última estrofa, Sinfield escribe: “La semilla de la muerte ciega la codicia del hombre / los hijos hambrientos de los poetas sangran / nada de lo que tiene necesita realmente / el hombre esquizoide del siglo XXI”. Proféticas y precisas, las palabras de Sinfield describen descarnadamente el mundo actual. 

Como (casi todos) sabemos, King Crimson es una institución dentro de la música popular contemporánea por la complejidad de su sonido, con esas atmósferas cambiantes que van de la desolación al frenesí y esa propuesta marginal y a la vez desafiante que imprimió Fripp desde el minuto uno, rodeándose siempre de instrumentistas extremadamente talentosos y versátiles, capaces de plasmar sus estrambóticas ideas y de seguirle el paso a su incansable guitarra, creando una personalidad única que ha influido a todos, desde Nirvana hasta Primus, desde Tool hasta Porcupine Tree, desde Dream Theater hasta The Flaming Lips. 

Pero si bien es cierto lo de Crimson es más acerca de la música, en un comienzo las letras también jugaron un importante rol en la conformación de esa personalidad, de esa presencia escénica que los despegó de todas las tendencias vigentes en aquel entonces, como la psicodelia o el jazz-rock, que por supuesto nutrieron el desarrollo compositivo de Fripp y compañía. 

Entre 1969 y 1972, la banda lanzó cuatro álbumes y, en todos ellos, junto con los densos riffs de guitarra y las melancólicas capas de mellotrones tocadas por Fripp e Ian McDonald (que se fue después del primer disco), los versos de Peter Sinfield -a quien sus amigos llamaban simplemente Pete, nombre con el que aparece en algunos de los créditos de los LP originales- permitieron que esas canciones cargadas de simbolismos auditivos, impactantes en sí mismas, adquirieran una dimensión más conmovedora y cautivante, por sus mensajes crípticos y profundos.

In the court of the Crimson King, el álbum de la famosa carátula con la ilustración de un rostro retorcido por el dolor, que fácilmente funciona como expresión de lo que sentimos en este 2024 -el horror cuando uno ve las fotografías de lo que ocurre ahora mismo en Gaza, el asco que produce el cinismo de los políticos peruanos y sus allegados, la indignación ante los mundos paralelos creados por autoridades sin sangre en la cara y medios lobotomizados, que por un lado muestran una brillante APEC en San Borja y por otro, una cadena de impunes sicariatos y descuartizamientos macabros en Comas, la desesperanza por los resultados de la selección de fútbol, las declaraciones del ministro de Educación, las canciones de moda- será siempre recordado por 21st century schizoid man, esa distópica obra de arte que, en siete minutos y medio de intenso jazz-rock, no deja respirar con sus ritmos endemoniados, cambios vertiginosos y ese final en el que los cuatro músicos involucrados -Greg Lake (voz, bajo), Ian McDonald (saxos), Michael Giles (batería) y Robert Fripp (guitarras)- se unen en una cacofonía larga y agónica, contraparte musical para las frases lapidarias de la letra.

Sin embargo, lo que sigue en ese LP es un remanso tenso que genera emociones diferentes, entre celestes y grises, con letras que Sinfield escribió para la banda, a la cual llegó por su amistad con el saxofonista y tecladista Ian McDonald (1946-2022). Temas como In the court of the Crimson King, compuesto precisamente por McDonald, futuro integrante fundador de Foreigner, que posee una narrativa entre lo cortesano y medieval, combinando palabras suaves para crear escenas de adulación y esclavitud, de reinados hegemónicos y comparsas serviles. 

Otra composición de McDonald, I talk to the wind -en la que brillan sus flautas y la suave voz y bajo de Greg Lake (1947-2016), nos habla de la soledad y el desamparo –“el viento no escucha / el viento no puede escuchar”, mientras que Epitaph, de brillante tristeza, refleja la misma rebeldía de 21st century schizoid man, concluyendo que “el conocimiento es un amigo moribundo / cuando nadie pone reglas / me temo que el destino de la humanidad / está en manos de tontos”, aplicable perfectamente a nuestros tiempos. Esa premisa fue, años más tarde, usada por los también británicos The Alan Parsons Project para su exitazo de 1982, Eye in the sky, aunque de manera mucho más amigable, desde luego.

Sinfield, además, fue co-productor, manager, asistente de iluminación, diseñador y hasta relacionista público de la banda en esos años fundacionales. De hecho, fue él quien le puso el nombre, a pedido de su buen amigo Robert Fripp, con quien venía trabajando desde aquel alucinante e injustamente olvidado LP de la era pre-Crimson, The cheerful insanity of Giles, Giles and Fripp (Deram Records, 1968). Como alguna vez recordó, en una entrevista que le hicieron para la revista Prog Magazine: “Me convertí en su mascota y su principal “groupie” y hasta les decía a qué tiendas ir para comprar las prendas que los hicieran ver como estrellas de rock”. Pero lo más importante fueron siempre sus versos.

En canciones como la bluesera Cat food (In the wake of Poseidon, 1970), Sinfield arremete contra la industria de productos alimenticios, siempre con su estilo arcano y afilado, mientras que Pictures of a city, del mismo disco, parece casi una segunda parte de 21st century schizoid man, con sonido entrecortado y pesado, frases cortas y duras. En ese segundo disco, Crimson vuelve a ofrecer una excelente muestra de su bifrontismo emocional -la calma sensible de la trilogía Peace (A beginning, el instrumental A theme y la coda An end) frente a las tormentas mellotrónicas de The devil’s triangle, con su referencia al Bolero de Maurice Ravel (1875-1937), la mencionada Pictures of a city e In the wake of Poseidon, con letras de desconexión personal y angustia por el futuro.

Pero es en los dos siguientes discos que la poesía de Sinfield adquiere una tonalidad más colorida, con historias y personajes que se mueven en escenografías góticas y mitológicas, probablemente influenciado por lo que venía haciendo Peter Gabriel con Genesis. Curiosamente, esos dos discos -Lizard (1970) y Islands (1971)-, en los que King Crimson comienza a separarse del estilo oscuro de sus discos anteriores para ingresar a terrenos más cercanos al jazz, la improvisación y la música clásica, aunque siempre dentro del plan sonoro de Fripp, son de los menos mencionados incluso entre los seguidores del grupo, a pesar de su innegable calidad musical y lírica.

Ladies of the road (Islands, 1971) es un blues asincopado en que Sinfield homenajea, a su estilo, a las groupies, un ejercicio que ya había desarrollado en la balada acústica Cadence and Cascade del álbum previo. La voz/bajo de Boz Burrell y los saxos descontrolados de Mel Collins convirtieron este tema en un clásico del primer periodo crimsoniano. En Lizard, el vocalista de Yes, Jon Anderson, pone voz a los versos de Sinfield en el tema-título, una suite de 23 minutos y medio dividida en cuatro partes, que extiende las estampas dieciochescas de In the court of the Crimson King con un cuento musicalizado de castillos, príncipes, ágapes y reverencias, de interpretaciones múltiples. Para 1972, Peter Sinfield se apartó del grupo, aunque sus caminos siguieron cercanos de una u otra manera.

Al año siguiente, Sinfield lanzó su único disco en solitario, titulado Still (Manticore Records, 1973). Con un sonido que va del primer King Crimson a Nick Drake, Sinfield intentó abrirse espacio en el competitivo microcosmos del prog-rock, contando para ello con algunas notables colaboraciones del universo crimsoniano como Ian McDonald, Mel Collins (saxos, flautas), Ian Wallace (batería), Boz Burrell (bajo) y Keith Tippett (piano). Greg Lake, también de esa primera época, grabó las guitarras y voces en la canción Still, que bien podría hacer sido parte de la discografía del Rey Carmesí. 

Por momentos, la voz de Sinfield hace recordar a Barry Gibb (Will it be you) y, en otras, al glam rock de David Bowie y T-Rex, como en Wholefood boogie, The night people y A house of hopes and dreams, con fuerte presencia de la sección de metales y bases rítmicas cercanas al soul. El tema central, sin embargo, es la enigmática The song of the sea goat, que utiliza como base la melodía de un concierto para laúd del italiano Antonio Vivaldi (1678-1741). En YouTube puede encontrarse la actuación de Sinfield y su banda en el icónico programa de la BBC The Old Grey Whistle Test, en 1973, interpretando A house of hopes and dreams y The song of the sea goat, donde podemos ver a Mel Collins en el saxo y un jovencísimo John Wetton (1947-2017), poco antes de unirse a King Crimson, tocando el bajo.

En esos años, Sinfield se había hecho muy amigo de Greg Lake, quien luego se unió al tecladista Keith Emerson (1944-2016) y el baterista Carl Palmer (74) para armar una de las principales bandas del prog-rock de los setenta, Emerson, Lake & Palmer. Sinfield comenzó sus colaboraciones con ELP con las letras de dos temas de su cuarto álbum, Brain salad surgery (1973), la saltarina Benny the bouncer y el tercer movimiento de la suite Karn evil 9: 3rd impression, de sonoridades galácticas y triunfales. Luego, para el álbum doble Works Volume 1 (1977), en que cada músico recibió un lado para grabar sus propias composiciones, Lake coescribió con Sinfield las cinco baladas electroacústicas del capítulo que le corresponde -en la versión original en vinilo, vendría a ser el Lado B del primer disco-, entre las que destacan, por supuesto, Lend your love to me tonight y la mágica C’est la vie. Mientras que, en el cuarto lado, que contiene la famosísima adaptación que hiciera Keith Emerson de Fanfare for the common man, composición de 1942 del norteamericano Aaron Copland (1900-1990), Sinfield escribió la letra de Pirates, una composición grupal de corte sinfónico que supera los trece minutos.

Durante una gira por Europa con ELP, Greg Lake escuchó en Italia a Premiata Forneria Marconi, un sexteto de rock progresivo y jazz-rock. Lake quedó tan impresionado por su destreza que los contrató para el sello Manticore Records, que acababa de fundar con Emerson y Palmer. Para promover internacionalmente a la banda -que ya para ese momento había lanzado dos discos en su país- Lake conectó a los PFM con Peter Sinfield para que adaptara las letras. Como resultado, los milaneses publicaron dos álbumes, Photos of ghosts (1973) y The world became the world (1974), con varios temas de sus álbumes Storia di un minuto, Per un amico (1972) y L’isola di niente (1974), convirtiéndose en la primera banda italiana de éxito masivo fuera de su país en ámbitos rockeros globales, dominados por grupos norteamericanos y británicos. Las versiones en inglés de clásicos de los liderados por los cantantes y multi-instrumentistas Franco Mussida y Franz Di Cioccio, como L’isola di niente (The mountain), Dolcissima Maria (Just look away), Per un amico (Photos of ghosts), Via Lumiere (Have your cake and beat it) o É festa (Celebration), llegaron así a los oídos del público anglosajón y abrieron el camino de otras bandas italianas del mismo estilo como Goblin o Banco del Mutuo Soccorso.

Ambos siguieron escribiendo juntos hasta fines de los años setenta, con el punto más alto de estas colaboraciones en una canción titulada I believe in father Christmas, presentada inicialmente en 1975 como un single solista de Greg Lake. Esta primera versión -considerada hoy un clásico de la temporada navideña en Gran Bretaña- fue un éxito de ventas y no llegó al #1 de las listas porque fue desplazada nada menos que por Bohemian rhapsody de Queen. I believe in father Christmas, definida por Sinfield como “una bonita tarjeta de Navidad con bordes ligeramente sarcásticos” fue regrabada por Emerson, Lake & Palmer para su sexta producción en estudio, Works Volume 2 (1977), que además contiene otras composiciones de Lake/Sinfield como la balada Watching over you y la rockera Tiger in a spotlight. Un año después, ELP viajaron a las Bahamas para grabar Love beach, su último disco antes de separarse, con letras escritas por Sinfield en medio de una situación extremadamente tensa entre los integrantes del grupo. Aunque el álbum tiene algunos momentos estimables es, por consenso, el punto más bajo de la discografía del trío autor de clásicos setenteros como From the beginning y Lucky man.

Durante las décadas siguientes, Peter Sinfield buscó reconectarse con su principal pasión, la poesía y trabajó esporádicamente con una diversa gama de artistas. Produjo, en 1972, el álbum debut de Roxy Music y, posteriormente, desapareció de los radares de la música popular, exilio que rompía de vez en cuando, escribiendo letras para canciones de estrellas pop como Leo Sayer, Cher, Celine Dion, entre otras. En los ochenta se asoció, como productor y escritor, a una banda de pop juvenil absolutamente desconocida en nuestro medio, Bucks Fizz, surgida de las canteras del prestigioso concurso de talentos Eurovision, de donde surgieron nombres como Abba (Suecia), Olivia Newton-John (Inglaterra), Nana Mouskouri (Grecia) o Françoise Hardy (Francia).

Peter Sinfield, el poeta del prog-rock, un completo desconocido para las masas que gozan con las abyectas canciones de moda de hoy, deja detrás de sí un catálogo de letras creativas, irónicas, oscuras y sensibles que es ampliamente reconocido y admirado por los amantes del rock progresivo, una de las vertientes de la era dorada del rock que aun mantiene una leal comunidad de seguidores en el mundo entero. 

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King Crimson, Peter Sinfield, Prog-Rock, rock clásico
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