[Música Maestro] 

NOTA: La asunción del nuevo Papa León XIV, estadounidense nacionalizado peruano, ha despertado una extraña e indefinida ola de esperanza en estos tiempos difíciles. Hacemos votos porque trascienda eso y se afiance como el apoyo que necesitamos en este país tomado por asesinos a sueldo y una bola de políticos necios, codiciosos y falsos.

I. Canción en harapos

“Qué fácil es escribir algo que invite a la acción contra tiranos, contra asesinos, contra la cruz o el poder divino, siempre al alcance de la vidriera y el comedor” canta, indignado, el cubano Silvio Rodríguez en Canción en harapos (Causas y azares, 1984), una letra que la derecha, si no fuera tan bruta y tan achorada, podría usar para burlarse de “los caviares”, esa fantasmal categoría con la que pretende descalificar todo lo que les huela a justicia social, cambio de reglas de juego y equilibrio ante las desigualdades. 

Sin embargo, pienso ahora en esos versos que denuncian las inconsistencias de quienes exigen soluciones desde tribunas cómodas y supuestamente combativas, frente a la corrupción y los asesinatos que hoy han convertido a Lima en la nueva Medellín o la nueva Tijuana, pero que, a la hora de la hora, miran de costado (casi) todo, con argumentos que usan como base una legalidad presentada como inalterable -para salvaguardar “el estado de derecho”- y que no es más que un pretexto para ejercer velados encubrimientos y hasta abiertas defensas de instituciones y personas nocivas para toda idea de democracia y justicia.

El gran Silvio que, en octubre, se reencontrará con nosotros, dice también en esa disonante composición, de las menos difundidas de su extenso catálogo: “Que fácil de apuntalar sale la vieja moral que se disfraza de barricada de los que nunca tuvieron nada…” refiriéndose a las máscaras del “pequeño burgués”.

Vienen a mi cabeza los que, en medio de masacres como la de Pataz y los diarios informes sobre personas comunes y corrientes muertas a balazos en las calles de cualquier distrito y a plena luz, discursean desde sus privilegios pero no llaman nunca las cosas por su nombre. Para no chocar con el amigo de sus amigos, para no cerrar la posibilidad de algún contrato o prebenda en el futuro inmediato.

II. No tenemos revolucionarios

Como nos cuenta Jon Lee Anderson, el genial cronista e investigador de The New Yorker, la centenaria revista estadounidense, en su extensa biografía de Ernesto “Che” Guevara, la vocación revolucionaria del legendario argentino comenzó a nacer en sus últimos veintes. 

Antes de eso, su intención estaba más cercana a convertirse en un doctor trotamundos experto en alergias que en ser un guerrillero armado con algunos conocimientos de medicina.

En su caso, fue la lectura y el contacto con diversas realidades que encontró en su camino aventurero -el abandono de regiones andinas de Perú y Bolivia, la situación política de Guatemala y México- lo que puso frente a sus ojos al verdadero enemigo.

¿Qué necesitarían los jóvenes de hoy para salir de su marasmo? Más que la literatura o los textos no ficticios sobre la historia de los países, convertidas en expresiones artísticas estimables, pero con poca capacidad de llamar a la acción, quizás deberíamos cifrar nuestras esperanzas en la música. 

Aunque, pensándolo bien -me digo a mí mismo mientras escribo esto-, resulta poco probable que las masas jóvenes actuales, extremadamente superficiales cuando se trata de aquellas que lidian por ingresar a círculos que les aseguren un buen trabajo o presencia en las siempre divertidas “clases altas”; y extremadamente superficiales también en los sectores menos favorecidos, embrutecidos por la farándula y las apuestas futboleras; obtengan alguna conciencia cívica, algún rasgo de indignación, escuchando a Dua Lipa, Shakira, Bruno Mars, Bad Bunny y su larguísimo etcétera de clones.

III. Thrash para el Perú de hoy

“Talking to you is like clapping with one hand!” grita Joey Belladonna en Caught in a mosh, tema del tercer LP de los neoyorquinos Anthrax, Among the living (1987). Es una figura que representa lo absurdo, lo imposible, lo idiota.

Es una de las tantas líneas que vienen a mi cabeza cada vez que, por algún desgraciado accidente o descoordinación durante el zapping, escucho a algún comentarista de Willax TV o la interminable retahíla de sandeces contenidas en cada mensaje que no escribe y lee mal “la señora que va a Palacio” (César Hildebrandt dixit), en sus apariciones públicas. 

Aunque para nosotros, más que aplaudir con una sola mano -acción que podrías ejecutar, digamos, golpeándote una pierna o la mesa- sirve, como metáfora de lo estúpido, la clásica parodia de comediantes ochenteros locales, como Miguel “El Chato” Barraza o Ricky Tosso quienes, cuando les tocaba representar a un oligrofrénico ponían cara de Jerry Lewis en El Profesor Chiflado mientras trataban de hacer chocar sus manos para aplaudir, sin lograrlo.

Los pesados riffs de Caught in a mosh -o de otros clásicos de ese álbum metalero como Efilnikufesin (N.F.L.) o I am the law– me hacen siempre fantasear con la idea de lanzar de cabeza a cualquier político actual en un pogo circular durante algún concierto de Anthrax, Metallica, Megadeth o Slayer.

¿Se imaginan? ¿A Boluarte, Quero o Adrianzén, sin zapatos y con los ojos cerrados, en medio de los empujones de decenas de fanáticos de System Of A Down mientras el guitarrista Malakian llamaba al frenético segmento intermedio de Toxicity, en el Estadio Nacional? Sería poesía para los oídos de los deudos de Pataz. 

Es cierto que no les devolverían la vida a sus seres queridos, injusta e incomprensiblemente abandonados, con su crudo y real secuestro reducido a la categoría de “fake news” por nuestras irresponsables autoridades.

Pero que aquellas personas que despreciaron su angustia reciban unas buenas patadas sin posibilidad de defenderse -y sin que ello sea considerado un delito o una acción “bárbara, al margen de la ley”- sería un mejor consuelo que las condolencias vacías de quienes jamás pensaron en hacer algo por ellos, ni antes ni después de tan trágicos acontecimientos.

IV. Rock clásico: ¿Dices que quieres una revolución?

Así comienza Revolution, clásico del periodo tardío de los Beatles. Grabada en 1968 en dos versiones, esta composición de John Lennon fue motivada por las noticias internacionales del primer semestre de aquel lejano año (París, Praga) que intenta cuestionar los métodos violentos de los grupos de izquierda e incluso alude negativamente al “jefe Mao” -una mención que causó cierta controversia en su momento y de la cual el mismo Lennon se arrepintió, tiempo después-, aunque sí muestra afinidad con la idea de la urgencia de cambios sociales.

La versión que hasta ahora escuchamos en las radios retro apareció como lado B de Hey Jude (agosto, 1968) y, veinte años después, en el volumen dos del primer recopilatorio oficial de singles beatlescos Past Masters (1988). La otra, más lenta y bluesera –Revolution 1-, es parte del doble The white álbum (1968). 

Como bien saben los fans del Fab Four, esta fue la primera y única vez en que tocaron temas políticos en sus letras, algo que sería mucho más común en el Lennon solista. Pero, más allá de una que otra alusión metafórica, los tótems del rock inglés, rebeldes y contraculturales por naturaleza, jamás abordaron problemas de este tipo en sus producciones musicales, lo cual cambió agresiva y drásticamente con la generación punk y posteriores subgéneros derivados de los gritos primigenios del bajo Londres. 

En líneas generales, la primera etapa del pop-rock y otros géneros nacidos en los Estados Unidos como soul, blues, funk o country (1955-1975), dominada por artistas de ese país, registra canciones acerca de problemáticas como la segregación racial -el movimiento de las Panteras Negras y el predicamento de Martin Luther King Jr. que tuvo musicalización gracias a James Brown y todo lo que vino después, desde Stevie Wonder hasta Marvin Gaye, desde George Clinton hasta Sly & The Family Stone-; los derechos civiles -a partir de Woody Guthrie y Pete Seeger, inspiración para Bob Dylan y Joan Báez- y la generación hippie, que alzó su voz de protesta contra la guerra de Vietnam, también desde un punto de vista rebelde y cuestionador pero, por la misma naturaleza de esos temas, con indirectas o manifestaciones que buscaban la reacción con propuestas artísticas que son usadas hasta hoy como símbolos de resistencia.

Frank Zappa, líder de The Mothers Of Invention, fue una rara avis en esa época, con un estilo que combinó desde el primer día desarrollos musicales complejos e inclasificables con letras que, cuando trataban de política, eran sumamente directas, casi con nombre propio. Ejemplos de ello son Trouble every day (Freak out!, 1966), Agency man (1968), I’m the slime (Over-nite sensation, 1973), Dickie’s such an asshole (1974, contra Richard Nixon; 1988 contra Ronald Reagan), Heavenly bank account (You are what you is, 1981), When the lie’s so big (Broadway the hard way, 1988), son solo algunos ejemplos de cómo golpeaba a los corruptos de la política, la economía y la religión. Y están también sus entrevistas. 

Géneros extremos como el hardcore punk, el thrash metal y el gangsta rap, surgidos desde la década de los ochenta- cambiaron ese panorama de protestas rebeldes pero etéreas de las décadas anteriores, mostrándoles los dientes a los diversos grupos de poder con diatribas dirigidas sin contemplaciones ni eufemismos. Sin entrar a detalle, podemos mencionar a bandas como Rage Against The Machine, D.R.I., Megadeth, Dead Kennedys, Public Enemy o System Of A Down, como los más representativos, entre centenares de artistas con discursos políticos más fuertes y con amplia exposición mediática.

V. Rock peruano subterráneo: Plena vigencia

Hace cuarenta años, sin embargo, en plena era de violencia y guerra interna, un fenómeno social y artístico local nos dejó lecciones que hoy deberían recoger las nuevas generaciones. 

Escuchando las letras de canciones como Vivo en una ciudad muerta (Guerrilla Urbana), ¿Qué patria es esta? (Sociedad de Mierda), La esquina es la misma (Zcuela Crrada) o ¿Dónde está el Presidente? (Eutanasia) -recopiladas en el CD Varios artistas:

La historia del rock subterráneo, 1985-1992 (Ya Estás Ya Producciones/11 y 6 Discos, 2010)- cuesta trabajo no estremecerse e identificarse con la patética situación descrita en ellas y el alto nivel de indignación que exhibían estas bandas peruanas, todas pertenecientes al movimiento de rock subterráneo que hoy es tratado como un souvenir «arty» por algunos colectivos en busca de hacer algo de caja con aquella juventud auténtica e irreflexiva que hoy peina canas y se dedica actualmente a otras cosas más rentables y seguras que andar gritando realidades aún vigentes. 

Este extenso disco recopila un total de 28 temas, la mayoría compuestos y grabados de manera independiente entre 1985 y 1989, más uno que otro producido en los primeros noventa. Curiosamente, el final de la saga «subte» en el Perú es ubicado por todos sus investigadores en 1992, año del autogolpe de Alberto Fujimori.

Y es curioso porque esa disolución del Congreso que fue, a la postre, germen de toda la corrupción política, social y económica que hoy vivimos como república, marcó también la desaparición de este movimiento que fue capaz de registrar su cólera y tristeza frente a las masacres senderistas y los abusos militares/policiales.

Pero, de repente, los rezagos de la movida underground limeña -la de provincias es otro cantar- fueron también absorbidos por la progresiva degradación del sistema educativo -que ya venía muy mal en los ochenta, por cierto- y el encanallamiento de los medios de comunicación masiva que promovió desde entonces y hasta ahora, con bastante éxito, la noción del racismo/clasismo capitalino disfrazado de inclusión que hoy pasa piola en todas partes. 

Muchos comentan por ahí que, así como están las cosas -con sicarios que matan a adolescentes en losas deportivas y bandas que ejecutan a trabajadores en minas privadas- ya para nadie es un secreto que nuestro país está tan mal como en las épocas del senderismo. Sin embargo nadie, desde el terreno del arte sonoro de consumo masivo -porque sí hay gente que hace cosas, pero están absolutamente invisibilizados- reacciona. 

Los músicos actuales peruanos se mantienen impávidos frente a situaciones criminales y corrupciones políticas, las mismas que son soliviantadas por la prensa convencional con toda clase de argucias- los condicionales, el uso irritante de la palabra “presunto”, los encubrimientos de todo tipo, los lobbies- y una opinión pública dividida que, gracias a la desinformación y el afán por mantenerse en el bando de los que gobiernan, prefiere silbar mirando al techo o, en los peores casos, asumen como propias las opiniones tóxicas que terruquean y caviarizan, en lugar de hacer un solo puño con los que más padecen.  

[Música Maestro]

Un concierto intenso y lleno

Hasta hace unos días, el último megaconcierto de rock en el Perú fue, si la memoria no me falla, la tercera visita de Paul McCartney, en octubre del año pasado. El ex Beatle, a sus 82 años cumplidos, abarrotó el Estadio Nacional. Su trayectoria y estatus de leyenda viva de la música popular contemporánea justificó la expectativa y la asistencia masiva de público.

Por eso sorprende tanto que sea una banda de heavy metal que solo publicó, de manera oficial, cinco álbumes entre 1998 y 2005 y que lleva dos décadas sin lanzar una producción completa -con excepción de dos temas que ya tienen un lustro de antigüedad- se alce, desde su presentación el domingo 27 de abril, con el título del concierto más concurrido e intenso realizado en Lima. 

Claro, en estos tiempos en que hay público para todo, este comentario puede parecer desubicado. Después de todo, grupos de cumbia como Armonía 10 o El Grupo 5 pueden hacer tres fechas con 50 mil personas cada una en el mismo lugar. Y también llenaron ese estadio o el de San Marcos personajes tan disímiles como Bad Bunny, Luis Miguel, The Cure o Shakira. Aun así, la locura colectiva desatada por System Of A Down es notable y extraña, en un país tan desinformado en cuestiones que exijan un poco de información, más allá de la popularidad que tengan un par de canciones o videos en redes sociales.

No fui al concierto pero, después de ver imágenes en YouTube, con fans enfervorizados cantando a gritos las letras cargadamente políticas de este cuarteto apadrinado desde sus inicios por el Rey Midas del rock, el metal y el rap, el productor Rick Rubin, se me ocurrió que a pesar de la anomia causada por la podredumbre corrupta que nuestras autoridades gubernamentales han instalado a punta de bala y cinismo, hay un hartazgo que, en ocasiones como esta, encuentra una saludable válvula de escape.

Reivindicando a su pueblo

System Of A Down no propone el escapismo irresponsable o el exhibicionismo vacío. Tampoco aborda sus críticas a partir de generalidades, actitudes grotescas o metáforas ingeniosas pero poco útiles. De hecho, su agenda es bastante directa y específica. Los cuatro integrantes de System Of A Down, aunque crecieron y se educaron en California, no se identifican para nada con la tierra del Tío Sam. 

De hecho, dos de ellos, el vocalista Serj Tankian (57) y el baterista John Dolmayan (52) nacieron en Beirut, capital del Líbano. El bajista Shavo Odadjian (51) nació en Yerevan, capital armenia. El único nacido en los Estados Unidos es el guitarrista/cantante Daron Malakian (49). Los padres y madres de los cuatro son originarios de Armenia, país del oeste asiático que fuera víctima, en tiempos de la Primera Guerra Mundial, de un terrible genocidio no reconocido por sus perpetradores.

Precisamente, la llama que inspira las composiciones de System Of A Down es la tragedia que padeció el pueblo de Armenia a manos de lo que hoy es Turquía, durante el periodo tardío del Imperio Otomano. De hecho, los abuelos de Serj Tankian sobrevivieron a ese exterminio que acabó con la vida de un millón y medio de personas, durante casi tres décadas en las que los otomanos ejecutaron una oprobiosa “limpieza étnica” que incluyó violaciones, masacres, campos de concentración y destierros. 

La brillante Turquía, la de ciudades hermosas como Estambul, Izmir o Midyat, la de las sorprendentes mezquitas y puentes que vemos en esas producciones audiovisuales que tanto le gustan a Dina Boluarte, ha negado históricamente que esto ocurrió, a pesar de que 35 países del mundo sí han aceptado, después de años de indiferencia, el padecimiento injusto del pueblo armenio. Cuando Hitler elucubraba el holocausto y alguno de sus colaboradores le advertía sobre los riesgos de convertirse en genocida, él respondía “piensa en los armenios, ¿quién los recuerda ahora?”

System Of A Down y el Perú

¿Qué tienen en común 20 o 30 mil chicos y chicas peruanos, sin futuro y sin ganas de defender a su propio país, con las letras de canciones como War?, B.Y.O.B. o P.L.U.C.K. (Politically Lying, Unholy, Cowardly Killers) -la gran faltante, hasta ahora, en el setlist del Wake Up Southamerica Tour, que habla directamente del genocidio de sus antepasados- entonadas con cánticos que pasan de lo místico, casi como si fuera una plegaria, a esos atronadores torbellinos guturales sobre una base de groove metal que, por momentos, nos hace recordar las mejores grabaciones de Pantera o al Sepultura post-Roots?

La indignación y la rabia, puede ser, si nos ponemos optimistas. Quizás en el inconsciente colectivo de esos fans locales late aquello que harían por el Perú si no tuvieran tan presente que Dina y sus secuaces disparan a matar en las manifestaciones. Por otro lado, quizás también sea cierto que les interesan más las canciones menos directas. Sugar, por ejemplo, la canción con la que se dieron a conocer en 1998 con su epónimo debut, el de la carátula de fondo negro y la mano usada en afiches anti-nazis en los años veinte –“con poder tanto para crear como para destruir”-, es una crítica al consumismo y la desinformación de los medios corporativos. O Soldier side (Hypnotize, 2005), que es una especie de Disposable heroes (los conocedores de la discografía de Metallica entenderán la referencia), una cruda narración empática con los que siempre pierden, los combatientes de cualquier guerra. 

O quizás sus favoritismos se orientan hacia aquellas canciones que lidian con temas más personales, íntimos, casi de estética “emo”, como Aerials (Toxicity, 2001), Lost in Hollywood (Mezmerize, 2005), Lonely day (Hypnotize, 2005), una oscura historia que puede aplicarse tanto a una víctima de gobiernos asesinos como a un adolescente y sus tribulaciones amorosas. O ese clásico contemporáneo titulado Chop suey! -como el plato de comida china- que trata nada menos que del suicidio, de letra desoladora en la que Tankian incluso utiliza una de las siete palabras de Cristo en la cruz –“Padre en tus manos encomiendo mi espíritu”-. De hecho, el origen del título encubre las intenciones iniciales del grupo de llamar a esa canción Suicide. Así, “suey” sería la palabra “suicide”, pero cortada (“chopped”).  

Una banda diferente

Como hicieran en los ochenta los iconos del punk Dead Kennedys o los thrashers de Megadeth; o en los noventa los explosivos Rage Against The Machine, System Of A Down suscribe causas muy concretas, golpeando con sus versos a los grupos de poder, a los Estados Unidos, a los vicios de la sociedad de consumo, a los medios de comunicación, al fracaso de la educación, a la hipocresía política y militar. Pero, a diferencia del sesgo izquierdista de los liderados por Eric “Jello Biafra” Boucher, las diatribas de alcance global de Dave Mustaine o los reclamos, a veces muy desinformados, de Zach de la Rocha; la sólida propuesta artística de System Of A Down tiene un trasfondo íntimo, familiar. 

Quizás el caso de Serj Tankian sea el más evidente, pues debe haber escuchado en las sobremesas caseras, las historias de lo que sufrieron sus abuelos. Pero los demás integrantes tienen también a flor de piel esa identificación con su país de origen, el mismo que fue, desde 1920, una de las repúblicas socialistas soviéticas hasta la división en 1991. El padre de Daron Malakian, por ejemplo, trabajó como profesor de danzas folklóricas armenias en un colegio californiano, por lo que el futuro guitarrista adquirió desde muy joven ese cariño por su identidad y, posteriormente, al conocerse con Serj, profundizó sus intenciones de expresar artísticamente su activismo nacionalista y reivindicador. Los padres de John Dolmayan, por su lado, huyeron de la guerra civil libanesa, a fines de los ochenta.

Visualmente, System Of A Down también rompió el molde si pensamos en el común denominador de las bandas de metal norteamericano de su tiempo. Después de todo Serj, Daron, Shavo y John, además de sus apellidos terminados en “ian”, señal inequívoca de su procedencia- tienen los rasgos profundos y serios de sus eurasiáticos progenitores: miradas fuertes y penetrantes, cabelleras y cejas negras -a excepción del bajista-, todo acentuado por el maquillaje, tatuajes, peinados y barbas bizarras -sus primeras fotos publicitarias son una combinación de la actitud amenazante y sobrenatural de Mudvayne con los gestos de Slayer, enojados y sin máscaras-, y los saben combinar con un ataque musical que puede pasar del alarido gutural y monstruoso, a los juegos vocales en clave humorística y al drama pesado y contundente con total fluidez y credibilidad.

John Dolmayan es un baterista fuertemente influenciado por el jazz -hace recordar a Bill Ward de Black Sabbath con esa capacidad para usar técnicas jazzeras en medio de sus bombazos metaleros- y combina a la perfección con el bajo profundo y bien colocado de Shavo Odadjian. El trabajo de Daron Malakian en guitarras es exótico e innovador, mezclando notas salpicadas por aquí y por allá con paquidérmicos riffs cargados de distorsión y volumen alto. Malakian no toca muchos solos pero, cuando lo hace, sorprende por su sentido melódico. En cuanto a Serj Tankian, es de lejos uno de los mejores vocalistas de su generación, con una capacidad tremenda para transmitir emociones, cambiar de registros y conectar con el público, que para 1998 ya andaba algo cansado de los rapeos de Fred Durst o los disfuerzos de Johnatan Davis (líderes de Limp Bizkit y Korn, respectivamente).

Evolución y actualidad de SOAD

Todos estos elementos hacen especial a System Of A Down, como también su propia historia y evolución. Luego de los exitosos discos System of a down (1998) y Toxicity (2001), que los posicionaron como nuevas promesas del renacimiento metalero, apareció Steal this album! (2002), un disco sin carátula cuyo título es respuesta a una coyuntura asociada a la industria discográfica, similar al pleito entre Metallica y Napster. Poco antes de que se lanzara oficialmente, varias canciones comenzaron a circular en archivos mp3 sin autorización del grupo. Las letras de temas como Fuck the system o A.D.D. (American Dream Denial) son claramente anti-USA, mientras que temas como I-E-A-I-A-I-O o en B.Y.O.B. presentan segmentos con un sonido construido sobre patrones rítmicos propios de su origen étnico.

Para ese momento, sus canciones habían dado la vuelta por el cine y la televisión -desde South Park hasta el tercer capítulo de la saga de terror Scream- y eran fijos en todo festival y especial de MTV dedicado al rock duro. Habían sido convocados en el 2000 para participar en el segundo volumen del homenaje a Black Sabbath, Nativity in Black, para el cual grabaron una excelente versión del clásico Snowblind. En septiembre del 2001, poco antes de la aparición oficial del disco Toxicity, la banda anunció un concierto gratuito en una explanada de estacionamiento de Los Angeles. Sin embargo, como el aforo se había superado largamente, el jefe de bomberos decidió, intempestivamente, cancelar. Lo que siguió fueron seis horas de caos y vandalismo, con detenidos y más de 30,000 dólares en equipos destruidos. O sea, la banda estaba en el corazón de la noticia. 

No obstante, después de lanzar dos álbumes simultáneos y complementarios, Mezmerize/Hypnotize (2005), el cuarteto se separó para “satisfacer inquietudes personales”, eufemismo que usaron para ocultar algunas diferencias creativas, que no alteraron por supuesto su amistad y unión por la causa armenia. Tankian inició una ecléctica discografía como solista -lleva ya más de una decena de discos publicados. Malakian y Dolmayan armaron un proyecto intermitente llamado Scars on Broadway. Y Odadjian se dedicó a grabar con un amplio rango de artistas, desde Wu-Tang Clan hasta George Clinton. 

Entre 2010 y 2020 la banda se reunió para dar multitudinarios conciertos. En el 2011 llegaron a Sudamérica y el 23 de abril del 2015, como parte de la gira mundial Wake Up The Souls, en la que presentaban un corto animado en tres partes sobre la historia del genocidio armenio, dieron un concierto gratuito en Yerevan, en la Plaza de la República, para conmemorar el centenario de uno de los hechos más graves de aquella historia. Entre la noche del 23 y la madrugada del 24 de abril de 1915, las huestes de Mehmed VI, el último sultán del Imperio Otomano, arrestaron, deportaron y asesinaron a cientos de integrantes influyentes de la comunidad, entre artistas, escritores, docentes y personalidades eclesiásticas. Era la primera vez que tocaban en Armenia.

La actual gira de System Of A Down comenzó en Colombia, el pasado 24 de abril, en el famoso estadio de fútbol El Campín de Bogotá. En aquel concierto, Daron Malakian y Serj Tankian hicieron, cada uno a su estilo -más pausado uno, más colérico otro- mención directa de la efeméride, conocida en Chile y Argentina como Día de la Tolerancia y el Respeto entre los Pueblos en Memoria del Genocidio Armenio. Lima y Santiago de Chile siguieron, los días 27 y 30, tras lo cual el cuarteto abarrotó el estadio de Vélez Sarsfield, en Buenos Aires, el 3 de mayo. Desde ayer, lunes 5, “las víboras armenias” cerrarán su periplo sudamericano con cinco noches en Brasil, en las ciudades de Curitiba, Rio de Janeiro y São Paulo, donde ya han confirmado tres conciertos en el famoso autódromo de Interlagos, con capacidad para más de 50 mil asistentes.

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Armenia, Conciertos en Lima, metal., SOAD, System Of A Down

[Música Maestro] Cecilia Barraza es uno de los personajes centrales de Le dedico mi silencio (Alfaguara, 2023), la vigésima novela de Mario Vargas Llosa, anunciada por él mismo como su despedida definitiva (sin contar el ensayo sobre Sartre que no sabemos si llegó a concluir). Dos semanas después de su fallecimiento, vale la pena recordar que el último disparo literario del Nobel peruano estuvo dedicado a la música criolla.

En el relato, la cantante es amor platónico, amiga y fuente del periodista y experto en música criolla Toño Azpilcueta, a quien le obsesiona la idea de escribir un libro que encierre la esencia del Perú a partir de la evolución del vals criollo encarnado en el misterioso y sobrenatural talento del guitarrista chiclayano Lalo Molfino, el mejor que había escuchado. Azpilcueta es el protagonista de esta historia que combina ficción con ensayos fraccionados sobre los orígenes y significados del criollismo como expresión musical y subcultura popular peruana.

En la realidad, Cecilia Barraza y Mario Vargas Llosa se conocieron y fueron muy amigos. Su primer encuentro fue en el programa televisivo de entrevistas La Torre de Babel que condujo el autor de La ciudad y los perros (1963) y Conversación en La Catedral (1969), durante los años ochenta. Posteriormente, fue invitada por Morgana, hija del escritor, a las celebraciones por sus 75 años, donde cantó y departió con Patricia, su prima-esposa que, después de la incomprensible desviación que tuvo, entre 2015 y 2022, junto a la socialité filipina Isabel Preysler, lo recibió y acompañó hasta el final.    

Vargas Llosa ha contado que, mientras estaba en España escribiendo una de sus novelas, escuchaba permanentemente la canción Quisiera ser caramelo de Cecilia Barraza, incluida en su LP Yo, Cecilia Barraza (1981). “Como soy amante de la lectura -cuenta la cantante- siempre lo admiré. Siento mucha alegría y una emoción especial porque siempre me ha mencionado con mi nombre y apellido”. La artista ha manifestado escuetamente estar muy afectada por la muerte de su amigo Mario.

A pesar de ser una de las cantantes más populares del país, se me ocurre que muchos jóvenes, lectores nuevos de Mario Vargas Llosa que, por curiosidad, estén recorriendo en estos días las páginas de su última novela, quizás puedan pensar que “Cecilia Barraza” es otra de esas creaciones de su prodigiosa mente literaria. Sin embargo, como pasa en muchos otros de sus libros, es una persona de carne y hueso que Mario integra a su ficción de forma natural y fluida. Una voz dulce y encantadora, una personalidad chispeante y positiva. Así es Cecilia Barraza (Lima, 1952) quien, gracias a su talento y carisma, se ganó el cariño del público y de los amantes de la música criolla desde su aparición. 

La música criolla del Perú es uno de los géneros latinoamericanos que más ha promovido la presencia de mujeres para su interpretación. Desde las épocas de María Jesús Vásquez (1920-2010) o el dúo Las Limeñitas, integrado por las hermanas Graciela (1920-2012) y Noemí Polo (1921-1998), la voz femenina ha sido muy importante para la difusión de valses, marineras, tonderos, polkas y todas las variantes de música negra. 

En los años setenta surgió una nueva generación que recogió el legado de las mencionadas -y de otras como Esther Granados (1926-2012), Delia Vallejos (1930-2005) o Alicia Lizárraga (1917-2004)- para continuar esa tradición. Entre esa hornada de nombres que incluyó a Eva Ayllón, Cecilia Bracamonte, Lucía de la Cruz o Tania Libertad, destacó una menuda y simpática intérprete que, con sencillez y mucha gracia, se metió al bolsillo al público con su dulce y aterciopelada voz, su respeto por los ritmos regionales y una picardía muy limeña que le venía de familia.

Cecilia Barraza nació en el distrito de Miraflores, el 5 de noviembre de 1952. Pero vivió y creció en Magdalena del Mar, uno de los barrios más apacibles de aquella Lima hoy desaparecida. En casa, sus padres escuchaban mucho folklore latinoamericano por lo que Cecilia, la menor de tres hermanos, tuvo ocasión de conocer desde muy pequeña a los grandes trovadores argentinos -Atahualpa Yupanqui, Los Chalchaleros- y los boleristas mexicanos y cubanos, además por supuesto de nuestra música.

Los hermanos de Cecilia también son artistas. Carlos, el mayor, es un talentoso declamador, aunque nunca desarrolló una carrera pública, limitándose a mostrar su vena poética en reuniones familiares y en sus barrios, tanto en Magdalena como en San Miguel, donde se mudó cuando formó su propia familia. Por su parte Miguel, el segundo, luego de participar en un grupo de nueva ola llamado Los Flyer’s, destacó desde muy joven como comediante, en la famosa peña itinerante del recordado conductor de TV y periodista hípico Augusto Ferrando (1919-1999). Miguel “El Chato” Barraza se convirtió en el más famoso y querido actor cómico del Perú, sobre todo durante las décadas de los ochenta y noventa. Con él, Cecilia bailaba y reía hasta que, un día, la escucharon cantar y su vida cambió para siempre. 

En una ocasión, su hermano Miguel invitó a la casa familiar a uno de los hijos de Ferrando, Alberto -más conocido en la farándula local como “Chicho”- y, después de almorzar, se pusieron a cantar y declamar, entre amigos y licores. Cecilia era muy joven, tenía recién 18 años, pero se animó y entonó algunos valses y boleros. Pocas semanas después, animada por el popular “Chato”, Cecilia se presentó en el programa de Panamericana Televisión Trampolín a la Fama, que Augusto Ferrando conducía con enorme éxito en sintonía. Concursó con un vals de Alicia Maguiña, Todo me habla de ti. Era el año 1971.

Chabuca Granda, al escucharla, llamó por teléfono de inmediato a Ferrando y le dijo: “No soy jurado en tu programa, pero doy mi voto por la jovencita de cabello negro”. Cecilia ganó aquella competencia y, a partir de entonces, comenzaron a abrírsele las puertas del estrellato. La compositora de La flor de la canela la llevó con ella de gira por México. Luego le ofrecieron un contrato para grabar su primer LP con la importante casa discográfica Sono Radio. Todo en el mismo año. 

Cecilia Barraza, su disco debut, contó con la participación del destacado arreglista argentino afincado en el Perú Enrique Lynch, una sociedad que continuaría durante toda esa década. En el álbum aparecen canciones como Jamás impedirás, Tal vez, ambas escritas por José Escajadillo -uno de sus autores recurrentes-; Bello durmiente, de Chabuca; y la primera versión de Toro mata, landó tradicionalista que recopilara el percusionista afroperuano Carlos “Caitro” Soto de la Colina (1934-2004) y que se convertiría, a la larga, en uno de sus temas emblemáticos. En 1974, esta canción se internacionalizó gracias al arreglo que hiciera el salsero dominicano Johnny Pacheco (1935-2021), grabada por la cantante cubana Celia Cruz (1925-2003), en el LP Celia & Johnny, un clásico de la salsa de todos los tiempos. De hecho, “La Reina del Guaguancó” decidió incluir Toro mata en su repertorio después de escuchárselo a Cecilia, en una de sus visitas a Lima, en el legendario bar Kero del Hotel Sheraton.

Entre 1971 y 2001, la Barraza publicó ocho discos, hizo miles de conciertos dentro y fuera del país y cantó junto a todos los grandes artistas criollos que nos podamos imaginar. Muy conocida en el circuito de peñas y jaranas, Barraza hizo gran amistad con su tocaya, Cecilia Bracamonte, con quien armaría más de un espectáculo conjunto a lo largo de sus carreras. Asimismo, era común verla acompañada por grandes guitarristas como Adolfo Zelada, Rafael Amaranto, Octavio Santa Cruz, Álvaro Lagos, Óscar Avilés o Pepe Torres, en televisión y festivales de música criolla.

Si los años setenta fueron de intenso apoyo mediático a toda la música nacional -criolla, andina, negra- debido al gobierno militar, tras recuperarse la democracia hubo un ligero retroceso en ese terreno, en especial por la situación económica del país que fue afectando, entre otras actividades, a la industria discográfica. Aun así, los intérpretes que se habían consolidado en esos años mantuvieron a flote el criollismo gracias a su prestigio, popularidad y producciones que, aunque cada vez más espaciadas, permitían que aquel cancionero no perdiera vigencia. 

El trabajo de Cecilia Barraza en esa década fue fundamental para mantener viva a la música criolla. En 1980, su disquera Sono Radio lanzó una recopilación titulada Lo mejor de… Cecilia Barraza y, un año después, aparecería el disco Yo, Cecilia Barraza (1981), uno de los más vendidos de su carrera, con canciones como el vals La abeja (Ernesto “Chino” Soto), el festejo Mi compadre Nicolás (Porfirio Vásquez), Canterurías (Chabuca Granda) y, particularmente, Negra presuntuosa y El tamalito (ambas de su amigo Andrés Soto). En paralelo, prosiguió con sus giras internacionales, durante toda la década, visitando países como Argentina (con su mentora Chabuca Granda), Cuba, Bolivia y Estados Unidos. 

Para 1988, Cecilia Barraza lanzó su quinto LP oficial, titulado Ahora! (CBS Records), en el que ofrece una agradable selección de valses, música norteña y música negra. Destaca un homenaje a Chabuca con un popurrí de sus mejores canciones, una combinación de clásicos del festejo y, en especial, uno de los temas favoritos de sus seguidores más fieles, el tondero El membrillito, composición de Andrés Soto que cuenta en clave poética y popular la historia de un romance trunco. Cecilia Barraza es una consumada bailarina de tondero, danza piurana que interpreta con corazón y elegancia en sus recitales, siempre descalza, respetando la usanza regional. 

Durante la siguiente década, Cecilia Barraza lanzó un par de álbumes más, ambos con el sello discográfico Iempsa. El primero de ellos, Alborotando (1998), le generó un nuevo éxito con la marinera El sueño de Pochi, escrita por José Escajadillo, infaltable en sus presentaciones en vivo. Por su parte, el CD Con candela (2001), su último larga duración en estudios, presenta varias canciones de la cantautora piurana Lourdes Carhuas, una de las pocas voces del criollismo moderno. 

A pesar de que el mercado para la música criolla se había contraído gravemente, por la degradación de los gustos populares y la reducida/nula producción de novedades en sus diversos subgéneros, el respeto ganado por Cecilia Barraza a lo largo de esos primeros treinta años de carrera era tal que siempre conseguía generar expectativa por sus conciertos -ya sea sola o con sus colegas Eva Ayllón, Lucía de la Cruz, Cecilia Bracamonte- y esporádicas grabaciones. Donde Cecilia cantaba, se armaba la jarana.

En el año 2001, fue invitada por el Instituto de Radio y Televisión del Perú (IRTP), la televisora del Estado, para conducir un espacio dedicado a la difusión de la música criolla, con presentaciones y entrevistas a sus principales exponentes. El programa se llamaba Mediodía Criollo, se emitía los fines de semana y había tenido como conductora, entre 1997 y 1999, a una joven y poco conocida cantante alemana residente en el Perú, Ellen Burhum. Su ingreso repotenció el programa que se convirtió en uno de los más sintonizados de TV Perú (Canal 7).

Barraza condujo Mediodía Criollo hasta el 2006, dejándole la posta a otra cantante muy popular, Esther Dávila, más conocida como Bartola. Posteriormente, en el mismo canal, tuvo otros tres programas, Lo nuestro con Cecilia Barraza (2007-2008), Corazón peruano (2008-2009) y Cántame tu vida (2010-2011). Este último fue un espacio para conversaciones amplias con artistas nacionales e internacionales, personalidades del deporte y otros, con la música como principal hilo conductor. 

En el año 2019, poco antes de cumplir 67 años, Cecilia Barraza se despidió de los escenarios con un concierto de gala en Gran Teatro Nacional de Lima. Y lo hizo nada menos que el 31 de octubre, Día de la Canción Criolla, acompañada por varios de sus colegas y compañeros de viaje musical. En noviembre del 2023, volvió a la conducción de Mediodía Criollo, después de diecisiete años. Sin embargo, no pudo continuar por algunos problemas de salud.

No es la primera vez que la intérprete de El membrillito y El sueño de Pochi es mencionada por Mario Vargas Llosa en sus novelas. Primero ocurrió en el 2006, en Travesuras de la niña mala y, posteriormente, en El héroe discreto (2013). Sin embargo, el rol de Cecilia Barraza en Le dedico mi silencio es mucho más gravitante, al ser motivación e informante del personaje central, en esa trama desarrollada entre Chiclayo y Lima. “Siempre fue mi admirador -recordó la cantante alguna vez en entrevista con el diario El Comercio- Cuando estuve deprimida, me escribió cosas bonitas que me subieron el ánimo. Y cuando estuve en rehabilitación, me envió tulipanes”. 

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[Música Maestro] Me fue imposible no recordar el primer verso de esa canción que abre el octavo LP oficial de Silvio Rodríguez, publicado en 1984, cuando supe que «el famoso dominicano» aplastado hasta morir, junto a otras doscientas y pico de personas, por un techo en Santo Domingo, la semana pasada, era nada menos que Rubby Pérez. Seguramente, cuando salió a su ventana, el legendario vocalista de merengue no sabía -mi amor, no sabía- que la luz de esa clara mañana era luz de su último día.

Parece una verdad de Perogrullo -ninguno de nosotros somos capaces de saber si hoy la muerte pisará o no nuestro huerto (Serrat dixit)- pero impacta más cuando se trata del trágico fallecimiento de un personaje público que, además, dedicó su vida a alegrar a sus compatriotas, a hacerlos bailar. Para ponerlo en perspectiva local, sería como si el techo del Teatro Peruano Japonés colapsara durante un concierto de Bartola, en medio de alguna de sus celebradas interpretaciones.

Incluso peor. Porque si aquí el vals criollo representa a toda la región costeña de nuestro país, el merengue es transversal a toda la extensión de República Dominicana. Por eso la conmoción nacional, por eso los tres días de duelo decretados por el presidente Luis Abinader. Y no exagero. Hace cuatro años, cuando falleció Johnny Ventura a los 81, sin accidentes de por medio, el mismo mandatario -este es su segundo periodo- tomó también esa medida que trasciende lo simbólico para corresponder a una tristeza más íntima, más personal. El país caribeño no ha perdido a un cantante. Ha perdido a uno de los ídolos de su cultura popular contemporánea.

Las causas fueron cercando al amable Rubby quien, a sus 69 años cumplidos exactamente un mes antes del desastre, estaba cantando mejor que nunca. Había sido convocado para ser la estrella central de una nueva edición de los Lunes Bailables -otros medios se refieren a ese día como «los lunes de merengue»- en una fecha diferente a la del colapso del emblemático Jet Set Club, una discoteca donde han actuado los mejores artistas locales y extranjeros desde 1973, toda una institución del entretenimiento dominicano. Y el vocalista, por un asunto personal, adelantó su participación para el lunes 7 de abril. Una causa cotidiana, invisible.

Y el azar -poderoso, invencible- se le enredó de modo fatal cuando, a una hora de iniciado su concierto, en pleno frenesí de güiros, saxos y tamboras que seguramente tenía en trance rítmico a la selecta concurrencia, entre la cual estaban conocidos personajes del béisbol -el deporte más popular del país-, la farándula, la sociedad y la política, la estructura cayó sobre las cabezas de público, cantante y músicos con el previo aviso de una inesperada e incomprensible lluvia de arenilla que le dio, a algunos, tiempo de escapar. Lo siguiente ha sido cubierto ampliamente por los medios. Los primeros reportes de heridos y muertos, los testimonios de los sobrevivientes, el dolor de un país.

Entre los ritmos caribeños, el merengue debe ser uno de los más alegres y veloces -si no el más- y, desde luego, extremadamente popular más allá de su obvia zona de influencia. Desde El negrito del batey (o sea “el negrito del barrio”), composición del cubano Santiago Terry Urrutia que fuera grabada por el dominicano Alberto Beltrán (1923-1997) con La Sonora Matancera a finales de los años cincuenta, hasta los éxitos globales de Juan Luis Guerra y la 4.40, muchos artistas merengueros han dejado su huella imborrable entre los amantes de la música latina. 

Lamentablemente, la vulgar omnipresencia del reggaetón, esa bacteria multidrogorresistente, ha hecho que el merengue -como la salsa, como el latin jazz- sea hoy placer de minorías nostálgicas o fórmulas usadas de manera indiscriminada sin detenerse en su historia ni en sus representantes, incorporándolo a la fría biblioteca de ritmos pegajosos de la que hacen uso esos destalentados que, a punta de autotune y exhibicionismo barato, han reventado un siglo entero de riquísima evolución convirtiendo a la música latina en vehículo de expresión para los peores aspectos de la idiosincrasia de nuestra región.

El merengue tiene también sus personajes legendarios, sus padres fundadores, sus conexiones con el pasado de los pueblos que lo vieron nacer. Allá por los años treinta y cuarenta, el dictador Rafael Leonidas Trujillo (1891-1961) usaba el merengue como herramienta de proselitismo político. En estos días de duelo vargasllosiano, resulta también inevitable imaginar a uno de los personajes centrales de la acuciosa investigación que realizó nuestro célebre y controversial narrador para escribir La fiesta del Chivo (Alfaguara, 2000), ese calculador asesino, ordenando a los conjuntos tradicionales -tríos de acordeón, tambora y güiro- a escribir melodiosas y bailables con letras que ensalzaban a su gobierno, contando mentiras sobre lo bueno que era.

En nuestro país, el merengue también tuvo una fuerte presencia en la radio y la televisión, en especial durante los años ochenta y noventa. El Perú ha estado siempre en el radar de los cultores de la música afro-latina-caribeña-americana, debido a la popularidad que siempre tuvo en los sectores populares de barrios tradicionales de Lima y en el puerto del Callao. Frente al retroceso de la “salsa dura” y el apogeo aguado de la “salsa sensual”, los sólidos y rápidos ritmos del merengue dominicano captaron la atención del público peruano, motivo por el cual algunos de sus principales exponentes fueron muy bien recibidos con sus canciones y propuestas sonoras.

A mediados de los años ochenta, llegó al Perú la orquesta de Wilfrido Vargas, un trompetista de voz acajonada y formación académica, capaz de hacer arreglos complejos y a la vez pegajosos, que tenía ya más de una década como portador del estandarte del merengue total, el de musculares secciones de vientos, agresivas percusiones y frenéticos cambios. 

Para cuando llegaron a la Feria del Hogar en 1986, Wilfrido Vargas y su orquesta eran fijos en cualquier fiesta -de casa, de discoteca- y aquellas noches, en el recordado campo ferial de San Miguel, demostraron su amplia capacidad para entretener y sacudir los cuerpos de sus espectadores. En este video, el único disponible de esa época, vemos a Wilfrido conduciendo esa nave merenguera a toda velocidad, pasando del Hava Nagila judío al Kalinka ruso, con la misma facilidad con la que sus pupilos sonríen y saltan sin parar. Música de verdad la que escuchábamos entonces.

En la línea delantera de cantantes estaba, al centro, Rubby Pérez. Había llegado a la orquesta de Wilfrido tres años antes, para grabar con ellos el disco El funcionario (Karen Records, 1983) que comienza con un tema que se volvería su marca registrada, El africano, escrita por Calixto Ochoa, donde destaca su potente y aguda voz. La letra describe, desde el punto de vista de una mujer, de forma ingeniosa y divertida un escarceo sexual, con llamadas de Wilfrido y los demás cantantes en las que hacen ruidos guturales, onomatopéyicos, como si provinieran una tribu africana de salvajes.

“Mami ¿qué será lo que quiere el negro?” se pregunta el vocalista. Por supuesto, el tema es burlesco y pícaro, todo un éxito de las radios en esos años que, el día de hoy, no es programada por nadie para evitar las críticas desubicadas y prejuiciosas de los mismos que les cambian de nombre a las gelatinas y proscriben clásicos del cine norteamericano por usar a actrices negras para hacer de empleadas, creyendo que así luchan contra la discriminación.

Dos años después, en su popurrí de homenaje a la música caribeña, los cantantes Willy Chirino (Cuba) y Ángela Carrasco (República Dominicana) incluyeron El africano en el segmento dedicado a la que fuera, en tiempos de Cristóbal Colón y sus carabelas, la isla La Española. Años más tarde, el panameño Edgardo Franco, El General para los amigos, usó la intro de saxos de El africano en el éxito radial Boricua, una colaboración con los norteamericanos C+C Music Factory cuyo título real es Robi-Rob’s boriqua anthem (1994).

La canción se convirtió en sinónimo de Rubby Pérez quien de inmediato fue bautizado, por Wilfrido Vargas, como “La Voz Más Alta del Mrengue”. Su carisma y amplia sonrisa acompañaron a la famosa orquesta hasta 1986, tiempo en el que se editaron tres LP más, El jardinero (1984), La medicina (1985) y Vida, canción y suerte (1986), luego de lo cual, el vocalista decidió emprender su propio camino, con la bendición de su jefe. Después de haber trabajado para dos leyendas del merengue en su país -Fernando Villalona y Wilfrido Vargas-, era tiempo de lanzarse a la tarima como líder de su orquesta.

Entre 1987 y 2007, Rubby Pérez lanzó una docena de álbumes de merengue puro y duro, de enorme popularidad en su propio país y en las comunidades latinas de los Estados Unidos, donde era recibido siempre como un rey. Las enormes congregaciones de inmigrantes dominicanos que viven en distintos condados de La Florida, New York y New Jersey han disfrutado en más de una ocasión de los lanzamientos discográficos de Pérez, sus visitas para ofrecer alegres conciertos y su decisión de mantener vigente el ritmo nacional de su país, al margen de las tendencias más comerciales que se llevan los mayores dividendos en estos tiempos de Shakiras y Bad Bunnies, que ganan tanto ofreciendo tan poco.

Por eso, su llegada al Jet Set Club era también un acontecimiento especial. El Jet Set Club era considerado un bastión del merengue que había decidido no sucumbir, como sí lo habían hecho otras discotecas y centros de diversión en la capital dominicana, al invasivo reggaetón. Nuevamente, para contextualizar con asuntos que son familiares para nosotros, el Jet Set Club vendría a ser para Santo Domingo lo que para Lima es, por decir algo, la peña Don Porfirio. Si estabas de visita y querías escuchar buen merengue, genuino, ibas al Jet Set Club.

El último álbum oficial de Rubby Pérez, Dulce veneno, tenía este año ya casi dos décadas de antigüedad -se lanzó en el 2007 con el sello local Palenke Records. Pero los éxitos del vocalista iban más por el lado de sus actuaciones. Su estilo vocal era inconfundible y también algunas fórmulas, como esos silbidos simulando a un pajarito o la exclamación “¡Me voy!” que lanzaba a cada rato en medio de las estrofas o coros principales. También mantenía su costumbre de presentar arreglos en merengue de canciones conocidas. En aquel último trabajo en estudio, destacan Amada amante y Así no te amará jamás, baladas del brasileño Roberto Carlos y la argentina Amanda Miguel, respectivamente.

Pero si hay una canción que identificará por siempre a Rubby Pérez es el éxito Volveré, de su séptimo disco Vuelve el merengue (1999), una canción compuesta por los españoles Ignacio Román y Paco Cepero e interpretada en 1983 por el baladista y cantaor Antonio Cortés Pantoja, Chiquetete -el mismo que popularizó Esta cobardía, una de las baladas más famosas de esa década-. Tras conocerse la noticia de la caída del techo, las redes sociales se inundaron con videos de homenaje a Rubby Pérez interpretando esta canción. En nuestro país, fue más popular la versión en ritmo de salsa que grabara Huey Dunbar -también poseedor de un impactante registro vocal, aunque menos cálido que el del dominicano- con la banda DLG, en su tercer álbum Gotcha!” (1999).

Wilfrido Vargas (75) fue uno de los primeros artistas que manifestó su profundo pesar ante la tragedia, refiriéndose a Roberto Antonio Pérez Herrera, verdadero nombre de Rubby, como uno de sus “hijos musicales”. Durante el funeral del artista pudimos apreciar a importantes exponentes del folklore dominicano como Fernando Villalona -no muy conocido fuera de República Dominicana pero considerado uno de los responsables de la evolución y modernización del género- con quien Pérez había iniciado su carrera musical. Y Juan Luis Guerra, por supuesto, el artista que trajo “inteligencia y poesía” al merengue, como dice el musicólogo y periodista dominicano Carlos Batista Matos en su libro Historia y evolución del merengue (1999), a quien se le veía muy afectado por esta inesperada e injusta muerte.

Como nos ocurrió a nosotros, los peruanos, hace pocas semanas, luego de ver cómo el techo de un centro comercial asesinó e hirió a decenas de compatriotas, lo sucedido en la calurosa Santo Domingo deja una estela de tristeza pero también de indignación. Los propietarios del Jet Set, encabezados por el poderoso empresario de medios de comunicación Antonio Espaillat, tendrán que dar muchas explicaciones a la justicia. Los reportes oficiales dicen que un incendio de hace algunos años habría dejado debilitadas las estructuras metálicas del Jet Set Club, pero aun no se establecen causas y responsabilidades concretas frente a tan desgraciado hecho.

No deja de ser paradójico que un momento tan alegre y cálido, como puede llegar a ser un buen concierto de merengue, haya sido cortado por el triste peso de fríos bloques de cemento y fierro, en un hecho que es todo menos algo casual o azaroso. En medio del dolor de sus familiares, colegas y seguidores, no dejo de pensar en ese otro verso de Silvio -quien, por cierto, nos visitará dentro de seis meses-. Mientras calentaba la voz y recibía el ánimo de su manager, sobreviviente de la tragedia, que siempre le decía antes de subir al escenario una sola palabra -«¡Rompe!»-, Rubby Pérez no tenía cómo saber, madre mía, que no le esperaba la paz, sino el espanto. 

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[Música Maestro] Cuando yo era niño, a mediados de los años ochenta, la Semana Santa era todavía una de recogimiento y reflexión, rezago de épocas más restrictivas vividas por mis padres y abuelos. Aun recuerdo que, mientras nos repartíamos, mis hermanos y yo, las ollas con frejoles remojados y les quitábamos las cáscaras para el delicioso dulce de frejol colado, una receta tradicional que los distritos de población afroperuana de Lima antigua (La Victoria, Rímac, Barrios Altos) adoptaron de sus antecesores de Cañete; que ella había aprendido muy bien, a pesar de haber nacido en otro país, papá nos contaba que “en sus tiempos” no podía escucharse música los Viernes Santo. 

De hecho, mi generación también conoció algo de aquellas formas un tanto exageradas de vivir esta efeméride cristiana. Aunque las prohibiciones ya no eran tan drásticas, uno sabía que los días centrales era muy mal visto ponerse a escuchar salsa o reventar cohetes. Menos después del Sermón de las Siete Palabras, que todos escuchábamos así no entendiéramos o nos aburriéramos intensamente. 

Mi generación también vio nacer rituales nuevos. Algunos nada santos, como los repetitivos reportajes que mostraban las borracheras en campamentos de los feriados -las vergonzosas “Semanas Trancas”. Y otros, más edificantes, como ver documentales sobre grandes hallazgos relacionados a las historias bíblicas o sentarse a ver, cada año, películas épicas-religiosas producidas en la era dorada del cine hollywoodense. 

Aunque ambas costumbres de la Semana Santa posmoderna siguen vigentes, hay una que es ya una institución -solo falta que la incluyan en el Catecismo versión peruana- mientras que la otra, paulatinamente, se va convirtiendo en un asunto anacrónico, de viejos. 

Los fines de semana largo son pretexto perfecto para masivos reventones donde creyentes y no creyentes olvidan -o, peor aun, no saben- que la Semana Santa rememora un martirio, más allá de que haya sido real o alegórico. 

La subcultura del espectáculo y la relativización de los sistemas de creencias se imponen a toda norma básica de respeto y permite que los bacanales sigan a todo volumen reggaetonero en medio de lo que un sector todavía grande de la población vive como el velorio de un familiar cercano. En esta aldea global llena de sicarios menores de edad y líderes políticos que solo rinden culto al dinero y a las cirugías plásticas, la fiesta permanente no puede parar.

Con respecto a ver películas del pasado, cada vez somos menos las personas que disfrutamos del consumo reiterativo de esas producciones grandilocuentes que convirtieron a Charlton Heston en superestrella. De niños, nos admirábamos con los efectos especiales y la posibilidad de ver en imágenes los relatos bíblicos del Genesis, el Éxodo o el Nuevo Testamento, reforzando sin darnos cuenta pasajes de la historia universal que, tarde o temprano, nos contarían en el colegio. 

De adultos, estas películas nos aseguran buen entretenimiento bajo la premisa de estar frente a desarrollos audiovisuales clásicos, actuaciones memorables, frases y secuencias inolvidables. Al margen de los conocimientos adquiridos posteriormente y las inevitables desafiliaciones –“soy creyente pero no practicante”, “soy agnóstico, soy ateo”-, esperamos el Jueves y Viernes Santo -y los dos días siguientes- para toparnos con alguna de estas largas recreaciones históricas, sin fijarnos en sus inconsistencias, solo por el mero gusto de repetir ese ritual.

Los Diez Mandamientos (Cecil B. DeMille, 1956) y Jesús de Nazareth (Franco Zeffirelli, 1977) son dos de mis favoritas, por encima del sanguinolento hiperrealismo de La Pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004) o el remake en clave videojuego de Ben-Hur (Timur Bekmambetov, 2016). No importa que fenómenos como el del río Sarandí en la localidad bonaerense de Avellaneda, reportado en febrero de este año, puedan explicar aquella plaga de las aguas ensangrentadas. No importa que la reconstrucción facial que hiciera el experto forense británico Richard Neave en el año 2001 nos demostrara que Jesús habría tenido los rasgos toscos de un rústico ciudadano palestino y no las finas facciones de aquel clásico cuadro decimonónico del Sagrado Corazón que inspiró la caracterización de esa miniserie con reparto de lujo. Ambas tienen, además, bandas sonoras extraordinarias. Recordémoslas juntos.

JESUS OF NAZARETH – ORIGINAL SOUNDTRACK COMPOSED AND CONDUCTED BY MAURICE JARRE (Pye Records, 1977)

Cuando el italiano Franco Zeffirelli (1923-2019) convocó a Maurice Jarre (1924-2009, padre de Jean-Michel) para que compusiera la banda sonora de la miniserie Jesús de Nazareth que estaba dirigiendo, lo hizo a sabiendas de que el célebre músico rechazaba, a priori, cualquier oferta de trabajo que le llegara desde la televisión pues su formato le parecía banal e insuficiente. 

Sin embargo, las características de esta superproducción ítalo-británica se acercaban más a las épicas películas históricas que había musicalizado previamente -Lawrence de Arabia (1962), Dr. Zhivago (1965), ambas dirigidas por el británico David Lean- y decidió acometer el reto, animado además por las proyecciones presupuestales que se le anunciaron. 

El resultado es una conmovedora partitura llena de momentos sublimes, que sirvió de marco musical perfecto para esta producción de casi seis horas de duración que se mantiene, hasta ahora, como una de las representaciones más admiradas de las que han intentado retratar cinematográficamente la vida, pasión y muerte de Jesucristo, uno de los personajes más enigmáticos e inspiradores en términos artísticos. 

Como sabemos, desde el Renacimiento la iconografía religiosa católica impuso un modelo de cómo se habría visto Jesús y sus coetáneos, una fisonomía inverosímil que marcó a fuego a las artes plásticas. Esa estética fue recogida por los realizadores. En cuanto a Jarre, el destacado compositor francés puso al servicio de las imponentes imágenes de locaciones ubicadas en Túnez y Marruecos y de esa europeizada imagen del Mesías, lánguido y blanco, de ojos azules y cabello lacio, casi castaño, imaginativos desarrollos orquestales que combinan la grandiosidad de las cuerdas sinfónicas con elaboradas secciones en que flautas y clarinetes traen a la mente las exóticas danzas del Medio Oriente y las comunidades judías del Año 1. 

El leit motif que representa musicalmente a Jesús es una profunda escala de violines y cellos que se repite de manera aleatoria en varias de las once partes que conforman la banda sonora, grabada originalmente en 1977 para el sello británico Pye Records, famoso por lanzar las primeras discografías de bandas rockeras como The Kinks o Status Quo. El inicio, sin embargo, es aterrador, con una llamada de percusiones y violines que, a manera de latigazos, nos anticipa el crítico momento de la tortura física -Crucifixion- antes de soltar por primera vez, el referido motivo en el tema-título, Jesus of Nazareth, un remanso de paz y luminosidad que se instala en la memoria para siempre. 

Hay temas especialmente llamativos en este soundtrack televisivo, como por ejemplo Three kings, Salome -que incluye una frenética pieza en la que brillan lascivos flautines y percusiones menores-, Miracle of the fish, que enriquecen las estampas dirigidas por Zeffirelli, basadas en los Evangelios pero que también contienen diversas licencias de autor para su construcción fílmica. The beatitudes incluye la voz de Robert Powell (80), el actor que interpretó a Jesús, leyendo las ocho bienaventuranzas en italiano, mientras de fondo suena el tema básico en variaciones de violines y vientos suaves. 

Jerusalem es triunfal mientras que Baptism/Jairu’s daughter reflejan la fuerza de la personalidad de Jesús. El camino al Gólgota inicia en Crucifixion con una primera parte basada nuevamente en el terrorífico tema central para luego tornarse triste y oscura, y finalmente resurgir con enormidad en Resurrection, en el éxtasis de la gloria divina. Más allá de que seamos creyentes o no, la expresividad de estas composiciones de Jarre padre no hacen más que confirmar por qué está considerado como uno de los mejores compositores de música sinfónica contemporánea del siglo XX.

Jesus of Nazareth es un buen ejemplo de la importancia que tiene la música en la emotividad que puede alcanzar una película, en especial si estamos hablando de un tema como este, que viene animando toda clase de pasiones, fanatismos y controversias desde hace años, pero que no deja de ser importante para muchas personas en el mundo: las bases del Cristianismo.

ORIGINAL MOTION PICTURE SOUNDTRACK – THE TEN COMMANDMENTS (MCA Records, 1956)

Como ocurre con Ben-Hur (William Wyler, 1959), El manto sagrado (Henry Koster, 1953), Quo Vadis? (Mervyn LeRoy, 1951) y otras películas del género bíblico de la década de los años cincuenta, The Ten Commandments (en español, Los Diez Mandamientos) posee una banda sonora sinfónica y monumental, con marchas triunfales en las que resuenan trompetas, timbales y violines de naturaleza grandiosa, descomunal. 

Para esta larguísima e inolvidable película -un clásico de la Semana Santa- el director norteamericano Cecil B. DeMille (1881-1959) contrató los servicios de Elmer Bernstein (1922-2004), un compositor neoyorquino que había sido alumno de su compatriota Aaron Copland (1900-1990), célebre creador de piezas como Hoedown o Fanfare for the common man, adaptadas al rock por el trío inglés Emerson, Lake & Palmer. 

Bernstein -quien no tiene parentesco con Leonard, otro gran compositor y director sinfónico norteamericano, aunque sí eran muy amigos- aplicó todos sus conocimientos académicos a esta suite y, como se imaginarán, escribió una partitura de enorme duración, lanzada en LP por MCA Records en 1956 en versión reducida. En 1989 apareció por primera vez en CD, también con un setlist resumido que rescata las melodías más representativas del largometraje, de forma que pudiera adaptarse al entonces nuevo formato digital. Años después, apareció en el 2006 una versión en 2 discos compactos, con las más de dos horas de grabaciones que se realizaron originalmente en los estudios Paramount. Y para celebrar su aniversario 50, apareció un boxset de seis CD con todas las tomas alternas, muchas de ellas inéditas. Un artículo de colección para los amantes del compositor y, en particular, de esta obra.

Pero Bernstein no solo se limitó al uso de una orquesta sinfónica, sino que además realizó experimentaciones interesantes con el uso del theremín, por ejemplo, en The plagues, sombría composición que puede oírse en la secuencia de la última plaga, el paso del ángel de la muerte; o con instrumentos ancestrales como el shofar, una especie de corneta hecha de huesos de oveja, que se utiliza en ceremonias judías como el Rosh Hashanah o el Yom Kippur, presente en The exodus, otra de las piezas de la parte inicial de la banda sonora. 

Asimismo, el creador de otras grandes bandas sonoras del cine clásico como El hombre del brazo de oro (1955), Los siete magníficos (1960) o El dulce sabor del éxito (1957), recrea la música egipcia y árabe en las respectivas Egyptian dance y Bedouin dance, dos de las que más se alejan del tradicional sonido orquestal, rimbombante y épico que se convirtió, con el paso de las décadas, en uno de los tantos atractivos que posee este largometraje protagonizado por Charlton Heston (1923-2008) en el papel de Moisés, “el rescatado de las aguas” que pasó de ser príncipe egipcio a esclavo hebreo y, finalmente, producto de la intervención divina, en libertador y portavoz de las enseñanzas de Yahvé. 

A diferencia de otras musicalizaciones de filmes similares, que concentran sus desarrollos instrumentales en momentos determinados de las historias a las que apoyan, Elmer Bernstein buscó generar piezas para identificar a cada personaje, al estilo de autores de óperas del siglo XIX como el italiano Giacomo Puccini (1858-1924) o el alemán Richard Wagner (1813-1883), una sugerencia que habría recibido del mismo director. 

Reconocida como una de las películas religiosas más fieles a la historia que se cuenta en el Antiguo Testamento, The Ten Commandments tiene, en su soundtrack, una fortaleza adicional, un complemento de enorme vitalidad que nace de la visión operática de su autor, aun cuando no utiliza coros humanos y prefiere construir el efecto impresionante de sus composiciones en las secciones de vientos y violines, que adquieren una personalidad propia en cada compás. 

Un dato particularmente curioso para nosotros, en Latinoamérica: una de las partes más recordadas de la película es, sin duda, la escena en que Moisés, ayudado por Dios –“¡contemplen su poderosa mano!” exclama el patriarca en el momento culminante de esta clásica secuencia-, ordena que las aguas del Mar Rojo se abran para que el pueblo judío cruce y se libere finalmente de la opresión egipcia. Cuando Ramsés (Yul Brynner) ordena a su ejército ir tras ellos, el mismo Dios deja caer las aguas ahogando a cientos de personas, un acto de furia que define al espíritu castigador del Antiguo Testamento, ese mismo que hoy invocan los criminales de guerra de Israel. Este portentoso momento es acompañado por una melodía igual de colosal, titulada The red sea. 

Pero para nosotros siempre será sinónimo del héroe latinoamericano por antonomasia, El Chapulín Colorado, ya que su primera sección -esa portentosa sección de vientos- fue utilizada por su creador, Chespirito, para identificar la aparición del personaje cada vez que se le invocaba con el clásico «oh… y ahora ¿quién podrá defenderme?» Si este fin de semana se sientan a ver, otra vez, las cuatro horas y media de Los Diez Mandamientos, presten atención a esa secuencia.

[Música Maestro] De los ochenta años que va a cumplir este miércoles 9 de abril, Steve Gadd ha dedicado setenta a la batería. Eso significa que ha pasado casi el 90% de su vida entre tambores, bombos, baquetas y platillos. A pesar de que su nombre no signifique nada para los oyentes promedio, es un hecho que han escuchado más de una vez sus intensos redobles, sutiles plumillas o rítmicos ataques en grabaciones de Paul Simon, James Taylor o Eric Clapton -quien también cumplió 80 esta semana-, tres de los grandes nombres que lo han llamado para trabajar en estudios y giras alrededor del mundo.

Como él mismo cuenta en su página web oficial https://drstevegadd.com/, un tío le regaló su primera batería a los 11 años y de inmediato se obsesionó con la percusión. Pasó por el club de Mickey Mouse, la banda de su escuela secundaria y no paró hasta colarse, siendo todavía un adolescente, en las tocadas nocturnas de astros del jazz como Dizzy Gillespie, Art Blakey u Oscar Peterson en un conocido club de Rochester, ciudad del norte de New York. Años después, cuando fue destacado al ejército, hizo gran parte de su servicio en la banda militar. Su padre, amante de la música, “lo llevaba a todos los conciertos de los artistas que más le gustaban”. Hoy los llevan a los estadios, pintarrajeados y transformándolos en agresivos fanáticos. Eran tiempos mejores.

En el pop-rock, la batería siempre es el último instrumento en mencionarse, a pesar de su importancia que, en muchos casos, puede llegar a equiparar o incluso superar la del tótem indiscutible del género, la guitarra eléctrica. En un concierto, sea de quien sea, cuando llega el momento de presentar a los músicos, escucharás el nombre del batero al final. Y en toda reseña periodística o listado de créditos impreso, la sección de percusión cierra el párrafo, con la batería en último lugar. No importa si es Ringo Starr, Phil Collins o el baterista de Taylor Swift- esta costumbre con más de sesenta años de antigüedad se mantiene inalterable, salvo excepciones.

En el jazz, en cambio, los bateristas líderes son más comunes de lo que uno podría imaginar. Desde Gene Krupa y Buddy Rich hasta Art Blakey, Max Roach y Elvin Jones, la tradición de virtuosos ejecutantes de batería que se ubican al frente es amplia. Estos icónicos bateristas han sido inspiración para varios rockeros que, entre las sombras, brillaban en canciones como, por ejemplo, Moby Dick (Led Zeppelin, LP II, 1969) o Tom Sawyer (Rush, LP Moving pictures, 1981). En esos temas, John Bonham y Neil Peart respectivamente, son absolutos protagonistas. Pero desde el fondo.

Esto es comprensible desde el punto de vista del espacio físico. Con los años, las baterías del pop-rock fueron incrementando su tamaño, añadiendo tambores de distintas dimensiones para ampliar su rango de notas. Desde los años setenta es común ver a instrumentistas que usan, además de la batería convencional, todo un arsenal de percusiones menores -campanas, bloques de madera, xilófonos-, sinfónicas -timbales, gongs-, electrónicas -equipos Simmons-, y pedaleras -doble bombo, hi-hats. 

Desde esa lógica, es más práctico para los bateristas estar detrás. Así disparan el ritmo desde una ubicación fija mientras los demás se desplazan a su antojo. También es lógico desde la construcción del ensamble sonoro, pues son los bateristas quienes, generalmente, marcan el inicio de cada canción con sus baquetas. Al provenir desde atrás, esa indicación alcanza a todos por igual. En géneros asociados al pop-rock como heavy metal o rock progresivo las baterías suelen ocupar muchísimo espacio. En otros, como el punk o el indie rock, son más comprimidas. Desde las gigantescas baterías de Terry Bozzio, con más de cien piezas hasta el simple kit de tres piezas de Stray Cats, las opciones son ilimitadas.Todas van atrás o, en los casos más minimalistas, al centro, salvo.contadas excepciones. En el jazz, esto es más variable.

Steve Gadd unió ambas influencias desde el principio de su carrera, integrándolas para desenvolverse con naturalidad en contextos de soul, jazz, fusión, blues, pop y rock. Gadd comparte esa versatilidad con otros bateristas de su generación como Jeff Porcaro, Simon Phillips, Steve Smith o Vinnie Colaiuta, capaces de tocar baterías básicas y complejas. Ningún baterista que se precie de ser profesional puede no conocer a Steve Gadd, salvo que se trate de un aprendiz, un músico bastante desinformado o un farsante.

Un par de ejemplos de canciones que, en su momento, fueron extremadamente populares, aunque actualmente ninguna radio local dedicada al rubro “retro” las programe, sirven para dejar en claro las habilidades por las cuales Steve Gadd es considerado uno de los mejores de todos los tiempos. En el disco Tug of war (1982), del ex Beatle Paul McCartney, el segundo sin los Wings, destacó el tema Take it away con Gadd haciendo de las suyas, a contramano de la melodía principal. Y en el tema Late in the evening, que abre el quinto LP en solitario de Paul Simon, One-trick pony (1980), el baterista hace gala de su dominio polirrítmico, armando una fiesta que tiene tanto de Cuba como de Mozambique.

Pero si hay una canción que genera consensos respecto de lo bueno que es Steve Gadd es Aja, tema-título del sexto disco de Steely Dan (1977). En la canción, descrita por sus compositores, Donald Fagen y Walter Brecker como “un viaje en el tiempo y el espacio”, el baterista realiza tres solos en perfecta clave de jazz fusión, que acompañan al saxo de Wayne Shorter (Miles Davis, Weather Report), en una colaboración catalogada como histórica por todos los expertos, uno de los hitos más importantes del cruce entre jazz y pop-rock en los setenta. Los redobles y resoluciones del final de esta suite de ocho minutos son épicos, una clase maestra en sí mismos, vertiginosos y emocionantes.

Los inicios formales de Steve Gadd, tras graduarse con honores de la prestigiosa Escuela de Música Eastman de su ciudad natal, se dieron junto a los hermanos Gap y Chuck Mangione (piano y trompeta, respectivamente), otros dos hijos predilectos de la escena musical de Rochester. De hecho, su primera grabación profesional fue en el cuarto álbum del pianista, titulado Diana in the autumn wind (1968), en el que destaca un medley de temas de Simon & Garfunkel incluidos en la banda sonora del clásico film The graduate, que protagonizaran ese mismo año Dustin Hoffman y Anne Bancroft. En aquella banda coincidió con su compañero de escuela, el bajista Tony Levin (Peter Gabriel, King Crimson), una amistad que se mantuvo a lo largo de sus exitosas carreras. Aquí podemos ver un video de ambos, muy jóvenes, tocando con Chuck Mangione, en el festival suizo de Montreaux, en 1972.

Paralelamente, Gadd fue forjando la potencia y control de su estilo en dos grupos de jazz, funk y fusión que hizo delirar al circuito de clubes en New York durante los setenta. El primero se llamó L’Image, junto a Tony Levin (bajo), David Spinozza (guitarra) y Warren Bernhardt (teclados). Para la segunda mitad de esa década, ya convertido en uno de los sesionistas más solicitados, se unió a Stuff, junto a Eric Gale y Cornell Dupree (guitarras), Richard Tee (teclados) y Gordon Edwards (bajo), director del combo. Stuff grabó cinco álbumes entre 1975 y 1980, hoy considerados de colección, así como sus residencias semanales en el legendario club de jazz Mikell’s, en la calle 97 del Uptown en Manhattan -cerrado desde 1991-, donde Gadd dejó su marca indeleble.

Entre 1973 y 1980, el neoyorquino tocó en cientos de sesiones –“cuando uno está joven, acepta todas las llamadas” le comentó en reciente entrevista al YouTuber Rick Beato-, adquiriendo experiencia y ganando respeto entre sus pares. Por el lado del jazz, fue uno de los bateristas principales del sello CTI Records, especializado fusión y smooth. Y por el lado del pop, canciones de alta rotación en radios norteamericanas como You make me feel like dancing (Leo Sayer, 1976), 50 ways to leave your lover (Paul Simon, 1975), Just the two of us (Grover Washington Jr., 1980) tienen su impredecible sonido. Gadd y sus compañeros de Stuff formaron la base instrumental de un himno de la música disco, The hustle, del pianista y productor Van McCoy (LP Disco boy, 1975).

Si algo le sobraba a Steve Gadd en esa época, era trabajo. El tecladista Chick Corea lo invitó en 1973 a unirse a su supergrupo Return To Forever, que se alistaba para lanzar su tercera placa discográfica, Hymn of the seventh galaxy. Gadd declinó de la oferta “para estar más cerca de su familia”. En años posteriores, se juntaron para grabar fantásticas composiciones en álbumes clásicos del prolífico pianista, como Night sprite (The Leprechaun, 1976), Humpty Dumpty (Mad Hatter, 1978), Samba song (Friends, 1978) o Love castle (My Spanish heart, 1976). 

Esta amistad musical se prolongó durante las siguientes décadas en producciones como el alucinante Three quartets (1981) o Chinese butterfly (2017), ya como The Chick Corea + Steve Gadd Band, que incluía a Carlitos del Puerto (bajo), Lionel Loueke (guitarras), Steven Wilson (saxos) y Luis Quintero (percusión). Con esta formación, ambos tocaron en Lima, en el auditorio del Pentagonito, el 27 de octubre del 2017. Gadd admiraba a Corea por su ética de trabajo y su pasión por componer siempre cosas nuevas para la batería. Por su parte, el pianista fallecido en el 2021 consideraba a Gadd como “el mejor baterista con quien le había tocado trabajar”. Aquí podemos verlos en acción, en el legendario Blue Note Jazz Club de New York.

Al Di Meola, otro de los integrantes de Return To Forever, también tuvo a Steve Gadd entre sus principales colaboradores cuando decidió iniciar su discografía como solista. En las canciones The wizard (Land of the midnight sun, 1976), Elegant gypsy suite, Flight over Rio (Elegant gypsy, 1977) y en los álbumes Casino (1978), Splendido Hotel (1980) y Electric rendezvous (1982), la batería de Gadd brilla y retumba, adaptándose al electrizante estilo del guitarrista. 

El 19 de septiembre de 1981, Steve Gadd entró de manera definitiva en la historia contemporánea de la música norteamericana, al formar parte de la banda que tocó con Simon & Garfunkel en el multitudinario concierto en el Central Park. Aquel reencuentro del famoso dúo de folk-rock, organizado para recaudar fondos que permitieran recuperar a esta enorme y emblemática zona de la ciudad que nunca duerme, reunió a casi medio millón de personas y fue, además, transmitido por la cadena televisiva HBO, convirtiéndose en uno de los eventos en vivo con mayor público. 

Durante los ochenta, además de continuar su intensa agenda de sesiones para grandes estrellas del pop y el jazz, Gadd fundó The Manhattan Jazz Quintet, banda de jazz fusión con la que produjo una decena de discos en estudio y en vivo. Asimismo, se mantuvo activo en el circuito rockero, saliendo de gira de manera constante con Paul Simon y Eric Clapton. Idolatrado por la comunidad mundial de bateristas, Steve Gadd encontró tiempo para comenzar a producir su propio material, armando proyectos como The Gadd Gang, con compañeros a quienes había conocido en su largo camino como el bajista Eddie Gómez, el saxofonista barítono Ronnie Cuber y el pianista Richard Tee.

Una de las particularidades del estilo desarrollado por Steve Gadd es su capacidad para hacer variaciones usando patrones básicos con las baquetas, una práctica que incluso lo ha llevado a escribir libros y grabar videos instructivos. Este conjunto de secretos y consejos para sonar más diverso y polirrítmico es conocido, entre los bateristas, como los “Gaddiments” -unión de su apellido “Gadd” con el término “rudiments” que significa, literalmente, “rudimentos”, aludiendo a la naturaleza elemental de esos redobles, que remiten a las bandas militares. La combinación de repiques con golpes de bombo en distintos lugares de cada compás genera la sensación de estar escuchando ritmos diferentes.

Los últimos veinticinco años han sido de enorme actividad musical para Steve Gadd, al margen de las modas y a salvo de incómodos protagonismos. Su experta batería fue utilizada por el guitarrista Eric Clapton para diversos lanzamientos blueseros como Riding with the king (2000) junto al legendario B. B. King o el tributo a Robert Johnson (2001). También fue parte de su banda en varias ediciones del Crossroads Guitar Festival, entre 2013 y 2019. Algunos años antes, en 1997, Steve Gadd y Eric Clapton integraron un supergrupo que completaban Joe Sample (telados), David Sanborn (saxo) y Marcus Miller (bajo). Una maravilla para el oído. En el 2015, Clapton incluyó a Gadd en la banda con la que celebró sus 70 años en el Royal Albert Hall de Londres.

En cuanto al jazz, Steve Gadd produce y lidera interesantes proyectos, siguiendo la tradición iniciada en los años dorados del bebop de sus admirados Art Blakey, Elvin Jones y Tony Williams. Por ejemplo, tenemos a The Gaddabouts, cuarteto de pop-jazz relajado, al estilo de Norah Jones, integrado por él en batería, Pino Palladino y Andy Fairweather-Low, dos experimentados músicos de sesión, en bajo y guitarra; y la vocalista Edie Brickell, recordada por el exitazo radial What I am, del primer LP de su grupo The New Bohemians, Shooting rubberbands at the stars (1988). Sus dos álbumes, The Gaddabouts (2011) y Look out now (2012) recibieron muy buenos comentarios de la crítica especializada.

El 2009 vio la reunión, después de casi cuatro décadas, con sus compañeros de L’Image -Tony Levin, Mike Mainieri, Warren Bernhardt y Dave Spinozza, para conciertos en Estados Unidos, Europa y Japón. Al año siguiente, apareció el disco en vivo Steve Gadd & Friends Live at The Voce, una exhibición de elegante jazz de salón con toques de funk y fusión, en el que destaca su gran amigo Ronnie Cuber, tristemente fallecido en el 2022, en el saxo barítono. Y, en paralelo, tenemos a The Steve Gadd Band, con álbumes como Gadditude (2013), 70 strong (2015), Way back home (2016) o Steve Gadd Band (2018), que recibió el Grammy a Mejor Álbum de Jazz Contemporáneo.

No conforme con todo ello, Steve Gadd disfruta compartir todos sus conocimientos a través de clínicas musicales. Bajo el nombre de Mission From Gadd -jugando con el parecido fonético entre “Gadd” y “God”-, el baterista retornó a la escena del masterclass con una breve gira por doce ciudades de Estados Unidos. Sin querer queriendo, estas sesiones ante alumnos y fanáticos de la batería se extendieron hasta el 2010, con fechas en Canadá e incluso Europa. En el 2005 recibió un doctorado honorífico del prestigioso Berklee College of Music de Boston.

Steve Gadd sigue trabajando, ya sea con su nuevo trío -junto a Michael Blicher (saxo) y Dan Hemmer (piano, teclados)-, presentando su biografía A life in time, escrita por el educador y baterista Joe Bergamini (Hudson Music, 2023) o ensayando con su gran amigo Paul Simon, para la gira A quiet celebration tour. A pocos días de cumplir 80 años, es toda una leyenda en permanente actividad.

 

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[Música Maestro] Carlos Santana (77), el genial guitarrista mexicano, está instalado en la memoria de los oyentes de radios populares y convencionales a través de dos imágenes muy claras. La primera es la del desgarbado muchacho de 21 años que, aferrado a una Gibson SG y al frente de su intoxicante banda original -The Santana Blues Band-, alborotó a la muchedumbre hippie en el segundo día de Woodstock, el 16 de agosto de 1969, con incontenibles solos de guitarra, psicodélicas líneas de Hammond B-3 y percusionistas poseídos por el mismísimo demonio. 

Y la segunda apareció treinta años después, en 1999, cuando el ya respetado músico, recién atravesada la barrera de los 50, se convirtió en ídolo de los nuevos públicos con canciones de atildada producción y sonido aséptico, grabadas con varias estrellas del pop para su CD Supernatural, que se publicitó como una especie de renacimiento, como si todo ese tiempo en medio hubiera estado cruzado de brazos. Nada más falso.

Luego de su frustrada visita al Perú, en diciembre de 1971, siguieron dos décadas de intensa actividad, que podemos subdividir en dos periodos: de 1972 a 1980, nueve años marcados por la experimentación con el jazz-rock y la fusión, por entonces extremadamente en boga gracias al trabajo de músicos como Miles Davis, Sun Ra o John Coltrane. Y, posteriormente, entre 1981 y 1992, oncenio en el que se incorporó a los nuevos lenguajes sónicos del pop-rock sin perder su filiación latina y construyó, poco a poco, las bases que desembocarían en ese renacer comercial a puertas del siglo XXI.

Mientras que Santana, la banda, sigue vigente en programas radiales de música retro, con canciones propias como Samba pa’ ti, Guajira o No one to depend on o aquellos covers que terminaron haciendo suyos como Oye cómo va, del “Rey del Timbal” Tito Puente; Jingo, salvaje jam compuesto por el baterista nigeriano Babatunde Olatunji; Evil ways, composición de 1967 del nuyoricano percusionista de latin-jazz, Willie Bobo; o Black magic woman/Gypsy queen, en que unió en un solo tema las composiciones de dos admirados guitarristas de los años sesenta, el inglés Peter Green, líder de Fleetwood Mac, y el húngaro-americano Gábor Szabó; casi nada de su alucinante discografía posterior a 1971 logró colarse entre las preferencias masivas, salvo dos o tres excepciones. 

En esas dos décadas al margen de las tendencias y gustos populares –“nuestras canciones están en el Top 40 del Universo” dijo alguna vez-, Santana alcanzó logros relevantes que cimentaron su amplio prestigio como personaje fundamental de la realeza rockera, aunque las masas noventeras que aplaudieron éxitos radiales como Smooth o Corazón espinado no supieran exactamente de dónde venía ese extravagante señor con bigote, lentes oscuros y gorritos étnicos que salía tocando, con la boca abierta, al costado de sus adorados Rob Thomas, Wyclef Jean o Maná.

El guitarrista había llegado, a los 15 años, con sus padres y seis hermanos a San Francisco, proveniente de Tijuana, México y, aunque al principio rechazó el cambio -su padre José, mariachi y violinista, contó en 1972 que tuvieron que convencerlo entre lágrimas para salir de México pues el adolescente Carlitos se había encerrado en su casa para no viajar-, se conectó rápidamente con la subcultura musical afroamericana. Instalado en el epicentro artístico de la Costa Oeste, en 1967, se sumergió en la comunidad hippie, con todo lo que ello implica, y cortó durante dos años toda comunicación con su familia, con la cual retomó contacto poco antes del lanzamiento de su álbum debut, para comprarles con el dinero que le había adelantado CBS Records una enorme casa en el barrio chicano de Diamond Heights, San Francisco.

El sonido esotérico de Carlos Santana se inició, oficialmente, con su cuarta producción, Caravanserai (1972), palabra que nos remite a los alojamientos usados por las caravanas de comerciantes del Medio Oriente, esparcidas por toda la ruta de la seda durante las épocas de las grandes civilizaciones del mundo antiguo. La carátula -el anaranjado sol del atardecer sobre cielo celeste y las siluetas difuminadas de camellos avanzando por el desierto- expresa con claridad el espíritu del disco. Previamente, ese mismo año, Santana había lanzado un álbum en vivo junto al baterista y cantante Buddy Miles -ex integrante de la Band Of Gypsys de Jimi Hendrix- que recoge extensos y fumadazos jams en Hawaii.

Canciones del Caravanserai como Stone flower (cover de A. C. Jobim), All the love of the universe, Waves within y Eternal caravan of reincarnation conservan el sonido clásico del grupo y, a un tiempo, ofrecen atmósferas más volátiles y misteriosas. De la mancha de Woodstock -la que fue deportada por el general Velasco en 1971- quedaban Gregg Rolie (teclados, voz), el nicaragüense José “Chepito” Areas (percusión) y Michael Shrieve (batería). También Neal Schon, el guitarrista prodigio que había ingresado para el tercer disco. Doug Rauch, instrumentista virtuoso, reemplazó en el bajo al encarcelado David Brown mientras que el percusionista James Mingo Lewis cubrió a Michael Carabello en las congas. 

En ese tiempo, el mexicano había ingresado a una etapa personal de introspección espiritual, lo que trajo tensiones dentro del grupo pues hubo quienes lo acusaron de hipócrita y contradictorio. Carabello, uno de los fundadores de Santana fue el primero en irse, molesto porque el guitarrista decidió llamar a Joseph “Coke” Escovedo para cubrir a “Chepito” Areas quien había sido hospitalizado. Luego lo siguieron Brown, Rolie y Schon. Los dos últimos armaron, en 1973, la primera versión de Journey.

Ese esoterismo se tradujo en su adopción de las enseñanzas filosóficas del gurú indio Sri Chinmoy (1931-2007), a cuyo círculo llegó a través de dos colegas, el norteamericano Larry Coryell y el británico John McLaughlin, extraordinario músico de jazz-rock que, tras dos años con el combo de Miles Davis -en los álbumes In a silent way (1969), Bitches brew (1970) y Jack Johnson (1971)- formó su propia banda The Mahavishnu Orchestra. Santana, fascinado con el álbum debut de ese grupo, The inner mounting flame (1971), se hizo amigo cercano de McLaughlin y aceptó su invitación para grabar juntos.

El resultado de esa reunión fue el disco Love devotion and surrender, lanzado en junio de 1973. Allí Santana añadió a su nombre el apelativo “Devandip” palabra en sánscrito que significa “Luz y Ojo de Dios”. En el álbum, Santana y McLaughlin intercambian afiladas guitarras en un ambiente influenciado por la música medio oriental y el rock progresivo, para interpretar un par de composiciones de John Coltrane y otros vuelos cósmicos. El título pertenece a una de las canciones de Welcome, quinto disco de Santana, publicado tres meses antes, donde destacan Samba de Sausalito, When I look into your eyes y Flame-sky, escrita a dúo con McLaughlin.

1974 fue un año especialmente activo. Como parte de la gira promocional del LP Caravanserai, Santana y su nuevo grupo -Leon Thomas (voz, percusión), Tom Coster, Richard Kermode (teclados), Doug Rauch (bajo) y una potente sección de percusiones integrada por los sobrevivientes Shrieve, Areas y una leyenda del latin-jazz, el conguero cubano Armando Peraza, que venía de tocar con todos, desde Pérez Prado hasta Dave Brubeck- lanzaron un impresionante disco triple titulado Lotus, resumen de dos fechas en Osaka, Japón. Para la segunda porción de ese año, aparecieron dos álbumes más.

El primero de ellos se llamó Illuminations, plácida y semi sinfónica selección de composiciones en clave de free-jazz, a dúo con la fenomenal arpista/pianista Alice Coltrane, viuda de John. Con su aura fantasmal, este hermoso álbum representó un paso más hacia la profundización del mensaje musical de Santana. Illuminations fue la primera entrega de una trilogía de dedicada a la filosofía de Sri Chinmoy quien, por cierto, también era músico y componía volátiles melodías para estimular al subconsciente. 

Las otras dos fueron Oneness: Silver dreams-Golden reality (1979) y The swing of delight (1980), en los que Santana retoma la combinación de efervescentes ritmos latinos con ambientaciones reflexivas, alternando con estrellas de jazz de alto calibre como Herbie Hancock (piano), Wayne Shorter (saxo), Ron Carter (bajo) o Jack DeJohnette (batería). El guitarrista recuerda esas sesiones como las más desafiantes y satisfactorias de su carrera, al estar rodeado de “los mejores músicos del planeta”. Los resultados fueron de alta calidad, por supuesto. 

Borboletta, lanzado en octubre de 1974, es un disco mayoritariamente instrumental con un notable trabajo del saxofonista Jules Broussard, que no tuvo mayor repercusión a nivel comercial a pesar de contar con la colaboración de luminarias como el bajista Stanley Clarke o la pareja Flora Purim/Airto Moreira, integrantes en ese entonces de Return To Forever, banda de jazz-rock liderada por el tecladista Chick Corea. En este álbum de hipnotizante carátula -un mandala celeste con una mariposa al centro-, destaca una versión de Promise of a fisherman, clásico brasileño escrito por el trovador Dorival Caymmi, aunque desprovisto del hálito misterioso y tribal que le habían dado Sérgio Mendes y su orquesta Brasil ’77, en el LP Primal roots (1972).

Santana comenzó a retornar a las radios entre 1976 y 1979, con canciones como Carnaval (Festival, 1977), Dance sister dance (Amigos, 1976), All I ever wanted, Aqua marine (Marathon, 1979) o los covers de Classic IV y The Zombies, Stormy (Inner secrets, 1978) y She’s not there respectivamente, del doble Moonflower (1977), uno de los mejores de su catálogo que combinó temas antiguos en vivo con nuevas grabaciones en estudio como I’ll be waiting o la romántica Flor de luna. En medio de la locura por la música disco, el guitarrista insistió en promover ritmos latinoamericanos. 

Mención especial en este periodo merece la canción Europa (Earth’s cry heaven’s smile), del LP Amigos (1976), coescrita con Tom Coster, su tecladista en ese entonces, en medio de una gira por ese continente. El tema, un cadencioso bolero en que Carlos Santana da rienda suelta a todo su lirismo instrumental, se convirtió en uno de los favoritos del público y fue, desde entonces, grabada por distintos artistas como por ejemplo el saxofonista argentino Leandro “El Gato” Barbieri (LP Caliente! de 1976) o el baladista español Dyango, quien lanzó en 1991 su propia versión, con letra adaptada y la participación especial de Paco de Lucía. 

La espiritualidad de Carlos Santana definió también su imagen pública desde sus inicios, con las palabras de Jesucristo, Mahatma Gandhi, Paramahansa Yogananda y Martin Luther King Jr., entre otros, siempre presentes en cada entrevista que concedió entre 1971 y 1973. Pero una vez que se involucró en las enseñanzas de su nuevo gurú, se transformó en un personaje aun más etéreo. Sin embargo, ciertas exigencias de Chinmoy terminaron alejándolo de aquel círculo de meditaciones trascendentales. Aunque no renegó de lo aprendido, sí llegó a comentar que el maestro hindú reaccionó tan mal a su decisión que comenzó a llamar a todos sus amigos para prohibirles que hablaran con él por abandonarlo.

Los álbumes Zebop! (1981) y Shangó (1982) fueron dos intentos de Santana por reengancharse con públicos masivos, a través de canciones cercanas a la estética de esa década. Con una banda más definida, integrada por Alex Ligertwood (voz), David Margen (bajo), Graham Lear (batería), Richard Baker (teclados), Armando Peraza, Raul Rekow (congas) y el legendario timbalero de la Fania All Stars, el cubano Orestes Vilató, Santana presentó un sonido más fresco y moderno, con baladas inscritas en su tradicional sonido como I love you much too much, la rockera Winning y Hold on -otro cover, esta vez del canadiense Ian Thomas-, tema que tuvo mucha difusión gracias a un simpático videoclip en que aparecen él, su esposa Deborah y sus músicos en un baile de máscaras con juegos de feria popular.

Aunque su reconocido prestigio como guitarrista le permitía interactuar sobre los escenarios con pesos pesados como el John Lee Hooker, los gigantes del jazz Weather Report, la leyenda africana Salif Keita, las jam-bands Phish y Grateful Dead, entre muchos otros, sus discos durante los ochenta no tuvieron mucho impacto, con excepción de los singles Havana moon (1983), Say it again (Beyond appearances, 1985) y el álbum Blues for Salvador (1987), dedicado a su hijo Salvador, entonces de cuatro años, que le hizo ganar su primer Grammy (Mejor Presentación de Rock Instrumental). 

En 1988, CBS Records publicó el disco doble recopilatorio Viva Santana! para celebrar sus primeros veinte años de trayectoria, que incluyó algunas canciones inéditas como la descarga Bámbara y la salsa Ángel negro. Ese mismo año, salió de gira por EE.UU. y Europa con un supergrupo que armó con sus amigos Wayne Shorter (saxos), Patrice Rushen (teclados), Alphonso Johnson (bajo), Leon “Ndugu” Chancler (batería) y sus viejos colaboradores Armando Peraza y José “Chepito” Areas en percusión. Aquí, un botón de muestra en el Festival de Jazz de Montreaux de ese año.

A inicios de los noventa, Santana se volcó nuevamente al esoterismo conceptual, con sus álbumes Spirits dancing in the flesh (1990), Milagro (1992) y Santana Brothers (1993, junto a su hermano Jorge y su sobrino Carlos Hernández), los dos últimos con su nuevo sello discográfico, Polygram Records y un elenco musical que incluía a algunos de sus más recientes lugartenientes musicales, como el bajista Benny Rietveld, el timbalero Karl Perazzo o el tecladista Chester D. Thompson quien, después del conguero Raul Rekow, es el músico que más años ha trabajado con Santana, desde 1983 hasta 2009.

Durante dos décadas, de 1972 a 1992, Carlos Santana construyó una trayectoria discográfica impecable, con la sólida base formada por aquellos tres históricos álbumes lanzados entre 1969 y 1971. A finales de 1998, Clive Davis, productor y hombre fuerte de Polygram, le propuso relanzar su figura pública uniendo su inconfundible guitarra a un catálogo de artistas modernos, los más conocidos del momento. Este movimiento fue percibido por sus fans como una traición al espíritu libre y esotérico que lo caracterizó desde siempre. Pero eso, como dicen, es otra historia. 

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[Música Maestro] Una de las cosas que más indignación causan eventos como el ocurrido la madrugada del domingo 16 de marzo -me refiero, por supuesto, al asesinato del vocalista de la orquesta de cumbia Armonía 10, Paul Flores García (39)- es esa odiosa seguridad de que, al final, nadie será realmente castigado. 

A los barones de la impunidad no les importa nada. Ni los interminables homenajes que le hicieron los programas dominicales ni los comunicados de sus colegas, algunos tibios y otros, como los de Agua Marina, Corazón Serrano o El Grupo 5, más firmes y enfocados, por lo menos durante el primer momento de la noticia. Ni siquiera la exitosa y multitudinaria marcha del viernes 21, a la que asistió gran cantidad de conocidos artistas, gente de la televisión y la farándula, a pesar de la controversia que ellos mismos provocaron al aceptar llamadas y correos nocturnos desde el Congreso “para conversar”. 

Como vimos, varios de los mismos cumbiamberos que habían suscrito las convocatorias a la marcha, colocando sus logos en afiches con el hashtag #NoQueremosMorir comenzaron a repetir, poco antes de la media noche del jueves y con claras intenciones de desinflar la movilización, la cantaleta de “no politizarla” -en la víspera de la votación congresal por la censura del ministro del Interior- y al día siguiente, ante la reacción de sus redes sociales que los acusaron de vendidos al gobierno, volvieron a retroceder, una muestra de inconsecuencia que no debe pasar desapercibida. Después de todo, ninguno de ellos ha protestado nunca por la corrupción política. Por el contrario, acuden siempre para cierres de campaña, spots y demás, bien pagados y todo.

Una vez consumado el crimen -las sórdidas imágenes de la moto sicaria alejándose del campo visual de las cámaras de seguridad- lo único que tenemos claro es que se terminará imponiendo, como siempre, la certeza de que no pasará nada, las respuestas cachacientas -el besito volado en Lurín, la mueca dura de la presidenta mientras dice “caviar, caviar”- a los llantos de familiares y amigos, a los coros de ciudadanos anónimos repitiendo “¡justicia! ¡justicia!”, esos coros que eligen siempre los editores para cerrar cada reportaje sobre el último ataque. 

A pesar del colorido de la marcha ciudadana -que recuerda lo que hacíamos libremente hasta antes de los 50 muertos del periodo diciembre 2021-enero 2022- y de la sorprendente censura de Santiváñez, nada hace pensar todavía que no vayamos a continuar igual, sobre todo cuando ya se rumorea que su sucesor sería de su misma línea. 

La música es, de las artes mayores, la que más se conecta con el sentimiento cotidiano de la gente. Sea popular o académica, masiva o de culto, antigua o moderna, nacional o extranjera, cada expresión musical encapsula en sus acordes y letras, en sus sonidos e intenciones, una emoción que, desde el punto de vista personal o colectivo, tiene la capacidad de despegarnos de la atosigante realidad. 

En el caso de la cumbia local, nos guste o no, es representación franca de las alegrías y tristezas, de las carencias y los sueños de una inmensa porción de nuestros pueblos, desde la discriminadora Lima céntrica hasta los conos, desde Tumbes hasta Tacna, desde Ica hasta Ucayali. También es reflejo de esa idiosincrasia extraña y fragmentada que hoy tenemos en nuestro Perú de clasismos y racismos múltiples, de corrupciones enquistadas en el poder, acostumbradas a usar la desgracia ajena para sus propósitos de imagen, sus promesas populistas, sus campañas políticas.

Por eso, la muerte de Paul Flores ha impactado profundamente a sus seguidores, tanto sus paisanos en Piura que lo conocieron desde que era adolescente y cantaba en corralones y fiestas -con uniformes sencillos, sin lentes caros ni pantallas LED- como los consumidores habituales de cumbia nacional, adictos a la telebasura de Magaly TV y los pasquines como Trome y todos sus émulos. Pero también ha conmovido al público en general, sobre todo porque los detalles sobre él nos iban acercando a su perfil más humano, más real. Padre de un hijo, alejado de escándalos a diferencia de varios de sus compañeros de cumbia, artista dedicado a su público, fiel a su orquesta desde hace más de veinte años. 

O como dice el joven comunicador Néstor Sedano, experto en cumbia peruana, desde sus redes sociales La Cadencia (@lacadenciaofficial), “un vocalista al que le tocó remar en los tiempos más difíciles de Armonía 10, que recién estaba mostrando su madurez como cantante”. Sedano desarrolla un interesante trabajo de difusión, ofreciendo un espacio alternativo que une los cabos sueltos entre música popular, desarrollo social y política, acercándonos a detalles que ni siquiera los medios convencionales -prensa farandulera, radios cumbiamberas, programas de espectáculos- brindan a sus públicos, ya que les preocupa más el rating inmediato que generar una identificación entre artistas y seguidores, por lo que la relación entre ambos siempre es precaria, superficial y frágil. 

Para poner en contexto a quienes por desconocimiento, prejuicio o falta de interés aun no comprenden el porqué de las despedidas multitudinarias y los homenajes, podríamos comparar la dimensión que tiene la trágica muerte de Paul Flores para la escena local con lo que sufrió la comunidad metalera, a una escala mundial, ante el horrible asesinato del recordado guitarrista de Pantera, Dimebag Darrell, a la misma edad de “El Ruso”, a manos de un enfermo mental que subió al escenario y lo acribilló frente a los ojos de miles de fanáticos, durante un concierto de Damageplan, su banda en ese entonces. Aquel crimen, sucedido en Ohio en diciembre del año 2004, fue llorado por todos, desde músicos famosos como Eddie Van Halen y Zakk Wylde hasta jóvenes y anónimos estudiantes de guitarra de los cinco continentes. Y es que Darrell Lance Abbott, nombre real de Dimebag, era un soldado del metal.

Y “El Ruso” era, al parecer, un soldado de la cumbia. Nacido a fines de los ochenta en San Martín, humilde centro urbano del distrito Veintiséis de Octubre, en la capital regional de la calurosa Piura, creció escuchando a Armonía 10. La orquesta, creada por Juan de Dios Lozada entre 1972 y 1973, tenía ya década y media bajo la dirección de su hijo, el tecladista y arreglista Walther Lozada Floriano (1955-2022), tocando toda la gama de géneros tropicales -cumbia, merengue, salsa- y, como muchos de sus pares, se había hecho muy popular en su zona de influencia -Piura, La Libertad, Tumbes, Lambayeque y hasta Ecuador- pero eran unos absolutos desconocidos en Lima y, por consiguiente, en el resto del país. 

La niñez de Paul Flores debe haber transcurrido entre una deficiente educación pública, mucho afecto familiar y los fiestones que se armaban, en canchones y coliseos, con aquel nada glamoroso ni farandulero combo que, a pesar de su nombre, superaba ampliamente los diez integrantes, como puede verse en las carátulas de sus primeros LP oficiales, El chinchorro (1984), Se quema, se quemó (1985), Gracias (1986) o Tonto amor (1987). 

Estas grabaciones iniciales de Armonía 10 fueron posibles gracias al apoyo del productor discográfico Alberto Maraví (1932-2021), amo y señor del sello Industrias Fonográficas del Perú, Infopesa. Entre 1983 y 1989, en las radios convencionales de Lima Metropolitana se escuchaban rock en español y su contraparte “subte”, salsas y baladas, mientras que en los extramuros de la ciudad y los nacientes conos, la chicha de los migrantes de la sierra dominaba el espectro de lo urbano-marginal, con agrupaciones como Los Shapis, Vico y su Grupo Karicia o Chacalón y la Nueva Crema que armaban interminables fiestas en la Carpa Grau, en la que parecía no haber espacio para las orquestas norteñas.

En ese tiempo, los vocalistas de Armonía 10 fueron Alberto «Makuko» Gallardo (1954-2005) -presente desde su primera aparición en 1972, en que se hacían llamar Los Blanders-, César Saavedra, Percy Chapoñay (1953-2016) y Tony Rosado, reconocidos como “la delantera clásica” de Armonía 10. La relación con Infopesa terminó abruptamente, cuando la disquera de Maraví se vio obligada a cerrar tras un atentado terrorista a sus estudios, ocurrido en 1991. En ese tiempo, como narra La Cadencia en este minidocumental, Lozada estuvo a punto de disolver el grupo, dando libertad a sus músicos y amigos para que tocaran con otros artistas. 

Sin embargo, la base instrumental de Armonía 10 -Wilmer Peña (guitarra), Jorge Álvarez (bajo), Ernesto de Dios, Rómulo Carrera (trombones, trompetas), Juan Chunga (timbales), Jorge Villaseca y Juan Castro (percusiones), convencieron a su líder de seguir adelante. En la línea de cantantes, el retorno de “Makuko”, Saavedra y Chapoñay permitió que la orquesta se mantuviera. Entre 1991 y 1997 lanzaron una serie de discos en estudio y en vivo, sin mayor repercusión, algunos editados por Iempsa.  

En medio de las orquestas provenientes de la selva, los conjuntos de vocalistas femeninas y los “padres fundadores de la cumbia peruana” -Juaneco y su Combo, Los Shapis, Los Destellos, Los Mirlos- se abrió un espacio para los dirigidos por Walther Lozada y muchos de sus contemporáneos. Todos ellos ingresaron al abanico de nombres que daba la vuelta por todo el espectro de farándula con sus ritmos populares, los mismos que comenzaron a bailarse tanto en barrios de sectores D y E -herencia de los años de la chicha- como en las casas de clases medias/altas y hasta en las oficinas de marketing político que incorporaron la nueva fiebre popular para sus engañosos discursos y campañas.

A mitad de los noventa comienza a cambiar la suerte para Armonía 10, en términos de éxito a nivel nacional. En tiempos de convulsión política y social, el escapismo promovido por los medios de comunicación hizo de la escena de cumbia local un rentable y masivo negocio. Bajo la escudería discográfica de Rosita Producciones, de Tito Mauri, productor y esposo de Rossy War, otra exponente de la cumbia peruana de esa época- apareció el CD Solo lo nuevo y lo mejor (1999) que contiene algunas de las canciones que transformaron a los piuranos en un verdadero fenómeno de masas.

La mayoría de estos temas fueron compuestos por Walter Salazar Antón -Solo, Siempre pierdo en el amor, Me emborracho por tu amor, Juraré no amarte más – y cantados por Carlos Soraluz, la voz principal en ese tiempo. El disco, un éxito de ventas, también incluyó versiones nuevas de grabaciones de su primera época como Lagrimitay cervecitay, Lágrimas por lágrimas, Penar penar y, especialmente, El cervecero, compuesta por el chosicano José María Yzazaga, que se convirtió en el tema más solicitado y representativo de la orquesta, interpretada por Alberto “Makuko” Gallardo.

“El Ruso” Flores llegó a Armonía 10 en el año 2001 y comenzó acompañando a los más experimentados Gallardo, Soraluz, Roberto Moreno y Danny Delgado. Durante esos años, Armonía 10 inicia un proceso de recambio generacional y “rebrandeo” -citando, nuevamente, a La Cadencia- y Paul se fue convirtiendo en el cantante más antiguo, asumiendo la voz principal en los temas más conocidos. En las siguientes dos décadas, siempre con Walther Lozada en dirección y teclados, Armonía 10 se consolidó, con Paul “El Ruso” Flores capitaneando la primera línea, como una institución en la cumbia local. 

En el Perú, las orquestas de origen humilde y provinciano suelen enviar saludos en sus canciones, a sus regiones, a las emisoras de radio que los apoyan, a sus auspiciadores, a los dueños de los locales en los que tocan, una demostración de cercanía y familiaridad. En los últimos tiempos, han aparecido de forma incontenible orquestas de cumbia -del norte, de la selva, de Lima, de la sierra-, algunas con mucha historia detrás y muchísimas otras que, ávidas de fama y fortuna, se subieron al carro ofreciendo productos finales desprolijos, homogeneizados, desagradables al oído. Y terminaron convirtiendo esta costumbre tan particular en una estrategia de diferenciación. En cada estrofa y coro, se ven en la necesidad de repetir sus nombres a cada rato. Para que sepamos a quién estamos escuchando.

Armonía 10 también hace eso, aunque más por la primera razón. Ese estilo festivo, juerguero, campechano, se mantuvo en la orquesta incluso con todos los cambios de imagen guiados por el marketing y con los altos presupuestos que hoy manejan estas empresas musicales, casi todas familiares. Su sonido se caracterizó, desde el principio, por ser más muscular y cercano a la salsa, como puede notarse en sus grabaciones ochenteras, que ninguna radio pasa ni siquiera en estos días de duelo y protesta por el crimen del domingo 16. El uso prominente de sección de vientos, guitarras y la ausencia de bailarinas fueron marca registrada de sus presentaciones, capitaneadas por Walther Lozada. Su muerte, en el 2022, a los 67 años, generó una amarga división entre sus hijos.

Esa pelea familiar y legal concluyó con la existencia de dos grupos bajo el mismo nombre: Armonía 10 de Walther Lozada -referida en redes sociales como A10- y Armonía 10 “La que recorre todo el Perú”. Mientras que la primera -regentada por Blanca y Arturo Lozada- tiene un perfil más tradicionalista, por decirlo de alguna manera, la segunda se insertó más en la lógica de los trajes de colores y los megaconciertos, al estilo de Agua Marina, Corazón Serrano o El Grupo 5 y sus derivados, Los Hermanos Yaipén. 

Paul “El Ruso” Flores estuvo en ambas. Se retiró de la orquesta matriz en el 2023 y, recién el año pasado, retornó a la segunda versión, administrada por la facción de Jorge y Javier Lozada. Ninguna de las dos dejó nunca de actuar ni lanzar canciones nuevas, a través de las plataformas digitales. De igual manera, ninguna de las dos ha estado libre de llamadas extorsivas y atentados de toda clase. La vida del músico itinerante no es nada fácil. Se duerme de día y se trabaja de noche, soportando fuertes dosis de estrés, acoso de la prensa y rebote de escándalos, especialmente si pensamos en la poca monta de la farándula local. Si a eso sumamos las amenazas criminales, la cosa se pone peor. 

El asesinato de Flores ha cambiado la vida de muchas personas, parafraseando a Rubén Blades en su canción Sicarios -aunque la historia que el panameño nos cuenta en esa excelente composición incluida en su álbum Tiempos (1999) nos hace pensar en el pistolero que va a eliminar a un mal elemento, un sicario bueno-, pero los únicos que siguen intactos son Boluarte y Santiváñez -la censura no es garantía de castigo y, si acaso, sea preludio de algún premio mayor-, los únicos responsables de esta ola de crímenes que, desde diciembre del 2021, se ha venido extendiendo sin control hasta alcanzar al ciudadano trabajador, a maestros de escuela, a dueños y clientes de ferreterías, restaurantes y pollerías, a cantantes populares. 

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[Música Maestro]  Q.E.P.D.: Paul Flores (38), vocalista emblemático de la orquesta piurana Armonía 10, no merecía morir de esa manera. La cínica dejadez del Estado nos deja a merced de asesinos a sueldo sin control. Las masas de fans de este popular género lloran y ese cinismo continúa. De nada sirven los posts del Ministerio de Cultura con crespón. Todo sigue igual. Absoluta solidaridad con la familia, los compañeros de grupo y colegas del submundo de la cumbia, amigos y verdaderos fans. 

En la última semana nos enteramos de la cancelación de dos conciertos de rock que prometían. Por un lado, la segunda visita del quinteto de hard-rock The Cult y por el otro, el estreno en Lima de The Damned, legendaria banda pionera del punk, que iban a ser el 6 y 11 de marzo, respectivamente. Las tocadas de estos dos grupos británicos generaron auténtica expectativa en sus correspondientes comunidades de seguidores. Sin embargo, no ocurrieron. ¿La razón? Por lo que se viene comentando en desilusionados círculos de melómanos rockeros en Facebook y otras redes, habría sido -en ambos casos- la insuficiente venta de entradas.

Al enterarme de esto comencé a pensar -no por primera vez, por cierto- que, así lo declare a los cuatro vientos el nombre de un sobre publicitado festival, el Perú de hoy no vive por el rock. Si en este momento anunciaran una fecha, en el Estadio Nacional, de “Speed”, el estúpido YouTuber que paralizó la ciudad hace unos meses y hasta se abrazó, sobaquiento y bullanguero, con nuestro no figuretti burgomaestre -no imagino muy bien para hacer qué, más allá de sus volantines y sus ladridos- se llenaría antes de la media hora. Lo mismo pasaría si Shakira publicitara un concierto la próxima semana, a nueve meses del que será en noviembre, ya vendido y agotado pues es reprogramación del que fue cancelado en febrero por sus problemas estomacales. Nuevos miles de «concert-goers» reventarían sus tarjetas de crédito, sin importar que ambos espectáculos se dieran uno detrás del otro.

Y es que la pobre venta de tickets para The Cult y The Damned no tiene, necesariamente, una relación directa con los costos -en ambos casos no muy altos y en locales más bien pequeños- sino con la profunda incultura musical de nuestros públicos que, cada cierto tiempo, se encargan de demostrarnos cuáles son sus preferencias en lo que a espectáculos musicales se refiere. Hace ya algunos años -siempre recuerdo este caso y lo pongo como ejemplo- visitó Lima una figura legendaria del hard-rock y el heavy metal, un músico alemán que fue, durante años, considerado el sucesor de Jimi Hendrix, nada menos. Me refiero a Uli Jon Roth (70), primera guitarra original de Scorpions, grupo del que se desmarcó en el año 1978 para iniciar una influyente y prolífica discografía personal con la que llenó -y sigue llenando- teatros y estadios en Europa, Estados Unidos, Australia y Japón.

Pues bien, Uli Jon Roth, la leyenda, fue programado para tocar el 25 de septiembre del 2018 en La Noche de Barranco -uno de los lugares más pequeños de Lima dedicados a conciertos- y apenas atrajo a 250 personas, de las cuales 50 deben haber entrado sin pagar (prensa, organizadores, amigos de organizadores). El artista lo dio todo en una velada inolvidable para quienes supimos apreciar no solo su talento sino también su respeto por el público, pues bien podría haberse puesto en “plan-divo” y negarse a tocar para una audiencia tan magra. Pero tampoco olvido la sensación de vergüenza ajena al pensar en cuál habrá sido su reacción más íntima al ver cómo su nombre, respetado en todo el universo rockero, acá pasó totalmente desapercibido hasta para los rockeros. Sin embargo, el astro de las guitarras Sky y las eternas bandanas de colores decidió no cancelar y, ante casi nadie, la rompió.

La historia de los conciertos de rock cancelados en el Perú comenzó en los años setenta, con uno de los hechos más alucinantes -por lo cosmopolita, por lo juvenil- ocurridos durante el gobierno del general Juan Velasco Alvarado (1910-1977). Dos meses después de cumplirse el tercer año de la instauración de ese régimen, arribaron al aeropuerto Jorge Chávez, el 8 de diciembre de 1971, Carlos Santana y su increíble banda de latin-rock, triunfadora absoluta en el Festival de Woodstock, integrada por los percusionistas Michael Carabello y José “Chepito” Arias, el bajista David Brown, el baterista Michael Shrieve, el tecladista y cantante Gregg Rolie y el prodigioso guitarrista Neal Schon, entonces de 17 años -los dos últimos fundarían, un par de años después, Journey. 

La gestión para tan célebre visita había sido de los hermanos Jorge y Peter Koechlin, en especial de este último quien, en tiempos sin correos electrónicos ni redes sociales, consiguió lo imposible -con ayuda logística de un viejo conocido de nosotros, periodistas, Guillermo Thorndike (1940-2009)-, contactarse por teléfono con los managers del genial guitarrista mexicano y pactaron que Lima fuera la primera ciudad de su primera gira por Latinoamérica. Iba a ser un hecho histórico del que hasta ahora se hablaría en las revistas especializadas. Pero se frustró. Y no por falta de público pues, en las semanas entre el anuncio y la llegada del grupo, se habían vendido más de 30 mil entradas. 

La tocada de Santana -quien para ese año tenía ya tres discos en el mercado, el ABC de su sonido clásico, Santana (1969), Abraxas (1970) y Santana III (1971)- estaba programada para el 10 de diciembre y el local escogido, después de muchas cavilaciones, fue el Estadio de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Precisamente, un grupo de atolondrados alumnos sanmarquinos, reunidos en una federación que se suponía era de izquierda, llevó al extremo su desacuerdo con lo que ellos consideraban un espectáculo “extranjerizante” y, a pesar de que las instancias municipales y políticas del gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas ya habían dado todos los permisos, se opusieron y hasta amenazaron con acciones violentas y de sabotaje para impedir el concierto. 

Ante la posibilidad de que el asunto pasara a mayores, el Ministerio del Interior de la época, con Pedro Richter Prada (1921-2017) al frente, ordenó la cancelación del show y la deportación de Santana y su combo, en medio de acusaciones de consumo de drogas, reacciones que atentaban contra la tranquilidad pública y hasta “actos contra la moral”. Santana, una estrella joven en ese momento, fue desaforado del Perú y ni cuenta se dio. En 1995, casi un cuarto de siglo después saldó esa cuenta pendiente con un sensacional concierto realizado en el Estadio Nacional de Lima ante más de 25 mil personas –“Mejor tarde que nunca” fue lo primero que dijo, en relación a aquella cancelación. Acompañado de Perú Negro y con una banda de lujo, Santana hizo volar durante hora y media al público, entre los que seguro había muchos de los que, 24 años antes, habían comprado su entrada- con sus ritmos latinos y efervescente guitarra. 

Entre 1991 y 1992 el anuncio de dos megaconciertos en Lima alborotó a todos, desde melómanos empedernidos hasta periodistas, gente de la farándula y radioescuchas comunes y corrientes. Hasta ese momento, las visitas de pop-rock más importantes habían sido de los grandes grupos de Argentina, España, México y Chile, sin mencionar por supuesto a los grandes intérpretes de baladas, salsa, merengue y boleros que sí iban y venían de nuestro país como algo normal, para presentarse ya sea en el circuito regular de teatros/coliseos de Lima y algunas otras ciudades como Arequipa, Cusco o Trujillo; o en El Gran Estelar de la desaparecida Feria del Hogar. Eso sin mencionar la extraña e inolvidable visita del cuarteto francés Indochine, que hizo cuatro conciertos multitudinarios en el Coliseo Amauta, entre abril y mayo de 1988. 

Por un lado, Michael Jackson incluyó a Lima en el tramo sudamericano de su segunda gira oficial, para promocionar el álbum Dangerous (1991), que incluía sus éxitos Black or white y Heal the world, de intensa rotación en radios y programas de videoclips. Y, por el otro, se publicitó la llegada del quinteto de hard-rock y glam metal Bon Jovi, que llegaban en medio del éxito de su quinta placa Keep the faith, propulsado por la power ballad Bed of roses y la amplia popularidad que tuvieron sus dos discos anteriores, Slippery when wet (1986) y New Jersey (1988). Es decir, dos de los más grandes artistas de música popular, en plena vigencia, iban a tocar en Lima. En contexto, estas noticias tuvieron la categoría de extravagantes marcianadas, como si mañana se dijera que Shakira nació hombre. 

Ambos se cancelaron a pocos días de realizarse, entre octubre y noviembre de 1993, con entradas vendidas y todo. Aunque las leyendas urbanas que circularon desde entonces señalaban como razones asuntos relacionados a la seguridad -en esos años Sendero Luminoso y el MRTA aun operaban y veníamos saliendo del autogolpe del primer fujimorato-, lo cierto es que eso solo tuvo que ver con los intérpretes de Livin’ on a prayer y Always, quienes se negaron a tocar porque sentían pocas garantías. Como Santana, Bon Jovi se reivindicó en dos ocasiones, los años 2010 y 2019, aunque ya sin voz ni su formación original. En el caso del fallecido “Rey del Pop”, los motivos por las cuales no llegó a pisar suelo limeño fueron su frágil salud. Aunque aquella gira mundial fue extremadamente exitosa, Jackson no solo canceló Lima sino también Chile, México y otras, por múltiples problemas físicos. Además, fue justo en esos años que comenzaron a propalarse serias acusaciones de abuso infantil en su contra.

Poco antes, se produjo otra recordada cancelación, esta vez de varias bandas locales programadas para tocar en el recordado auditorio cerrado de la Feria del Hogar, el más chico. Era 1988 y, por primera vez, los organizadores de este campo ferial que se abría durante la temporada de Fiestas Patrias en San Miguel, en el espacio que hoy ocupa un enorme centro comercial del grupo Falabella -Tottus, Sodimac-, dieron cabida a una selección abierta de grupos del circuito subterráneo, desde metaleros como Orgus y Almas Inmortales hasta punks como Q.E.P.D. Carreño o Eructo Maldonado. Un incidente durante la presentación de Voz Propia, barones del post-punk local, motivó que el resto de las fechas dedicadas a la movida “subte” fueran canceladas -entre ellas, si mal no recuerdo, las de Eutanasia y Daniel F.-, a pesar de la tremenda convocatoria que generaron en este espacio tradicionalmente reservado para bandas más comerciales como Río, Frágil, Danai o Dudó. 

En todos estos ejemplos -hay muchos otros, desde luego-, circunscritos al ámbito del pop-rock, el común denominador es que, aun habiendo gente que habría hecho hasta lo imposible por comprar sus entradas y asistir a esos conciertos, tuvieron que cancelarse -por malentendidos políticos, por seguridad, por cuestiones médicas- pero nunca por bajas convocatorias. Debemos recordar que, tanto en 1971 como en 1991, los conciertos de rock en Perú eran algo que no existía. Tanto en tiempos de Velasco como de Fujimori, pensar en que nuestra ciudad fuera capaz de entrar al mapa de giras de los artistas más importantes del mundo anglosajón clasificaba como sueño de opio, delirio de borrachera, fantasía irrealizable. Porque vivíamos o en un gobierno militar peleado con el imperialismo yanqui o en un terreno baldío que acababa de salir de la mega crisis del primer alanato y aun no dejaba de sufrir atentados de sectas violentistas que querían desbaratarlo todo. 

En el periodo comprendido entre 2020 y 2022 hubo una avalancha de cancelaciones, por el COVID-19. Desde Andrés Calamaro hasta Pat Metheny, desde Tokio Hotel hasta Guns N’ Roses, todos se quedaron en ascuas, artistas y públicos, una situación global de la que nadie pudo escapar. Y, en todas esas cancelaciones, tampoco tuvo nada que ver el factor “baja convocatoria”. Lima, en el siglo XXI, es ya una ciudad de conciertos como cualquier otra, somos parada fija para los más pintados, del pasado y del presente. A diferencia de 1989, en que un concierto de U2 era inimaginable en nuestra capital, hoy no nos extrañaría que nos caigan, en escalera, cinco de las diez estrellas pop más famosas del momento, con toda la logística y parafernalia asociada a los grandes espectáculos. 

Las cancelaciones de The Damned y The Cult tienen que ver con otra cosa, una situación que casi nadie explora. A pesar de que en esta época existen masas para todo, la agresividad de la ignorancia y la poca capacidad de apreciación en las grandes muchedumbres consumidoras de conciertos, define si una visita es rentable o no. Puede que sea un asunto global. Después de todo, los Hablando Huevadas y su espectáculo de barriada llenaron de peruanos el Madison Square Garden, pero cuando uno ve que artistas como Phish o Billy Joel llenan el mismo escenario todos los meses, uno piensa “bueno, acá todavía podemos hablar de balance, de existencia de opciones”. En nuestro país eso no pasa.

En el Perú de hoy un espectáculo de calidad, si no es lo suficientemente cool o muy popular, desaparece de inmediato de todos los radares y, simplemente, fracasa. Si bien es cierto artistas de innegable prestigio como Paul McCartney, Lenny Kravitz o System of a Down son capaces de agotar entradas con mucha anticipación, por la suma de fans verdaderos y asistentes ocasionales que no se quieren perder ningún evento grande para llenar sus redes sociales de fotos, también es cierto que más expectativa causan los conciertos de El Grupo 5 o Agua Marina que los de grupos como The Damned o The Cult. Porque son alternativas que nadie conoce. O que nadie quiere conocer. Se acabó la curiosidad en este país donde todos se arriman a lo seguro, a aquello que te ponga en línea con todo lo que esté más de moda.  

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