Entre el 6 y el 17 de abril -es decir, en el breve lapso de once días-, cuatro artistas de géneros musicales diferentes ofrecieron en Lima un total de siete conciertos, de concurrencia masiva. Me refiero a la banda norteamericana de thrash metal Megadeth, la orquesta chiclayana de cumbia Grupo 5, la reggaetonera colombiana Karol G y el cuarteto mexicano de pop-rock Maná. Este tema, en apariencia poco importante si lo ponemos frente a la coyuntura local -corrupción política, recesión económica-, nos dice algunas cosas interesantes sobre perfiles, gustos, hábitos de consumo y prioridades de una muestra considerable de profesionales con ingresos fijos y diversos niveles socioeconómicos que son, además, votantes que anteponen sus ansias de entretenerse a la construcción de ciudadanía.

Más de ciento cincuenta mil personas movilizadas, algunas de las cuales llegaron desde el interior y hasta de otros países, para asistir a los espacios acondicionados especialmente para estos eventos -estadios de fútbol, universidades, coliseos cerrados- y corear sus canciones favoritas. Si añadimos las dos fechas que realizó el cantante portorriqueño-mexicano Luis Miguel, baladista/bolerista y astro del pop en español, en febrero, estamos hablando de prácticamente un cuarto de millón de individuos que dejan sus rutinas, se endeudan y trasnochan solo por ver/escuchar a sus ídolos durante una o dos horas.

Lo más notorio es, desde el punto de vista estrictamente musical, la diversidad de gustos y preferencias que encuentran sus propios públicos masivos en nuestra capital, caracterizada a su vez por una variopinta mezcla de procedencias, poderes adquisitivos, formaciones académicas de distintos niveles -privadas, públicas, escolares, superiores, técnicas- en muchos casos deficientes o inconclusas y una fuerte predisposición a consumir únicamente lo que les ofrecen los medios de comunicación masiva. 

Sin adentrarnos del todo en los ámbitos de la sociología, es necesario advertir que aludo a “las masas” desde un punto de vista híbrido. Por un lado, como aglomeración desordenada, caótica, que responde de forma pasiva, irreflexiva y homogénea a estímulos determinados -para distraerse, para diferenciarse- y, por el otro, como concentración de individuos con fines e intereses comunes que posee la potencial capacidad, si así lo deseara, de producir cambios y transformaciones sociales, por encima de lo que imponen las autoridades, los medios y el establishment.

Megadeth es un grupo de culto, subterráneo. Ninguna persona que esté actualmente bordeando los 50 años podría decir que escuchó, en su adolescencia, a Megadeth en las radios o canales de televisión, durante sus épocas doradas (1985-1995). En esos años, lo más “duro” que podía uno encontrarse en emisoras como Panamericana, 1160 o Studio 92 era Guns ‘N Roses, Twisted Sister, Poison o Bon Jovi. En cuanto a la generación grunge de la primera mitad de los 90 -Nirvana, Alice In Chains, Soundgarden y afines-, estuvo a nuestro alcance gracias a Radio Doble Nueve, la cadena MTV -la casa matriz norteamericana y su filial latina- y el circuito pirata de mercados populares, las Galerías Brasil en Jesús María y los alrededores del Centro de Lima (Av. Colmena, Jr. Quilca, etc). Las hordas de desaliñados metaleros vestidos de negro, entre hombres y mujeres -más de 12 mil según estimaciones conservadoras- que se dieron cita en el Arena I Costa Verde de San Miguel, el pasado 6 de abril, para disfrutar de la fuerza y vigencia del cuarteto liderado por Dave Mustaine, son resultado de décadas de incubación a oscuras y, muchas veces, a solas, en contra de lo convencional, resistiendo críticas y miradas de soslayo de familiares y amigos. Y eso que Megadeth, siendo exponente de una variante poco accesible del rock duro, no califica como una banda de metal extremo.

El caso de Luis Miguel nos ubica en la esquina contraria. Inmensamente popular desde niño en toda Hispanoamérica, sus baladas y canciones de limpio y socialmente correcto pop comercial son reducto de nostalgia para un público mayoritariamente femenino y urbano, que soñaba con el príncipe azul adolescente y las novelas de Televisa. Sus esfuerzos por convertirse en crooner de terno y corbatín, cantando boleros, le aseguraron vigencia en la radio, la televisión y las antiguas tiendas de discos compactos, además de ampliar su público por interpretar clásicos del cancionero romántico del pasado. Su posterior decadencia, expresada principalmente en una forma de ser desagradable y un aspecto físico destruido, opuesto a su paradigma de “galán”, no fue suficiente para desaparecerlo del recuerdo de sus fans. Una serie de Netflix, centrada en sus paradójicos inicios como cantante infantil, entre el éxito público y la tragedia privada, ocasionada por la sobreexposición mediática y la explotación laboral, sumada a varias terapias de reencauchado estético apuntalaron el retorno del cantante, que llevó aproximadamente 90 mil almas al Estadio Nacional en dos noches seguidas, el 24 y 25 de febrero.

El caso del Grupo 5, representante local en este breve recuento de conciertos certificados como “sold out” a pesar de la crisis económica y el descalabro político, nos permite aterrizar aun más en la idiosincrasia del público peruano moderno. Después de casi tres décadas de presencia en coliseos del norte, la orquesta originaria de Monsefú (Chiclayo, Lambayeque) llegó a Lima a fines de los noventa y encabezó la ola de masiva popularidad que alcanzó la cumbia tras la dictadura fujimorista, con todas las características escapistas, aspiracionales y reivindicativas de un género que, en la década anterior, se había concentrado en su vertiente andina, con los migrantes y el movimiento de la chicha. Con un repertorio que combinó composiciones del piurano Estanis Mogollón con canciones de conjuntos mexicanos -los famosos “gruperos”-, el Grupo 5 se convirtió en un fenómeno de multitudes que ni las peleas internas de la familia Yaipén, origen de otros combos de sonido homogéneo, calcado (Los Hermanos Yaipén, Orquesta Candela); ni la competencia con otras agrupaciones con las que compartían raíces norteñas y largas trayectorias -Armonía 10, Agua Marina, Caribeños de Guadalupe- han logrado abatir. Una celebración atípica -¿51 años?- fue pretexto para organizar tres conciertos, también en el “coloso de José Díaz”, los días 5, 6 y 7 de abril, con altísimos niveles de derroche técnico e invitados especiales. Los tres fueron llenos totales, entre 36 y 40 mil personas por noche y millones de soles recaudados en comida, merchandising y, por supuesto, cervezas.

La reggaetonera Karol G colmó la capacidad del estadio de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos con dos conciertos llevados a cabo los días 12 y 13 de abril, ocasionando hasta problemas de tráfico en distintos puntos de la ciudad. A diferencia de Megadeth, Grupo 5 y Luis Miguel, aquí estamos frente a un personaje de la música comercial de consumo masivo de absoluta actualidad. Procaz y sobreestimada, disforzada y vacía, la actual y transitoria reina de lo que los medios distraídos y paporreteros del mundo latino y su sucursal de Miami insisten en llamar “música urbana” atrajo a decenas de miles de espectadores, desde niñas que se disfrazan como ella y cantan a voz en cuello sus majaderías hasta personajes de la farándula y congresistas, dejando claras cuáles son sus prioridades.

Maná, la banda mexicana más vendedora de los noventa, ofreció un concierto el pasado miércoles 17 de abril. Siempre anclados en el estribo más comercial del pop-rock latino, la propuesta del cuarteto conformado por Fher Olvera (voz, guitarra), Sergio Vallín (guitarra), Juan Calleros (bajo) y Álex González (batería, voz), comenzó a hacerse aburrida y repetitiva y, para finales de esa década, era una presencia intragable para los conocedores, aunque su popularidad se mantuvo intacta entre los consumidores de radios convencionales. Para su regreso al Perú después de siete años, otra vez el escenario fue el estadio de San Marcos. Y, otra vez, fue un concierto multitudinario.

Esto de los espectáculos abarrotados en Lima es una dinámica sorprendente y desprovista de respuestas únicas, pero rica en interpretaciones y subtextos. Pensemos, por ejemplo, en los altos presupuestos que se destinan a estas actividades recreativas, en la capital de un país como el Perú, con gravísimos índices de pobreza extrema, casos preocupantes de anemia infantil, fracasos educativos de toda clase y servicios públicos pésimos a causa de la corrupción, el amiguismo y la incompetencia. Mientras que las entradas más caras para Karol G, Maná y Luis Miguel costaron entre 750 y 850 soles; los tickets de mayor precio para cada noche del Grupo 5 y Megadeth no superaron los 360 soles. Y, si hablamos de reventas, en el caso de la colombiana que tanto emociona a niñas y adolescentes con sus malcriadeces, hubo padres capaces de desembolsar hasta más de 1,500 soles para que sus retoñas no se traumen ni sean víctimas de bullying por no haber podido asistir al “concierto del año”. 

Por supuesto que cada quien tiene la potestad de gastar su dinero en lo que le dé la gana, pero no deja de causar pena e indignación que eventos como el de Karol G -por lo menos en los otros casos algo de música puede apreciarse, en distintos niveles-, que no aportan nada a la vida de los más jóvenes y solo sirven para consolidar modelos de conducta encanallados que promueven las interrelaciones ligeras y agresivas, la ambición por lujos y el materialismo hueco, sean costeados por padres y madres para complacer a sus hijos. Por supuesto que esas mismas personas no darían ni veinte soles si se tratara de alguna convocatoria para apoyar un proyecto educativo ciudadano, una mejora vecinal común o la conformación de un movimiento político ajeno a los tóxicos círculos de poder.

Otro aspecto interesante tiene que ver con un fenómeno mundial: la transformación de lo que conocemos como sociedad de masas, debido a la sobrepoblación y la nueva escala de valores compartida por individuos de espectros socioeconómicos que, teóricamente, podrían considerarse diametralmente opuestos. 

Si en el pasado Gustav Le Bon (Francia, 1841-1931), José Ortega y Gasset (España, 1883-1955) o Ayn Rand (Rusia, 1905-1982) estudiaron a las masas casi como si se tratara de una única muchedumbre, un monstruo que las élites debían combatir, hoy tenemos que prácticamente todas las actividades humanas -políticas, comerciales, deportivas, artísticas, socioeconómicas, culturales- pueden generar sus propias masas, las mismas que conviven y se entrelazan de manera permanente. A un tiempo, estas masas pueden, por acción de medios de comunicación, publicidades e intereses individuales repartidos entre miembros de un mismo colectivo familiar, compartir a sus integrantes, piezas anónimas que van estructurando multitudes. En otras palabras, hay público para todo y, aunque son bastante diferentes unos de otros, por momentos confluyen y se cruzan sin perder su propia individualidad.

Ensayemos un ejercicio de especulación, como ejemplo de todo esto: el padre, un hombre de 50 años que vive en Lima, metalero desde el colegio, compra su entrada para ver a Megadeth y desempolva el polo negro con la carátula del LP Rust in peace (o decide comprarse, en el evento mismo, un T-Shirt oficial de la gira 2024) para ir con su hijo mayor, que acaba de cumplir 20 y tiene los mismos gustos del papá. Al mismo tiempo, su esposa, un poco menor que él, muere por Maná y no puede perderse su presentación, en primerísima primera fila de la zona VIP -además, tampoco se perdió el de Luis Miguel, dos meses atrás, también con entradas caras-. Y, por supuesto, estuvieron juntos, uniendo sus cabezas durante La incondicional y bailando Suave. 

Por cierto, la pareja tiene dos hijas menores, una de 16 y la otra de 12, que ya se compraron, desde hace meses, sus pelucas azules, sombreros y trajecitos de plástico rosado, porque no hay forma de que se pierdan a Karol G, su reggaetonera favorita. Para colmo, como la familia entera es de Chiclayo, no pueden dejar de ver a sus paisanos del Grupo 5 para bailar Motor y motivo y ver, en pantalla gigante de alta resolución, las lágrimas de Christian Yaipén mientras escucha la voz desafinada de su hijo, “el heredero” del imperio monsefuano, un día después de haber saltado y pogueado con Wake up dead y Holy wars. No es tan improbable como parece, ¿verdad?

POST-DATA: Al cierre de este texto me enteré de fallecimiento, a los 80 años, de Dickey Betts, uno de los guitarristas de country-rock y blues más importantes de la década de los años setenta, integrante original de The Allman Brothers Band. De fondo, suena la brillante Jessica (LP Brothers and sisters, 1973).

Hace algunas semanas, diversas páginas web musicales lanzaron, a través de sus redes sociales, una noticia que ha generado gran expectativa entre los amantes del rock clásico en general -y del progresivo en particular-, que se viene viralizando y actualizando constantemente. Se trata de la conformación de un supergrupo integrado por cuatro extraordinarios instrumentistas para traer al siglo XXI unos discos que, entre 1981 y 1984, representaron la vuelta al ruedo de una de las bandas más respetadas e influyentes de los setenta, después de siete años de ausencia.  

Adrian Belew (74), Tony Levin (77), Danny Carey (62) y Steve Vai (63) son músicos consagrados, de largas trayectorias impulsadas por la creatividad y la innovación, de innegable vocación vanguardista pero sin alejarse de manera radical del mainstream y de uno que otro coqueteo con los gustos populares. Cruzando géneros y expandiendo las posibilidades de sus respectivos instrumentos, esos cuatro nombres se consolidaron como garantía de autenticidad, talento y mucho virtuosismo, ubicándose por encima del espectro común y corriente de lo que consideramos pop-rock para, desde allí, contribuir individualmente a su evolución y permanencia en el espectro sonoro, ajenos a las tendencias y modas masivas. A estas alturas, sin nada qué demostrarle a nadie, estos señores pueden hacer lo que quieran.

Y lo que han decidido hacer es rendirle tributo al periodo 1981-1984 de King Crimson, reinterpretando las canciones de la trilogía Discipline (1981), Beat (1982) y Three of a perfect pair (1984), un retorno que consiguió unir las brillantes sonoridades del pop ochentero más arriesgado y experimental con las características que los hicieron mundialmente famosos durante la década anterior, sin perder prestigio ni generar división entre sus seguidores más fieles, algo que sí ocurrió con varios de sus contemporáneos como por ejemplo Yes, Genesis o Pink Floyd y sus intentos por adaptarse a las tendencias sonoras de esa década, dominadas por la new wave y el pop-rock de estadios. 

La idea de ver al incontenible Steve Vai, considerado uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos, replicando los crispados, arácnidos y complejos solos de Robert Fripp y a Danny Carey, dinámico y explosivo baterista de Tool, traducir la polirritmia electroacústica de Bill Bruford, pone a los fans del Rey Carmesí al borde del delirio, de solo imaginar cómo sonará eso. Por otro lado, será ocasión de ver en concierto, otra vez juntos, a Adrian Belew y Tony Levin, quienes junto a otro integrante de King Crimson, el baterista Pat Mastelotto, crearon en 2013 el campamento musical Three Of A Perfect Pair, un evento anual de cuatro días en el que interactúan con sus fans de una manera más cercana y personal. Pero verlos sobre el escenario, tocando de nuevo el material que construyeron junto a Fripp y Bruford hace cuatro décadas, simplemente no tendrá pierde. 

La noticia está tan fresca que, como es común en esta era del tráfico de información en tiempo real, a diario aparecen nuevos datos sobre cómo y desde cuándo surgió la idea, qué expectativas tiene el público, los músicos y demás detalles. De hecho, se acaba de confirmar hace poco que el cuarteto hará una gira de 44 fechas por Estados Unidos y Canadá, que arrancará el 12 de septiembre en San José, California y terminará el 8 de noviembre, en Las Vegas, Nevada. La semana pasada, los cuatro se reunieron con el reconocido YouTuber, productor musical y guitarrista Rick Beato, en Los Angeles, para una conversa exclusiva de una hora que ya superó las 350 mil reproducciones. 

Fripp, conocido por su férrea manera de proteger todo lo relacionado a la emblemática banda que fundó en 1969, aprobó el proyecto -fue Belew quien se lo planteó, hace algunos años, antes de pandemia- e incluso ha declarado que Vai es el único guitarrista capaz de tocar sus partes. El líder absoluto de King Crimson hasta le puso nombre a la nueva creatura. El supergrupo se llama Beat, como el segundo volumen de aquel alucinante tríptico de símbolos arcanos y carátulas monocromáticas. 

Entre 1969 y 1974, King Crimson produjo siete álbumes en estudio y dos en vivo, con Robert Fripp como único miembro estable y un total de dieciséis músicos que entraron y salieron, en ese quinquenio, de acuerdo con las decisiones estrictas del capitán de aquel buque sonoro experto en mellotrónicas atmósferas oscuras, entre lo sublime y lo tétrico, cargadas de patrones armónicos difíciles de digerir a la primera, en los que coincidían jazz, rock, fusiones étnicas, música concreta y proto heavy metal. 

Ese último año, 1974, el guitarrista británico de gesto imperturbable y gustos eclécticos -lo inspiran por igual Jimi Hendrix (1942-1970) y Béla Bartók (1881-1945)- decidió dar fin a esta primera etapa de la banda para tomarse un año sabático. En 1976 retomó sus actividades musicales y se involucró con varios artistas destacados, entre ellos Peter Gabriel, con quien trabajó como músico y productor en sus primeros álbumes en solitario tras separarse de Genesis.

Para cuando estaba por llegar la década de los ochenta, Fripp ya se había reinsertado plenamente en su mundo: en 1977 grabó, a instancias de su buen amigo Brian Eno, el icónico riff de “Heroes”, tema central del décimo segundo álbum de David Bowie del mismo nombre; en 1979 lanzó su debut como solista, Exposure, resultado de diversas exploraciones previas; y, en 1980, armó The League Of Gentlemen, un breve e interesante intento de orientarse hacia la estética sonora de la new wave, un aprendizaje que sería fundamental para su siguiente paso.

En ese momento se embarcó en la formación de un nuevo conjunto que sirviera de vehículo para algunas de sus nuevas composiciones. Para ello llamó a su compatriota Bill Bruford, baterista que estuvo en la última encarnación de King Crimson (1973-1974) y a dos músicos norteamericanos: el guitarrista y cantante Adrian Belew -que venía de trabajar con Frank Zappa, David Bowie y Talking Heads- y el bajista Tony Levin, a quien conoció durante las sesiones de los dos primeros álbumes de Peter Gabriel. 

King Crimson ingresó así, con todo el peso de su bien ganado estatus, a la década de los ochenta. Era la primera vez que Fripp interactuaba con otro guitarrista y, para aprovechar al máximo el toque afilado, poco convencional y lleno de extraños efectos de Belew, lo entrenó durante seis semanas para implementar un estilo fluido de arpegios, en tiempos extraños como 5/4 o 17/8 que se repiten de manera cíclica, se entrelazan y contraponen, creando un sonido continuo de resultados hipnóticos, basado en la música tradicional de Indonesia que, por entonces, interesaba profundamente a Fripp para desarrollar su arquetípico estilo en la guitarra eléctrica. 

Levin, bajista de enorme versatilidad y recursos técnicos, trajo consigo el Chapman Stick, instrumento de diez cuerdas que es bajo/guitarra a la vez y se toca con ambas manos aplicando la técnica del tapping, inventado por el músico norteamericano Emmett Chapman (1936-2021) en la década de los setenta. Con ese instrumento se integró, casi como un tercer guitarrista en la sombra mientras que, a la vez, mantenía las notas graves de su bajo para cimentar, en combinación con Bruford, una sección rítmica impredecible y asincopada, ideal para las cascadas de notas, efectos sonoros y riffs cargados de distorsión que disparaban Fripp y Belew. 

De fondo, los Frippertronics, ráfagas de ruido electrónico que Robert Fripp estrenó en el disco que hizo en 1973 con Brian Eno, el pionero (No pussyfooting), en combinación con los experimentos que él y Belew hicieron con un nuevo sintetizador para guitarras eléctricas, el Roland GR-300; reemplazaron al omnipresente mellotron de lanzamientos clásicos como In the court of the Crimson King (1969), In the wake of Poseidon (1970) o Red (1974). Todos estos elementos, más el arsenal de percusiones electrónicas Simmons de Bruford y la pureza vocal de Belew, fueron la base de esta nueva etapa.

La trilogía se inicia con Discipline (1981), el disco de la portada roja. Del caos controlado de Indiscipline -que alguna vez fuera usado por Canal N como cortina para uno de sus noticieros- al plácido arrullo cósmico de Matte kudasai -«espérame, por favor» en japonés-; del funk enfermizo de Thela Hun Ginjeet -anagrama de Heat in the jungle, en referencia a las peligrosas calles de New York- a la enigmática calma del instrumental The sheltering sky; el debut del nuevo cuarteto fue reluciente y, a la vez, recogió el sonido de King Crimson del lugar en que había quedado encapsulado desde 1974. Discipline -otro instrumental- y Frame by frame son buenos ejemplos de las secuencias circulares de arpegios que Fripp y Belew llevaron a un nivel magistral, sobre todo en vivo. Y Elephant talk, con ese inicio de Levin en el Chapman Stick y la guitarra de Belew simulando el barritar de un elefante, es un modelo de cómo ser sarcástico sin decir nada concreto.

Beat (1982) es un homenaje a la literatura norteamericana de los cincuenta y sesenta, base ideológica e intelectual del hippismo. Belew, quien escribe todas las letras en los tres discos, ha contado que durante esos primeros años en King Crimson, sus escritores de cabecera fueron Jack Kerouac, Neal Cassady y Allen Ginsberg. Precisamente, el tema que abre el disco azul se llama Neal and Jack and me, en clara referencia a Cassady y Keroauc. El instrumental Sartori in Tangier, por ejemplo, toma parte del título de una obra de Ginsberg -Satori in Paris (1966)- y menciona a la ciudad marroquí donde la Generación Beat solía reunirse. Neurotica -uno de los temas más robustos del álbum- toma el nombre de una revista asociada al movimiento Beat. Y Heartbeat, brillante tema pop que tuvo incluso un videoclip que muchos recordarán haber visto en Disco Club, está inspirado en el libro del mismo nombre escrito por la esposa de Neal Cassady. Por otro lado, el misterio de The howler y la suavidad de Two hands son prueba de la versatilidad del cuarteto. Musicalmente, Beat incorpora ritmos africanos a todo el aquelarre crimsoniano, que le permiten brillar a Bill Bruford -las muestras más claras de ello son Waiting man y Sartori in Tangier-, que aportan frescura a los arrebatos disonantes de Robert Fripp y los conecta con otros artistas interesados en estas fusiones, como Peter Gabriel y Talking Heads.

Cierra el tríptico Three of a perfect pair (1984), el de portada amarilla, con canciones como el tema-título, Man with an open heart y Model man, piezas de creativo pop-rock progresivo que suenan accesibles si las comparamos con temas más desafiantes, guiados por la improvisación, como las instrumentales Industry, Nuages (That which passes, passes like clouds) o Larks tongues in aspic III, vínculo conceptual con el King Crimson clásico -las dos primeras partes están en el quinto disco de 1973, del mismo título- que son, junto a los convulsos requiebros de Requiem, del álbum anterior, los extremos de una banda que no conoce límites cuando se trata de innovar y sorprender al oyente. En Sleepless, Levin ataca su bajo de cuatro cuerdas con solvencia, algunos años antes de que hiciera lo mismo, para públicos más grandes, en el recordado éxito de Peter Gabriel, Sledgehammer (álbum So, 1986). Mención aparte para Dig me, canción que en solo tres minutos combina la oscura experimentación con un intermedio rockero luminoso.

Después de una gira que los llevó hasta Japón, la banda se separó, de acuerdo con los planes originales de Fripp -tres años, tres giras, tres discos-, cerrando un ciclo brillante en la trayectoria del grupo. En 1998 apareció el doble en vivo Absent lovers: Live in Montreal, que recoge un concierto de 1984 y, años más tarde, en el 2016, Fripp lanzó al mercado una gigantesca joya para coleccionistas, en edición limitada. Se trata de On (and off) The Road (1981–1984), una caja que contiene 11 CDs, 2 DVDs y 5 discos Blue-Ray de audio y video, con prácticamente todo lo que hizo el cuarteto, desde versiones remasterizadas de los álbumes originales hasta conciertos, tomas alternas y un largo etcétera de grabaciones inéditas (aquí un video del “unboxing” del masivo compendio). 

Este legado adquirió vida propia en la trayectoria artística de King Crimson, a pesar de la densa sombra que le hacia su propio pasado. De hecho, Discipline iba a ser el nombre original para el cuarteto y, luego, en los noventa, Fripp usó nuevamente el término para bautizar su primer sello discográfico, Discipline Global Mobile Records, desde donde se han realizado todas las producciones de King Crimson desde el inicio de su tercera etapa, en 1995.

Esas 24 canciones y, probablemente algunas otras sorpresas del catálogo anterior y posterior de King Crimson, formarán parte del repertorio de Beat, como viene deslizándose en redes sociales. Las conjeturas van desde las más serias -¿estarán registrando en video los ensayos? ¿insertarán fragmentos de 21st Century schizoid man en medio de Indiscipline, Dinosaur a la mitad de Elephant talk?- hasta las bromas que alucinan a Steve Vai tocando sentado, como Fripp, o a Danny Carey negándose a tocar de espaldas al público los paneles hexagonales de la batería electrónica de Bruford. Pero una cosa sí es segura: Beat será el acontecimiento musical del año. Faltan solo unos cuantos meses para comprobarlo. 

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«¡Tengo el bolsillo agujereado! Pero al menos tengo un Rolex… lo he logrado…» cantaba Gustavo Cerati (1959-2014), hace cuarenta años, en el tema ¿Por qué no puedo ser del jet-set?, un festivo ska que abre el epónimo álbum debut de Soda Stereo, lanzado en 1984. La letra de este clásico del pop-rock en español narra, en tono irónico reforzado por los saltarines elementos de su instrumentación -saxofones, coros, gritos chacoteros de fondo- los sueños arribistas de un muchacho joven, pobretón, que se alucina disfrutando de todo tipo de lujos -autos, mujeres, clubes privados, «caviar, Champagne y un solo de saxo sensual»- hasta que su mamá le ordena «cambiar de canal».

El fragmento lo compartió entre sus fieles seguidores en redes sociales y en medio de la crisis de los Rolex de Dina Boluarte, el politólogo y periodista Carlos León Moya, columnista del semanario Hildebrandt en sus Trece y conductor de Voto Irresponsable, programa unipersonal en YouTube en el que analiza de forma descarnada la situación del país y se burla sin filtros de sus protagonistas, insultándolos, poniéndoles apodos precisos y despotricando públicamente, exteriorizando el sentir privado de muchos. Para ello, utiliza las propias deficiencias/cinismos del elenco político y las pésimas/amañadas coberturas de la prensa grande, salpicando todo eso con diversas referencias a la cultura popular (literatura, comic, cine, periodismo, televisión, historia y, como en este caso, música). 

Y escogió, apropiadamente, la versión en vivo que el trío bonaerense hiciera en su legendaria participación en el Festival de Viña del Mar, el 12 de febrero de 1987, en que el cantante y guitarrista cambia el «… lo he logrado» por un provocador «… lo he robado», haciendo que calce aún mejor en la coyuntura local que todos venimos siguiendo con indignación y vergüenza ajena. Por cierto, esa variación también se escucha en el primer LP en vivo de los argentinos, titulado Ruido blanco, como parte del recordado Vita-Set (unión de ¿Por qué no puedo ser del jet-set? con Te hacen falta vitaminas), extraída de uno de los conciertos que hicieron, en junio del mismo año, en el Coliseo Amauta de Lima.

Las reacciones de los muchachos y muchachas, universitarios o estudiantes de institutos/academias, que conforman el grueso del público objetivo de Voto Irresponsable, estuvieron marcadas por la sorpresa ante la ocurrente broma -«cosas que no encontrarás en el Twitter» escribió uno, celebrando el ingenio de León Moya. Muchos de mi generación, en cambio, ya habíamos recordado el tema de Soda Stereo en conversaciones y grupos privados.

También entre las publicaciones realizadas por periodistas y cibernautas para, en clave de humor, referirse al tema político del momento, saltó en las actualizaciones del Twitter -ahora X- un post de Daniel Yovera (ex Cuarto Poder, ahora Epicentro.TV) con la letra del clásico bolero El reloj, escrito en 1957 por el cantautor mexicano Roberto Cantoral (1935-2010), cuando era integrante de Los Tres Caballeros. Las primeras líneas de esta inolvidable canción romántica, que ha sido interpretada por infinidad de artistas famosos, desde los chimbotanos Los Pasteles Verdes (en su primer LP Recuerdos de una noche, 1974) y el chileno Lucho Gatica (1928-2018) hasta el divo Luis Miguel (en el CD Romances, 1997, el penúltimo de su tetralogía bolerística), adquirieron otro sentido cuando fueron asociadas a la imagen de Dina Boluarte viendo la llegada de su inevitable caída: «Reloj, no marques las horas porque voy a enloquecer…» 

Soy un convencido de que, a estas alturas del partido, esta clase de sarcasmos, a pesar de ser ingeniosos, no sirven de mucho frente al cinismo de quienes se burlan de la opinión pública, más allá de arrancarnos una que otra sonrisa escapista. Sin embargo, hay que reconocer que el hoy llamado “RolexGate” se presta para referencias musicales tan precisas como las de León Moya o Yovera.

Desde tiempos ancestrales, el concepto de la medición y conteo del tiempo ha fascinado a la humanidad. Mucho antes de la aparición de los primeros relojes de bolsillo y de pulsera, hechos que podemos ubicar en los siglos XVI y XIX, respectivamente, existieron los relojes solares -como el Intihuatana de la civilización inca-, los relojes de arena, muy populares en la Edad Media, en Europa; o los también arcaicos relojes de torre, que se construían en ciudades como Atenas (Grecia) o Londres (Inglaterra). El sistema mecánico que permitía el funcionamiento de relojes urbanos fue el que inspiró su versión en miniatura, un trabajo de compleja artesanía que se convirtió, casi desde su primera generación, en un artículo costoso por el alto nivel de especialización de los maestros relojeros.

En ese contexto, el surgimiento de la fábrica de relojes Rolex, a comienzos del siglo XX, que después de la Primera Guerra Mundial trasladó sus cuarteles generales a Londres a Ginebra (Suiza), fue todo un acontecimiento para la naciente industria de artículos de uso personal. Y estuvo siempre asociada a hechos importantes de la historia contemporánea, como el modelo que diseñaron para los pilotos de la Royal Air Force durante la Segunda Guerra Mundial o las hazañas de nadadores que cruzaban mares enteros para demostrar la resistencia al agua de sus productos. 

Poco a poco, la marca Rolex fue convirtiéndose en sinónimo de prestigio, distinción y pertenencia a la alta sociedad. Y sus líneas de relojes, que combinaban el tradicional oficio mecánico de la relojería con el diseño exquisito usando piedras preciosas, materiales exclusivos y disposiciones de elementos y detalles minúsculos, se consideraron pequeñas obras de arte de alto costo. 

Debido a la relativización de los métodos para hacer fortuna, que van desde los patrimonios construidos sobre la base del trabajo profesional y honesto, la recepción de herencias o tesoros familiares, hasta actividades modernas de altos presupuestos y obscenas ganancias como la farándula, el cine, la música popular, el modelaje, el deporte o incluso cuestiones mucho menos respetables como la corrupción política, los lobbies empresariales, el narcotráfico, la pornografía, etc. – da absolutamente lo mismo si los usuarios de estos relojes Rolex son descendientes de familias millonarias y decentes, miembros de rancias realezas, políticos/dignatarios/empresarios o personajes de la “industria del entretenimiento” como futbolistas, músicos o influencers. 

Pero ¿qué pasa con los gobernantes que, sin pertenecer a estados monárquicos o sin ser herederos de fortunas antiguas, exhiben de la noche a la mañana estos signos exteriores de extrema riqueza? Aquí hablamos de una distorsión de larga data del concepto de “autoridad política”. Según esa distorsión – resultado de manejos inescrupulosos del poder y la preeminencia de intereses materialistas y particulares puestos por delante/por encima del bien común-, sería algo “normal” que estas autoridades tengan los mismos estilos de vida que artistas, socialités o megaestrellas del deporte, la farándula, etc., debido a su “alta investidura”.

Esta confusión ha establecido como una práctica común que representantes políticos elegidos por los pueblos -desde el Primer hasta el Tercer Mundo- terminen acumulando objetos de suntuoso valor, joyas y excentricidades de todo tipo, a pesar de no tener los medios para hacerlo, pues ejercen un encargo público que si bien tiene, por su naturaleza, una buena remuneración, esta jamás debería llegar a ser lo suficientemente alta como para hacerse ricos durante sus mandatos. Cuando eso pasa, estas autoridades les dan la espalda a sus votantes -consciente o inconscientemente- y se involucran en lo que todos conocemos como “enriquecimiento ilícito”. Es el caso de nuestros gobernadores regionales -Oscorima, Acuña, Salcedo- y, por supuesto, de Dina Boluarte, como viene desenredándose desde el destape del medio digital La Encerrona.

Pero volvamos a la relación entre los Rolex y la música. Hay, en este punto, un cuadro de bifrontismo, parafraseando esa vieja canción de Mecano dedicada al amor y la separación (Me cuesta tanto olvidarte, LP Entre el cielo y el suelo, 1986), una moneda de dos caras tiene que ver con la relativización mencionada, acerca de cómo las personas pueden llegar a amasar fortunas en el mundo actual. Esto, que también ocurre con otros hábitos y consumos de lujo, nos pone frente a una situación en la que dos extremos totalmente opuestos terminan relacionándose, sin afectar el posicionamiento de la marca que está en medio. En otras palabras, no importa que un artista de prestigio y uno mediocre compartan el gusto por los relojes caros, nada contamina la prestancia de Rolex. 

Hace casi medio siglo, en 1976, Rolex decidió extender sus acciones de auspicio, hasta entonces orientadas a exploradores y deportes de élite (tenis, golf, alpinismo, hípica, automovilismo), a otras actividades en las cuales la búsqueda de la excelencia es también permanente e indispensable, las artes clásicas. Y, entre ellas, la música recibió especial atención. Ese año comenzó a asociarse a las temporadas de ópera y música orquestal, a través de embajadores. La famosa soprano y educadora neozelandesa Kiri Te Kanawa, que cumplió 80 años hace un mes, fue la primera de esas personalidades de la música académica asociadas a la marca, agrupadas bajo el rótulo Testimonial Rolex. 

Actualmente, en el exclusivo listado de embajadores Rolex encontramos, entre otros, al barítono galés Bryn Terfel, el director venezolano Gustavo Dudamel, la mezzosoprano italiana Cecilia Bartoli, el tenor mexicano Rolando Villazón y nuestro compatriota, Juan Diego Flórez, ídolo del bel canto, quien fue convocado el 2015. Asimismo, Rolex creó, hace cuatro años, un programa llamado Mentores y Discípulos, para permitir que jóvenes artistas interactúen con exponentes consagrados de las siguientes disciplinas: arquitectura, literatura, cine, teatro, artes visuales, danza y música. En este último rubro, han participado, como mentores, nombres destacados como Gilberto Gil (Brasil), Youssou N’Dour (Senegal) o Brian Eno (Inglaterra). De hecho, este 2024 Rolex celebra su sociedad con la Orquesta Filarmónica de Viena y sus conciertos de verano en el Palacio de Schönbrunn, que auspicia desde el 2009, lanzando una edición especial de su reloj Oyster Perpetual Day-Date 36, con un diseño dedicado al mundo de la música. 

En paralelo, cuando leemos prensa farandulera o webs especializadas en música popular de consumo masivo, nos enteramos de que esperpentos como los reggaetoneros Maluma u Ozuna también usan y hasta coleccionan relojes Rolex. O que raperos norteamericanos como Drake, Jay-Z o Kanye West tienen como tema común en sus rimas malevas a los Rolex como uno de los tantos artículos de lujo a los que tienen acceso. Y así como van las cosas, con las confusiones que generan quienes creen que toda jerarquización es discriminatoria, vamos a ver, un día de estos, a mamarrachos como Bad Bunny o Karol G -que ya han salido en Forbes o en los conciertos TinyDesk de la NPR de Washington- convertidos en nuevos representantes de Rolex para sus campañas globales de responsabilidad social.

Pero es muy curioso y contradictorio que la misma marca esté ligada a una comunidad superficial y ostentosa como la del hip-hop/reggaetón, caracterizada por la glorificación que hace de conductas cercanas a la criminalidad y, al mismo tiempo, dedique elevados presupuestos a, como dice su página web: “establecer alianzas con prestigiosas instituciones para mantener la música viva por todo el mundo mediante su apoyo a cantantes, directores de orquesta y músicos virtuosos”. Visto en perspectiva, podemos concluir que la plata negra que hacen los ostentosos y vacíos reggaetoneros, al ser gastada en Rolex, ayuda a que la compañía financie a esforzadas cantantes o jóvenes violinistas del Tercer Mundo.

Pensando en las menciones que Carlos León Moya y Daniel Yovera usaron para graficar la frivolidad de Dina Boluarte -esa costumbre tan peruana de reír para no llorar o reventar de la rabia-, pertenecientes a los ámbitos del rock en español y los boleros, me puse a buscar qué otras canciones hablan del tiempo y los relojes. Y noté que no hay muchas, salvo que nos entreguemos a las vulgaridades de Shakira o Bad Bunny, capaces de usar la contraposición Rolex/Casio para establecer humillantes comparaciones entre seres humanos. 

Pero sí recordé dos temas hermosos del cubano Pablo Milanés (1943-2022), Años (No me pidas, 1978) y El tiempo, el implacable, el que pasó (Pablo Milanés, 1976). O esas dos piezas fantásticas de rock progresivo inglés, ambas tituladas Time, una de The Alan Parsons Project (The turn of a friendly card, 1981) y la otra de Pink Floyd (The dark side of the moon, 1973). O aquella aguda parodia de Les Luthiers, incluida como última parte de su rutina La Tanda (Hacen muchas gracias de nada, 1979), en que se burlan de los relojes de lujo, con la marca ficticia Chaque heure pour la minorie (Cada hora para las minorías). Maravillas musicales para ponerle buena cara a estos tiempos oscuros.

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Hoy es Sábado de Gloria -aunque ya nadie lo llama así ¿verdad?- y, a mitad de camino entre los fiesteros, que ya deben estar lo suficientemente sazonados como para aparecer, como se debe(zampados hasta su mano), en los clásicos reportajes que saldránmañana sobre las juergas playeras por el fin de semana largo, y los “piadosos” políticos que deberían arder por combustión espontánea cada vez que comulgan, se golpean el pecho en la Catedral de Lima o en Ayacucho, o pasan por la puerta de alguna iglesia; podemos dedicarnos a recordar aquellas composiciones que, inspiradas en los relatos bíblicos y desde distintas épocas, crearon momentos musicales inolvidables y sobrecogedores.

Algunos pueden pensar en Bach o en Haendel, en Neal Morse o en Stryper, en los boleros evangélicos de Iván Cruz o las plegarias pop-rock monetizadas de Jesús Adrián Romero. Como ocurre con tantos otros géneros artísticos, después de varias décadas de producciones musicales, hay para todos los gustos y sensibilidades. Hoy vamos a referirnos a dos títulos emblemáticos de la Semana Santa musical: una ópera-rock que marcó a varias generaciones en distintos idiomas, por sus conexiones con la estética y filosofía hippie; y una pieza sinfónica-coral que fue fondo para la película más descarnada sobre la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, estrenada hace ya dos décadas.

Jesucristo Superstar (1970): Un clásico que conecta rock y religiosidad

¿Quién no ha visto, en colegios o grupos parroquiales de barrio, alguna representación de esta icónica obra del teatro musical? Desde actuaciones austeras y amateurs hasta producciones profesionales de enormes presupuestos, Jesucristo Superstar conserva su irreverente propuesta, 53 años después de haber sido estrenada en Broadway, en octubre de 1971.

Sin embargo, lo que pocos saben es que la famosa ópera-rock apareció primero en 1970, como un álbum doble para luego convertirse en libreto a ser interpretado por actores. Los británicos Tim Rice (79, letra) y Andrew Lloyd Webber (76, música) compusieron esta obra conceptual sobre la última semana de la vida pública de Jesús,interpretando libremente las clásicas historias de los Evangelios canónicos.

La voluptuosidad y desenfreno de la contracultura hippie definieron el guion de Jesus Christ Superstar, que significó un cambio radical frente a las clásicas representaciones de temas bíblicos en las artes escénicas y musicales, en las que primaba el recato y la épica espiritualidad, como en las películas de Cecil B. de Mille. La versión fílmica, dirigida por Norman Jewison en 1973 y protagonizada por los actores y cantantes Ted Neeley (80) e Yvonne Elliman (72), desató iras santas que la acusaron de hereje, blasfema y lujuriosa.

Musicalmente hablando, Jesus Christ Superstar contiene interesantes arreglos para orquesta, coros y grupo de rock, entre lo psicodélico y lo sinfónico. The Grease Band -Allan Spencer (bajo), Bruce Rowland (batería), Neil Hubbard y Henry McCullough (guitarras)-, conocidos por haber acompañado al vocalista inglés Joe Cocker (1944-2014) en Woodstock, se encargó de la base rockera mientras que la orquesta de los prestigiosos estudios Decca fue dirigida por el mismo Lloyd Webber, uno de los compositores de obras musicales más reconocidos del mundo.

El principal atractivo del disco son los vocalistas, todos en el primer momento de sus carreras: En el papel de Jesús estuvo Ian Gillan, quien había ingresado un año antes a Deep Purple, banda con la que alcanzaría fama y fortuna a nivel mundial. Como María Magdalena se luce Yvonne Elliman, cantante hawaiiana que, luego de participar en los primeros montajes teatrales y cinematográficos de esta obra, se hizo mundialmente conocida con su versión del tema disco If I can’thave you, composición original de los Bee Gees para la banda sonora de la recordada película Saturday Night Fever (1977, la que convirtió en megaestrella al actor John Travolta).

Asimismo, destacan Murray Head como Judas Iscariote, Victor Brox y Brian Keith en los papeles de Caifás y Anás, y John Gustafson, como Simón el Zelota. Head tuvo éxito radial en 1985 con el temaelectropop One night in Bangkok, mientras que Gustafson es conocido entre los fanáticos más profundos del hard-rock clásico como bajista y vocalista de Quatermass, grupo que editó un único LP en 1970 que pasó a la historia por contener la versión original de Black sheep ofthe family, uno de los temas del álbum debut de Rainbow, el grupo que armó Ritchie Blackmore tras su salida de Deep Purple en 1975. Por su parte, el fallecido Barry Dennen, conocido por ser parte del elenco de la versión cinematográfica de otro recordado musical, Fiddler on the roof (1971), interpretó a Poncio Pilatos.

La vigencia de esta obra se sostiene en la calidad de sus composiciones: los leitmotiv centrales son Overture y Hossana, presentes en distintas variaciones, intensidades y acentos. Esta y otras técnicas del teatro musical, como el llamado y respuesta de dos coros –The templeWhat’s the buzz/Strange thing mystifying– o el tema en clave de vaudeville –Herod’s song (Try it and see), son usadas por Lloyd Webber de forma dosificada y precisa para no cansar al oyente. Temas como Gethsemane (I only want to sayI don’t know how tolove him se han convertido en himnos modernos por las potentes interpretaciones vocales de Gillan y Elliman, pero hay otras canciones igualmente valiosas como Everything’s alrightSuperstar o Judas death, en la que se repite la melodía de This Jesus must die, con otra letra y en una tonalidad diferente a la cantada por Brox, quien fuera integrante de The Aynsley Dunbar Retaliation -el combo de blues-rockliderado por el legendario baterista que trabajó para John Mayall, Frank Zappa, Journey, etc.-, entre 1968 y 1970.

El impacto de Jesus Christ Superstar fue tan grande que existen grabaciones distintas hasta en 48 idiomas, siendo una de las más conocidas la versión en español de 1975. La traducción y adaptación de los textos, hecha por los españoles Jaime Azpilicueta e Ignacio Artime había tenido algunas representaciones locales, pero su repercusión fue nula debido a la censura durante los últimos años del régimen franquista. El baladista y cantautor Camilo Sesto, entonces con 29 años y cinco exitosos discos publicados, invirtió 12 millones de pesetas para una gigantesca producción, con orquesta, coros, vestuarios y banda en vivo, que fue presentada durante medio año en el Teatro Alcalá Palace de Madrid. La correspondiente versión en LPse convirtió en un clásico de la música en español, gracias a las emocionantes interpretaciones de Camilo Sesto, Teddy Bautista y Ángela Carrasco en los papeles de Jesús, Judas y María Magdalena, respectivamente.

Los segmentos rockeros estuvieron a cargo de Los Canarios, conocida banda de jazz-rock de entonces, integrada por Antonio García de Diego (guitarras), Christian Mellies (bajo), Matías Sanveillán (piano, teclados), Alan Richard (batería) y el propio Teddy Bautista quien se encarga de la dirección musical, pianos y teclados. Aquella primera temporada de Jesucristo Superstar es considerada uno de los máximos momentos del teatro español, con llenos totales y ovaciones cerradas en cada una de sus funciones.

En cuanto al disco, también tuvo gran repercusión comercial, con singles como Getsemaní y Es más que amor, versiones en nuestro idioma de Gethsemane (I only want to say) y I don’t know how to lovehim, respectivamente, que sirvieron para consolidar la ascendente carrera del cantautor español y hacer conocida a la joven dominicana, en su primer trabajo profesional. Esta versión de Jesucristo Superstar es, hasta ahora, el insumo principal para todos aquellos que se animan todavía a representarla durante la Semana Santa, y se hizo muy popular entre estudiantes católicos de todo el mundo hispano.

En el año 2012 se estrenó una nueva versión de la obra, con elenco seleccionado a partir de un programa de competencias producido por Andrew Lloyd Webber, Superstar. Con una puesta en escena modernizada y la participación de cantantes como Ben Forster (Jesús), Tim Minchin (Judas) y la ex-Spice Girl Mel C (María Magdalena), Superstar salió de gira durante casi un año.

La Pasión de Cristo (2004): Acordes para sublimar la violencia

Cuando esta polémica y, por momentos, escalofriante película se encontraba en proceso de edición, Mel Gibson pensó presentarla sin música, una decisión que habría hecho mucho más difícil verla. El director pensaba que una sofisticada y convencional partitura sinfónica no tenía mucha relación con la patética crudeza de las imágenes del film que este año cumple dos décadas. Recuerdo haber estado en la función de estreno con dos queridísimos amigos y haber salido de la sala estupefactos, casi sin poder hablar.  

La desgarradora tensión del largometraje necesitaba con urgencia un balance sonoro. Por ello, Gibson inició la búsqueda de un compositor para la música de fondo que requería esta angustiante, oscura y sangrienta versión de los últimos días de Jesucristo. Su elección sorprendió a más de un experto en bandas sonoras: el californiano John Debney (67), musicalizador habitual de las producciones de losEstudios Disney, el universo Marvel y de canales infantiles como Nickelodeon y Hannah-Barbera.

El resultado, no obstante, es definitivamente notable. Debney quedó muy impactado tras visualizar The Passion of the Christ y, pocos meses después, entregó una pieza musical de extraordinaria y ominosa belleza, capaz de conmover y, a un tiempo, distraer al espectador lo suficiente como para soportar el estremecedor realismo con la que el también director de Braveheart (1995) y Apocalypto (2006) decidió acometer esta historia, decidido a romper con la imagen idealizada e indolora que tiene el común de los creyentes sobre lo que habría sido el paso de Jesús por la tierra, sus padecimientos y humillaciones, tal y como nos las cuenta la tradición católica desde que tenemos uso de razón.

Durante los momentos más violentos escuchamos coros de largas notas cantadas en latín y arameo que acarician el alma, llenando los breves espacios entre golpe y golpe, que sirven para amortiguar la brutalidad mostrada en las pantallas. Aun cuando estos recursos no eran nada nuevo en la cinematografía mundial para el año 2004, el hecho de que se aplicara a un personaje como Jesucristo afectó mucho a la sensibilidad de muchas personas criadas en el Catolicismo que veían el relato bíblico sin aproximarse ni siquiera levemente a cómo se habrían sentido esas escenas.

Según crónicas previas al estreno, Gibson solicitó que la música para The Passion of the Christ fuese lo más cercana posible a la que se hacía en esa época, para seguir la línea hiperrealista de las imágenes, locaciones y el idioma utilizado para los diálogos. Para acercarse a este objetivo, Debney combinó en su partitura potentes arreglos orquestales con voces sublimes y tremebundas -a cargo del Coro Filarmónico de Transilvania (Rumania), sutiles ambientaciones electrónicas e instrumentos solistas, en función de la naturaleza trágica y depresiva de esta película, hasta hoy motivo de múltiples polémicas.

Debney y Gibson -quien participó de los coros en diversas secciones traducidas al arameo por dos sacerdotes- usaron, además de la orquesta, dirigida por el experimentado Nicholas Ingman (75), un elenco de solistas expertos en instrumentos ancestrales como ouds, erhus (cuerdas), douduks, flautas de bambú (vientos) y otros, muy comunes en la música de Turquía, Armenia, China y diversos países de la Península Balcánica (Serbia, Bosnia, etc). Asimismo, es destacable la voz de Tanya Tsarouska, cantante nacida en Macedonia que, ese mismo año, también participó de la banda sonora de Troy, película en la que Brad Pitt interpreta el papel de Aquiles en una lectura posmoderna de la histórica guerra de Troya, narrada originalmente por Homero. Tsarouska -o Carovska como figura en su primer disco en solitario No record or wrong (2010), en clave de pop y música folk de su país– aparece en secuencias como Peaceful butprimitive procession, The olive garden/Night sky o Mary goes toJesus.

Entre otras composiciones notables de esta partitura original que fuera nominada al Oscar ese año, podemos mencionar Song of complaint,Crucifixition/Raising the cross, Flagellation/Dark choir, el mejor ejemplo del contrapeso entre imágenes violentas y musicalización suave; o los temas iniciales The olive garden/Night sky/Bearing thecross, que generan una atmósfera de oscura incertidumbre, con sonidos influenciados por artistas como Dead Can Dance o Deep Forest, llevando un paso más adelante el logro artístico alcanzado porPeter Gabriel con Passion, banda sonora que escribió para el largometraje The last temptation of Christ, también fuente de encendidos debates tras su estreno en 1989.

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No existe artista local que represente el espíritu del criollismo mejor que don Óscar Avilés. Más allá de los reduccionismos superficiales y repetitivos a los que nos tienen acostumbrados los medios masivos en fechas como Fiestas Patrias, el Día de la Canción Criolla o los partidos de la selección, aquello de “La Primera Guitarra del Perú” fue ganado a pulso por este excepcional guitarrista y compositor, siempre sencillo, carismático y jovial, profundo conocedor del acervo musical folklórico de la Lima popular, esa que hoy ha sido engullida por los conos, los horribles edificios y los extorsionadores del Tren de Aragua. 

Su aparición en la música criolla, a finales de los años cuarenta, coincidió con los comienzos de la industria discográfica, por lo que ayudó enormemente a profesionalizar un estilo que llevaba treinta años de desarrollo orgánico en zaguanes y quintas de barrio. Sus bordones, transiciones y trinos, sus guapeos y llamadas, como esos clásicos “¡toma!”, “¡andar, andar!”, “¡se acaba!” (influenciado por las chacareras argentinas) o “¡voy arriba!” (para indicar que va a soltar la voz en la escala más alta permitida por la tonalidad del tema que está interpretando) que inserta aleatoriamente en cada una de sus canciones, constituyen el ABC de cómo debe sonar un buen vals –los puristas del género dirían “valse”-, una marinera limeña, un tondero o una selección de saltarinas polkas. 

Curiosamente, esa habilidad con las seis cuerdas, registrada en más de setenta producciones discográficas, es en realidad poco conocida por el público en general, en su dimensión más extensa. Si revisamos los “homenajes” que le hacen cada cierto tiempo en radios y canales de televisión, veremos que ponen siempre las mismas canciones: Y se llama Perú, Contigo Perú y la marinera Esta es mi tierra, todas escritas por Augusto Polo Campos (1932-2018), a pedido del general Juan Velasco Alvarado para los Mundiales de 1970 y 1978; o repiten hasta el aburrimiento la actuación en la OEA, junto a su compadre Arturo “Zambo” Cavero, promovida en 1987 por un olvidable ministro aprista. 

Esto deja su amplia obra en la oscuridad, solo para disfrute de especialistas y amantes de la música que hoy pueden, a través de YouTube, enterarse de aquellas cosas que no son importantes para los medios comunes y corrientes, por esa odiosa predisposición a mezquinar espacios en sus programaciones a la hora de cubrir opciones culturales, distintas de aquello que sí les asegure consumo masivo y rating. 

De hecho, que la música de Óscar Avilés -quien mañana, 24 de marzo, cumpliría cien años- no sea actualmente conocida ni masiva es solo una muestra más de la degradación que caracteriza a nuestro ecosistema mediático, un hecho que por supuesto no es de ahora, sino resultado de décadas de descuido y empobrecimiento en la difusión de la música popular hecha en el Perú. Como tantos otros referentes de nuestra cultura contemporánea, Avilés se ha convertido en un símbolo pintoresco -un cuadro de Cherman, una mueca de Los Juanelos-, desprovisto de su primordial sentido, el musical, por el que será merecidamente recordado esta noche en un concierto, en el Gran Teatro Nacional. Dos de sus hijos, Óscar Jr. y Lucy -dedicados desde hace años a conservar su legado musical- son los organizadores de este espectáculo llamado Óscar Avilés: 100 años de peruanidad.

Para quienes provenimos de familias limeñas de clase media, los primeros ecos de la guitarra de Óscar Avilés se ubican en nuestros años infantiles, en esas jaranas caseras que trataban de recrear las originales, aquellas que cerraban, en otros tiempos, quintas y callejones en los barrios antiguos del centro de Lima, Breña, el Callao o La Victoria. En esas francachelas familiares, los mayores entonaban valses y marineras de la Guardia Vieja como Comarca, Amor iluso, Querubín, Lima de octubre, Embrujo, La veguera, La palizada y muchas otras, que Avilés grabó con el Conjunto Fiesta Criolla, entre 1956 y 1964. Picaditas y alegronas, estas melodías recogían la sabiduría popular de los primeros criollos, con amplio protagonismo de guitarras y castañuelas.

Previamente, Avilés había integrado Los Morochucos, uno de los tríos fundamentales para entender la música criolla de esa época. Con discos de larga duración como Recuerdos de Los Morochucos (1962), En Hollywood (1965) o Antología del vals peruano (1966), esta agrupación le dio un sonido elegante y acompasado al vals criollo, con un repertorio que integraba los clásicos de la Guardia Vieja con las nuevas creaciones de Chabuca, Polo Campos y otros. En paralelo, Óscar Avilés demostró ser un músico extremadamente inquieto, trabajando como productor discográfico, profesor de guitarra -había estudiado en el Conservatorio Nacional de Música- y dirigiendo/editando una enorme cantidad de recopilaciones para promover artistas nacionales, siempre con los sellos Sono Radio, Odeón del Perú e Iempsa. En 1959, por ejemplo, grabó varias canciones con Alicia Maguiña, como Mi corazón y Todo me habla de ti. Cuatro décadas después, ambos editarían los CDs Juntos (1996), Por siempre juntos (1999) y Unidos por marineras & tonderos (2000), sellando una larga relación de amistad y música peruana.  

Además, se daba tiempo para lanzar sus propios discos, dejando testimonio de su particular estilo como guitarrista, concentrado en los silencios, los solos y trinos repentinos y ese típico repiqueteo que motivó en Chabuca Granda la frase “Óscar Avilés desterró el tundete”, cuando decidió llevárselo por toda Latinoamérica, luego de grabar con él Dialogando (1967), histórico LP en el que la compositora interpreta, por primera vez, sus creaciones. Entre esos discos como solista podemos mencionar el instrumental Otra vez, Avilés (1964), junto con sus colegas Víctor Reyes y Pepe Torres -el otro gran guitarrista de esa época-; Así nomás (1967), con coros y clarinetes; y los dos volúmenes de Valses peruanos eternos, una fina selección de arreglos que grabó acompañado por Las 100 Cuerdas Románticas de Augusto Valderrama, publicados en 1968 y 1969. Años después, en 1982, Avilés repetiría esta experiencia de grabar con orquesta, esta vez bajo la dirección y arreglos de Víctor Cuadros, en un elegante LP llamado Un Perú en sinfonía. 

En medio, Óscar Avilés participó, como guitarrista y director, de grabaciones importantes que definieron momentos cumbre del vals peruano como, por ejemplo, el disco Cuatro voces, un estilo de Los Hermanos Zañartu (1968), donde apareció la versión definitiva de Mi Perú, composición de Manuel “Chato” Raygada Ballesteros (1904-1971), considerado “el segundo himno nacional”. O el LP ¡Viva el Perú… carajo! (Discos Decibel, 1969), haciéndole fondo de arpegios y bordones al recordado actor arequipeño de cine, teatro y televisión Luis Álvarez (1913-1995) mientras recitaba ese poema nacionalista escrito por el periodista iqueño Jorge “El Cumpa” Donayre. La voz tronante de Álvarez declama, con vehemencia y seseo telúrico, estos versos de orgullo nacional, serrano, costeño y selvático, en una época en que la noción de “identidad nacional” estaba lejos de ser siquiera un proyecto de país (hoy supuestamente lo es, aunque solo de manera declarativa). 

En esas dos primeras décadas de su trayectoria musical, el artista nacido en el Callao acumuló prestigio como guitarrista creador de un estilo único, respetuoso del sonido de los barrios, perdido en un tiempo sin tecnologías. Sin embargo, fue el cronista de espectáculos Guido Monteverde (1925-1996) quien lo animó a cantar por primera vez. Hasta ese momento, había acompañado a otros cantantes -en Fiesta Criolla las voces eran Francisco “Panchito” Jiménez y Humberto Cervantes; en Los Morochucos, Alejandro Cortez y Augusto Ego-Aguirre- pero en esta ocasión, el LP Solo Avilés (1971) mostró ese tono agudo y potente, con el que Avilés nos trasladó a las jaranas de rompe y raja con sus creativas armonías y esa forma tan personal de interpretar, improvisando líneas y salpicando cada fraseo con esos sorpresivos guapeos y llamadas, a veces en sentido contrario de la melodía principal. 

A partir de entonces se definió el perfil de Óscar Avilés como exponente del criollismo más auténtico. Valses de inicios del siglo XX como Aurora, cuya letra estaría basada en un poema del tacneño Federico Barreto pero que figura firmada, desde los años sesenta, por Nemesio Urbina; Zoila Rosa de Manuel Covarrubias (1896-1971); o el tondero La gripe llegó a Chepén, adquieren nueva vida en su voz y guitarra. Este disco incluye las canciones Vals del cucuneo y Polka del cucuneo, ingeniosos y divertidos juegos de palabras. Como si faltara más, Avilés corona el álbum con dos excelentes instrumentales, Idolatría (Óscar Molina, 1928) y Rosa Elvira (Carlos Saco/Pedro Espinel, 1935). En 1985 lanzaría En sabor y guapeo, conteniendo otras melodías rescatadas del cancionero criollo más antiguo como Compréndeme (de autor desconocido, recopilado por Avilés), La batalla de Arica, La sirena (David Suárez), Falsedad (Manuel Covarrubias), Las esdrújulas (Felipe Pinglo Alva) o Burlona (Porfirio Vásquez), canciones que llevan en su ADN lo mejor del criollismo musical, pícaro y popular.

Desde 1973, Óscar Avilés inició una de las sociedades más prolíficas del ambiente artístico nacional, junto al vocalista y cajonero Arturo “Zambo” Cavero (1940-2009). Durante los siguientes diez años, el dúo produjo los álbumes Únicos, Óscar Avilés & Arturo “Zambo” Cavero (1973), ¡Son nuestros! (1976), Siempre juntos (1978), Les traemos… El Chacombo (1981) y Siguen festejando juntos (1984), siempre con el sello Iempsa, infaltables en cualquier colección de música criolla que se respete. Esta etapa es la más conocida para los nuevos públicos por su permanente difusión a través de los años. 

La amistad y colaboración entre Avilés y Cavero se mantuvo inalterable a través de los años, conservando su frescura y química a pesar de que la escena del criollismo estaba cada vez más debilitada por los nuevos gustos del público. Al dúo se sumó, en diversas ocasiones, la recordada cantante Lucila Campos (1938-2016), con los discos Valseando festejos, Seguimos valseando festejos (1982), ¡Qué tal trío! (1983) y Sabor y más sabor (1988). Todos conservan el sonido clásico de nuestra música, pero evidencian también una modernización al incorporar al ensamble tradicional -guitarras, cajones, castañuelas- instrumentos como bajo eléctrico, teclados y secciones de metales. 

En YouTube circula, desde el año 2014, un video titulado Guitarra Magistral, en el que podemos apreciar a un Óscar Avilés algo mayor pero todavía entero, vestido elegantemente y sin problemas de salud, ofreciendo una clase maestra, en la que explica cómo sonaba la música criolla en los Barrios Altos y La Victoria, descompone el desarrollo de su estilo, recuerda algunos pasajes de su larga carrera y presenta a legendarios cantores de voces agudas y jaraneras como Rodolfo Vela Lavadencia, Arístides Rosales Castillo y Alfredo Leturia Almenara, a quienes hace segunda voz en canciones de la Guardia Vieja como Hasta las mansas palomas, La despedida de Abarca -poema de Mariano Melgar musicalizado- y Fin de bohemio (Pedro Espinel). Una joya para los nostálgicos del toque y canto criollo de antaño.

Una de las canciones más difundidas de don Óscar Avilés es, por supuesto, Olga, vals compuesto por el limeño Pablo Casas Padilla (1912-1977) que fue lanzado como single en 1978, con la voz de otra leyenda anónima del criollismo tradicional, el cantante y guitarrista victoriano Ricardo “Curro” Carrera, otra de esas acciones de Avilés para recuperar del olvido a aquellas personas que dieron forma a nuestra música. El tema fue regrabado por Avilés, esta vez con su compadre Cavero, para el disco Seguimos valseando festejos (1982). En esa época, Avilés reflotó las carreras del dúo La Limeñita y Ascoy y del vocalista chiclayano Francisco “Panchito” Jiménez (1920-2014), su compañero en el Conjunto Fiesta Criolla, acompañándolos en agradables discos que ambos publicaron en 1980, que suenan a jarana y reunión familiar, con valses, marineras, tonderos y polkas de todas las épocas. En medio, Avilés lanzó un homenaje a Felipe Pinglo Alva, titulado El gran Pinglo también compuso… (1986), con las voces de Las Limeñitas, Jesús Vásquez, Carmencita Pinglo (hija del autor de El plebeyo) y su propia hija, Lucy Avilés, con quien interpreta el simpático foxtrot Llegó el invierno.

Una de las cosas que hacen especial a Óscar Avilés es su capacidad para hacernos sonreír con su música. Pero no porque esté haciendo todo el tiempo humor musicalizado y mucho menos porque utilice recursos de comedia y chacota fácil. Lo que pasa cuando uno escucha sus canciones es que da gusto escuchar a un talentoso compatriota, tocando y cantando con sentimiento e ingenio, con respeto por la tradición que cultiva, divirtiéndose con la absoluta libertad del experto que sabe exactamente lo que se está haciendo. Dentro de la rica tradición de guitarristas nacionales, la obra musical de Óscar Avilés Arcos es un orgullo nacional que ahora, a cien años de su nacimiento -y diez de su muerte, ocurrida en el 2014 a los 90-, merecería mayor difusión que la que recibe.

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La noticia sorprendió a quienes creíamos que Slayer ya no regresaba más a los escenarios después de aquella gira del año 2019, que terminó con Kerry King despojándose de la icónica y pesada cadena que llevaba siempre colgada del cinturón para despedirse del público levantando los brazos y gritando, en actitud gorilesca, mientras que Tom Araya, con el ceño fruncido, la boca apretada y los pulgares en los bolsillos, le daba la espalda a su compañero (ver la escena aquí). 

Que ambos, fundadores y únicos miembros estables, dejaran esa imagen en su último concierto, creó la sensación de que algo se había quebrado para siempre. Sin embargo, todo cambió el pasado 21 de febrero cuando varias páginas especializadas anunciaron que Slayer, la legendaria banda de thrash metal, ha confirmado su participación en dos festivales a realizarse en septiembre de este año, Louder Than Life y Riot Fest, en las ciudades norteamericanas de Kentucky y Chicago, respectivamente.

King, siempre polémico y lenguaraz, había alborotado los oscuros corrillos metálicos con dos declaraciones explosivas, muy a su estilo, que no anticipaban para nada esto. Primero, reveló que las líneas de bajo de los álbumes más importantes del grupo las había grabado él y no Araya. Y, dos semanas antes del anuncio de retorno, dijo que no hablaba ni cruzaba correos con su amigo de toda la vida desde aquella separación ocurrida hace ya cinco calendarios. Dicho sea de paso, el guitarrista andaba más preocupado en promocionar su primer álbum en solitario, From hell I rise, cuyo lanzamiento se anuncia para la quincena de mayo.

Por su parte, Araya comentó, apenas se viralizó el anuncio: “Nada se compara a los 90 minutos que pasamos tocando en vivo, sobre el escenario, compartiendo esa intensa energía con nuestros fans. Y, para ser honestos, he extrañado mucho eso”. Como sabemos, él fue sometido, en el 2010, a una compleja cirugía para corregir sus vértebras cervicales, dañadas por décadas de azotar ferozmente su cabeza durante sus conciertos, por lo que desde entonces toca y canta casi sin moverse, pero manteniendo, eso sí, su amenazante mirada fija en el público.

¿Qué esperar de este intempestivo giro en la historia del cuarteto formado en California, EE.UU., en 1981? Definitivamente, se trata de un acontecimiento de gran importancia para los seguidores del heavy metal y, sin duda, estas apariciones serán una nueva oportunidad para que el cuarteto interprete en vivo lo mejor de su amplio repertorio. Cada concierto de Slayer, en cualquiera de sus etapas, es garantía de agresividad, buena bulla y catarsis liberadora -pienso, por ejemplo, en el DVD War at The Warfield (2003) o el álbum doble Decade of aggression (1991)- aun cuando ya no sean los mismos veinteañeros rabiosos y descontrolados que parecían no detenerse ante nada, como en aquella participación en el Combat Tour: The ultimate revenge, junto a Exodus y Venom, en 1985. 

Hoy, cuatro décadas después, el asesino de las carátulas infernales, los enloquecidos solos y los gritos aterradores retorna convertido en toda una institución del rock duro que inspiró a músicos del mundo entero para dar origen a vertientes más extremas del metal, como el death o el black. Por todo eso, vale la pena recordar su catálogo y las razones de su ascendencia en uno de los estilos de música popular contemporánea que más lealtades y pasiones despierta.

La música de Slayer no es apta para todos: Una voz que lanza gritos desgarradores, dos guitarras ultra veloces que se cruzan en solos melódica y armónicamente complejos y una batería machacante la hacen imposible de asimilar para el oyente de gustos convencionales. Además, sus letras contienen abiertas blasfemias contra Dios y descripciones explícitas de la violencia y los horrores de la guerra, los métodos de asesinos en serie, la corrupción política global y la maldad que pareciera inherente al ser humano, a juzgar por los crímenes e injusticias que vemos todos los días, aquí en nuestro país (sicarios, extorsionadores, políticos y sus allegados) o a nivel internacional (genocidios, explotaciones, abusos, conspiraciones). Según Araya, uno de los letristas del grupo y ferviente católico, sus temas son deliberados intentos de asustar a la gente, pero que no deben ser tomados muy en serio, aun cuando King y Hanneman -compositores de letra y música- han declarado ser ateos convictos y confesos.

Desde las épocas en que se rumoreaba que el bluesero Robert Johnson (1911-1938) había vendido su alma al demonio para dominar la guitarra hasta los primeros acordes esotéricos de Coven y Black Sabbath a inicios de los setenta, las conexiones entre el rock y lo diabólico eran, básicamente, abstracciones fantasmagóricas inspiradas en la literatura de Edgar Allan Poe (1809-1849) o H. P. Lovecraft (1890-1937); los estudios satánicos de Anton LaVey (1930-1997) o su antecesor, el británico Aleister Crowley (1875-1947, el mismo de la canción de Ozzy Osbourne de 1981); y hasta las películas de Boris Karloff (1887-1969) y Vincent Price (1911-1993). 

Incluso hubo personas que se empeñaron, a finales de los setenta e inicios de los ochenta, en encontrar “mensajes ocultos” en las letras de bandas como los Beatles, Led Zeppelin, Queen o Eagles, manipulando sus grabaciones para escucharlas al revés. Slayer decidió ahorrarles ese trabajo y llevó las cosas a otro nivel. Si bandas como Iron Maiden o Venom fueron las primeras en incluir simbología diabólica en sus letras y carátulas, el cuarteto californiano se alejó de las metáforas para escribir canciones que parecían sacadas del mismísimo averno.

Entre 1983 y 1990 se ubican las bases del prestigio de Slayer, periodo en el que lanzaron seis discos de larga duración y un EP de cuatro canciones -el salvaje Haunting the chapel (1984)- con un sonido tormentoso y agresivo, que puede llegar a ser insoportable, odioso y hasta espeluznante para oídos no entrenados. El debut, Show no mercy (1983), presenta sus primeras influencias ubicables en grupos de la New Wave Of British Heavy Metal (NWOBHM), especialmente Iron Maiden y Judas Priest, notorias en el uso de guitarras dobles y ritmos similares al speed metal, pero con un acercamiento directo a los temas oscuros, sin adornos ni eufemismos. Canciones como The Antichrist, Black magic o Evil has no boundaries son claros ejemplos de ello. De aquel primer disco, brillan con luz propia dos canciones muy recomendables, Crionics y Die by the sword.

Luego siguieron cuatro demoledores lanzamientos, siempre con Rick Rubin en la producción, en las que el grupo definió su posición de dominio en el espectro metalero con un discurso que no dejaba espacio para el humor negro, la moderación o el uso de metáforas sugerentes, como pasaba con muchos de sus colegas. En lugar de ello, las descripciones gráficas de sus letras y carátulas -a cargo del artista plástico Larry Carroll- añadían un franco desinterés por caerles bien a los demás, que daba carácter único a aquellos elementos que sí compartían con sus pares, como velocidad, actitud ruda y desprecio por el establishment y los convencionalismos de la industria musical comercial.

De ellas, destaca su tercer álbum, Reign in blood (1986), considerado junto con Master of puppets (Metallica), Peace sells… But who’s buying? (Megadeth) y Among the living (Anthrax) -todos lanzados el mismo año-, entre los mejores de la historia del thrash metal. Aquí figuran canciones emblemáticas como Postmortem, Raining blood -que, en concierto, termina con una literal lluvia de sangre (falsa, por supuesto)-, Altar of sacrifice y Angel of death, una composición que les trajo mucha polémica debido a las referencias a uno de los personajes más siniestros de la Alemania nazi, Joseph Mengele. Jeff Hanneman, compositor del tema, se defendía diciendo que entendía los malentendidos pero que jamás habría apoyado al nazismo ni sus horrendas prácticas.

Otras canciones de esa época, infaltables en los conciertos de Slayer, son por ejemplo South of heaven, Mandatory suicide (South of heaven, 1988), Hell awaits, At dawn they sleep (Hell awaits, 1985), Dead skin mask, Seasons in the abyss o War ensemble (Seasons in the abyss, 1990). Posteriormente, con la primera salida de Dave Lombardo y el ingreso de Paul Bostaph, el cuarteto lanzó tres discos más: Divine intervention (1994), Undisputed attitude (1996), álbum de covers de bandas punk y hardcore como D.R.I., The Stooges y Pap Smear, grupo que Hanneman tuvo antes de 1981; y Diabolus in musica (1998), considerado su único intento por “adaptarse” a tendencias vigentes como grunge y nu metal), antes de iniciar su tercer periodo, una vuelta al sonido abrasivo, sin concesiones, que los hiciera famosos. 

A esta etapa pertenecen God hates us all (2001, todavía con Bostaph), Christ illusion (2006), que contiene temas como Jihad, Eyes of the insane, que generó más de una incomodidad por su irreverente carátula; World painted blood (2009) y Repentless (2015), los tres últimos con Lombardo de regreso. Desde entonces no han vuelto a grabar nada, aunque sí se mantuvieron en actividad, ya sea en giras propias como la que los trajo al Perú en el 2011 (para hacer un conciertazo en el Estadio de San Marcos) o en festivales como Wacken y Sonisphere, en el que actuaron junto a sus compadres Metallica, Anthrax y Megadeth, en lo que se conoció como el encuentro de los Big Four, los “cuatro grandes del thrash”.

Pero, si sus grabaciones son impactantes, en vivo Slayer posee una contundencia aún mayor. Los gritos y rugidos de Tom Araya expresan enojo, angustia y desesperación, emociones inevitables cuando uno piensa en la corrupción de los barones de la guerra, la política, la empresa privada y la religión. Miles de veces he fantaseado con interrumpir los vacíos discursos de nuestros ignaros, mentirosos y cínicos políticos -de cualquier bancada, de cualquier poder del Estado, de cualquier «color idelógico»- con los segundos iniciales de Angel of death (Reign in blood, 1986) o el coro de Disciple (God hates us all, 2001), reproducidos a todo volumen para no escucharlos más.

El trabajo de guitarras de Kerry King y Jeff Hanneman es virtuoso y “salvajemente caótico”, como lo describe el portal web http://allmusic.com, intercambiando solos y riffs extremadamente rápidos y complejos que representan, según el tema que interpretan, las terribles imágenes creadas por sus letras. Dave Lombardo, por su parte, dispara furibundos bombazos con una técnica y velocidad imposibles de entender -bateristas de bandas de metal extremo como Ken Owen (Carcass), Pete Sandoval (Morbid Angel) o Paul Mazurkiewicz (Cannibal Corpse), lo citan siempre como su principal influencia. Su talento para usar ambos pies y dos bombos -en lugar del pedal doble que usan la mayoría de bateristas para este tipo de música- lo han convertido en una leyenda por derecho propio.

Una de las curiosidades acerca de Slayer es que, en sus inicios, fue una banda multinacional. Tom Araya (62) nació en Chile -su nombre de pila bautismal es Tomás Enrique-, aunque llegó a los Estados Unidos siendo todavía un niño. De hecho, en el 2019 -durante su gira de despedida- el grupo tocó allá y el artista fue convocado por el Congreso Nacional para homenajearlo en Viña del Mar, su lugar exacto de nacimiento. Jeff Hanneman tiene raíces alemanas, por vía paterna. Su padre y abuelo, ligados al ejército germano, despertaron en él la afición por las medallas y la imaginería bélica. Por su parte, Dave Lombardo (59) nació en La Habana (Cuba) y, aunque sus padres emigraron cuando el pequeño David apenas tenía 2 años, no perdió su conexión con el idioma español, que habla perfectamente. Esto deja a Kerry King (59) como el único miembro 100% norteamericano de aquella primera formación del grupo, que se quebraría en el 2013 con la prematura muerte de Hanneman, a los 49 años.

A inicios del 2011, el rubio guitarrista fue diagnosticado con una extraña necrosis en el brazo, tras ser picado por una araña. Esto, desde luego, le impidió seguir tocando, lo cual le causó serios episodios de depresión y alcoholismo. Gary Holt (59), fundador de Exodus, otra importante banda de thrash de la Costa Oeste, ingresó para cubrirlo, en un principio de manera temporal. En abril de ese año, Hanneman se unió a sus compañeros en lo que sería su última aparición en concierto, junto a los Big Four, para tocar South of heaven y Angel of death. Dos años después, en mayo del 2013, se anunció su fallecimiento, ocasionado por una cirrosis crónica, por lo que Holt pasó a ser miembro estable de Slayer. 

Mientras tanto, Dave Lombardo volvió a separarse de Slayer tras la publicación de Repentless (2015), y fue nuevamente reemplazado por Paul Bostaph (60). Con esa misma formación -Araya, King, Holt, Bostaph- Slayer regresa pero solo a los conciertos, pues no parece haber planes de componer nueva música juntos. Aunque, como quedó demostrado con el anuncio de febrero, uno nunca sabe.

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heavy metal, Slayer, Thrash Metal

Hasta hace algunos años, todavía era posible ver mujeres en la música latinoamericana que le hacían frente, con valentía, agudeza y talento, a una práctica social de antiguo origen y robusta vigencia, que de vez en cuando se critica, pero sin atacar los problemas reales que lo mantienen vigente: el sexismo. 

Pienso, por ejemplo, en Andrea Echeverri (58), vocalista y líder de la banda colombiana Aterciopelados, poseedora de un estilo único, con canciones como El estuche (Caribe atómico, 1998) o Despierta mujer (Claroscura, 2018) que dejan clara su postura, además de mostrarla cada vez más sola en eso de llamar a las cosas por su nombre a la hora de combatir lo que hoy se denomina, eufemísticamente, “empoderamiento femenino” y que es, en realidad, la defensa del derecho a degradarse a sí mismas a cambio de dinero y fama, que tiene su punta de lanza en un asunto al parecer irrebatible, la voluntaria y muy rentable auto cosificación. 

Esta forma de explotación de la imagen femenina, perpetrada en el music business desde siempre -de lo subliminal/sugerente a lo explícito/descarado, según épocas y propósitos de expresión o generación de impacto- exhibe, en la actualidad, unos niveles de degradación vulgarizada al extremo, únicamente superados por la incomprensible aceptación social y comercial de la que goza dicha degradación. 

Resulta inevitable reflexionar sobre estos asuntos, luego de que el mundo occidental “celebrara” ayer, como cada 8 de marzo, el Día Internacional de La Mujer, de espaldas al verdadero sentido de esta efeméride, validando una serie de prácticas que son, consciente o inconscientemente, causa y consecuencia de diversos vicios sociales derivados del maltrato a la mujer, la lamentablemente “de moda” violencia de género y toda una gama de comportamientos antisociales -algunos sutiles, otros directos- y hasta crímenes que se amparan en la interpretación/manipulación mañosa de conceptos como libertad, popularidad, urgencias naturales, obsesión por la imagen y el cuerpo, adulación e independencia económica, un río revuelto en el que las mayores ganancias se las llevan, por supuesto, pescadores hombres.

Y lo celebró, por ejemplo, anunciando con bombos y platillos el inminente lanzamiento del próximo álbum de otra colombiana, Shakira (47), en el que va a reunir todas las tonterías inspiradas en su sonado rompimiento con el futbolista español Gerard Piqué (37), que viene publicando de forma dispersa, desde el año 2022, a través de calculadas y sobre producidas pataletas reggaetoneras, las cuales recubre de un aura reivindicativa falaz que es fuente de delirios y fanatizada admiración en toda una generación de distraídas mujeres jóvenes -y algunas ya no tan jóvenes- con el supuesto paso adelante en esto de la defensa femenina, bajo el mantra “las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan”, en clara alusión a lo ganancioso que le resulta hacer caja aireando su vida privada, sin importar las consecuencias negativas que ello pueda tener, en el futuro mediato o inmediato, en otras personas, incluyendo sus propios hijos.

Esta es solo una muestra de un estado de cosas que promueve la superficialidad en el discurso social y artístico, a contramano de las históricas, justas y duras luchas femeninas en búsqueda del reconocimiento de su humanidad, las cuales son hoy atropelladas a diario por el endiosamiento y la “puesta en valor” de aquello que antes se combatía: el exhibicionismo como herramienta de ascenso social, dominio sobre los hombres y palanca de poder económico. 

La confusión sobre los roles y cambios socioculturales en la relación entre géneros, iniciada hace más de cuatro décadas, ha provocado que hoy, la mujer más fuerte sea la más procaz/agresiva, capaz de replicar comportamientos y lenguajes abusivos y brutales antes asociados solo a los hombres y de poner los escrúpulos atrás cuando se trata de “superarse” o “alcanzar sus objetivos”.

De esta forma, la grotesca farandulización materialista de la sociedad o lo que llamara, en su momento, Mario Vargas Llosa, “la cultura del espectáculo” tiene, entre sus principales manifestaciones y vehículos de expresión, a la música popular de consumo masivo, a ambos lados del Atlántico. 

Por ejemplo, hoy es común que las máximas estrellas del pop femenino en inglés -Dua Lipa (28), Miley Cyrus (31) y la larguísima lista de sus clones que salen cada 15 minutos, parafraseando a Frank Zappa en la introducción hablada de su clásico Punky’s whips (Zappa at New York, 1976)- sean una combinación de la desfachatez colorida, sugerente y reivindicativa de los primeros años de Madonna (65) y Cyndi Lauper (70) -entre 1983 y 1989- con la estética de las modelos de pasarela/redes sociales y hasta la “industria” del soft-porn tan vigente en internet. Todo enlatado dentro de un estilo musical homogéneo y predecible, perfecto para banales discotecas y para musicalizar los intermedios del Super Bowl.

En cuanto a la música en español, esto se concreta, por supuesto, en el odioso reggaetón y su vocación por lo abiertamente explícito cuando se trata de mujeres y lo que de ellas dicen los intérpretes más conocidos de ese producto que, como una infección tropical multidrogorresistente, se ha instalado ya desde hace casi treinta años en los organismos de toda clase de públicos. 

Una de las imágenes más representativas de esa degradación nos la regaló hace pocas semanas la National Public Radio de Washington (NPR) al incluir, en su famosa serie Tiny Desk Concerts, a Karol G (Carolina Giraldo Navarro, 33), también de Colombia. Rodeada de libros, la reggaetonera lanza sus aburridas canciones cargadas de esa visión cortoplacista y obsesionada con lo hedonista/material de lo que significa en estos tiempos ser “una mujer empoderada” que hace fantasear a sus seguidoras. 

La cereza de este pastel de confusión/manipulación de conceptos la podemos entender más si miramos a su banda en esa tocada libresca, conformada íntegramente por jóvenes chicas que desperdician sus innegables talentos para la interpretación musical con su militancia, escogida voluntariamente, en la facción más reaccionaria de este “nuevo feminismo” porque eso les garantiza éxito, popularidad en redes sociales, adulación y premios. Para nadie es un secreto que, quienes pagan por ir a conciertos o comprar canciones de artistas como Karol G o Shakira son mayoritariamente mujeres, generándoles ingresos millonarios que serían, en su extraña escala de valores, bálsamo suficiente para soportar el desagradable hecho de ser vistas como objetos sexuales por los sectores más cavernarios del público masculino en escalas globales. La otra posibilidad, también válida, es que ese «ser deseadas» sea también fuente de gratificación para ellas, adicional a la fama, las ventas y los likes.

No quiere decir que todas deban dejar de tocar música latina para convertirse en versiones modernas de Jacqueline du Pre (1945-1987) o Martha Argerich, la sensacional pianista argentina que hasta ahora da conciertos a los 82 años. Pero tampoco debería aceptarse, sin una pizca de pensamiento crítico, que el ideal vendido a las niñas y adolescentes que escuchan extasiadas, mañana, tarde y noche, las canciones de Karol G y afines, sea convertirse en “bichotas” -aumentativo castellanizado de “bitch”, vocablo en inglés que significa… ustedes ya saben qué significa- listas “pa’ borrar de sus teléfonos to’o lo que hicimo’ en el baño” parafraseando una de las letras de esta cómplice de barrabasadas de su compatriota Shakira.

Atrás quedaron los años en que los referentes musicales de las mujeres dispuestas a hacer respetar su dignidad eran artistas “de peso y sustancia” -citando una de las frases más recurrentes del recordado Marco Aurelio Denegri (1938-2018)-, artistas que, desde su juventud y rebeldía, preferían exhibir inteligencia y capacidad de argumentación, aunque les tomara más tiempo llamar la atención. Y no me refiero únicamente a las letras poéticas de Joni Mitchell (80) o al activismo social de Joan Baez (83), cuyas largas vidas constituyen la contraparte contemplativa de lo que fue la furia incontenible de Janis Joplin (1943-1970), de vida difícil y final prematuro. 

Desde que Aretha Franklin hiciera suya la composición de Otis Redding, Respect, para incluirla en su décimo disco, titulado I never loved a man the way I love you (Atlantic Records, 1967), mucha agua ha corrido debajo de los puentes de la música popular interpretada por mujeres. Y, con diversos altibajos, propios de cada época y dependiendo de los gustos siempre cambiantes/manipulables del público, se mantuvo medianamente clara la noción de que, desde sus actitudes y canciones, buscaban rescatar al género femenino del estigma de solo servir para satisfacer al masculino, incluso en aquellos casos en que la belleza fuese una de sus principales características. 

Si antes, por poner un ejemplo, las comunidades femeninas afroamericanas tenían a mujeres fuertes, socialmente incorrectas e incómodas para el establishment como Nina Simone (1933-2003) o Tina Turner (1939-2023), hoy tienen a Beyoncé (42) o Nicky Minaj (41) que pervierten esa idea de fuerza interior y la trasladan a la estética disforzada de los desfiles de modas -la primera- y la pornografía caleta -la segunda- encubierta con fondo musical en clave de rap, reggaetón y hip-hop.

De hecho, fue el cine el primer medio que, al estar basado en imágenes en movimiento, instaló en la cultura popular moderna la idea de la femme fatale -un concepto existente desde los años treinta del siglo XX- que tuvo en Marilyn Monroe (1926-1962) o Rita Hayworth (1918-1987), solo por mencionar a la volada dos nombres, a las pioneras de todo lo que pasaría después, para bien y para mal. La subcultura de los videoclips, asociada generalmente a la aparición del canal musical MTV -aunque en realidad la producción de videos había iniciado mucho antes, solo que no contaba con ningún medio especializado para su difusión exclusiva- abrió las puertas a esta vertiente que, con Madonna a la cabeza, comenzó con fuertes cargas de ironía y, hasta cierto punto, irreverencia, a usar el exhibicionismo como nueva bandera de poderío, siempre y cuando fuese intencional y voluntario. 

La publicidad, la televisión y el cine, con el paso de las décadas, fueron haciendo lo suyo, atizando el fogón a medida que imponían el relativismo aplicado a todo lo imaginable y una visión que, con el pretexto de la no censura y del avance de las ideas sociales, promovía la desaparición de límites cuando se trataba de artistas femeninas y cómo se presentaban ante sus públicos. Aun así, había diversos contrapesos que lograban marcar pautas y permitían al público digerir y discernir mejor el amplio catálogo de opciones musicales, definiendo así de qué lado de la historia estaba. 

Por ejemplo, en el pop-rock de los noventa surgieron Britney Spears, Christina Aguilera y las Spice Girls -a quienes podríamos llamar “las hijas de Madonna” en términos de imagen- pero también teníamos cantantes contemplativas -Tori Amos, Sarah McLachlan-, bizarras -PJ Harvey, Björk- o, simple y llanamente, buenas cantantes -Celine Dion, Alanis Morisette, Dolores O’Riordan- que recogían el legado de otras, más antiguas, como Grace Slick (Jefferson Airplane), Kate Bush, Grace Jones, Barbra Streisand, Debbie Harry, Patti Smith o las rockeras Heart y The Runaways. Un caso especial, casi podríamos considerar de estudio, es el de Mariah Carey (54) quien hizo el tránsito de brillante vocalista de soul y R&B, en la línea de Whitney Houston (1963-2012) a sinónimo moderno de la Navidad romántica, primero y, luego, a otoñal y disforzada diva de pasarelas.

La música popular en Hispanoamérica, cuya degradación está 100% representada por la hipersexualización que venden actualmente Shakira, Karol G y similares -con una enorme contribución, desde el crossover latino-norteamericano, a cargo de Jennifer López (54)- también tuvo serias representantes del verdadero poder femenino, consciente de su valor como individuos provistos de inteligencia, desparpajo y creatividad. Podemos mencionar, entre otras, la liberación sexual de la italiana Raffaella Carrà (1943-2021), la ronca voz de la española Rocío Jurado (1944-2006) o los aclares furibundos de la mexicana Lupita D’Alessio (actualmente de 69 años). 

Elegantes o sugerentes, serias o sarcásticas, esa clase de artistas femeninas llevaban el estandarte de quienes tenían cosas qué decir, lanzando sus musicalizadas descargas emocionales, las mismas que inspiraban a sus congéneres comunes y corrientes, de paso que ayudaban a las sociedades de su tiempo a entender que las cosas habían cambiado y que, aun siendo glamorosas y/o atractivas, eran mucho más que eso. Haciendo el mismo paralelo que hicimos con el pop-rock de los noventa, artistas como Ella Baila Sola (España), Marisa Monte (Brasil) o Las Chicas del Can (República Dominicana), desde arenas estilísticas muy distintas -balada pop, MPB, merengue- supieron desarrollar  una clara propuesta que las alejaba del exhibicionismo barato.

La música popular interpretada por mujeres es muy rica en matices e intenciones –ver esta nota– con excelentes y desafiantes creadoras, instrumentistas e intérpretes, más allá de los géneros o épocas. Pero hoy vivimos un ambiente en el que actitudes tóxicas y desubicadas son celebradas con premios, ventas millonarias, llenos totales y, lo que resulta más increíble, son aplaudidas a diario por un grueso porcentaje de públicos femeninos que, en el fondo, no desearía que sus hijas repliquen esos modelos conductuales en sus propias vidas. Por mi parte, agradezco que por cada cien mil Shakira o Karol G todavía aparezcan una Tal Wilkenfeld (37), una Gabriella “H.E.R.” Sarmiento (26) o una Esperanza Spalding (39), dispuestas a enriquecer el lenguaje musical femenino a contracorriente de lo que se espera de ellas gracias al influjo de lo que imponen las modas y los parámetros de la industria de música de consumo masivo. 

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8 de marzo, Cosificación, Día de la mujer, Karol G, reggaetón, Shakira

Para todos los conocedores y amantes del pop-rock de los ochenta, las canciones de Daryl Hall y John Oates son tan importantes para describir el sonido de esa década como las de Dire Straits, The Police, Toto o Men At Work. 

Para cuando comenzaron a registrar un éxito tras otro, el dúo ya tenía más de diez años combinando sus raíces en el soul marca «Philly Sound» de los sesenta y setenta con contenidas y, por momentos, irregulares dosis de rock guitarrero y hasta progresivo, pero siempre con una marcada e intencional vocación por el pop elegante y comercial inspirado en las exploraciones soft-rock de bandas como Ambrosia, Atlantic Rhythm Section e incluso de Steely Dan, en sus extremos más ligeros y accesibles. Hall & Oates se especializaron en lanzar álbumes muy sofisticados en producción, de precisión matemática en los estudios y descargas intensas en vivo, gracias a la brillante musicalidad de ambos compositores y un infalible ojo clínico para elegir a sus bandas de apoyo. 

Como Air Supply o Tears For Fears, una idea de estabilidad y compañerismo definía la amistad de estos dos talentosos representantes de esa época en que las canciones no solo eran populares sino que eran, además, auténticas obras de arte sonoro y uso de los estudios de grabación como si se tratara de laboratorios. Aquella sólida amistad parecía irrompible. Sin embargo, una fría y amarillenta notificación legal, fechada en noviembre del año pasado, ha puesto fin a esta unidad que, apenas en el 2022, celebraba 50 años del lanzamiento de su primer LP (Whole Oats, 1972) con varias apariciones en TV, YouTube y conciertos. 

El documento en cuestión, sin entrar en los aburridos detalles legales, fue enviado por Daryl Hall (77) para detener a John Oates (75) y sus intentos por vender su porción de los derechos del legado artístico compartido entre ambos a una empresa editorial y administradora de copyrights llamada Primary Wave. Hall, indignado, declaró a la revista Rolling Stone que su socio había cometido «una traición imperdonable». Oates, por su parte, respondió primero que las declaraciones de Hall eran «exageradas e inexactas» para luego, semanas después, anunciar que «ya había dejado todo atrás».

El camino artístico de Daryl Hall & John Oates no fue nada sencillo. Sus primeros tres álbumes, publicados entre 1972 y 1974 no llamaron la atención de nadie, a pesar de contener composiciones de excelente factura como I’m sorry, Goodnight and goodmorning (Whole Oats, 1972), Everytime I look at you, Is it a star (Abandoned luncheonette, 1973) o You’re much too soon, Screaming through December (War babies, 1974), grabadas con suma meticulosidad y con el apoyo de destacados músicos de sesión y productores famosos como Todd Rundgren, Arif Mardin, Bernard Purdie, entre muchos otros. No fue sino hasta el single Sara smile -que anticipa una década al sonido de artistas como Simply Red o Sade-, que el público se percató de sus atildadas melodías y sus finas instrumentaciones. 

La canción, incluida en su cuarta producción discográfica, titulada simplemente Daryl Hall & John Oates (1975) -conocida también como «The Silver Album» y recordada por la apariencia andrógina, inspirada en el glam-rock, de ambos en la foto de carátula, empujó la carrera del dúo ligeramente hacia adelante, pero sin convertirlos todavía en un fenómeno de ventas. Al año siguiente, su disquera de entonces, RCA Victor, decidió relanzar She’s gone, uno de los temas principales del disco anterior, Abandoned luncheonette, tras el moderado éxito que había obtenido, en 1974, en las versiones de dos estrellas establecidas del R&B, el elegante crooner Lou Rawls (1933-2006) y el conjunto vocal de disco-funk Tavares. Rich girl, del álbum siguiente (Bigger than both of us, 1976), nuevamente hizo que los reflectores se posaran sobre ellos, así como la emocional balada Do what you want be what you are.

En pleno ascenso del dúo, Daryl Hall hizo un movimiento temerario, desde el punto de vista musical y comercial. El cantante y pianista de soul y R&B “de cuello blanco” se alió con una de las columnas vertebrales del rock progresivo y de vanguardia, el guitarrista británico Robert Fripp, quien estaba reenganchándose con la industria discográfica tras tres años de haber disuelto su propio grupo, los influyentes King Crimson. Juntos grabaron, en 1977, una docena de canciones que la casa discográfica de Hall rechazó por considerarlas poco vendibles. Sin embargo, Fripp sí logró lanzar muchas de estas sesiones en su propio álbum Exposure (E.G. Records/Polydor, 1979).

El disco terminaría lanzándose en 1980, bajo el título Sacred songs. Es un trabajo de alta calidad, con momentos notables como Babs and babs, NYCNY, The farther away I am o North star (con Phil Collins en la batería) en la misma línea de pop experimental que, en esos años, también siguieron artistas como Peter Gabriel, Brian Eno, Kate Bush o David Bowie. De hecho, Hall y Fripp intentaron armar un grupo nuevo con Tony Levin (bajo) y Jerry Marotta (batería) que, involuntariamente, terminó transformándose, sin Daryl Hall y con la inclusión de Adrian Belew (guitarra) y Bill Bruford en lugar de Marotta, en la renovada formación del Rey Carmesí, responsable de la trilogía Discipline (1981), Beat (1982) y Three of a perfect pair (1984). 

Una de las cosas que más sorprende del reciente desencuentro legal entre Daryl Hall y John Oates, que incluye una “orden de alejamiento” impuesta a este último, es que se produzca al final de su exitosa carrera y, prácticamente, de un momento a otro. Si bien es cierto el dúo ya no tenía la misma presencia de antes en los rankings, debido al inevitable paso del tiempo y los cambios de la industria musical, era una banda fija en la agenda de conciertos nostálgicos hasta hace poco más de dos años. Esto solo confirma que cualquier relación, personal y/o artística, por fuerte y larga que sea, puede hacerse añicos cuando hay, de por medio, disputas por dinero.

Entre los años 1978 y 1984 se ubica el periodo dorado de este dúo de cantautores y productores, uno de los más vendedores de su tiempo. Durante gran parte de esos años, a diferencia de otras épocas en que se rodeaban de un elenco siempre cambiante de músicos de apoyo, la banda tuvo una formación fija. Además de Daryl Hall (voz, teclados, guitarra) y John Oates (voz, guitarra), se integraron G. E. Smith (guitarra), Tom «T-Bone» Wolk (bajo, guitarra, mandolina), Charles DeChant (saxo, teclados) y Mickey Curry (batería). 

Canciones como Kiss on my list, You make my dreams (Voices, 1980), Private eyes, I can’t go for that (No can do) (Private eyes, 1981), One on one (H2O, 1982), encabezaron los rankings a ambos lados del Atlántico. La cohesión de la banda les permitió insertarse en la subcultura de MTV con videoclips que resaltaban las personalidades de los integrantes del grupo, haciéndolos fácilmente reconocibles. De todos aquellos éxitos radiales y televisivos, Maneater (H2O, 1982) con su aura misteriosa, el inconfundible riff de bajo y ese saxo duplicado en el intermedio instrumental, conquistó a los consumidores de música ese año y es, hasta ahora, la canción emblema de Hall & Oates. 

Esa primera mitad de los ochenta los vio cosechando otros éxitos de como Say it isn’t so y Adult education, dos temas nuevos que incluyeron en su recopilación Greatest hits: Rock ‘n soul Part I (1983) y, al año siguiente, su décimo segundo LP titulado Big bam boom (1984), produjo otros dos singles de alta rotación, Method of modern love y Out of touch, con un sonido que incorporó más sintetizadores y trucos de estudio, sin afectar el estilo orgánico del grupo. Ambos estuvieron ese año entre las 47 superestrellas que participaron en la grabación del disco benéfico We Are The World (USA For Africa), muy de moda actualmente entre los Netflix-lovers por el documental recientemente estrenado acerca de aquel importante acontecimiento musical.

Otras canciones destacadas de ese periodo, aunque no tan conocidas como las mencionadas, fueron Wait for me (X-Static, 1979) -cuya excelente versión en vivo se incluyó en la recopilación Rock ‘n soul Part I-; It’s a laugh (Along the red ledge, 1978); Did it in a minute (Private eyes, 1981); y los covers de Family man y You’ve lost that lovin’ feelin’ clásicos de Mike Oldfield y The Righteous Brothers, en los álbumes H2O (1982) y Voices (1980), respectivamente. En este último también apareció la balada Everytime you go away, composición de Daryl Hall en su momento desapercibida, pero se convirtió en éxito global cuando fue grabada en 1985 por Paul Young. 

Durante un receso del grupo que comenzó en 1985, G. E. Smith aceptó una invitación del humorista y productor de NBC Studios Lorne Michaels para asumir la posición de primer guitarrista y director musical de la banda de su conocido programa Saturday Night Live, cargo que desempeñó durante toda una década. El baterista Mickey Curry, quien tocaba en paralelo con Bryan Adams, se dedicó a tiempo completo al grupo del exitoso canadiense. Mientras tanto, Charles DeChant y Tom «T-Bone» Wolk -quien también estuvo junto a G. E. Smith en The SNL Band entre 1985 y 1995- se dedicaron a diversos trabajos como productores y músicos de sesión, pero sin desligarse nunca de Hall & Oates, participando tanto en sus grabaciones en conjunto como en solitario. En el caso del carismático Wolk, lo hizo hasta su inesperada muerte, en el año 2010, a los 58 años.

Un personaje poco mencionado en la saga de Daryl Hall & John Oates es Sara Allen, coautora de varios de los más grandes éxitos del dúo. Sara fue, además, pareja de Daryl Hall durante más de 30 años, aunque nunca se casaron oficialmente. De hecho, Allen fue inspiración del tema Sara smile, quizás la más asociada al grupo, después de Maneater. En la comedia romántica Serendipity (2001), la canción es usada en una graciosa secuencia en que el protagonista, interpretado por John Cusack, intenta olvidarse de la misteriosa chica que encontró por casualidad una noche de Navidad, llamada Sara (Kate Beckinsale) y, en medio del tráfico, un ciclista con audífonos se la canta prácticamente a la cara (ver aquí).

Sara Allen y su hermana Janna -quien falleció trágicamente a los 35 años de leucemia- se unieron a la banda como compositoras y coristas a mediados de los setenta. Tras su separación en el 2001, Sara mantuvo una estrecha amistad con Daryl Hall, participando en su discografía como solista y sus proyectos televisivos, que incluyeron un programa de renovación de casas y otro musical, inspirado en los shows que condujeron sus colegas Elvis Costello (Spectacle with Elvis Costello, 2008-2010) o el pianista Jools Holland (Later… with Jools Holland, 1992-hasta ahora), pero con un toque más informal y abierto.

Live From Daryl’s House arrancó el año 2007 como un programa que se transmitía únicamente online, una vez por mes, y así se mantuvo hasta la temporada 2011-2012 en que comenzó también a aparecer en varias cadenas televisivas, de manera esporádica. En el espacio, Daryl Hall recibe, en su casa/estudio en New York o en un local que también posee en esa ciudad, a músicos destacados para tocar con ellos, conversar informalmente y hasta cocinar juntos. De hecho, John Oates ha participado en varios capítulos del programa, como por ejemplo aquel en el que ambos realizaron una retrospectiva de su carrera juntos (2009) o en el que recordaron la vida de su amigo Tom “T-Bone” Wolk, a quien le dedicaron una sentida rendición del clásico del soul de 1972 Harold Melvin & The Blue Notes, I miss you. En uno de sus últimos episodios, se le ve junto a su gran amigo Robert Fripp, tocando varios temas del Sacred songs y esta explosiva versión del clásico crimsoniano Red.

En los años posteriores a su máximo apogeo, la trayectoria discográfica de Daryl Hall & John Oates fue más o menos activa, con discos como Ooh yeah! (1988), que consiguió colocar un par de temas en los rankings de música adulto-contemporánea como Everything your heart desires o Missed opportunity. Sin embargo, sus espaciados lanzamientos posteriores -Change of season (1990), Marigold sky (1997) o Do it for love (2003)-, ya no tuvieron el impacto de antes, aun cuando conservaban su intrínseca calidad, potenciada por la experiencia y una actitud respetuosa de sus raíces musicales, como en el álbum Our kind of soul, en el que hacen homenaje a algunos de sus referentes fundamentales (Smokey Robinson, Aretha Franklin, Marvin Gaye, Al Green, entre otros). 

En compensación, el dúo siguió saliendo en giras mundiales, además de producir sus propios materiales por separado. Daryl Hall, por ejemplo, lanzó entre 1993 y el 2011 los álbumes Soul alone (1993), Can’t stop dreaming (1996) y Laughing down crying (2011); mientras que John Oates debutó como solista en el siglo XXI con el ultra funky Phunk Shui (2002) y ha publicado desde entonces cuatro discos más, siendo el último Arkansas (2018), en clave de country, blues y gospel. En medio, en el 2014, la banda fue incluida en el Rock And Roll Hall Of Fame, presentada por el baterista y productor de The Roots, Questlove. Lastimosamente, las últimas informaciones sugieren que, después del pleito legal y los puyazos que siguieron, las posibilidades de que Daryl Hall y John Oates limen esas asperezas son virtualmente nulas. Un opaco final para tan brillante trayectoria en el mundo del pop-rock.

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Hall & Oates, Philly sound, Rock de los 80, Soul

«Gracias Rubén… Gracias Willy… ¡Conciencia, familia!»… se escucha mientras se acercan los últimos compases del tema-título de Siembra (Fania Records, 1978), cerrando un álbum que, hasta el día de hoy, mantiene el rótulo de «disco de salsa más vendido de todos los tiempos». El agradecimiento mutuo de los dos principales responsables de aquel logro artístico, pronunciado con dulces tonos de voz, expresa la satisfacción por haber concretado un proyecto que costó mucho, en términos de lo que significa defender una propuesta controversial frente a las clásicas dudas de quienes prefieren que los artistas populares no muestren actitudes críticas ante lo que pasa ni difundan mensajes de cierta profundidad, pues eso es peligroso: pueden hacer pensar a la gente en lugar de distraerla.

¿Qué pasó para que las celebraciones del aniversario número 45 de tan trascendental disco de música latina se hayan visto empañadas por la polémica? ¿Por qué no pudimos ver sobre el escenario al extraordinario cantante y letrista panameño junto al talentosísimo arreglista, productor y trombonista nacido en New York de padres boricuas, como ocurrió en los primeros ochenta y como volvió a pasar en el 2003, cuando se cumplió un cuarto de siglo de aquella grabación?

Las respuestas no son sencillas, por supuesto, porque las desavenencias personales y legales entre ambos iconos de la salsa tiene casi la misma edad que el disco que acaba de reactivarlas. La última pelea -parafraseando el título en inglés de aquella producción de 1982- entre Willie Colón (73) y Rubén Blades (75) se produjo hace menos de veinte días, tras conocerse el Premio Grammy a Mejor Álbum Tropical Latino que Rubén recibió por Siembra: 45 Aniversario (En vivo en el Coliseo de Puerto Rico, 14 de mayo 2022), grabado con la solvente orquesta de Roberto Delgado.

En cierto modo, los dos músicos tienen algo de razón -y de responsabilidad- en el entuerto que los separa. Por un lado, es justo que Blades, en pleno uso de sus derechos de autor, decida interpretar en vivo y, por primera vez, completo y en su secuencia original, el disco que consolidó sus dotes de cantautor y comercializar ese concierto para conmemorar su lanzamiento hace 45 años. Después de todo, seis de las siete canciones que conforman el álbum le pertenecen, en letra y música. Y también es justo que los organizadores del Grammy den visibilidad el acontecimiento, concediéndole un galardón para que, de pasada, las nuevas generaciones se enteren de su existencia y le hagan quizás un espacio entre las paparruchadas reggaetoneras que llenan sus iPads.

En la otra orilla, también es justo que Willie Colón exprese su malestar por no haber sido invitado a esa fiesta, de la que fue una de las columnas fundacionales. El reproche va tanto para Rubén -por no bajar la guardia y no llamarlo para participar- y a los Premios Grammy por dar la estatuilla, a sabiendas de que él no estuvo considerado en el cartel. Por lo demás, el lamentable alejamiento entre ambos artistas tuvo su origen, precisamente, en algo que pasó después de aquella presentación del 2003, en que unieron sus fuerzas por última vez, para celebrar los 25 años del Siembra.

En esa ocasión, Willie Colón enjuició al panameño el año 2007 por más de cien mil dólares, por supuesto incumplimiento de contrato tras el concierto que ofrecieron cuatro años antes, en mayo del 2003, en el Estadio Hiram Bithorn (San Juan, Puerto Rico). Blades, en su defensa, aseguró que el responsable de esa estafa no había sido él sino Roberto Morgalo, representante de la compañía Martínez, Morgalo & Associates Inc., organizadora y promotora del show. Y que él había sido también una de las víctimas de tan abultado robo.

Como decíamos, Willie inició las acciones legales pero, poco tiempo después, retiró la denuncia. Esto desató la ira de Rubén quien declaró públicamente que esa movida de su antiguo camarada había sido producto de un acuerdo económico privado con Morgalo, cuyos detalles eran desconocidos para él. «No puedo trabajar nunca más con alguien así» manifestó Rubén en esa ocasión, visiblemente mortificado por la que según su punto de vista había sido una traicionera negociación realizada por Colón (ver detalles aquí). Como dice en Plástico, una de las canciones del disco homenajeado, “se ven las caras, pero nunca el corazón”. 

Aunque Rubén y Willie ya habían mostrado ciertas grietas en su relación tras el LP The last fight (1982), por temas estrictamente artísticos, no fueron lo suficientemente graves. De hecho, se juntaron en 1995 para grabar el decente Tras la tormenta (Sony Music), que incluyó éxitos como Talento de televisión, Como un huracán y un emotivo Homenaje a Héctor Lavoe. Pero la discordia gestada en el periodo 2003-2007 sí puso punto final a esta otrora entrañable y productiva amistad. Hasta aquí la historia de la pelea. 

Una semana después de la 66ta. edición de los Premios Grammy, Willie Colón lanzó, en su canal de YouTube, un video de siete minutos en el que hace serias reflexiones y cuestionamientos a las políticas de “la Academia”. En la última parte, considera doloroso que se entregue un premio a “un clon de mi trabajo realizado sin mi participación”. En su queja, no menciona una sola vez el nombre de Rubén Blades y asegura que el LP Siembra fue un trabajo suyo, nunca fue reconocido en su momento y que ahora, debido a los favoritismos, sesgos y desconocimiento de la historia de la música latina que Colón señala, refiriéndose a los que deciden quién recibe Grammys y quién no (algo en lo que tiene mucha razón, por cierto), “otros artistas se benefician sin merecerlo”.

Blades, por supuesto, respondió. En su web www.rubenblades.com, publicó un artículo, dos días después del video de Colón, titulado Con respecto a Siembra: 45 Aniversario, grabado en PR, en 2022, en el que expone sus puntos de vista y reitera, en varias ocasiones, su gratitud y reconocimiento a las importantes contribuciones de Willie Colón en la producción, dirección de ensayos, grabación, selección de arreglistas, músicos y demás, dejando claramente establecido que sin su experiencia, talento y conocimientos, el álbum original Siembra “no hubiese provocado la atención y el impacto que tuvo”. Y defiende el premio recibido por considerarlo “una reivindicación de la decisión de crear y presentar canciones basadas en historias, nuestras vivencias, nuestra realidad urbana y existencial, sin huirle a los temas políticos o a las escenas difíciles”.

Y es que de eso se trata Siembra. Las letras que elaboró Rubén Blades para el disco no hicieron más que confirmar su perfil de cantautor capaz de lanzar mensajes relevantes, con fuertes dosis de ironía y humor popular, en un contexto de música para bailar. Esto ya lo venía construyendo desde sus primeras grabaciones con las orquestas de Ray Barretto y Pete “El Conde” Rodríguez y, especialmente, en su primera colaboración con Willie Colón, Metiendo mano! (1977), con composiciones como Pablo Pueblo, Fue varón o Pueblo. Pero fue en Siembra donde Rubén, entonces de 30 años, mostró en formato más amplio su talento para contar historias, gracias al apoyo absoluto de Johnny Pacheco y Jerry Massucci, los mandamases de Fania Records. La grabación estuvo dirigida por Willie Colón y, como ingeniero de sonido, el recordado Jon Fausty -fallecido en septiembre del año pasado a los 74 años- a quien el intérprete y compositor de Gitana reivindica en su reacción contra los Grammy. 

Los primeros treinta y cinco segundos del álbum son una alucinante interacción entre el bajista Salvador Cuevas y el baterista Brian Brake, en clave de disco, con elegantes coros y violines de fondo, para luego convertirse en un muscular ritmo de salsa/bomba con fuertes percusiones y vertiginosas cuerdas. La denuncia al consumismo, la discriminación y las arengas integradoras de Plástico hacen gala de brillo retórico, agudeza crítica y simplicidad para lanzar sus dardos, hoy más vigentes que nunca. Lamentablemente todavía vemos por ahí a parejas formadas por chicas “que no le hablan a nadie si no es su igual a menos que sea fulano de tal” y chicos que “por tema de conversación discuten qué marca de carro es mejor” que van “diciendo a su hijo de cinco años: no juegues con niños de color extraño. Y, por supuesto, aquello de los “edificios cancerosos y corazón de oropel donde en vez de un sol amanece un dólar” (nótese la referencia a la moneda peruana) puede aplicarse a Lima o a cualquier otra megalópolis.

Después de Buscando guayaba, una cadenciosa descarga salsera que es una metáfora para describir la búsqueda de pareja e introduce en el coro un término que casi nadie usa –“mendó”, que según el mismo Rubén significa “salero”- viene el tema que hizo de Blades una superestrella: Pedro Navaja. La historia del matón que termina sucumbiendo por “un balazo como un cañón” mientras acuchillaba a una prostituta en una oscura calle de New York contiene elementos de categoría cinemática, tanto así que inspiró una película mexicana, en 1984, protagonizada por Andrés García y Maribel Guardia. 

La calidad narrativa de Pedro Navaja ha sido motivo de estudios y múltiples reconocimientos, así como sus arreglos musicales. Después de una introducción a toda orquesta, el tema inicia solo con voz y percusiones y, a medida que avanza, se van incorporando los demás instrumentos y las tonalidades van en ascenso, hasta alcanzar un intenso ensamble con momentos de brillo y destreza, pasando de sonidos pop a coqueteos con el jazz. El trompetista portorriqueño Luis “Perico” Ortiz (75) fue el arreglista principal tanto de este tema como de Plástico, con colaboración cercana de Willie Colón. 

Además, los efectos incluidos al final -el locutor de radio, las circulinas- y los creativos soneos de Blades en la coda hacen de Pedro Navaja un viaje sonoro lleno de imágenes vívidas y referencias a la cultura popular, desde refranes hasta menciones a Franz Kafka o el clásico de Broadway, West Side Story, en el mantra “I like to live in America”. Y, como buen creador de frases, Blades introduce en el imaginario colectivo latinoamericano una que resume el misterio de lo impredecible, aplicable a cualquier situación: “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”.

El sonido de Willie Colón es omnipresente en todo el disco, por supuesto. Allí está su batallón de trombones, integrado por Leopoldo Pineda, José Rodríguez, Ángel “Papo” Vásquez, Sam Burtis y él mismo, haciendo solos en varias canciones. También está su voz en los coros, aunque no tan presente como en Según el color, del álbum anterior, la espectacular Tiburón o Madame Kalalú (ambas del LP Canciones del solar de los aburridos, 1981). Y su orquesta, con la que venía trabajando durante toda la época en que su cantante fue Héctor Lavoe (1967-1975), en la que brillan Joe “Professor” Torres (piano), Salvador Cuevas (bajo), y los percusionistas José Mangual Jr. (bongos, maracas), Eddie Montalvo (tumbadora) y Jimmy Delgado (timbales).  

María Lionza, dedicada a una divinidad popular venezolana, es el único tema arreglado al 100% por Willie Colón, con esos aires misteriosos y tribales que caracterizan muchas de sus obras. Sus requiebros de cumbia y bomba se redondean con una descarga final de fuerza telúrica. Cierran el álbum original un tema un poco más convencional, Dime, descrita por Blades como “una canción de amor parecida a lo de Oscar D’ León”; Ojos, del boricua Johnny Ortiz; y, por supuesto, Siembra, con esas elegantes olas de cuerdas tan características que adornan las producciones de Willie Colón -¿se acuerdan de Chinacubana o Sin poderte hablar, del álbum Solo (1979)?- tan cercanas a las sensibilidades pop de Barry White y Burt Bacharach. Así, las frases de Plástico –“estudia, trabaja y sé gente primero, ahí está la salvación”- se unen a las de Siembra –“Olvida las apariencias, diferencias de color y utiliza la conciencia pa’ hacer un mundo mejor” dándole a Siembra un trasfondo conceptual orientado a mensajes universales: buena educación, equidad, integración, orgullo latino, esperanza. 

En el concierto del 2022 en Puerto Rico, Rubén Blades canta los siete temas de Siembra en la misma tonalidad, algo que él mismo considera una bendición, dada su avanzada edad. Lo acompaña la orquesta de su compatriota, el bajista Roberto Delgado, que viene girando junto a él, en estudios de grabación y conciertos, desde hace más de dos décadas. La orquesta interpreta con exactitud los arreglos originales, con una que otra variación. Por ejemplo, el “solo de boca” que hace Rubén en Buscando guayaba –“porque el guitarrista no vino” bromea Blades en la versión original- es reemplazado por un solo de piano. Y, aunque los coros no tienen el sabor a calle que le dieron en los legendarios estudios nuyoricanos de la Fania el cuarteto integrado por Rubén, Willie, José Mangual Jr. y Adalberto Santiago, las canciones conservan esa picardía y ritmo que las hizo tan famosas.

Blades, al final del concierto que recibió el Grammy a Mejor Álbum Tropical Latino este año, menciona a Willie Colón y “a todas las personas que hicieron posible el disco” e incluye otros dos temas que grabara con su ex amigo, Ligia Elena, la historia de la niña rubia que se escapa con un trompetista negro causando espantos en la alta sociedad -que estuvo originalmente pensada para ser incluida en Siembra y finalmente salió en Canciones del solar de los aburridos (1981)- y El cazangero, la primera composición de Rubén grabada con la orquesta de Willie, para The good, the bad and the ugly (Fania Records, 1975), el noveno del trombonista. Al parecer, ello no habría sido suficiente para Colón quien, en su video, expresa sentirse desilusionado por nunca haber recibido un Grammy en 57 años de carrera discográfica, generando un nuevo capítulo en esta pelea que lamentablemente, parece no tener fin.  

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