crónica Juan Villoro

El mexicano Juan Villoro es uno de los más reconocidos cultores de la crónica en el ámbito latinoamericano. Aunque es también un reconocido autor de ficciones, destaca igualmente en el terreno de la no ficción, al que pertenece la crónica por definición. Villoro planteó en algún momento una particular teoría sobre la estructura de la crónica como género y se refirió a ella como el “ornitorrinco” de la prosa, aludiendo a uno de sus rasgos centrales: la hibridez. La analogía tenía pleno sentido: el ornitorrinco, es mamífero, lleva una vida semiacuática, y pertenece al orden de los monotremas, es decir, no procrea criaturas vivas sino lo hace a través de huevos. Su aspecto físico es igualmente variopinto: tiene pico de palmípedo, su cola recuerda a la del castor y sus patas son, indudablemente, de nutria.  Un prodigio de combinaciones y alusiones, al igual que su pariente textual, la crónica: no es ficción, pero tiene forma literaria (particularmente cercana al cuento) y admite en su seno interpolaciones y componentes de variado origen: ensayo, diálogo, epístola o escritura autobiográfica, por mencionar cuatro ejemplos.

Estamos entonces ante un género flexible, que responde muchas veces a urgencias sociales, hechos noticiosos que pueden trascender los límites de una coyuntura determinada, relatos excepcionales de trayectorias vitales o cualquier hecho capaz de despertar asombro o curiosidad. Puede tratarse de un personaje de carne y hueso, de una comunidad que sufre una experiencia traumática o de un suceso conmovedor, no hay fronteras temáticas precisas, así como tampoco las hay respecto de su extensión: puede ser breve y cargada de ironía, como muchas de las que escribe Jaime Bedoya o puede enmascararse en un relato de largo aliento como el modélico Opus Gelber de Leila Guerriero.

Quizá no sea este el espacio propicio para discutir el origen de la crónica latinoamericana de hoy; solo diré que prefiero pensarla como descendiente directa del costumbrismo del XIX antes que de la llamada crónica de Indias. El costumbrismo define el perfil social de las nuevas repúblicas que se forman a consecuencia de los diversos procesos de Independencia en América Latina, su impronta es esencialmente urbana y, aunque puede tener orientaciones ideológicas diversas, sus autores no reciben mandato ninguno, actúan por lo general de manera autónoma en sus intervenciones a través de la escritura. Una de las formas que asume la crónica es una que me gusta llamar el catálogo citadino: su radiografía e incluso su dispersión en distintos relatos que a menara de un tejido van dando cuenta del espacio urbano. A ese diseño responden libros como Lima (1867), de Manuel Atanasio Fuentes, crónica diseminada y salpicada de cuando en cuando de informaciones, datos y cifras sobre la ciudad. 

Salvando distancias de estilo y mirada, el mexicano Juan Villoro entrega a sus lectores un libro caleidoscópico, de indudable espíritu de obra abierta (el lector queda invitado a decidir el orden de su lectura): El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México. Su autor, a la manera del flanneur benjaminiano, recorre la ciudad y penetra en sus capas de sentido: la memoria, los hábitos sociales, las tragedias, el espacio urbano, en suma, elementos que, en conjunto, según indica García Canclini en un prólogo iluminador, constituyen un “palimpsesto” de la ciudad. Y añade: “El vértigo horizontal es un libro que se conecta con los trazados familiares, los ritos de los habitantes, sus procesiones sagradas y laicas, incluso las profanadoras (…) persigue sobre todo rearmar nuestros vínculos con la urbe a fuerza de apuntes sobre lo que nos entrelaza, lo que nos hace de aquí” (p.19).

En conjunto, El vértigo horizontal es una suma de crónicas que van mostrando el tejido urbano desde distintas perspectivas. Pueden ser las voces de sus habitantes más arquetípicos, personajes singulares o curiosos; las costumbres vistas siempre desde un prisma cotidiano, aunque no ajeno al asombro; lugares que son puntos de referencia en el mapa citadino y hasta la propia experiencia de vivir (en) la ciudad se somete a escrutinio, a observación aguda, a veces nostálgica y otras cargada de ironía.

Ciudad de México es, entre otras cosas, un atavismo poderoso. En la página 323, por ejemplo, se lee: “Los chilangos no estamos desinformados. Inventariamos calamidades como si un álgebra fabulosa anulara la suma de valores negativos. Somos expertos en los signos de deterioro, comparamos nuestras ronchas, hablamos de bebés con plomo en la sangre y embarazadas con placenta previa. No es la ignorancia lo que nos tiene aquí. La ciudad nos gusta, para qué más que la verdad”.

Las ferias de juegos son una presencia recurrente en espacios urbanos, lugares donde parece suspenderse la realidad. Villoro observa: “Las ferias y los parques temáticos son ofertas del vértigo y el estruendo imaginados por adultos. Su principal característica es la de brindar zonas de irrealidad, separadas de la lógica de la ciudad: un dominio alterno donde es posible ingresar en un castillo o tripular una ambulancia en miniatura” (p. 230).

No falta Tepito, célebre barrio picante de Ciudad de México y paraíso del universo informal: “Estamos ante un bastión del frenesí laboral, sólo que ahí se trabaja de otro modo. En rigor, su principal fuente de ingresos no es tan excéntrica (…) En la zona se distribuyen juguetes, útiles escolares, tijeras, cortaúñas, electrodomésticos, ropa, peines paraguas y otros productos dignos de una adaptación al siglo XXI de los bazares de Las mil y una noches. Ninguno de ellos tiene garantías porque todos son de contrabando” (p.183). 

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