Quiero imaginar que los biógrafos de Vallejo saben de antemano que se enfrentan no solamente a incertidumbres y vacíos varios, sino también al riesgo de acabar creando una vida otra, alimentada de mitos y leyendas. Por fortuna, los acercamientos biográficos al poeta de Santiago de Chuco han guardado cierta cautela, desde sus coetáneos Espejo Asturrizaga y Orrego, quienes lo conocieron personalmente, lo que autorizaba hasta cierto punto abordar temas más allá de lo literario –por ejemplo ciertas revelaciones de su vida amorosa–, hasta Monguió, Stephen Hart, Rogelio Oré o Pachas Almeyda, que muestran, en general, rigor y ponderación.

A ellos se suma ahora Carlos Fernández, catedrático español que desde el año 2005 dedica esfuerzos notables al estudio y comprensión de la figura de nuestro poeta. El joven Vallejo (1905-1918). Apuntes para una biografía intelectual es el título que ofrece en coedición de Ediciones MYL y Reino de Almagro. No hace mucho había comentado en estas mismas páginas otro trabajo suyo, la recopilación más amplia de la correspondencia de Vallejo en dos volúmenes bellamente editados. 

Lo primero que hay que notar es el arco temporal de este estudio: 13 años que van desde 1905 hasta 1918, año de publicación de Los heraldos negros, primer libro conocido de Vallejo. Es decir, este ensayo biográfico se concentra en los años formativos del poeta, desde la frontera entre su infancia y adolescencia hasta sus años universitarios. En meticuloso recorrido, Fernández repasa las etapas que va quemando la educación del poeta, que destacaría siempre por su aplicación y por sus excelentes calificaciones. 

El relato abunda en precisiones. Contenido de cursos, jurados, fechas de examinaciones, premios obtenidos. Uno diría que tal abundancia de datos haría la lectura algo farragosa, pero no. Fernández se las ha ingeniado para que ese torrente de información no intimide o aburra: la exactitud es una especie de espectáculo que más de un lector, estoy seguro, va a agradecer.

Por supuesto, las ocurrencias de la vida escolar del poeta, siendo interesantes y reveladoras, sucumben al advenimiento de la vida universitaria, porque allí se gesta el futuro desarticulador del lenguaje que fue Vallejo. Se ofrecen pormenores de materias cursadas y también de los vínculos que comienza a construir con sus coetáneos, vínculos que devienen en la creación de círculos bohemios donde el debate intelectual, la creación y, de seguro, la cháchara, no serían cosa excéntrica. 

Hay segmentos dedicados a las primeras publicaciones de Vallejo, esos poemas aparecidos en revistas y que en algún caso hicieron presagiar lo que vendría después. Se consigna la discusión sobre Los heraldos negros, en lo tocante a su inscripción en el universo literario: críticas iniciales que lo sitúan en la orilla simbolista, otras lecturas, más actuales que han resuelto eso de otra manera, viendo el libro como una tensa bisagra entre el modernismo y la vanguardia.

Con muchas fuentes consultadas por primera vez y datos que dan pie a sugerentes indicios sobre la trayectoria vital del poeta de Santiago de Chuco en sus años juveniles, Fernández pone en nuestras mesas un relato que no deja cabos sueltos, que señala claramente qué datos son aún sospecha y cuáles no y que permite aproximarse de una manera más exacta al proceso educativo del, hasta hoy, más grande poeta peruano. 

Carlos Fernández. El joven Vallejo (1905-1918). Apuntes para una biografía intelectual. Lima: Ediciones MYL y Reino de Almagro, 2024.

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César Vallejo, vallejo

Ha causado muchas y justificadas suspicacias la aparición de una novela inédita de García Márquez y cinco cuentos de Julio Ramón Ribeyro en un periodo de tiempo relativamente breve. Sin duda se trata de lanzamientos que en el encabezado dejan ver dos nombres que funcionan casi como una marca. Que el libro dejó de ser un objeto sagrado hace tiempo, no es novedad. Que la publicidad envuelva inéditos en papel brillante, tampoco. Hay su pizca de ingenuidad en pensar estos libros como una especie de Santo Grial.

Me ha conmovido, pese a todo, ver legiones de lectores abalanzarse sobre los libros inéditos de García Márquez y Julio Ramón Ribeyro. Novela y cinco cuentos, respectivamente, que tienen algo en común: sus autores no deseaban publicarlos porque estaban inacabados, en proceso, aun truncos. Por algo permanecían inéditos, ¿no? Lo bueno es que estas cosas nos hacen ver que el libro es a veces mercancía y que una buena estrategia de comunicación y propaganda puede hacer el milagro de vender gato por liebre, pasando por encima de la voluntad de dos autores que ya en el más allá no tenían ninguna posibilidad de impedir su publicación.

Leí Nos vemos en agosto con cierto desagrado, no sé si decir con tristeza. Se presiente la sombra de lo que fue, en su momento, uno de los lenguajes mas cautivantes de la narrativa latinoamericana, ese que alcanzó lo inalcanzable en textos como Cien años de soledad o El otoño del patriarca. Poco premio es percibir ese olor sin que se concrete. Nos vemos en agosto me recuerda la manera cómo Fellini imaginaba a sus personajes y los dibujaba: eran parte de un proyecto, no un trabajo culminado.

Leyendo los cuentos inéditos de Ribeyro, que vienen acompañados del prestigioso eslogan “el más vendido de la FIL”, tengo sensación parecida. En estos relatos está presente la atmósfera clásica de lo fantástico que solía trabajar el autor, aquella que se encumbró en piezas notables como “La insignia”, “Doblajes” o “Ridder y el pisapapeles”; del mismo modo, otros relatos se inclinan por ese ánimo realista que pone al fracaso como motivo central, pero solo se advierte un eco de la maestría lograda en cuentos como “Una aventura nocturna”, “Terra Incógnita” o “Los gallinazos sin plumas”. 

No puedo dejar de mencionar, sin embargo, cierta nostalgia. Recordar la primera vez que leí con asombro a los dos. A Ribeyro en el colegio, revelándome la vida cotidiana de seres pequeños y grises que mi burbuja me impedía ver, víctimas de un destino aplastante y al que no era posible enfrentar. Esas batallas perdidas eran de algún modo mías también. A García Márquez en la universidad, de cachimbo, con un desvencijado ejemplar de Cien años de soledad en las manos, leyendo en una suerte de estado de gracia, con un ojo en la poesía y otro en la historia alegórica que contiene la novela. Gratitud por siempre. 

Ese recuerdo sin embargo no me impide ver que acaso estos libros, cuyos autores habían desterrado al silencio, no merecerán tanta complacencia. No sé si Vivir para contarla continúe, no tengo noticias de que García Márquez hubiera continuado escribiendo sus memorias o interrumpido su escritura. Se rumorea por ahí que aparecerán nuevos volúmenes de La tentación del fracaso, el diario de Ribeyro. Dos pretextos más que ideales para que esta vez sea yo quien se abalance impunemente sobre ellos.

Históricamente las academias han sido y en muchos casos siguen siendo verdaderos centros de conocimiento y divulgación. Su importancia institucional y cultural no ofrece mayor duda y, al menos en occidente, hay una larga tradición de academias tanto en las ciencias como en las humanidades, que han ofrecido notables contribuciones a sus disciplinas.

Desde hace un buen tiempo, cinco academias peruanas ocupaban el edificio conocido como Palacio de Osambela en el Centro Histórico de Lima. Se trata de la Academia Peruana de la Lengua, la Academia Peruana de Historia, la Academia Peruana de Derecho y la Academia Peruana de Ciencias y la Academia Peruana de Medicina. No hace mucho han sido expulsados de allí.

No asombra a nadie que la cultura viva en el Perú en estado permanente de orfandad. Sorprende, más bien, la falta de reacción en un país que se ensoberbece, cada vez que puede, de sus cinco mil años de historia, su enorme diversidad cultural, sus varios patrimonios mundiales y otras perlas que funcionan en el marketing de gobierno pero en la realidad no. Asombra igualmente que los medios de comunicación, incluidos los públicos, no hayan mostrado el más mínimo interés en este asunto.

Una cosa es el discurso y otra las acciones. La Municipalidad de Lima ha ordenado a estas cinco academias abandonar el local, en base a un informe técnico que coloca a esta inmueble en estado de inminente colapso, informe que ha sido cuestionado en varios puntos (el colapso inminente del local es una fantasía, pues requiere refracciones que, aunque puedan parecer menores, son urgentes) y que ha motivado a quienes dirigen estas cinco instituciones a dirigir un oficio al municipio pidiendo se deje sin efecto el informe y se elabore otro más preciso.

El inmueble pertenece al Ministerio de Educación, pero desde Minedu dicen que no hay dinero para refracciones. Luego apareció Prolima en escena con una propuesta francamente abusiva: ellos ofrecieron refraccionar el local a cambio de utilizar el 90% del mismo, dejando a las academias prácticamente en la vereda. 

Eduardo Hopkins, actual presidente de la Academia Peruana de la Lengua, indica que están en busca de financiamiento para poder refaccionar Osambela y así poder seguir trabajando. La Academia Peruana de la Lengua sesiona actualmente en un local cedido por la Universidad Ricardo Palma, pero este local deberá ser devuelto a fin de este mes. 

¿No hay alguna otra universidad, especialmente entre aquellas que se jactan de su estandarte humanista o científico, que quiera alojar a alguna de estas academias? ¿Es aceptable un estado de cosas en el que cinco academias de larga historia se queden en el aire, sin local donde sesionar, discutir y planificar su trabajo? Por supuesto que no. 

Y de resolverse este tema, y espero que sea lo antes posible, sería recomendable que estas instituciones redefinan también parte de su trabajo, en especial su proyección a la comunidad: ofrecer cursos, capacitar maestros y profesores, emitir opinión mediante cartas públicas, es decir, hacer sentir su presencia. Sin embargo, primero es lo primero: la ubicación física de estas academias debe resolverse ya. Amén. 

Uno de los temas centrales en la tradición de la crónica latinoamericana es el viaje. No se trata, sin embargo, de narraciones en clave turística o pintoresca, sino más bien cultural. En más de un caso, el viaje supone descubrimientos que calan con hondura en la sensibilidad, la percepción y el conocimiento del autor. El viaje autoriza un discurso que puede comprometer no solo un vínculo con el otro sino además el refuerzo de la propia identidad.

Darío, el gran poeta modernista, escribió espléndidas crónicas de viaje en las que al margen de una prosa ornamentada (a veces en exceso) daba cuenta de experiencias citadinas cuyo sentido iluminador no arrojaba dudas. Lo mismo París que Buenos Aires, surge allí el encanto del flanneur que se deslumbra o se extraña, que decanta su mirada y alimenta su intimidad de placeres y pesares. Otro tanto puede decirse de Martí, que recogió con sutileza sus desplazamientos por territorio estadounidense.

Valdelomar recorrió Roma con ojos de asombro y así lo detalló en diversos artículos enviados desde la legendaria capital del imperio. Vallejo encontró en París un espacio en el que nutrirse de las novedades del arte y la literatura, que cumplió en registrar con inteligencia y aguda observación en crónicas dignas de figurar en cualquier antología del género.

Valga esta rápida introducción para hablar de una compilación valiosa, hecha por el poeta y crítico Alejandro Susti: Crónicas desde Europa (1956-1957), de Sebastián Salazar Bondy. Aprovechando una beca para estudiar dramaturgia en París, Sebastián Salazar Bondy permaneció poco más de un año en Europa, oportunidad que aprovechó para conocer con cierta minuciosidad la Ciudad Luz y recorrer otras ciudades europeas. El resultado: un muestrario de prosa espontánea, asombrada algunas veces, intimista otras, siempre propensa a una mirada inteligente sobre el arte, la cultura y algunas discusiones de su tiempo.  

El viaje es un estado de tránsito entre mundos distintos. Salazar Bondy parece no conceder demasiada importancia a la condición de extranjería, pues como refiere Alejandro Susti en el prólogo de su compilación, “el viaje constituye una etapa más en el proceso de reencontrarse con el país que lleva consigo donde quiera que vaya: la suya no es la experiencia de quien busca exiliarse de la patria o del anónimo latinoamericano cuyo talento se desperdicia por los corredores del azar” (p.12). Es importante remarcar esto porque el autor de estas crónicas mantiene una actitud dialogante con los lectores de su país de origen, habla para ellos con naturalidad, sin que las distancias ni las fronteras importen demasiado.

Propongo como ejemplo la crónica “Una tarde con Vallejo”, en la que el paseo parisino viene acompasado por el recuerdo de las referencias a la ciudad presentes en la poesía de Vallejo: “Busco, después, los castaños de París, porque a Vallejo la vida le gustaba ´con mi muerte querida y mi café / y viendo los frondosos castaños de París´ como escribiera en 1937” (p.22). 

La actualidad no deja de estar presente. La mirada de Salazar Bondy se detiene en diversas discusiones. Una de ellas, una disparatada teoría sobre la muerte de García Lorca, firmada por un gris biógrafo de apellido Schonberg, quien “intenta demostrar que la vida y la poesía de Lorca estuvieron permanentemente determinadas por móviles de morbosa índole sexual” (p.25). 

Una defensa del género epistolar (“Cartas del señor Dupont”) delata en Salazar Bondy al lector curioso, incapaz de desdeñar un material por banal o menor que parezca: “una carta es el documento más revelador de una personalidad, de sus secretos e intimidades”, dice en referencia a una célebre colección de cartas del artista Alfred Dupont, colección que califica como “un inmenso tesoro de sicología” (p.31). Otras apreciaciones se suman para perfilar a un hombre preocupado por el quehacer cultural: los museos, el teatro, el cine, los derechos de autor, entre otros.

Al lado de estas preocupaciones, algunos textos dejan lugar para la intimidad. Una celebración navideña con parte de su familia en Oslo, Noruega, o un emotivo reencuentro amical en la ciudad sueca de Lund, con el poeta Javier Sologuren, ponen notas de color y emotividad. Estas aventuras geográficas se completan con visitas a España, concretamente a Madrid, Sevilla y Cataluña, donde asoma una vez más el observador, el hombre atento a su tiempo, ese espíritu despierto y creativo que fue siempre Sebastián Salazar Bondy. Mención aparte a la edición, pulcra y ordenada.

Sebastián Salazar Bondy. Crónicas desde Europa (1956-1957). Alejandro Susti (editor). Lima: Universidad de Lima, 2024.

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Alejandro Susti, Salazar Bondy

Óscar Málaga es un poeta cosmopolita, esa es su mejor definición. Desde su aparición en una célebre antología de José Miguel Oviedo, Estos trece, célebre tanto por los poetas allí reunidos como por los ausentes, se transparentaba la energía expresiva de alguien que, en esencia, es un lector de diversas tradiciones literarias. El poeta no es su circunstancia, como decía Ortega y Gasset, el poeta es su experiencia. ¿Y qué ha hecho Málaga, sino traducir en versos ese conocimiento adquirido golpe a golpe, en cada triunfo secreto, en cada fracaso, en cada ascenso y por supuesto en la caída?

Por ahora no quiero alejarme de lo que dije inicialmente. Una de las primeras cosas que se pueden detectar en la poesía de Málaga es el influjo beatnik. No diré que Málaga es un poeta beat, no, es decir, no es un imitador. Es alguien que los “leyó mal”, como aconsejaba Harold Bloom en La angustia de las influencias y a partir de esa lectura construye la propia voz. Lo mismo cabría decir de su conocimiento de la poesía china. No puedo cansarme de agradecer sus versos, versos que colocan a Málaga en el lugar de los inclasificables, en el podio de aquellos que levantan el mundo con intuiciones poderosas, guiados por el instinto y la música.

He mencionado China. Y esa palabra tiene amplias resonancias en la poesía peruana y no solo porque aquí existan escritores de ascendencia china. Me refiero más a un plano temático, que se engasta en experiencias de lectura y de vida. Caligrafía china (2014), de Marco Martos o varios poemas de Mirko Lauer van en esa dirección. No quiero dejar de mencionar dos novelas de interés, que ofrecen una mirada contemporánea sobre la antigua Catay: Los eunucos inmortales (1995), de Oswaldo Reynoso y Babel, el paraíso (1993), de Miguel Gutiérrez. Sin embargo, en Málaga hay una fuerza vital, una expresión exultante, una necesidad de transformar la lectura en visiones, en conocimiento sobre la vida a partir de la lectura de textos clásicos. Este orientalismo tiene un nuevo rostro, uno que rompe cercos coloniales porque habla desde la periferia, es, como dice uno de sus versos, “un extranjero en un país extranjero” y lo es a tiempo completo.  

Otro aspecto interesante de este libro es la manera en que la voz poética se refiere a sí misma. Lo hace en un estado de permanente ironía. El hablante es un letrado, alguien que no tiene complacencia para sí mismo, por eso habla de su “vieja y gastada alma de letrado”, de sus “pobres caligrafías de letrado” y su “gastado gorro de letrado”. Pero no todo es una representación cuyo fin pretende desacralizar la figura del poeta, aunque lo logre con creces. Un rasgo que sin duda conecta a Málaga directamente con su generación y esa ironía con que los poetas se miraban a sí mismos. En otros momentos el letrado alcanza la condición de médium de la expresión poética: “El letrado solo caligrafía el lenguaje de los pájaros que en los laberintos del bosque todas las aves cantan”. La ironía sobre el trabajo del poeta alcanza una cima de exquisitez: “Aspiro a la perfección de este inútil trabajo de transcribir el canto de las aves, que en las mañanas al despertarme pueda sentir su batir de alas en mi corazón, que pueda morir en paz entonando una frase de su hermoso canto”. La escritura es también conjuro: en otro poema se lee, “caligrafiar diez mil veces la misma palabra para no tener miedo a la muerte”. 

La poesía tiene un papel trascendente, constituye el núcleo espiritual de la comunidad. Y no solo por sus evidentes conexiones con la naturaleza y la cultura. En un alarde casi mítico, el yo poético dice: “A veces un país alcanza en un verso si este es dictado por diez mil pájaros que nunca han sentido fatiga en sus alas”. El poeta como ser marginal es otra presencia en estos versos. “me dormiré soñando que nunca estuve en estos jardines” muestra la voluntad de autoexiliarse, de reservar para la intimidad del anonimato y el silencio la posibilidad de cantar. 

Quien desee leer este libro puede acercarse a Inestable, en la calle Porta, en Miraflores, donde recibirá un ejemplar gratuito de este magnífico poemario de Óscar Málaga.  

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Baladas de la Rivera de los Sauces, Oscar Málaga, poesía

Alguna vez cuando niños nos hemos asombrado o hemos estado en trance hipnótico con narraciones que nos abrían las puertas a mundos de ensueño, fantasía y, por supuesto, mucho de crueldad, elemento que sin duda multiplica los efectos de la conmoción frente a una historia cautivante. Estas narraciones no son otras que los llamados “cuentos de hadas” o también “cuentos maravillosos”, muchas veces clasificados erróneamente como relatos para niños.

Charles Perrault, uno de los autores fundamentales de este género, nació en París en 1628. Su trabajo creador, inspirado en cuentos orales y relatos populares, terminó por dar forma a un tipo de narración en el que los hechos sobrenaturales, a diferencia de lo que ocurre con el cuento fantástico, tienen una explicación: los operadores mágicos (hadas, embrujos, maldiciones, etc.). Ese rasgo es clave en la aceptación inmediata de esos mundos representados por parte de los lectores.

A Perrault se le recuerda por textos que son un paradigma del cuento de hadas o maravilloso: “Cenicienta”, “Pulgarcito”, “La bella durmiente” o “Caperucita roja”, que han alcanzado difusión universal y han tenido una notable influencia cultural, siendo todos ellos no solamente auténticos clásicos del cine animado, sino también material adaptable hasta el infinito para representaciones dramáticas dirigidas esencialmente a un público infantil. 

Uno de los componentes más recurrentes de este tipo de relatos es la moraleja –tradición que nos lleva a Esopo (siglo V a.C.) –una sentencia interpretativa que cierra cada relato, que se inscribe allí a manera de enseñanza o también como un mecanismo de alivio a las perturbaciones que pudiera provocar la historia. Perrault no escapa a la regla, y se da maña para escribir moralejas en verso, acaso el modo más efectivo de recordarlas. 

No es infrecuente encontrar en estos relatos elementos de horror o el tratamiento de oscuras pulsiones humanas, incluyendo el canibalismo, como ocurre en “La bella durmiente”, cuando la reina madre del príncipe que deshace el hechizo de la princesa siente el voraz deseo de devorar a los hijos de su nuera, e incluso a la mismísima progenitora de sus nietos políticos. Un mayordomo leal oculta a la princesa y su prole y ofrece a la reina madre cordero y venado y logra engañarla por un tiempo. Cuando la reina ruin descubre la trama, ordena que el mayordomo, la princesa y sus niños sean introducidos en una gran batea con sapos y serpientes como castigo. Al llegar el rey, la reina ogra se lanza al fondo del recipiente. 

La historia, como se ve, es bastante truculenta, pero Perrault la narra con maestría: se lee de un tirón, sin titubeos, y no sorprendería que con la respiración algo agitada. Canibalismo y suicidio, oscuridad y maldad, envidia, soberbia, el catálogo de pecados capitales y pulsiones primitivas es amplio y aterrador. Eso explica que este tipo de relatos haya llamado la atención de diversos sicoanalistas como Sigmund Freud (quien veía en estos cuentos frecuentes manifestaciones edípicas), Carl Jung (que a partir de su lectura formuló una teoría de arquetipos universales del inconsciente colectivo) o Bruno Bettelheim (que analizó las diversas formas de deseo sexual presentes en el corpus de estos textos).

Nada impide que estos textos sean leídos por entretenimiento también. Pero hay que recordar que son al mismo tiempo herramientas que permiten explorar la sicología profunda de las personas. El mundo representado en estos relatos propone un escenario donde actúan motivos universales como el amor, el miedo, el deseo y el conflicto. Esa circunstancia favorece el hecho de que estos relatos sean un espacio seguro para que cada lector confronte los conflictos que viven en su interior.

Recientemente la editorial peruana De Lirio ha editado una selección de cuentos de Perrault, traducida por Alejandra y César Garayar e ilustrada magníficamente por Jéssica Valdez. La edición es impecable, los textos se leen con absoluta naturalidad y las ilustraciones complementan sin problemas la lectura. Se incluye un prólogo sobre la edición a cargo de Fanuel Hanán Díaz, que aclara la historia textual y revela mas de una circunstancia del contexto en el que Perrault compuso sus historias. La selección incluye, además de los cuentos mencionados antes, otros clásicos como “Maese gato o el gato con botas”, “Barba Azul”, “Las hadas” y “Riquet, el del copete”. ¿Qué si vale la pena, pregunta usted, lector? Claro que sí.

Charles Perrault. Cuentos de Mamá Oca. Lima: De Lirio, 2024.

Tomando prestado un título de Rubén Darío, un poeta que conoce a la perfección, Marco Martos ha reunido un conjunto de ensayos sobre literatura peruana y universal. Quienes hayamos tenido la suerte de estar en un aula con él, recordaremos seguramente su erudición y amenidad, así como su don de gente. Sumergirme en las páginas de este libro, confieso sin más, ha sido un regreso imaginario a sus memorables clases en San Marcos. 

El primer ensayo de este libro es, precisamente, dedicado a Rubén Darío. La pregunta inicial por la vigencia de Darío queda respondida de manera elocuente: “Una y otra vez podrán los lingüistas sostener la arbitrariedad entre significante y significado y una y otra vez los poetas como Darío, como Rimbaud, como Baudelaire, como Vallejo, emprenden la búsqueda de las secretas correspondencias” (p.14). Dicho de otro modo, Darío mantiene su vigencia porque resucita en cada lectura, sin importar la época.

Le siguen nueve textos sobre Ricardo Palma, el último de ellos una lectura que lo compara con González Prada, su célebre antagonista. No discutiré la urgencia de una relectura de Palma (de acuerdo estoy con dicho apremio), pero hay que acercarse a él con nuevas herramientas. Dice con acierto Martos que “Palma es, en la terminología de Antonio Gramsci, un intelectual orgánico de la sociedad peruana, alguien que enhebra en cada uno de sus actos un ideal colectivo” (p.19). Habría que entrar por esa puerta, me digo. 

Nunca es tarde para remediar equívocos, como el colonialismo tejido alrededor del tradicionista, acusado de haber hecho de Lima una joya virreinal. “Esa Lima no ha sido inventada por Palma; se le ha atribuido. No es cierto que él imagine una ciudad apacible colmada de cortesanos respetuosos y respetables, sin conflictos” (p.29). Más aún, “Palma fue, en el plano político, un demócrata liberal y prácticamente inmune a la nostalgia de un tiempo que no conoció. Reconocía la importancia de la igualdad ante la ley, propio de la República” (p.63). 

No falta Arguedas. Y allí se defiende la legitimidad de pensar una sociedad capaz de adaptarse a la modernidad y al mismo tiempo seguir abrazando sus valores tradicionales. La tan mentada “utopía arcaica”, en ese sentido, no es tal, sino una arbitraria e injusta directiva literaria: “¿Acaso importa en el fondo si un escritor tiene una utopía arcaica o moderna? ¿Un narrador puede o no puede mezclar espacios y tiempos para crear sus obras de ficción?” (p.134).

Tampoco es ausencia Vargas Llosa. Una atenta lectura de La ciudad y los perros, clásico indiscutible, un acercamiento a la presencia de Piura en la narrativa del Nobel (presencia abundosa, hay que decir) y una mirada de conjunto sobre la obra vargasllosiana, donde quisiera destacar una opinión de Martos en lo tocante a los ensayos (piensa seguramente en un texto paradigmático como La verdad de las mentiras), pues “se leen como novelas” (p.175). Por supuesto no lo son, pero se entiende: la calidad de su prosa y la potencia de su lectura dan, sin duda, sensación de ficción.

Dos abordajes a Ribeyro desde la intimidad, desde una escritura personalísima que se traduce en un corpus que va de Prosas apátridas a Cartas a Juan Antonio, pasando por ese monumento al diario que es La tentación del fracaso. El primero de estos textos inscribe a Ribeyro en esa tradición de lo íntimo; en el segundo construye una mirada fina sobre el universo epistolar ribeyriano. 

Luego es el turno del Quijote, libro de libros, libro fundacional. Un asunto importante: la ironía aplicada a la ruptura de convenciones literarias. Refiriéndose a la edición de 1605, Martos refiere: “En la época se acostumbraba que los autores de obras literarias pidiesen a escritores de fama poesías laudatorias para encabezar sus libros. El propósito irónico de Cervantes quedó claro desde el principio, pues inserta a continuación del prólogo una serie de poesías burlescas firmadas por fabulosos personajes de los libros de caballería que se proponía parodiar” (p.203).

Completan las casi 400 páginas de este volumen asedios a Martí, Valle Inclán, Kawabata, Mishima Baudelaire y Basadre, entre otros más. Escritas con vitalidad, estas Prosas profanas revelan una vez más que la lectura atenta y aguda es tan válida y productiva (en ocasiones más) como una aplicación teórica a los textos. Martos lee desde la cultura y desde un sentido profundo del estilo, resultado de su oficio. Saludo eso. 

Prosas profanas
Marco Martos. Prosas profanas. Meditaciones sobre la literatura de tres mundos. Lima: Academia Peruana de la Lengua, 2024.

Este año se conmemoran cien años del nacimiento de Sebastián Salazar Bondy y treinta años de la partida de Julio Ramón Ribeyro. La coincidencia de recordar esto en un mismo año es una anécdota menor, hay otras más trascendentes. Por ejemplo, que ambos pertenecieron a la Generación del 50 (del 45 la llamaba Salazar Bondy), ese brillantísimo núcleo de intelectuales y creadores que no ha vuelto a repetirse en nuestra historia cultural. 

Otro aspecto que los emparenta y muy de cerca, es su mirada sobre Lima. Salazar Bondy escribió, recordando a César Moro, Lima la horrible, un magnífico ensayo que derrumbó la mitología de Lima como arcadia colonial y mostraba una ciudad en su dimensión real y problemática, en su decadencia incuestionable, muy lejos ya del (notable hay que decir) registro humorístico y nostálgico de Palma. Ribeyro pobló su narrativa de seres que transitaban una ciudad en declive, que parece en muchos sentidos la cuidad descrita por su compañero de generación. Héroes grises, derrotados, incapaces de enfrentarse a su destino. 

Es interesante notar que tanto Salazar Bondy como Ribeyro cultivaron los mismos géneros. Ambos son autores de cuentos, novelas, ensayos y obras de teatro. Si el texto ensayístico más representativo de Salazar Bondy es Lima la horrible, lo mismo cabe decir de La caza sutil en el caso de Ribeyro. En el teatro hay también más de una cercanía entre ambos, desde dramas históricos como Flora Tristán y Atusparia, hasta sátiras y farsas como Amor, gran laberinto o Confusión en la prefectura.

La poesía distingue a Salazar Bondy y eso constituye una deuda crítica, porque sus poemas merecen algo más de lo que han obtenido hasta ahora: lecturas apresuradas y sin demasiado rigor. Sería un acto de justicia que el poeta que escribió poemas tan intensos y logrados como “Todo esto es mi país” o “Testamento ológrafo” recuperara su lugar. Por lo demás, se trata de una poesía que hacía ver la artificialidad de la separación de los poetas en “puros” y “sociales” muy en boga entre sus coetáneos, porque en los poemas de Salazar Bondy fluyen tanto el discurso íntimo y lírico como la observación del mundo social.

A Ribeyro, en cambio, lo distinguen los quehaceres autobiográficos, a través de dos libros que resultan ejemplares: Cartas a Juan Antonio y su monumental diario La tentación del fracaso, dos volúmenes que, dejando de lado los cuestionamientos al hecho de escribir sobre uno mismo y al valor referencial de esa escritura, constituyen ejemplos muy finos de algo que podríamos llamar una estética de la intimidad.

La práctica periodística tampoco les fue ajena, aunque en el caso de Salazar Bondy hay que señalar que su obra periodística no solo es mucho más voluminosa (se estima en más de dos mil crónicas y artículos) sino también más abarcadora: cultura, política, arte, literatura, etcétera. La caza sutil, de Ribeyro, siendo el libro brillante que es, resume colaboraciones eventuales en diarios y revistas y algunos textos de mayor calado, como el que dedica, precisamente, a los diarios.

Dice Ítalo Calvino que los libros clásicos son aquellos que nunca agotan lo que quieren decir, libros que a medida que uno cree conocer mejor, siempre sorprenden y ofrecen giros nuevos, inesperados, de manera que cada lectura o relectura es una suerte de aventura interpretativa. Añadía el escritor italiano que los clásicos deben leerse no bajo el imperativo del deber o del respeto, sino por mandato del amor. Hoy recordamos, pues, a dos clásicos peruanos. Leámoslos entonces como aconseja Calvino.

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Julio Ramón Ribeyro, Ribeyro, Sebastián Salazar Bondy

Cuando alabamos la sencillez de un texto no estamos diciendo ninguna banalidad. Al contrario, aludimos a un arduo proceso con las palabras: su elección, su sonoridad, su ritmo, elementos que se dan cita para crear un relato transparente, cuya diafanidad no cae en el candor, pero tampoco es llano sinónimo de simpleza. 

Quienes conocemos los relatos de Fernando Ampuero sabemos que en esencia hay dos elementos rápidamente identificables en su práctica narrativa: uno es la economía expresiva, esa capacidad de decir mucho con poco; otro la virtud del buen contador de historias que no se entrampa en su propio lenguaje. 

Este asunto queda claramente planteado por el propio narrador de uno de los relatos, titulado “Los amores canallas”, cuando al referirse a las historias contadas por uno de los personajes observa: “Hubo otros aspectos menores de su solution mix, pero creo que volverían farragoso este relato, de modo que prescindo de señalarlos o dar alguna explicación” (91). Es el propio narrador quien elige la economía expresiva como unas de las claves de su arte narrativo.

Los relatos de Ampuero, incluidos los de este libro, siguen ese derrotero, y esperan que el lector reconozca esos códigos y se embarque en esa placentera aventura de ir descubriendo las tensiones del relato para llegar, finalmente, a un desenlace que puede ser sorpresivo como un puñetazo o, en cambio, sutil y reflexivo, que puede atenuar la caída del telón, pero hace perdurables sus efectos. 

El melodrama exige casualidades necesarias y que no sean percibidas por los lectores como cebo o carnada. Ampuero maneja este recurso con maestría, y eso explica la eficiencia de sus relatos. Mientras más se oculta el artificio, mejor para el relato. Cuentos como “Pecados de familia” o “El despertar de Lena” –dos relatos desde ya antologables dentro y fuera de nuestra lengua– este mecanismo funciona a la perfección, y se manifiesta en la última línea que es la llamada a resolver el conflicto que da vida al cuento.

El universo narrativo de Ampuero se mantiene fiel a su naturaleza. Los personajes conforman una suerte de teatro de lo cotidiano. Habitan preferentemente espacios urbanos, están marcados por un profundo sentido de lo mundano y en ellos abundan obsesiones, miedos, disyuntivas y pulsiones. Humanos al fin, se parecen a nosotros, sus lectores, enredados en la misma maraña de dudas y tormentos. Melodrama y humor se funden de manera natural y armoniosa en este nuevo conjunto, que alude desde el título al mundo amoroso, encarnado en al fragmento de un bolero canónico. 

Amores que brillan por su ausencia, o por la dificultad de su realización. No es un asunto que se vea desde el patetismo, se ve, más bien desde el humor, desde un acabado manejo de la ironía y, en ocasiones, el sarcasmo. Al planteamiento de cada conflicto le sigue un desarrollo armonioso y coherente y las mas de las veces el final nos toma de zopetón, con un final inesperado, una vuelta de tuerca violenta y sorpresiva. No está de más recordar ciertos parentescos: Los amores difíciles, de Ítalo Calvino o Los amores ridículos de Milán Kundera, manes mayores en lides de carácter sentimental.

Habría que remarcar también el trabajo con la expectativa frustrada. Muchas veces los personajes no logran lo que anhelan, algo que sin duda mantiene vivo el recuerdo de Julio Ramón Ribeyro en el destino de los personajes de Ampuero. La necesidad de construir el escenario para la frustración no solo es un mandato melodramático, es también un ingrediente ideal para que el lector viva estas historias o bien con una sonrisa o bien con una mirada conmovida. Lo sfracasos de los personajes son, de algún modo, nuestros también.

El libro se cierra con una crónica que se me antoja leer como un manifiesto de nostalgia por un periodismo que compartía la noche y la bohemia como prácticas educativas, formadoras, tesoro de historias y personajes. Hay allí todo un mundo de referencias que se van perdiendo paulatinamente y que la memoria, voraz exhumadora, rescata para nosotros. 

Imbuido en parte del talante de un flanneur, Ampuero evoca y recrea aquí la historia de varios cafés y centros nocturnos de la capital, sus habitúes, las grandes lecciones que encierran la calle y la noche para quienes se inician o viven de sus descubrimientos y revelaciones. Con este texto Ampuero revela su linaje, el de aquellos periodistas que ven en la literatura no un antagonista sino un hermano. Mas aun, este bello texto final encierra una forma de ver las de relaciones entre el periodismo y la literatura que quizá haya desparecido o esté por desparecer. Y por supuesto, es un homenaje a Lima, en clave de melancólicos recuerdos de juventud que hacían que la ciudad, a contrapelo de lo que pensaba Sebastián Salazar Bondy, a lo mejor no era tan horrible. Cinco cuentos y un ensayo testimonial aquí reunidos, como muestra de una prosa como la de Ampuero, que solo sabe decantarse con el tiempo.

Tanta vida yo te di. Fernando Ampuero. Lima: Tusquets, 2024.

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