En octubre de 2011 un terrible suceso conmovió a los españoles, en especial a los habitantes de la ciudad de Córdoba: el asesinato de dos niños a manos de su padre, José Bretón Gómez. El ensañamiento del filicida no tuvo limites: luego de quitarles la vida, incineró los cuerpos. Como podrán imaginar, la cobertura mediática de este asunto fue enormísima. Bretón fue condenado a 40 años de prisión y en 2015 le rebajaron la condena, algo que parece una broma macabra de la justicia, considerando los agravantes del crimen: parentesco, premeditación y la más absoluta falta de piedad en la ejecución del atroz homicidio.

El caso ha vuelto a ocupar a la prensa por razones más bien literarias (vamos, eso quiero creer). La editorial Anagrama publicó una novela del escritor Luisgé Martín que, bajo el título El odio, narra el terrible crimen considerando materiales como una entrevista al homicida en la prisión y un intercambio epistolar con él. Claro, cualquier nostalgia por A sangre fría, de Capote, será eso, nostalgia. La publicación ha removido el dolor de la madre de las víctimas, quien se ha empeñado en una batalla judicial para evitar por todos los medios que el libro sea distribuido y vendido.

Sin embargo, llegan a la mesa otros elementos útiles para discutir el caso: La libertad de creación, el hecho de que una de las funciones de la literatura sea escarbar y explorar en realidades oscuras para llegar a una comprensión cabal del mal y la condición humana (pienso mucho en ti, Raskolnikov) y por supuesto, el derecho de una editorial de publicar y promocionar sus contenidos libremente.

Los editores aseguran comprender la postura de la madre, no se espera menos. Reconocen también la monstruosidad del suceso referido en la novela. También reafirma su postura en torno a sus libertades. Se dice que el libro de Luisgé Martín no es una apología del filicidio de Bretón sino una manera de mostrar el horror, de internarse en el espantoso interior del alma y el pensamiento de un hombre que no conoce la misericordia, que está en el abismo de su propia humanidad infectada por el mal.

Por el lado de la justicia, se intenta defender la intimidad de dos menores atrozmente asesinados, así como mantener a buen recaudo la privacidad de su madre. Todo recuerdo de este hecho traumático abre una y otra vez una herida que, sabemos, nunca cerrará. Luisgé Martín admite que ha escrito este libro para tratar de entender los extremos a los que puede llegar la perversidad humana, para iluminar esos laberintos invisibles de la conciencia donde se traman acciones propias de un ser monstruoso.

Difícil tomar partido absoluto en este caso. Yo reivindicaría la libertad creativa, por supuesto, y soy desde ya enemigo de toda censura. Por otro lado, pienso en las víctimas y me pregunto cuán provechoso sería exhibir en este momento –aun sin intención de retorcido amarillo– una acción vil que despierta el repudio de todos. La madre no desea publicidad, aunque venga envuelta en literatura. Y está en su derecho. El escritor y sus editores, en tanto, reivindican también un derecho a durísimas penas disputable.

Anagrama ha deslizado que se allanará a lo que la justicia resuelva. Y hace bien, creo. En un sentido o en otro, este fallo sentará, a no dudarlo, un precedente importante. La literatura incomoda, como decía Vargas Llosa en uno de sus discursos más famosos. Pienso también en una madre, que declara el daño terrible que le produce ver la historia de la cruenta muerte de sus hijos en formato libro, detrás de los limpísimos escaparates de las librerías. Hora de discutir los límites razonables y éticos de toda libertad.

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Los lectores hispanos, en especial los que leemos devotamente el cuento, debemos a Juan Casamayor la revitalización del género, gracias al trabajo que desempeña al mando de su editorial, Páginas de Espuma, que este año está celebrando bodas de plata y ha publicado, entre otros, un nuevo libro de relatos de la peruana Katya Adaui, Un nombre para tu isla. 

Su amplio catálogo da cuenta de la vitalidad y versatilidad que posee el cuento en nuestra lengua, desde exploraciones de carácter realista hasta la construcción de universos cuyos bordes anuncian umbrales hacia lo fantástico, lo extraño, lo grotesco, lo pesadillesco y, más de una vez, lo mítico. Visiones que se aproximan a la vida cotidiana en sus costados más terribles y menos visibles, para alimentar un hecho indiscutible: la maravillosa diversidad del cuento escrito hoy en nuestra lengua. 

Durante mis pesquisas encontré algo interesante y, como se verá luego, no menor: que Juan Casamayor se doctoró en Filología Hispánica con una tesis sobre la poesía española del XVIII, sobre Cadalso, el de las célebres Cartas marruecas. De ahí a ser uno de los editores más importantes de nuestra lengua, hay otra historia, que empieza aquí.

Dice Javier Cercas: “Un escritor es un editor frustrado porque solo publica lo que escribe, mientras que el editor publica lo que le hubiera gustado escribir”.  ¿De alguna forma esta frase te describe?

–No estoy muy de acuerdo con Javier. Eso implicaría que el editor tiene un escritor dentro, un escritor latente o fracasado que se esconde tras la careta de un editor. Yo creo que un editor es ante todo un lector, esa es la base de cualquier proyecto editorial. Yo no llegué a la edición por un deseo de escritura, es más, mientras más edito, más respeto le tengo a la escritura y más le temo a la remota posibilidad de convertirme en escritor. No nací editor ni moriré editor, el editor vive en el gerundio: siempre está aprendiendo. 

¿Cuál ha sido en todo caso el aprendizaje principal de todos estos años?

–Descubrir los secretos de un texto. Gracias a este oficio he ido descubriendo cómo pulir un texto, cómo ajustar sus tuercas, cómo leer finamente para detectar errores o fallas, no digo para perfeccionarlo, no me sobra soberbia. Esa agudeza es un aprendizaje valioso, sin duda. Hasta ahí llegan las ínfulas del escritor que no soy ni quiero ser. 

¿Qué tan determinante es el gusto para un editor?

–El gusto y el buen gusto son conceptos muy de mi formación filológica, tengo que decirlo. Dentro de la extrañeza que son siempre las elecciones que he hecho en mi vida, pues, monto una editorial en torno al cuento, algo que sonaba a misión imposible. Yo me había especializado en la poesía española del siglo XVIII y ahora estoy en este punto: editor de cuentos. Páginas de Espuma, que trabaja con narrativas breves, siendo esto un campo muy flexible, trabaja contra la corriente. El gusto solo se forma en la lectura. Y un editor es fundamentalmente un lector.

¿Hay algún momento o hecho de tu vida que sirva para explicar tu vocación de editor? 

–Vocación es una palabra que la he vivido en la piel. Fíjate, mi familia está vinculada al mundo médico, y no es un detalle menor, creo. Tengo un gran cuidado por la editorial, por los autores con los que trabajo, es casi una analogía de la relación de un médico con su paciente, ¿no? hay un cuidado, un celo, un esmero, muy grandes. Páginas de Espuma tiene un aire de familia, ese es un rasgo definitorio de la editorial. 

Otra figura que podríamos asociar al editor es la de cirujano…

–Y mira que mi padre era neurocirujano (risas). El editor es muchas cosas, es un ser que de vez en cuando cambia de sombrero, que un día sonríe y otro día tiene algo de fenicio. Te confieso una cosa: a los editores nos gusta comer al menos un par de veces al día. Algo que se exige al editor no es solamente que lea bien un manuscrito, porque los autores no escriben libros, escriben manuscritos. Y de ahí nacerá un libro. 

En síntesis, lo que podríamos llamar el método Casamayor tendría una de sus claves en la proximidad con el autor.

–Estoy convencido de que es así. Involucrarse con el autor es clave.

Mencionaste hace poco a Herralde, de Anagrama. ¿Dirías que hay un aire de familia entre ustedes?

–Sí. Yo siento un aire de familia, un parentesco con Herralde, nosotros nos comprometemos con la obra de un escritor, no somos meros editores de un libro. Eso sí, nunca diría Páginas de Espuma C’est moi (risas).

Hay una frase que usamos peyorativamente, “vivir del cuento”. En tu caso adquiere un sentido productivo, positivo. ¿Cómo decides fundar una editorial para, precisamente, vivir del cuento?

–La primera vez que dije esa frase fue hace varios años en una entrevista para El País, y quizá no fue el mejor lugar para decirla (risas). Luego titulé así un discurso para recibir un premio en la Feria de Guadalajara. No es que vivir del cuento sea peyorativo, lo que era peyorativo era el concepto que se había formado la industria editorial respecto a un género. Páginas de Espuma, viene de una idea un tanto arriesgada, un tanto lúdica también. El siglo XXI, gracias al avance tecnológico, ha hecho más accesibles las formas breves y eso beneficia al cuento, que ha generado un espacio comercial del que antes carecía. 

¿Piensas que el cuento latinoamericano tiene alguna singularidad? En tu catálogo hay una presencia femenina muy visible. Y esas escritoras han elegido una escritura cercana a lo extraño, lo grotesco, lo fantástico, entre otros asuntos. ¿Cómo leerías esta recurrencia temática?

–Me cuesta mucho pensar en esa singularidad porque no dejan de ser diecinueve o veinte literaturas de por sí muy distintas, ¿cierto? Esa escritura se da bajo condiciones económicas, sociales y culturales diferentes. La singularidad debe andar por ahí, colándose entre las palabras de cada autor. Una de esas singularidades ha sido la aparición e incorporación de muchas escritoras. Se ha roto el círculo de su invisibilidad. Pero existe el peligro de etiquetar las cosas, desde lo insólito de Samanta Schweblin a lo oscuro de Mariana Enríquez. ¿Dónde situamos entonces a Pilar Quintana o a Guadalupe Nettel, a Gabriela Cabezón o a Katya Adaui? Esa singularidad es flexible.  

Katia Adaui

La recurrencia al fantástico o a lo insólito se vincula con aspectos de lo real.

–Lo fantástico, o mejor, lo insólito, hace ver cosas que están en el entorno, en la realidad de cada escritora. Permite abordar distintas temáticas, distintas militancias, distintas maternidades, abordar una escritura del cuerpo y de la sexualidad, enfrentar los distintos machismos, en fin. Por eso pienso que la etiqueta de estas escrituras sería injusta, limitante. Los reduccionismos no juegan en este partido. Esas escritoras constituyen hoy en día una auténtica vanguardia creativa. 

Eres especialista en literatura española del siglo XVIII. En mi paso por la universidad, se esparcía el mito de que la literatura española de esos tiempos era muy aburrida (risas). Autores como Cadalso podrían contradecir esa idea…

–Estoy de acuerdo en que hubo tiempos más brillantes en la literatura española, eso sí. Yo trabajé la poesía de Cadalso y puedo decir que nunca podemos afirmar que en un periodo de tiempo determinado no hubo textos que valiera la pena leer o estudiar. Lo que se pone a prueba es el rigor de la lectura, una dedicación obrera a esa lectura. Eso me dio la filología. Cadalso fue una elección. No es un tema menor para mí.

Quisiera conocer tu opinión sobre la actualidad de las Humanidades. Se clausuran materias como filosofía o lenguas clásicas en diversas partes del mundo, por ejemplo. También el avance grosero de una reducción de la educación a la formación para el mercado laboral, olvidando a la persona ¿Qué ves en todo esto?

–Venimos de un largo proceso en el que las materias de letras paulatinamente pierden espacio. Es curioso porque al mismo tiempo parece que entendemos cada vez menos este mundo. No soy agorero, pero siento que nos tendremos que alejar de ese día. Tengo un hijo que es arqueólogo, sus amigos son uno actor y el otro artista plástico. ¿Están acaso perdidos para la causa? No. Soy un optimista, es decir, un pesimista bien informado. Y sí, iremos hacia algo mejor. 

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Una pesquisa me condujo a un libro que, a pesar de su importancia, pasó inadvertido por la crítica de los medios y los streamings culturales. Es un volumen dirigido por la historiadora Claudia Rosas, titulado “Nosotros también somos peruanos”. La marginación en la historia del Perú, siglos XVI a XXI. A lo largo de sus casi 600 páginas y desde distintas perspectivas de la historia cultural, examina asuntos acuciantes y dramáticos de ese enorme mosaico humano y social que es el Perú. 

Un abordaje riguroso y detallado destaca en los artículos, escritos con estilo libre y fluido por la mayoría de sus participantes, entre ellos la propia Claudia Rosas, Nelson Manrique, Jesús Cosamalón, Antonio Zapata, Karen Spalding, Jorge Lossio, Carlos Pardo-Figueroa, María Eugenia Ulfe, el desaparecido Jeffrey Klaiber, entre otros. 

El libro apareció bajo el marco de una valiosa colaboración realizada en 2024 entre los fondos editoriales del Jurado Nacional de Elecciones, que lidera Enrique Hulerig, y de la PUCP, que tiene al frente a Patricia Arévalo. No se puede obviar el apoyo de los archivos fotográficos tanto del MALI como del Centro Bartolomé de las Casas, que cedieron valiosas fotografías (datadas entre 1865 y 1930) que ilustran el volumen. Entre ellas, causa particular asombro la fotografía de una de las sobrevivientes canacas polinesias secuestradas de su isla en 1862 por la Marina mercante peruana para realizar trabajos agrícolas con los culíes chinos, o desempeñar labores domésticas en casonas limeñas (p. 285).

El tema que recorre todo el libro, como bien dicta su título, es el del origen de la marginación en el Perú. Uno de los primeros artículos, “Los justos títulos de la guerra. De Ginés de Sepúlveda a los ppkausas”, Nelson Manrique (p. 67) identifica el comienzo de este fenómeno en la conquista. Ello se hace evidente durante el debate de Valladolid entre Las Casas y Sepúlveda, en el contexto de la formación de una sociedad colonial de castas que, tres siglos después, se consolidaría incluso en el ámbito académico, a través de las posturas racializantes de la República (Herrera, Deústua o Palma), que consagran esta visión de país en permanente estado de eugenesia, balcanizado en grupos cerrados, tal como en su momento sucedió bajo borbones y Austrias. Independencia en lo administrativo, no en la mentalidad.

Siguiendo el hilo de la historia cultural, uno de los ensayos más interesantes es justamente el de Claudia Rosas Lauro, antologadora del volumen, “Vagos, ociosos y malentretenidos. La idea de pobreza en el Perú del siglo XVIII”. Ella advierte (p. 235) que va “a estudiar en primer lugar la visión de la pobreza y los pobres en el discurso ilustrado peruano, identificando a los autores de la élite ilustrada que desarrollaron tanto temas de pobreza, como de vagancia y ociosidad, en función de los valores ilustrados de trabajo, utilidad y orden. (…) nuestras fuentes estarían constituidas por textos escritos por la élite ilustrada peruana, en la que participaron destacados miembros de la burocracia virreinal, de la Iglesia y de la intelectualidad. Estos textos aparecieron publicados en periódicos como el Mercurio Peruano o bajo el formato de libro, como Reforma del Perú [1783]”. 

Sirva aclarar que este último fue escrito por Alonso Carrió de la Vandera (Concolorcorvo) diez años más tarde de la publicación de su picaresca cumbre, El lazarillo de los ciegos caminantes (1773), y que, gracias al ensayo de Rosas Lauro, podemos conocer en una faceta novedosa para el público literario: la del funcionario de Estado. El artículo estudia la aparición del concepto de plebe y la creación de toda una forma de vida, dentro de la élite limeña, gestada en oposición a esa naciente y desconcertante morralla marginal. La sociedad limeña, así, revela que se ha estructurado a partir de un racionalismo que otorgaba valor a las personas según su funcionalidad o su falta de ella. Se crea pues un discurso desde el poder para etiquetar a los sectores sin oficio ni beneficio, lo cual singularmente es objeto de debate desde las páginas del Mercurio Peruano, faro del pensamiento postcolonial y prerrepublicano.

Por último, sin restar méritos a los ensayos de Cosamalón acerca del nacimiento del servicio doméstico en Lima, con ese conocido contrapunto entre africanos e indígenas, o los textos de Spalding, Aguilar y Vergara sobre sectores vulnerables en la Colonia, en particular niños y mujeres, llama la atención el ensayo de Antonio Zapata sobre la gestación de la comunidad y posterior distrito de Villa El Salvador como modelo de ciudad autogestionaria, donde se puedan unir los conceptos de centro de trabajo y pobladodormitorio, ideado como un experimento vecinal desde Sinamos pero pronto llevado adelante por la fuerza viva de los propios trabajadores-vecinos, al punto de que sobreviviese las arremetidas de los gobiernos posteriores a Velasco y lograse consolidarse como un distrito pujante que aún hoy conserva su parque industrial. En suma, un libro pleno de artículos de interés que refuerza enormemente la imagen de una institución como el JNE vista como controversial por algunos, en colaboración con una de las universidades más importantes de América Latina. Es de esperar que,  en vista de los recientes cambios de gestión en el JNE, se mantenga el espacio editorial que se ha convertido ya en referente de la promoción de investigación, reflexión y cultura sobre nuestra democracia e historia política. 

Claudia Rosas Lauro (Editora). “Nosotros también somos peruanos”. La marginación en el Perú, siglos XVI al XXI. Segunda edición. Lima: Jurado Nacional de Elecciones y Fondo Editorial de la PUCP, 2024.

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La importancia de Enrique Prochazka en el panorama del cuento peruano de las últimas décadas es indiscutible. El año pasado apareció en Campo Letrado una edición de sus cuentos completos, lo que permite ahora, casi treinta años después de la publicación de Un único desierto (1997), su primer libro de relatos, hacer una lectura más comprensiva de un conjunto narrativo singular y sugerente.

Los lectores de Un único desierto (el comienzo de esta historia) ponderaron no solamente el hecho de que algunos relatos como “Cáucaso” abrieran nuevas posibilidades a un realismo que parecía exhausto, aun tratándose de una pieza que no ocultaba cierta filiación ribeyriana así como un impecable manejo de la oralidad popular y el intertexto mítico, pensando en una especie de Prometeo del arenal marginal limeño.

Ese mismo libro era un territorio compartido por otros registros, por ejemplo, cierto eco borgiano que, lejos de la imitación o del epígono, resulta una apropiación creativa e inteligente. Del mismo modo, la ciencia ficción y el fantástico ocupan un espacio significativo en un libro que, para ser el primero, cometía la audacia de mostrar a un autor versátil, capaz de moverse en varios frentes y que derrotaba, por fin, la tiranía del libro unitario. En todo caso, si alguna unidad tiene Un único desierto es, paradójicamente, su diversidad, su insistencia en lo disímil, en una cuentística que se asume múltiple.

Lo advierte Andrea Ortiz de Zevallos en “La máquina de alumbrar universos”: “Lo que da unidad a su obra es su voz, que tiene particularidades que la hacen única, profunda y maravillosamente entretenida”. Una voz, añadiría, que tiene la capacidad de encarnar una amplia tesitura de estilos, así como un variado catálogo de temas.

Hay en Prochazka cosas que delatan a un escritor que no rehúye riesgos y transparenta su deseo de construir un universo personal. La insistencia en la especulación, en un auténtico talante especulativo (“2984”), el trasfondo filosófico (“Acero”), en un lenguaje a veces muy cercano a la poesía, son una muestra de ello. No se puede hablar de Prochazka en términos definitivos, porque en todas las vertientes que practica, más allá de seguir un rumbo convencional, prefiere sorprender al lector.

Entonces, que su obra cuentística esté disponible ahora en una edición pulcra, es una circunstancia feliz. Volver a las páginas de Un único desierto, Cuarenta sílabas, catorce palabras (2005), Ocho cuentos de tampoco y todavías(2021) y dos textos inéditos o poco conocidos (“Like a Rolling Stone” y “Smisek en la casa Miró”) es internarse en un inventario de cambios que han afectado para bien los derroteros del cuento en el Perú, en especial en vertientes que se han propuesto, como ocurre en muchos cuentos de Prochazka, no afincarse para siempre en lo mimético.

Todos los cuentos. Enrique Prochazka. Lima: Campo Letrado, 2024.

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El poeta Roger Santivánez continúa, en Camarada bailarina. Memorias de una generación derrotada (2024) el camino iniciado en El sentido de la soledad. Memorias (2022), un camino de reconstrucción autobiográfica individual, pero que no descuida sus implicancias colectivas. Hay que recordar que Santiváñez atraviesa dos generaciones, la del 70, cuya práctica poética está imbricada con el activismo y la participación política y la del 80, en la que el poeta mantiene presencia en el debate social a través del grupo Kloaca, fundado por él y Mariela Dreyfus. Por esos años, los 70, grupos como Hora Zero –-al que Santiváñez perteneció– asumen la tarea poética y creativa como medio expresivo de sus críticas a la sociedad peruana de entonces y lo hacen a través de intervenciones que han dejado clara huella histórica a través de manifiestos y ese vitalismo exultante que impregnaron a la poesía, sacándola de los circuitos académicos para alcanzar otros ámbitos sociales.

Ese contexto es importante. La década del setenta está marcada por un gobierno militar que había iniciado en 1968 con el golpe de Velasco y se prolongaría hasta 1980, año del regreso a la democracia con el segundo gobierno de Fernando Belaunde. Año, también, del inicio de la actividad pública del grupo terrorista Sendero Luminoso y de una espiral de violencia de todos los actores involucrados en el conflicto, ola que azotó al país por más de una década. Sendero Luminoso quebró las reglas de la convivencia democrática y se propuso aniquilar a ese aparato que llamaban “estado burgués”. El Estado, si bien hizo uso de su legítimo derecho a defenderse, no fue ajeno a excesos absolutamente cuestionables, tanto como los cometidos por los propios terroristas.

Santivánez filtra estos años bajo una mirada singular. Desde su actividad como periodista, su rol como poeta y gestor cultural y sus vínculos con muchos protagonistas de estos turbulentos años, Santiváñez teje un relato en el que se imbrican lo privado (la subjetividad individual en una época convulsa, extremadamente tensa de nuestra historia) y lo público (el testimonio acerca de hechos y personas cuyas vidas se vieron envueltas de diversas maneras en el conflicto). Una advertencia del propio autor nos alerta en relación con la fiabilidad del relato, porque a veces la memoria nada en aguas ficticias y puede proyectar más deseos que verdades. Se agradece por supuesto esta aclaración, que invita a los lectores a compulsar libremente los hechos relatados. Dice Santiváñez: “En el proceso de este ejercicio de memoria, iba interrogando al pasado y –por supuesto– modificándolo eventualmente; percatándome de que –-a ratos– eran memorias de un pasado ficticio” (p.11).

De manera que durante la lectura es necesario cribar el relato, cernirlo, dejar en la malla el cascajo y permitir que el tramado más fino y verdadero quede en la retina. No puedo dudar, de ninguna manera, de la importancia testimonial de este libro, porque recordar con honestidad no puede ser nunca un acto banal. Sí puedo, en cambio ofrecer alguna observación. Por ejemplo, noto que el título ofrece más de lo que da, en el sentido de que, puestas en balanza, las apariciones de la “camarada bailarina”, la controvertida Maritza Garrido Lecca, son pocas y acaso eso explique que su carácter revelador se vea un tanto menoscabado. Los mejores momentos de este viaje memorioso se asocian más al testimonio del autor en sí mismo: su furor por la escritura de poesía, su incursión en el laberinto de las drogas y los horrores que le tocó expectar. Dejo para el final el subtítulo del libro, acertado, pero incompleto, porque el derrotado fue un país entero, derrota que hasta hoy nos pesa. Derrota no militar, sino una más profunda, una que hasta hoy pone en jaque nuestra viabilidad como país. Lectura necesaria la de este libro, como necesarios serán los acuerdos o desacuerdos que surjan después de agotar sus páginas.

Roger Santiváñez. Camarada bailarina. Memorias de una generación derrotada. Lima: Random House, 2024.

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El legado de un artista no está constituido únicamente por la obra material que deja al término de su paso terrenal. Hay que sumar también sus palabras, su voz, registro fiel de su trayectoria vital, de las ideas y sentimientos que la sostuvieron.

Las palabras de Chabuca, segunda edición significativamente ampliada, va en esa dirección: recoger, palabra a palabra, la otra vida de Chabuca Granda, esa que tejió en decenas de entrevistas e intervenciones escénicas.

Alberto Rincón Effio ofrece en esta compilación un mosaico de enorme valor. Se incluye de todo, desde noticias de prensa que anuncian su llegada a algún país hasta entrevistas rápidas y breves, sin olvidar sustanciosas conversaciones, como aquella con Joaquín Serrano para Radio Televisión Española, o ese otro diálogo cargado de pathos, muy cerca ya de su final, con César Hildebrandt.  

Todo abona el terreno en el que se siembra el mito para recuperar la dimensión humana de la poeta y la compositora, una artista de sensibilidad exquisita, cierto, pero que no olvidó sus conexiones profundas con el mundo que la aristocracia de la cual provenía había olvidado: allí está doña Victoria Angulo, humilde y digna señora afroperuana que inspira “La flor de la canela”; allí está Mauro Mina, el legendario boxeador chinchano retratado en “Puño de oro”. 

La lectura de los diálogos y apariciones en prensa de Chabuca Granda son también una línea de tiempo que va marcando los cambios en su propio quehacer musical. Una muestra de conciencia artística y de reflexión musical. ¿Importa ahora si es criolla o no? No, porque lo trascendió. Ella conocía muy bien el mundo de Pinglo, como se deja notar en una amplia conversación con Pablo de Magdalengoitia, otro recordado personaje. 

Al mismo tiempo, en otras entrevistas y reportes es capaz de explicar con soltura y claridad sus procesos de exploración musical, su acercamiento a las sonoridades afroperuanas y el empleo de armonías más modernas, que instalaban su música en un contexto más amplio que el puramente limeño. Uno de esos casos sería el de las canciones que dedica a Javier Heraud, o un tema ya clásico como “Cardo o ceniza”, en cuyas letras la poesía transpira intensamente.

Las palabras de Chabuca será de consulta obligatoria para quien quiera penetrar en el universo que fundó la compositora con su música y, por supuesto, con sus palabras.  Palabras como estas, en respuesta a César Hildebrandt:

“¿Qué es ser peruana para ti, Chabuca?

–Bueno, ahora es un sufrimiento… Te lo digo en serio… Y si sigo hablando –no me dejes hablar mucho– te diré que ser peruana es tener una angina como la que tengo, es tener algo malo y crónico, un doro de siempre… ¿Qué es ser peruano? De repente es no creer” (p.393). 

Las palabras de Chabuca. Alberto Rincón Effio. Lima, Biblioteca Abraham Valdelomar: 2024. 

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García Higueras tiene como hipótesis de trabajo la idea de que Porras, en el trabajo periodístico que se analiza aquí, tuvo como objeto iluminar “hechos y personajes de la historia del Perú en siglo XIX con el fin de contribuir a una mejor comprensión de los orígenes y de su evolución como nación independiente” (p.7). Propósito, como se ve, nada menor.

El libro se abre con un completo esbozo biográfico de Porras que va pasando revista a sus principales facetas, desde la infancia hasta su designación como Canciller de la República en el año 1958. El segundo capítulo ubica a nuestro notable personaje en el contexto de su generación, que se desarrolla entre conflictos como la Primera Guerra Mundial, la Revolución Mexicana y la Revolución Rusa, mientras en el escenario local se comenzará a vivir el fin de ese período que Burga y Flores Galindo denominaron “República aristocrática”.

Esta generación, analizada en el tercer capítulo, que recibió el nombre de “Generación del Centenario” (en alusión a 1921, primer centenario de la Independencia del Perú), nucleó a muy importantes figuras del ámbito académico e intelectual como Guillermo Luna Cartland, Ricardo Vegas García y Jorge Basadre, por mencionar tres nombres. En relación con los miembros de este distinguido grupo, García Higueras deja una observación interesante: “en el aspecto social, sus integrantes no provenían mayoritariamente de la oligarquía. Este hecho tendría influencia en la visión del país y en la postura anticivilista que caracterizó sus acciones políticas” (p.87).

Este rasgo sería fundamental y marcaría el derrotero de orientaciones ideológicas de diverso grado de radicalidad, aunque dentro de cauces democráticos, como dejan notar los escritos de otros miembros de esta notable generación: Luis E. Valcárcel, Jorge Guillermo Leguía, José León Barandiarán, Luis Alberto Sánchez, Antenor Orrego, Mariano Iberico y Alberto Ulloa entre los más destacados. Observa nuevamente García Higueras que la actividad de esta generación “no estuvo circunscrita a Lima. Se observa en ciudades como Arequipa, Cusco y Trujillo, la formación de círculos literarios de prolongada actividad. En los espacios regionales hubo mayor protagonismo de los intelectuales, hecho derivado de la expansión educativa en el país” (p.88).

Hay que mencionar también que esta generación, como señala el autor, se encuentra en un cruce de caminos en el que se dan cita el liberalismo, representado por Ricardo Palma, y el anarquismo radical que encarnó González Prada. La prédica liberal y la impronta socialista dominan la discusión política y la confrontación de ideas y, en el caso de Porras, el periodismo fue un vehículo precioso para tal fin.

El tercer capítulo alude a la precocidad periodística de Porras (a los quince años dirige el quincenario Alma Latina) que según Sánchez y refiere García Higueras, era “el terror de profesores adocenados” (p.137). Porras colaboró intensamente en publicaciones como Variedades y Mundial, de suma importancia en su época. García Higueras anota que hay una diferencia entre las colaboraciones enviadas por Porras a cada una de estas dos revistas. Los textos de Mundial eran de corte histórico, mientras los de Variedadeseran de ánimo mas bien divulgativo (p.182). El capítulo cuarto analiza, en cambio, su papel como ensayista histórico y literario, donde cristalizó aportes sustanciales. El quinto examina el desempeño y la experiencia de Porras como diplomático y Canciller, donde dejó imborrable huella.

En suma, García Higueras acomete aquí un acercamiento a la figura de Porras desde su actividad periodística, literaria e histórica. En el canon intelectual peruano Porras tiene un lugar central y quizá libros como el que comentamos aquí abran nuevas puertas al estudio de un personaje muy relevante de nuestra historia intelectual. Solo recordar que Porras, junto a Georgette Philippart, da a conocer Poemas humanos de Vallejo en una edición hoy inhallable, nos da una idea de la talla de Porras. Lectura imperdible para cualquier interesado en él.

El joven Raúl Porras Barrenechea: Periodismo, historia y literatura (1915-1930). Gabriel García Higueras. Lima, Editorial Universitaria, Universidad Ricardo Palma: 2024.

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historia y literatura, periodismo y cultura, Raúl Porras Barrenechea

En el arte pictórico, el aguafuerte es una técnica que busca crear un efecto de relieve en ciertas superficies del soporte, protegiéndolas de la corrosión producida por la aplicación de ácidos o sustancias similares. De esta manera, partes de una obra serán más visibles o notorias que otras, sin que por ello se sacrifique, necesariamente, la totalidad de la pieza.

En literatura el aguafuerte parece establecer unas coordenadas analógicas con su pariente en planchas de metal, pues ciertos segmentos del texto podrán hacerse notar con más intensidad (relieve, digamos) que otras, ya que, al ser una combinación de ensayo breve, crónica y relato personal, uno puede encontrar porciones de texto más brillantes y sugerentes, sin perjuicio del texto global.

En medio de su hibridez, el aguafuerte tiene una tradición interesante en América Latina, destacando el argentino Roberto Arlt (autor de la magnífica novela El juguete rabioso, 1926), uno de sus más consumados cultores. En Arlt, hay que señalarlo, el aguafuerte fue sobre todo un conjunto de experiencias de viaje que luego se trasvasan al relato. Casi podríamos afirmar que Arlt viaja para escribir.

Sin embargo, en ese camino, aparecen otros rasgos que marcan al aguafuerte como subgénero: la pintura de impresiones y sensaciones personales frente al entorno, la agilidad argumental, la observación social y sus contrastes íntimos, desde la reflexión hasta la memoria o el apunte histórico o literario, en el contexto de una especie de melancolía gozosa y personal. 

Mucho de esto hay en Arlt, pero también en el trabajo de un escritor peruano, Carlos Schwalb, quien ha entregado hace poco más de un año a sus lectores un volumen con un título muy explícito: Aguafuertes. Los textos de Schwalb privilegian la reflexión y una suerte de mirada interior que va sumergiendo al lector en la intimidad de la voz narrativa. Esto ocurre en el contexto de un hábil tejido textual, con un lenguaje preciso y que, en más de una ocasión, se acerca a un ánimo poético. 

El texto inaugural de este libro resulta muy sintomático. Si habíamos mencionado la posibilidad de una analogía entre la práctica plástica del aguafuerte y su manifestación en la escritura, este texto que sirve de pórtico nos ofrece toda una poética partiendo de la relación entre el sujeto y un instrumento que materializa lo textual: el lapicero. En la página 15 se lee: “Personalmente, no me bastan los libros para encausar mis energías creativas. Si no hay cuadernos y lapiceros a mi alcance, para mí es igual que nada. Así como los alambres de cobre son excelentes conductores de la energía eléctrica, los lapiceros son excelentes conductores de la energía anímica. Una casa con una biblioteca bien surtida me lleva a suponer que su dueño posee una fecunda vida interior, pero una casa con lapiceros me revela que esa vida se halla en estado de ebullición, como un horno a presión que necesita una válvula de escape para no estallar”.

Exquisitez sin alambicamientos innecesarios, ironía, inventiva. ¿Para qué? Para descubrir esas zonas insólitas de lo cotidiano, zonas que normalmente nos nubla la rutina. Schwalb descorre, con sus aguafuertes, aquello que normalmente no vemos. “Mi amigo el poeta”, por ejemplo, es uno de los textos más interesantes del libro. Este aguafuerte suma elementos fantásticos y de relato extraño; añade humor y configura una singular alegoría del poeta y su libertad creadora. El poeta personaje de este texto es alguien que va perdiendo paulatinamente contacto con el suelo y en algún momento el narrador informa que “baila como si levitara” (p. 53). Sus sueños tienen un mayor sentido de realidad que su propia existencia, que es más bien pesadillesca, pues cada vez va elevándose más sobre la tierra. Mención aparte: Me dejó la impresión de estar frente a un velado homenaje al Licenciado Vidriera, uno de los grandes enajenados de la literatura. 

Cada aguafuerte de Schwalb nos reserva un giro sorpresivo. Partiendo siempre de una situación cotidiana (una visita, la llegada a un lugar, la observación del paisaje o de cualquier otro objeto del entorno) dan pie a una “intervención” maquinada desde la rica subjetividad del narrador, que nos va guiando en este arte de descubrir el asombro allí donde pensábamos que solo había aire o humo. Estos aguafuertes transitan caminos imprevistos, tienden puentes entre la realidad y su distorsión a través de lo fantástico o del enrarecimiento de la percepción de la realidad. Su lectura consiente un encuentro con esos secretos que revelan profundas verdades sobre la vida. 

Carlos Schwalb. Aguafuertes. Lima: Garamond, 2024. 

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Escribir sobre el padre es escribir sobre uno mismo. Sobre la coartada sutil de contar la vida de otro, se yergue una autobiografía vicaria, pues el padre es un espejo que, aunque no queramos, nos devuelve tarde o temprano la mirada.

Hay una cierta recurrencia en escribir sobre el padre como un acto de vindicación. La figura paterna ha despertado odios, rencores, miedos y toda una gama de sentimientos oscuros que de vez en cuando son interrumpidos por una construcción luminosa o proactiva.

Cuando Kafka escribe Carta al padre (1919), un emblemático texto en la tradición de la demonización paterna, se construye a sí mismo como un sujeto opacado por el peso de un progenitor cruel y tiránico: el omnipotente Herman Kafka. Baste recordar que en el inicio se menciona el miedo paralizante que inspira su figura y la poca certeza de que esa escritura logre, finalmente, su cometido catártico.

En el ámbito latinoamericano, tendríamos que contar al Mario Vargas Llosa de El pez en el agua (1993), revelador y pormenorizado libro de memorias de dos períodos de la vida del escritor: su infancia y juventud hasta el año 1957 y su actuación política, que comenzó a mediados de los años 80 con la formación del Fredemo para oponerse a la estatización de la banca de Alan García y culmina en 1990, con su derrota electoral en segunda vuelta frente al candidato sorpresa Alberto Fujimori.

Muchos lectores recordamos aquel conmovedor capítulo titulado “Ese señor que era mi papá”, en el que después de romperse el mito familiar el padre reaparece y es la figura que encarna la violencia, el trato cruel, la disciplina feroz, el maltrato y otros golpes que en definitiva sellaron la infancia del escritor y marcaron su existencia de manera indeleble. Las escenas que describen el tormento de convivir con el padre solo inspiran terror y compasión por lo que el propio Vargas Llosa llamó una experiencia comparable con lo carcelario.

¿La representación del padre, entonces, ha sido siempre esta? ¿Se trata acaso de un arquetipo del mal, incapaz de despertar ninguna admiración? Aunque no hayamos agotado las referencias, podemos decir que afortunadamente no. Hay otras imágenes del padre que se tejen desde la orilla opuesta. Y propongo como ejemplo un libro de la mexicana Margo Glantz, Las genealogías (1981) que constituye en principio una memoria familiar, pero acaba por inclinarse intensamente sobre su padre, un judío de origen ucraniano que se había instalado en México.

En el libro de Glantz el padre es retratado con pinceladas librescas. Lector, artista, hombre de gran inventiva y persona decisiva en la vocación literaria de la escritora. Sus atributos son radicalmente distintos a los que exhiben el padre kafkiano y el Vargasllosiano.

Un reciente libro de Juan Villoro me hace volver sobre el tema del padre. Bajo el título La figura del mundo (2023) Villoro recrea diversas etapas de la vida de su padre. La imagen resultante aquí no es el miedo de Kafka, ni el rencor de Vargas Llosa ni la delectación de Glantz. Villoro parece haber elegido un lugar en medio de dos orillas, un lugar que le permite reflexionar lúcida y desapasionadamente sobre su padre, Luis Villoro Toranzo, filósofo nacido en Cataluña, avecindado luego en México, donde desempeñó una notoria carrera intelectual, académica y política, donde destacó por su simpatía con el movimiento zapatista de Chiapas.

Hay pasajes en los que se mezcla la experiencia libresca y el recuerdo familiar, dos cosas que Villoro enlaza con sapiencia narrativa: “En la novela de caballerías Tirant Lo Blanc, un hijo es abofeteado repentinamente por su padre. No hay causa aparente para ello. El hijo pregunta por qué ha sido golpeado. “Para que no olvides este momento”, responde, pedagógico, el agresor. Las heridas fijan la memoria. Mi padre no recurrió a un método violento. No tuvo que hacerlo. Sus reacciones emocionales eran tan escasas que no puedo olvidar su único llanto” (p.51-52).

En otras ocasiones el recuerdo es más directo, inclusive más vivencial y por qué no, cotidiano: “No fue mi maestro en las aulas porque ya lo era en la vida. Nos encontrábamos de vez en cuando en el campus y en la cafetería, donde él remataba la comida con un Gansito. A pesar de su sencillez de trato, su aire ausente y su caminar seguro imponían respeto. Saludaba de lejos a muchas personas, sin reconocerlas del todo, paro casi nadie lo abordaba” (p.122).

En el capítulo 7, acaso uno de los momentos más interesantes de esta exploración biográfica y memoriosa, Villoro vuelve la mitrada a lo libresco, narrando la manera en que su padre se deshizo de su biblioteca. Villoro recuerda a Benjamin, Musil y Virginia Woolf en relación con los libros, rememorando que su padre donó su biblioteca a una universidad en Michoacán, en un gesto que interpreta como desprendimiento y búsqueda de confort, pues “las posesiones le incomodaban como solo pueden incomodarle a quien las percibe como un sobrante” (p.181).

En suma, Villoro se acerca a la figura del padre no con reverencia, sino con la pretensión de mirar equilibradamente el pasado. A pesar del fracaso matrimonial descrito en el libro, por ejemplo, no se despiertan rencores en el narrador, sino el deseo de entender y desentrañar los complejos hilos de la personalidad de un intelectual y activista político como fue su padre. El título es por eso deliciosamente engañoso: La figura del mundo no es el padre, sino aquello que sembró en el hijo.

Juan Villoro. La figura del mundo. México: RandomHouse, 2023.

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imagen del padre, Juan Villoro, Memoria, Paternidad
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