Declive musical

[MÚSICA MAESTRO] Desde mediados de los años noventa, con la llegada de la tecnología digital y el boom de los almacenes por departamentos, centros comerciales y supermercados, trabajar en una tienda de discos se convirtió en una especie de condena, un subempleo que contaba para su existencia con la pasiva resignación de enormes cantidades de jóvenes que, atraídos por la posibilidad de estar en contacto permanente con la música que les apasionaba (además de la necesidad de trabajar), terminaron aceptando condiciones laborales en empresas con horarios asfixiantes, sueldos ínfimos, tratos desconsiderados y una serie de desórdenes que impiden el desarrollo personal, anulan la vida social, no ofrecen línea de carrera, etc.

El disco -de carbón en los años treinta, de vinilo entre los cuarenta y ochenta/noventa, y los discos compactos que se comercializaban masivamente hasta hace diez o quince años- como producto comercial, siempre causó fascinación porque combinaba dos aspectos marcadamente diferentes, pero complementarios para efectos del desarrollo de la industria discográfica: la música como expresión artística y el soporte en el que venía almacenada, un objeto concreto, manufacturado, producido en serie.

El valor de un disco no solo estaba determinado por la obra de arte grabada en audio que contenía sino también por cómo venía presentada. Los empaques de vinilos cuidaban cada detalle de su diseño, con mucha creatividad e imaginación -casos excepcionales son las carátulas preparadas por los diseñadores de Hipgnosis, equipo gráfico comandado por el inglés de padres noruegos Storm Thorgerson (1944-2013), responsable de icónicas portadas para Pink Floyd, Led Zeppelin, Black Sabbath, Genesis y un larguísimo etcétera que llega hasta los años dos miles; las oníricas tierras fantasiosas que creó su colega y amigo Roger Dean (1944) para álbumes de Gentle Giant, Uriah Heep y Yes, principalmente. O las imaginativas escenas caballerescas que elaboró durante años el neoyorquino Ron Levine, para LPs de Fania Records y, particularmente, La Sonora Ponceña.

Esta tradición, que aun es proseguida por varios artistas con raíces en las guardias viejas -pienso, por ejemplo, en bandas como The Mars Volta, Tool, Howlin’ Rain o tantísimos otros que buscan trascender a la subcultura moderna del mp3 y ven cumplidos sus sueños con el renacimiento de la industria fabricante de vinilos -un tema fascinante en sí mismo. Ni hablar de géneros como el heavy metal en todas sus vertientes -los encartes de Iron Maiden, por ejemplo, diseñados por el legendario Derek Riggs- que son extremadamente pródigas en iconografías que van de lo mitológico y monstruoso a lo pesadillesco y satánico. Lo mismo ocurre con los cultores del rock progresivo y bandas de shoegaze que incluyen tipografías, colores y diseños con especial dedicación. Por ello, entrar a una discotienda en sus años dorados era, en muchos aspectos, como entrar a una verdadera galería de arte.

Hoy en día, que las opciones musicales orientadas a públicos masivos son cada vez más superficiales y que tanto productores como artistas colocan en segundos y terceros planos conceptos como valor artístico, calidad musical, trascendencia para darle preponderancia a la masificación, el éxito instantáneo, la sobre exposición de la imagen, la fama, la exposición en redes sociales, etc., la oferta de productos musicales es inmensa pero, al mismo tiempo, descuidada en lo relacionado a empaques y presentaciones. Con todo ello, a pesar de que la tecnología ha convertido a los coleccionistas de vinilos y CDs en una especie minoritaria y en riesgo de extinción, pareciera que, primera vista, el negocio de las tiendas de discos aun podría ser realmente fascinante y rentable, tanto para empresarios como para trabajadores. Y lo es, por supuesto que sí. No en nuestro país.

El music business involucra dos aspectos a menudo contrapuestos: a) la subjetividad asociada a la naturaleza artística de la actividad musical, sea cual sea su género o procedencia y b) la objetividad que rige en todo negocio comercial y sus variables, tales como tendencias, modas, atractivos, proyecciones, índices de rentabilidad, estrategias de marketing, etc. Por ende, así como lo ideal para un estudio legal es estar manejado por abogados; para un medio de comunicación, estar al mando de un comunicador/periodista; para un hospital, ser dirigido por un doctor en medicina; o para un restaurante, tener como jefe a un maestro de cocina; para una tienda de discos lo ideal sería tener, en la dirección/administración, a personas que, además de dominar el campo de los negocios, y que -atendiendo a las tendencias actuales- posean una buena capacidad de adaptación a los nuevos formatos, tengan una sensibilidad y una pasión especial, fuera del promedio, por la música.

Lamentablemente, eso no ocurre en el Perú desde hace, por lo menos, treinta años. Cuando no existe una combinación equilibrada de ambos aspectos, se produce la desnaturalización del negocio en cuestión y se comienza a distribuir mal las prioridades, llevando una actividad tan rica en matices y en posibilidades de desarrollo tanto comerciales como culturales, en un simple y llano puesto de mercado y, en extremos peligrosos, en pantalla para cubrir otra clase de actividades, menos santas. En un mundo laboral como el nuestro, tan carente de oportunidades, en el cual el 80% de empresas que ofrecen empleo son informales o que siendo formales, viven obsesionadas con optimizar sus ganancias invirtiendo lo menos posible, la mayoría de empresarios peruanos dedicados a la venta de música de las últimas tres décadas mantuvo sus tiendas sobre la base de una dinámica bastante pobre, sin llegar nunca a posicionarse como establecimientos comerciales ligados al mundo del arte, la cultura y el entretenimiento de alto nivel.

Los empresarios peruanos que decidieron continuar con las tiendas de discos tras la debacle de la legendaria cadena Discocentro -con una o dos excepciones a la regla- nunca tuvieron ese perfil que representó, en su momento, el hoy magnate Richard Branson quien inició su imperio -que incluyó en su momento el sello discográfico Virgin Records- con una pequeña tienda de discos en 1971, en Londres. Por el contrario, se alejaron de la intención humanista y ligada al arte para apegarse a lo peor de nuestra idiosincrasia empresarial clasista y explotadora. Disfrazados de jefes gamonales, con los ojos puestos únicamente en sus ganancias individuales, comenzaron a medir su éxito en su capacidad de ventas por volumen mas no en el potencial impacto social y educativo que tenía aquel rubro que atrajo, durante dos décadas y media, a fuerza de trabajo joven, con ansias de crecer y dar a poyo a sus familias.

Esto podía verse, por ejemplo, en la concentración de beneficios que obtenían los dueños frente a las estáticas condiciones laborales del personal de las tiendas, sin importar ni su producción, ni sus capacidades individuales, ni sus años de experiencia en contacto directo con aquellos clientes que sentían nostalgia por aquellos tiempos en que coleccionar discos no era, como lo es ahora, placer de minorías sino un acto de amor por las canciones con las que musicalizaban su vida diaria y que una discotienda no era, como es ahora en nuestra ciudad, un lugar semiclandestino destinado al eterno perfil bajo. Quienes alguna vez laboramos en algunas de estas cadenas vemos, con una combinación de nostalgia y tristeza, cómo aquellos locales, que podrían ser reductos de cultura musical en medio del caos sonoro que contamina nuestros distritos, sirven hoy para peluquerías, zapaterías, venta de cosméticos o videojuegos.

A nivel internacional, siempre hubo dos clases de tiendas de discos formales: las megatiendas estilo Virgin Records, Tower Records, Musimundo, etc. y las tiendecitas escondidas, esos huecos en los que, por lo general, uno puede encontrarse con personas extremadamente conocedoras, capaces de conseguir las rarezas discográficas más alucinantes. Las primeras son, hoy más que nunca, inimaginables en nuestro país: establecimientos inmensos que uno podría tardarse días en recorrer. Pisos y pisos en los que se vendían desde simples y llanos cassettes hasta instrumentos musicales, partituras, colecciones enteras de CDs y DVDs de cualquier artista o género. Cabe destacar que en pleno siglo XXI, esta situación ya es global. Por ejemplo, si uno entra al impresionante local de Barnes & Noble en Union Square (14th Street en el Bajo Manhattan, New York), hallará cinco pisos de libros, revistas y afines, pero su área de vinilos, CDs y DVDs no alcanza el área de un piso siquiera. Y las mencionadas Virgin o Tower Records simplemente ya no existen. En el documental All things must pass: The rise and fall of Tower Records (Colin Hanks, 2015) se aborda la historia de esta recordada cadena de discotiendas.

Las segundas son, más bien, parecidas a la que muestra la película High Fidelity (Stephen Frears, 2000) y que todavía pueden encontrarse por algunos recovecos de ciudades grandes de los Estados Unidos y Europa. En esta aclamada película, adorada por los melómanos de ayer, hoy y siempre, el actor John Cusack encarna a un apasionado coleccionista de discos que además, es dueño de una de esas tiendas pequeñas, que mantiene a flote debido a la exquisitez de sus conocimientos musicales, capaces de satisfacer las exigencias del cliente más especial y en diversidad de géneros, estilos y épocas. Aunque sus compañeros -representados por Jack Black y Todd Louiso- no se muestran tan amables con el público y presentan características y formas de comportamiento algo marginales, también poseen extremados conocimientos y un innegable amor por la buena música, lo cual asegura una atención esmerada cada vez que los clientes les demuestran estar «a su altura» en cuanto a sus elevados niveles de apreciación. Ellos no venden cualquier cosa. No señor. Ellos venden arte.

Las megatiendas de discos eran, como indica el prefijo, empresas gigantescas, obligadas a cumplir con estándares de atención y rendimiento. Y aunque es probable que su personal tuviese los niveles de automatización que podríamos encontrar en Lima en un vendedor de, por ejemplo, almacenes especializados como Saga/Ripley o Sodimac, nunca he escuchado que sus conocimientos musicales fueran limitados o que su capacidad de respuesta no haya sido óptima al momento de satisfacer los requerimientos de potenciales compradores, desde los más convencionales hasta los más extravagantes y rebuscados. Aun cuando sus vendedores no fueran todos expertos en música, sin duda alguna estas cadenas contaban con un sistema computarizado que ubicaba los productos a la velocidad del rayo y con una actualización permanente.

Y también era una regla que ese personal en aquellas megatiendas hoy desaparecidas trabajara en horarios rotativos y recibiera capacitación a cada momento -como seguramente pasa hoy en establecimientos gigantescos estadounidenses dedicados a otros rubros como Home Depot (construcción) o Whole Foods (alimentos)- y además estaban en contacto directo -por razones de mera ubicación geográfica- con el interesantísimo mundo de la industria musical que se desarrollaba a su alrededor. Aunque sería iluso pensar que no practicaron diversos niveles de explotación en su momento, no las imagino tan mal administradas como lo estuvieron aquí cadenas como Discocentro -en sus últimas dos décadas-, Music Box y (((Phantom Music Store))).

En Lima, las tiendas de discos fueron administradas por personajes a quienes difícilmente podríamos identificar con el que interpretó Cusack. Empresarios que nunca tuvieron esa conexión emocional, visceral con la música y, si la tuvieron alguna vez, fue tan superficial que desapareció cuando vieron que los números comenzaron a subir -para ellos- y terminaron dejando de lado esa naturaleza casi mística que existe en el círculo conformado por el COMPRADOR-PRODUCTO MUSICAL-VENDEDOR, utilizándola únicamente cuando podía servir como instrumento de marketing.

A pesar de esa desidia, esos empresarios tuvieron la suerte de que aquel círculo místico posee una profunda raíz que resulta muy difícil de quebrar. En muchos casos, vendedores y clientes desarrollaron amistades que trascendieron la existencia de las tiendas mismas. En ese entonces, los puntos de venta estuvieron llenos de personas que buscaron ingresar a esos subempleos por necesidad y por su afición por la música. Jóvenes aspirantes a melómanos, coleccionistas de cassettes y discos piratas, fanáticos de ciertos géneros, iban y se presentaban a las convocatorias para captar personal nuevo y al ingresar, se autocapacitaban. En muchos casos, los niveles de atención especializada en las cadenas musicales de Lima fueron altísimos pero aquello no fue, en ningún caso, mérito de los dueños, sino una casualidad de la cual se aprovecharon y que jamás valoraron debidamente.

¿Por qué pasó esto? Por la necesidad, por supuesto. La mayoría de aquellos jóvenes no contaba, al momento de empezar a trabajar en cualquiera de las cadenas mencionadas, con estudios superiores y aunque no eran del todo marginales, provenían en muchos casos de medios socioeconómicos que evidentemente no eran los mejores. Este es el esquema clásico que los expertos en problemática laboral denominan «mano de obra barata» y que, casi sin ninguna modificación, rige en el mercado laboral del Perú con enorme vitalidad y fuerza, en desmedro de las masas trabajadoras. La necesidad produjo un cuerpo de vendedores (una «fuerza de ventas») que terminó convirtiéndose en una cuadrilla homogénea que espera las directivas de quienes «más saben», los empresarios, los dueños. Como hoy ocurre en otros ámbitos de servicios, los horarios completos hacían imposible seguir estudios o tener una vida más normal. Porque para esos empresarios, hoy olvidados o metidos en vergonzosos líos legales, manejar una cadena de discotiendas era como vender ropa, seguros, celulares o papas. Pero no es así. No señores. Vender música es vender arte. Y eso fue lo que nunca comprendieron.

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