Viajero

[MIGRANTE DE PASO] Yo vi a Papa Noel, el recuerdo es tan vívido que es difícil creer que fue producto de mi imaginación. Claramente lo fue. La mente de un niño es capaz de todo. No sólo lo vi a él. Lo vi en su trineo volando y soltando una camiseta de la U. Lo que pasó en verdad es que en las bolsas de regalos, una mía y otra de mi hermano, siempre ponían lo mismo, pero se olvidaron de la camiseta en la mía. Mi padre se subió al techo y tiró la camiseta de fútbol hacia el jardín. Me dijeron que Papa Noel estaba tirándome el polo porque se había olvidado. Si no supiera que todo fue un invento para llenar el mundo de un poco de magia, estaría convencido hasta el día de hoy que lo vi. Está en mi memoria. 

Fue unos cinco o seis años después que descubrí que no existía. Por una conversación de mi padre con el vendedor del playstation 1 que nos regalaron. Me parece necesario este engaño juguetón por lo menos una vez al año. Entre tanta tragedia y disputas absurdas un poco de magia no cae mal. Queda claro que no todos la pueden gozar. No todos los niños tienen la suerte de contar con una familia o una situación que les permita disfrutar de este momento de goce compartido. Se podría decir que todos jugamos un poco en estas épocas navideñas. O somos engañados o somos de los que engañan. Todo para seguir con el hechizo regalón.

En mi caso nunca se trató del nacimiento de Jesús. Era una celebración de familia, comida y regalos. Mi familia nuclear siempre fue pequeña. Éramos mi hermano y yo, mis padres, mi abuela y mis dos tíos. Escribiendo esto desde el avión voy acompañado de mi prima y mi sobrina de 10 años que sigue teniendo la ilusión navideña; la familia creció un poco. Mi hermano ya está casado y su esposa es parte de la familia desde antes de su matrimonio. Cada vez aumenta más.

Esta semana que culminará entre chancho, pavo, risas, envolturas y un poco de champán coincidió con un cambio radical en mi vida. Después de dos años regresé a mi país, cumplí 30 años y una despedida para siempre se juntaron en pocos días. Aún es muy cercano ese adiós como para ponerlo en palabras. Sólo puedo decir que, por motivos incontrolables, uno de los guías que iluminaba la exploración de mi propio ser se vio obligado a apagar la antorcha. Nunca había querido que exista algo como el cielo o reencarnación. Lo que sea, algo más que la nada misma en la que creo. En algún momento, después de compartir un cigarro con su recuerdo, donde sea que honren su vida, sentiré lo que es una pérdida.

Tras dos años en el extranjero experimenté lo que es la soledad. Te carcome y corroe la cordura, que de por sí la tengo un poco desfasada. Mis propios engaños me redujeron a un ser diminuto que estaba solo y sin rumbo en un mundo desconocido. Me sentía desintegrado. Mi hermano y María Angela, mi amiga y su esposa, viven en Nueva York juntos. Mis padres en Lima juntos; y, mi abuela con mi tío en Miami. Yo estaba solo, había momentos que hablaba en voz alta sólo para escuchar mi voz. En fin, fueron dos años donde puse a prueba mi mente y autocontrol. No eran más que engaños que invadían mis pensamientos. Lo que aprendí es que no quiero estar solo nunca más. Mi hogar será donde está mi hermano. Tal vez en algún momento yo tenga pareja e hijos, nadie sabe. Pero por ahora daría mi vida para tener una Navidad más con mi familia.

He tomado pésimas decisiones y no sé qué consecuencias habrán tenido en la gente que quiero. Mis veintes estuvieron marcados por drogas, caos, una decepción amorosa que fue bastante fuerte para mí, peleas en la calle y furia incontrolable. Trataba de mantenerme calmado, pero bastaba una chispa para incendiarme. Situaciones de las que no estoy seguro cómo sigo vivo. Sin embargo, es fácil fijarse en lo negativo, hasta cierto punto, pero también tuve muchos logros que aprendí a celebrarlos después. Darle vueltas a mi última década genera pensamientos que no valen la pena. A veces se incrustan en mí, incógnitas como ¿merezco este momento feliz? La verdad es que sí, aunque sea unas cuantas veces al año le agradezco a la vida misma poder permitirme disfrutar de la gente que quiero, mi familia. Eso es lo importante de la Navidad, a quién le importa el nacimiento de Cristo en el fondo. Mientras escribo esto me río. Quién me creo intentando esparcir una sabiduría que no tengo. Como me dicen mis padres: “Aun te quedan 50 años de vida, por lo menos”. Supongo que en estas épocas la melancolía se escurre entre las conductas y me hace pensar cosas así.

Antes no podía calcular la suerte de que mi teléfono suene y sean mis padres llamando o mi abuela, de 89 años. No todos tienen esa suerte. Es verdad que acabó una etapa. Antes de volar, rompí todos mis apuntes y dibujos que había acumulado en los últimos años. Pensé en guardarlos en algún lado, pero no habría significado lo mismo.  Mientras lo hacía recordé la primera vez que escribí algo por mi propia cuenta y convicción. Tenía algo que ver con un amor infantil y también con la sombra de mi excelsa familia. Lo terminé de escribir y a las horas le robé un encendedor a mi hermano para quemarlo. Nunca recordaré exactamente lo que contenía ese papel.

¿Por qué lo hice? Los años que vienen me voy a dedicar a viajar, escribir y leer. Navegaré como un pirata buscando los tesoros que esconde el mundo, mi intuición me lo susurra desde niño y ahora es el momento. Nada me amarra para no hacerlo. Creo que lo hice por eso, en esta nueva travesía mi valija emocional tiene que estar ligera y con espacio para cosas nuevas. Lo hice ahora que voy a ver a todos mis seres queridos reunidos. Una Navidad sin árbol en casa. Me equivocaba pensando que no tengo nada cuando lo tengo todo. Incluido personas que quiero proteger más allá de la obligación. Eso me hace más fuerte. En este divagar de palabras escritas les muestro todo lo que me genera esta época del año. Solo puedo finalizar diciéndoles: ¡Feliz Navidad!

 

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