[Migrante al paso] Entre sueños y realidad
Me levanto de frente, algo raro pasaba, normalmente me quedo dando vueltas varios minutos, incluso horas. Estaba en otro cuarto, el mío, pero cuando era pequeño. Una mancha pegajosa negra comenzaba a crecer por las paredes e invadía el aire. Me quería atrapar. Yo solo corría en dirección al cuarto de mis padres. Me atrapaba, volvía a levantarme, la oscuridad me envolvía, de nuevo en mi cama. Se repitió varias veces hasta que en uno de los intentos logré llegar. Volví a despertarme, esta vez sí fue de verdad. Fue un sueño de hace, por lo menos, cinco años. Pocas veces tenía pesadillas, pero la mayoría las recuerdo. Con mi antiguo psicoanalista hablaba de ello seguido, siempre intentando descifrar los significados, al final me di cuenta de que es imposible, está bien pensarlos un poco, pero demasiado no vale la pena. A veces los sueños solo existen para sacudirte, como una especie de ensayo emocional de lo que no te atreves a vivir despierto.
En Buenos Aires, después de unos meses malos, una noche entraron mi abuela, mi tío y Gruñón, mi Jack Russell con sobrepeso. Recuerdo clarísimo que se subió a mi cama que estaba pegada contra la pared y cuando se acurrucó a un costado, me desperté. Ahí sí no había mucho que pensar, probablemente era mi propia mente diciéndome de una manera extraña que me anime. Es extraño, por más que no sean verdaderos o ciertos no les quita el hecho de que sigan siendo reales. A veces son tan divertidos que no provoca despertarse. De hecho, yo creo que en algún momento, cuando la realidad ya sea insoportable para la humanidad, todos se van a sumergir en un mundo virtual y de manera voluntaria. No los culpo. En mi caso, no lo haría porque he crecido de una manera distinta y he tenido la suerte de viajar y darme cuenta de que sorprenderse es más fácil de lo que parece. Pero entiendo que la mayoría de las sorpresas que nos llevamos son malas porque lo malo vende más.
Ahora despertarse es distinto que antes, ya no es un espacio de calma y comodidad. La gente, y yo no me excluyo, abre los ojos y lo primero que hace es agarrar el teléfono, ver si te han escrito y entrar a redes sociales. Cómo la gente no va a estar de mal humor, si te empujan noticias y comentarios desagradables desde que te despiertas hasta que te duermes. Lo peor es que al final solo está bajo nuestro control, pero aparenta ser al revés. Si a mi generación le afecta y a veces sientes que si no eres parte de esas plataformas no eres nadie, imagínense haber nacido ya con eso existiendo, debe sentirse horrible. Verlo es desesperante. Ya no ves a grupos de niños saliendo a montar bicicleta ni jugar fútbol en la calle. Cuando vas a restaurantes, las mesas están silenciosas, todos metidos en sus teléfonos.
Es obvio que la gente se está volviendo más tonta, los profesionales ya no te dan la confianza de antes. Tuve que ir como a 20 psicólogos hasta encontrar uno bueno. Los doctores te recetan cualquier cosa y te diagnostican algún trastorno mental a los 3 años por tener algún pequeño problema de atención o lo que sea. Si hubiera sido así antes, yo estaría en un manicomio o algo así, y tengo algunos amigos que hasta los hubieran tachado de psicópatas. Pero quién sabe, de repente solo me estoy volviendo un viejo renegón.
Los dos lados se han vuelto extremadamente vulnerables a cualquier cosa. Yo estoy al medio. Por un lado, están los que sobre reaccionan a cualquier adversidad y toman papel de víctimas; por otro están los llamados haters que son los peores, parecen una plaga. Yo también cometo el error de ver sus videos y comentarios. Me malogran el día. Unos viejos manganzones quejándose de la protagonista de una serie porque es menos bonita que la del juego en el que se basa. Francamente, da lástima. Y para mí es inevitable pensar que ya no tenemos salvación, sobre todo cuando lo veo al levantarme.
Comencé hablando de mis sueños y terminé haciendo una crítica. Es que ya no te dejan ni dormir tranquilo. Creo que por eso me encanta dormir y soñar, sobre todo cuando estoy en Lima. Es como si no quisiera despertarme porque lo que sueño es mil veces mejor que lo que veo despierto. En casi todo, menos en la comida. Y si los sueños, incluso los más absurdos, me dan calma o algo parecido al sentido, me basta. A veces revivo conversaciones que nunca tuve o reencuentros que no pasaron, pero que me consuelan. Me invento futuros con gente que ya no está, o despierto con una idea que no sabía que necesitaba. Es como si cumplieran la función de amortiguar pequeñas molestias que recibes diariamente.