[Migrante al paso] Entre sueños y realidad

Me levanto de frente, algo raro pasaba, normalmente me quedo dando vueltas varios minutos, incluso horas. Estaba en otro cuarto, el mío, pero cuando era pequeño. Una mancha pegajosa negra comenzaba a crecer por las paredes e invadía el aire. Me quería atrapar. Yo solo corría en dirección al cuarto de mis padres. Me atrapaba, volvía a levantarme, la oscuridad me envolvía, de nuevo en mi cama. Se repitió varias veces hasta que en uno de los intentos logré llegar. Volví a despertarme, esta vez sí fue de verdad. Fue un sueño de hace, por lo menos, cinco años. Pocas veces tenía pesadillas, pero la mayoría las recuerdo. Con mi antiguo psicoanalista hablaba de ello seguido, siempre intentando descifrar los significados, al final me di cuenta de que es imposible, está bien pensarlos un poco, pero demasiado no vale la pena. A veces los sueños solo existen para sacudirte, como una especie de ensayo emocional de lo que no te atreves a vivir despierto.

En Buenos Aires, después de unos meses malos, una noche entraron mi abuela, mi tío y Gruñón, mi Jack Russell con sobrepeso. Recuerdo clarísimo que se subió a mi cama que estaba pegada contra la pared y cuando se acurrucó a un costado, me desperté. Ahí sí no había mucho que pensar, probablemente era mi propia mente diciéndome de una manera extraña que me anime. Es extraño, por más que no sean verdaderos o ciertos no les quita el hecho de que sigan siendo reales. A veces son tan divertidos que no provoca despertarse. De hecho, yo creo que en algún momento, cuando la realidad ya sea insoportable para la humanidad, todos se van a sumergir en un mundo virtual y de manera voluntaria. No los culpo. En mi caso, no lo haría porque he crecido de una manera distinta y he tenido la suerte de viajar y darme cuenta de que sorprenderse es más fácil de lo que parece. Pero entiendo que la mayoría de las sorpresas que nos llevamos son malas porque lo malo vende más.

Ahora despertarse es distinto que antes, ya no es un espacio de calma y comodidad. La gente, y yo no me excluyo, abre los ojos y lo primero que hace es agarrar el teléfono, ver si te han escrito y entrar a redes sociales. Cómo la gente no va a estar de mal humor, si te empujan noticias y comentarios desagradables desde que te despiertas hasta que te duermes. Lo peor es que al final solo está bajo nuestro control, pero aparenta ser al revés. Si a mi generación le afecta y a veces sientes que si no eres parte de esas plataformas no eres nadie, imagínense haber nacido ya con eso existiendo, debe sentirse horrible. Verlo es desesperante. Ya no ves a grupos de niños saliendo a montar bicicleta ni jugar fútbol en la calle. Cuando vas a restaurantes, las mesas están silenciosas, todos metidos en sus teléfonos.

Es obvio que la gente se está volviendo más tonta, los profesionales ya no te dan la confianza de antes. Tuve que ir como a 20 psicólogos hasta encontrar uno bueno. Los doctores te recetan cualquier cosa y te diagnostican algún trastorno mental a los 3 años por tener algún pequeño problema de atención o lo que sea. Si hubiera sido así antes, yo estaría en un manicomio o algo así, y tengo algunos amigos que hasta los hubieran tachado de psicópatas. Pero quién sabe, de repente solo me estoy volviendo un viejo renegón.

Los dos lados se han vuelto extremadamente vulnerables a cualquier cosa. Yo estoy al medio. Por un lado, están los que sobre reaccionan a cualquier adversidad y toman papel de víctimas; por otro están los llamados haters que son los peores, parecen una plaga. Yo también cometo el error de ver sus videos y comentarios. Me malogran el día. Unos viejos manganzones quejándose de la protagonista de una serie porque es menos bonita que la del juego en el que se basa. Francamente, da lástima. Y para mí es inevitable pensar que ya no tenemos salvación, sobre todo cuando lo veo al levantarme.

Comencé hablando de mis sueños y terminé haciendo una crítica. Es que ya no te dejan ni dormir tranquilo. Creo que por eso me encanta dormir y soñar, sobre todo cuando estoy en Lima. Es como si no quisiera despertarme porque lo que sueño es mil veces mejor que lo que veo despierto. En casi todo, menos en la comida. Y si los sueños, incluso los más absurdos, me dan calma o algo parecido al sentido, me basta. A veces revivo conversaciones que nunca tuve o reencuentros que no pasaron, pero que me consuelan. Me invento futuros con gente que ya no está, o despierto con una idea que no sabía que necesitaba. Es como si cumplieran la función de amortiguar pequeñas molestias que recibes diariamente. 

 

[Migrante al paso] Van un par de semanas donde mis padres están de viaje. La calle está rota. La cocina en remodelación. El primer piso barnizado. Por 3 días tuve que dormir en el mismo cuarto donde dormí cuando era pequeño, hasta los 10 años, aproximadamente. Cuando las noches eran misteriosas y tu imaginación era más potente que cualquier pensamiento lógico. Ahí, echado, con la misma imagen que veía antes de dormir cuando era chico. La puerta del cuarto y la del baño consecutivas y casi yuxtapuestas. Pude volver a sentir esas noches místicas de nuevo, hasta podía sentir a mi hermano al otro lado del cuarto durmiendo, donde estaba su cama durante nuestra infancia. Han sido noches en las que, entre sueños, cansancio y estímulos conocidos pero antiguos, todo eso junto es tierra fértil para los recuerdos.

Vi una película de terror, con una pizza y Coca-Cola, exactamente como lo hacía hace años. Comiendo en la cama. Era el mejor plan. Hasta ahora mi abuela se mata de risa de que la hice ver El Señor de los Anillos como 50 veces cuando mis papás salían y ella se quedaba cuidándome. Creo que hasta se había aprendido el diálogo de memoria. Hasta ahorita, veo por lo menos una vez al año la trilogía, la versión extendida. En fin, esa noche dormí ligeramente asustado. Me metí en el papel. Me pareció escuchar que me llamaban desde el primer piso, creí escuchar el piano y recordaba mis miedos de niño. A veces pensaba —no te miento, hasta lo veía— que un monstruo me perseguía; era una quimera de los villanos de ficción que había visto. También, en uno de los pequeños estantes de mi cuarto me imaginaba —también al punto de creer que la veía— a una bailarina de ballet diminuta dando vueltas en su pequeño cuadrilátero de madera.

Aparte de esas pequeñas leyendas personales, las casas tienen su propia mitología o algo similar. Sobre todo entre hermanos que no se llevan muchos años y crean un mundo mágico colectivo, y el miedo nunca escapa de estos terrenos. Como toda cultura, en este caso en micro, existen guardianes, y en nuestro caso eran nuestros perros. El más emblemático, Max, un pastor alemán gigantesco que visitaba cada cuarto de la casa antes de dormir para luego echarse a mis pies encima de mi cama.

Había 3 pilares estructurales de la casa para nuestro pequeño mito. Teníamos un cuarto de juego, donde aparentemente nuestros padres nos cedieron ese espacio y podíamos hacer lo que queríamos ahí. Jugábamos con infinitos muñecos, juegos de cartas, ya sean de Magic o de Yu-Gi-Oh!. En un momento fue cuarto de ping-pong. Luego estaba todo pintado y garabateado por nosotros mismos y amigos cuando era el spot de nuestras primeras fiestas o reuniones. También fue el taller de mi hermano y, mucho después, mi último cuarto que hasta ahora se mantiene ahí. Es algo importantísimo que los niños tengan su propio espacio, y en nuestro caso tuvimos la suerte de que fuera un cuarto completo. Era nuestro santuario y guarida.

En el segundo piso había un cuarto en el que no había nada. Una vez quisimos convertirlo en un laboratorio científico. A veces lo usábamos para entrenar karate. Pero nunca estuvimos mucho tiempo ahí, algo andaba mal con ese cuarto. Diría que, si existen las cargas negativas, en nuestra casa solo ese cuarto la tiene. Está al final del pasillo. Para cruzar de nuestro cuarto al baño, teníamos que cruzar sin ver a la derecha. Nunca a la derecha. Ahí estaba ese rectángulo totalmente oscuro. Mi hermano una vez me dijo que una bestia dormía ahí de noche y yo me lo imaginaba respirando, con ojos rojos enormes, cuando evitaba mirar aquel hueco. Era como una puerta a lo que sabíamos que existía pero no queríamos ver. Este lugar tomó el rol de ser nuestro almacén de miedos. Ahí los depositábamos todos. Ya un poco más grande, fue mi cuarto y, por alguna razón —puede ser que me sentía solo o que efectivamente hay algo raro— prefería dormir en el sillón del cuarto de mi hermano que en mi propio cuarto. Incluso cuando regresaba del colegio me dormía en la cama de mi hermano. Luego, cuando él regresaba de la universidad, me gritaba porque decía que la dejaba toda caliente.

El último lugar era la biblioteca. Miles de libros en rumas. Olía a polvo y estaba detrás del cuarto de mis padres. Ese lugar sí parecía otra dimensión. Parece demasiado grande; si ves la casa por fuera, es difícil imaginar que ese espacio está ahí. Por ahí también subíamos al techo y, también, hay una segunda puerta que da a la calle. Tiene una distribución surrealista. Ese lugar era el que nos permitía volar. El pilar del conocimiento. Tenía sueños recurrentes sobre un ascensor que estaba oculto entre los libros y te llevaba a un laberinto subterráneo. Se fue repitiendo mientras crecía y muchas veces. Habiéndoles contado todo esto, solo puedo dar gracias a haber tenido una infancia con espacios que nos permitían pensar y, sobre todo, imaginar. Es un privilegio en un país como este, donde la mayoría de niños crecen plagados de entornos tóxicos, violentos y de escasez. Nadie tiene por qué crecer ni vivir en esas circunstancias, por lo tanto, lo mínimo que puedo hacer es estar agradecido e intentar ayudar a que no sucedan esas cosas dentro de mi potencial poder de cambio.

[Migrante al paso] Regresando en la tarde, escuchando la Champions League en la radio, un miércoles de educación física. Una vez por semana nos íbamos a la sede de Pachacámac para jugar fútbol y otras actividades secundarias. Era una cancha 11 vs. 11 increíble, impecable, rodeada de cerros y con un cielo siempre despejado. El problema era que se encontraba a kilómetros de la sede normal del colegio. Todos entusiasmados, escuchando los partidos en el bus. Me acuerdo clarísimo de un partido: Manchester United vs. Barcelona. Messi vs. Cristiano Ronaldo en sus primeros años de futbolistas y ya eran los mejores. Dos jóvenes veinteañeros que habían roto todo lo que se conocía como fútbol y no paraban de ganar partidos y llevarse todos los trofeos. Yo, de niño, veía esa camiseta roja y me emocionaba. También estaban Rooney, Beckham, Tévez. Dije: ¿por qué no volverme fan de ese equipo? Poco sabía que años después solo traería decepciones, como vimos en la final de la Europa League. Parece otro equipo. Antes eran unas fieras hambrientas de gol que salían a matar. Aparte, los conocían como Red Devils, demonios rojos. Todo en ese equipo era alucinante. No soy de los que piensa que en el pasado las cosas eran mejores, pero en cuanto a este deporte, sí me gustaba más antes. Había una pasión más cruda, más directa.

En esa época —y anteriormente también— para ser un crack y una estrella del fútbol tenías que ser naturalmente bueno; ahora el deporte es mucho más atlético, todos están megaentrenados y con eso basta. Suena a que lo estoy minimizando, pero no, al contrario, el nivel de esfuerzo que ves en los jugadores es motivador. Y el más grande de todos en ese aspecto es Cristiano Ronaldo, sin lugar a dudas. Si me preguntas quién te parece el mejor de la historia, te respondo que Messi; pero si me preguntas cuál de los dos es tu favorito, sí pienso en Cristiano Ronaldo. Igual, por encima de los dos, siempre voy a tener a Ronaldo, el brasileño. Es increíble la cantidad de deportistas que inspiró. En todos los deportes ves a gente celebrando como él; son niños que en algún momento lo usaron como ejemplo para ser lo que son ahora. El fútbol es eso también: espejos y referentes. En general, creo que se aplica a todo: hagas lo que hagas, si le pones la dedicación que demuestra el jugador portugués a tu área, vas a ser un grande. Yo hasta ahora he demostrado mucha inspiración y poca transpiración. Recuerdo que esas palabras me las dijo el director de mi colegio el día de graduación. No ha cambiado mucho eso y no me siento bien al respecto. Sí me gustaría por lo menos acercarme lo más que pueda a la dedicación de estas personas. Veremos si lo logro. A veces lo intento, otras veces solo lo pienso.

Francisco Tafur

Tengo la suerte de haber ido a dos mundiales: el de Brasil 2014 y el de Rusia 2018. Los dos fueron mágicos. Todas las ciudades del país se contagian de la fiebre del fútbol y se vuelven festivales. Gente de todos los países con sus camisetas gritando y bailando en las calles. Hay una energía que no se puede describir del todo. Recuerdo en Brasil ver el partido España vs. Holanda, donde el segundo ganó 5-1, y vi de cerca uno de los mejores goles de la historia. Van Persie metió un gol de cabeza e hizo historia. También vi a Cristiano Ronaldo de cerca cuando Portugal jugó contra Alemania y perdió 4-0. A Messi ya lo había visto jugar porque es normal un partido de Perú vs. Argentina, pero ver a Cristiano Ronaldo era algo que en ese momento me parecía imposible, sobre todo para mí, que era un fan. Era como ver a un personaje de videojuego caminando frente a ti. En el Mundial de Rusia pudimos ver las semifinales y la final. Mi favorito de ese Mundial fue Hazard, sin lugar a dudas. El partido de Bélgica vs. Francia fue como una final adelantada. Ese Mundial fue especial. Perú se quedó en fase de grupos, pero no llegábamos a un Mundial hacía 36 años. Yo nunca lo había visto en un Mundial; ahora parece nuevamente un sueño lejano. También fue especial porque, como todos sabemos, conocer Rusia en estos momentos es algo inaudito. El mundo cambia demasiado rápido. Lo que hoy parece accesible, mañana puede ser imposible.

No lo llaman el deporte rey por las puras: despierta el lado más primitivo de las personas. Es por eso que puedes ver a gente vieja comportarse como niños. Es un deporte accesible para todos: solo necesitas una pelota de cualquier precio y con eso ya puedes comenzar a jugar. No discrimina por clases sociales ni color de piel, solo importa divertirse y ganar. A cualquier niño del mundo le das un balón y se va a divertir. Puede ser de trapo, de plástico o de cuero profesional, pero la emoción es la misma. Lo que sí es notorio es la diferencia en el apoyo del Estado a sus deportistas. En Perú no existe ese apoyo para nada. Da pena solo pensar en la cantidad de jugadores buenos que deben haber existido en nuestro país y nunca fueron vistos; la cantidad de promesas actuales que jamás serán vistas. Estamos en un país patas arriba y parece una locura darle importancia al deporte, pero la realidad es que es uno de los factores que más aumentan el potencial de un país y también de mejora social y cívica. Me gusta pensar que en algún momento se le dará la importancia que merece. Ojalá no tengamos que esperar toda una vida para verlo.

[Migrante al paso] Un partido de fútbol

¿Que me llevo a esconderme tanto tiempo?, me preguntaba apenas entré a la pequeña cancha 6 vs 6, pisando el pasto sintético. Zapatillas rotas, no jugaba hace años, así que usé las más desgastadas que tenía. Mis pies son muy grandes y siempre ha sido difícil que haya alguien que me pueda prestar. Me sentía cómodo. Lo mejor es que en mi equipo estaba la persona con la que más veces jugué de chico, era el mejor y lo admiraba por eso. Yo solo era hábil y tímido. Horas en el parque simplemente pasándonos la pelota, conversando de Dragon Ball, las chicas de las promociones mayores y qué tipo de pizza nos íbamos a comer más tarde. Las cosas no deberían ser más complicadas que eso, pero normalmente no son como deberían ser. No me sucedió nada particular, no se murió nadie, no me dio una enfermedad, simplemente me escondí mucho tiempo.

Comencé de 9, con mi amigo siempre compartimos el fanatismo por Ronaldo, el gordo; queríamos ser como él, así que siempre quería jugar arriba, la verdad es que era mejor defendiendo, pero quería meter goles. Nunca fui rápido, pero tenía timing. Apenas llegó la pelota a mis pies, todo comenzó a moverse rápido, mi cuerpo no podía seguir mis pensamientos, y me sentía pesado, sin agilidad. No importaba, algo había recuperado. Le puse color a una pantalla blanco y negro. Había perdido reflejos, pero no la intuición. Fui el peor del equipo probablemente, metí un gol por lo menos, de lo contrario hubiera sido un desastre total. La mitad del partido pedía tapar porque sentía que me ahogaba. Mis lentes empañados por el calor corporal y un chaleco que me quedaba apretado. Visto desde afuera probablemente hubieran creído que la estaba pasando mal. Pero no. No me divertía así hace mucho. A pesar del dolor de piernas y la torpeza con la que corría, por dentro algo se ordenaba. Apoyado en un palo del arco, agitado, volvía a pensar: ¿Por qué?

Un partido de fútbol

Llegó un momento en que me sentía extranjero en mi ciudad, un desconocido con mis amigos, molesto con mi propia forma de ser. Me incomodaban mis silencios, pero más aún mis opiniones. Insulté modos de pensar similares al lugar donde ahora trabajo, me reí en la cara de religiones e incluso le falté el respeto a dioses ajenos. Me volví un personaje sarcástico, medio soberbio, medio herido. Supongo que al final solo me estaba insultando a mí mismo. ¿Quién diablos me creía? Mi propio ego me jugó una mala pasada, y por mucho tiempo. Al igual que me rescató en muchas situaciones, esta vez me daba palizas. Caí en el miserable juego adulto de odiar todo solo por no saber qué más hacer. Empecé a pensar que todo lo que hacía era inútil, que todo intento era decorativo. Siempre he sido renegón, lo sigo siendo, pero ya llevo un tiempo distinto a lo que era antes y más parecido a lo que fui anteriormente. Es curioso cómo uno se da cuenta del daño cuando ya está lejos del momento. Hay mucho por lo cual pedir perdón, asumo, sin embargo, un perdón culposo no vale nada. Es como no robar por temor al castigo. Curiosamente así funciona el mundo.

Cuando era niño, luego de perderle el miedo a las piscinas donde no tenía piso, me sumergía, botaba el aire para no flotar y me quedaba en el fondo, dejándome llevar por las sutiles ondas que se pueden producir en tan poca agua. No escuchaba nada, salvo mis propios latidos. No podía ver bien, salvo por la luz que entraba de la superficie. Me gustaba esa soledad controlada, ese silencio momentáneo donde no debía agradar a nadie. Sentía que todo lo que necesitaba estaba ahí abajo, al menos por unos segundos. De adulto, retomé el miedo de no tener piso. Lo que aparentaba ser una vida caótica solo era el reflejo de ideas y argumentos negativos demasiado organizados y sistematizados. El ruido mental era constante, como una radio mal sintonizada. El problema no es esconderse en sí, sino que dejas de actuar, te quedas paralizado. Y cuando te detienes mucho tiempo, las excusas se vuelven principios. La gente suele consolarte con la mentira de que al final el tiempo lo cura o soluciona todo, la verdad es que hacer cosas cambian las cosas.

Jugar fútbol, después de años, fue una de esas cosas. Saliendo de la cancha, yendo a pagar mientras el ruido de unos viejos barrigones que toman cerveza después de jugar te acompaña durante el partido y después. No es mentira cuando dicen que es un deporte mágico. En mi caso, recordar la sensación de ser niño me motivó a seguir divirtiéndome. Me devolvió una parte que no sabía que extrañaba. Por más que el mundo aparenta cada vez ser más peligroso, no todo el exterior está mal, ni te están atacando. Hay belleza en lo que no controlas, en lo que simplemente ocurre. Ni entre tus cuatro paredes, ni dentro de tus pensamientos se encuentra lo bonito de la vida, por lo menos eso creo últimamente. Ahora me pregunto: ¿Qué pasará si vuelvo a hacer las cosas que disfrutaba antes?

[Migrante al paso] La niñez. De pequeños soñamos con lograr cosas grandiosas cuando pases a ser adulto. Desde un Michael Jordan o un Ronaldo el Gordo, hasta Freddy Mercury y un científico loco. Artistas, rockstars y millonarios. Estos deseos van mutando y muchas veces entramos en contradicciones, a veces letales. Borraría algo de mi pasado, no lo sé. Tal vez, lo borraría todo. ¿No sienten que a veces, para lograr nuestros sueños de infancia, tienes que romper también con el ideal que tenías cuando eras niño? Yo me lo preguntaba constantemente, luego me di cuenta de que darle la vuelta a eso por 10 años, solo fue una pérdida de tiempo. Ya me aburrí de tanta preocupación y tan poca ocupación. Me quedaría con la enseñanza, pero ese pensamiento rumiante lo eliminaría. Entonces, ahora que estoy escribiendo, recupero la pregunta sobre qué es lo que realmente vale la pena borrar. Como base ficticia de que se puede. Hay ciertos momentos, ciertas anécdotas de las que me arrepiento; normalmente me acechan al despertar o antes de dormir. Eso que son cosas leves y totalmente parte del desarrollo de cualquiera; imagínense lo trastornadas que están las mentes malvadas para poder estar tranquilos con sus actos.

Estábamos frente al arco, él solo, no hablaba. Le paso la pelota. Patea y la manda a cualquier lado. Recuerdo molestarme, voltear y ver su cara. Parecía asustado, normalmente una mirada así hubiera detenido cualquier pensamiento conflictivo en mí, esta vez no fue así. Me limité a quedarme callado y mirarlo feo. En esos tiempos, una pichanga de educación física nos la tomábamos como si fuera la final de un mundial y, como se sabe, en el fútbol entras en una especie de trance y, si no lo manejas bien, saca lo peor de ti. —Túpac —le gritaba uno. —Yupanqui —le comentaba el de su costado. Así varias seguidas. —Pachacútec —se iban aglomerando las bromas. Todo a manera de abuso. Luego me di cuenta de que es un insulto bastante ignorante, es como intentar hacer sentir mal a alguien y decirle Julio César o Alejandro Magno.

Iba pasando el partido y yo lamentablemente también me uní. Cada vez más. Todos se reían de mis chistes y yo reía de vuelta. No pude notar la ira de quien estaba recibiendo las burlas. Estaba bloqueado y perdí todo control sobre mí. Tenía máximo 12 años, pero igual es algo que me sigue persiguiendo. Perdimos. En el calor de la piconería le eché la culpa a él de perder, frente a todos. En el camino largo hacia los cambiadores, sentí que había sido cruel. No creo que existan niños que escapen de eso. Evidentemente algunos más que otros. Como niño sensible, me dieron ganas de llorar.

Tocaba clase de carpintería. Entré a este almacén oscuro, sin ventanas, todo lleno de madera, martillos, fierros, pinturas y unos estantes que rodeaban toda la habitación. Estaba dándole la espalda a todo buscando unas herramientas, siento un empujón fuerte y mi cabeza chocó con uno de los filos. —¡Ahora pues! —me dice violentamente. Volteé en posición de pelea inmediatamente. Pude ver antes de reaccionar y era el chico del partido de fútbol. Sus ojos sólo decían que me quería rellenar a golpes. Fue ahí que me di cuenta de la magnitud. Lo abusivo, discriminador, todo lo que estaba fuera de mi ideal lo había perpetrado y llegué a esa situación. Fue tan fuerte que recuerdo a detalle el ambiente, solo estábamos los dos. Su mano agarrándome el hombro. Yo confundido. La imagen que tenía de mí era de un protector y estaba en la situación contraria. Me amenazó y me dijo para encontrarnos en la esquina del colegio, después de la salida. Nunca me había pasado algo así. No le tenía miedo a la violencia, le tenía miedo a lo que había hecho. Peleas había tenido miles, pero siempre del lado correcto o de manera deportiva.

 Borrarlo o no.

No pude concentrarme, no hablaba, solo pensaba. Supe qué es lo que tenía que hacer. Una idea bastante infantil, pero honrosa y sin huir. Sobre todo, me basé en qué harían mis personajes favoritos de animes o caricaturas. Era solo un niño, después de todo. No le conté a ninguno de mis amigos, tenía que hacerlo solo. Sonó el timbre y me dirigí al lugar acordado. Él estaba preparado, también solo. Yo solo pedí disculpas y que si nos peleábamos no me iba a defender porque me lo merecía. Su rostro cambió de ira a comprensión. Es extraño, nunca había hablado de eso y he sentido un poco de alivio. Era un buen tipo, bravo. Qué será de él. Es curioso cómo ciertas historias se te quedan marcadas; no tengo los años para decir que para siempre, pero sí que bastante tiempo.

Es posible analizar esta anécdota desde muchas perspectivas. Solo sé que me dediqué a ser amable, más de lo que era, fui un héroe en muchas circunstancias. Sin embargo, me olvidé de ser un héroe conmigo mismo. No lo borraría, borraría solo varias convicciones que el mismo día a día te impone. En cuanto a eso, sí, hay que romper todo. Somos un cúmulo de historias, algunas escondidas, otras olvidadas y otras siempre ahí. Recordar tanto, pensar tanto, preocuparse y mucha culpa; tal vez sin eso avanzaría más rápido. De repente sería mejor abandonar eso. Igual, es imposible de comprobar, así que solo se puede avanzar.

[Migrante al paso] Subíamos una torre de madera. Piso a piso mis piernas se debilitaban. Los niños subían corriendo y yo me agarraba fuerte de la baranda porque temblaba. Mi miedo a las alturas sigue siendo el mismo. En ese momento era 10 años menor, por lo menos. Llegamos al último piso y comenzamos la fila para hacer rappel. Hasta ahora no entiendo cómo les hice caso y terminé en esa situación. Me iba a morir de miedo. Primero lo hizo mi hermano mayor, con un poco de temor, pero rápido. Le tocaba a mi padre que hasta el momento había ocultado perfecto que en realidad estaba en la misma situación que yo. Se demoró como 10 minutos solo en dar el primer paso, el más difícil, de espaldas hacia el vacío, agarrado de una cuerda. Comenzó a bajar y a la mitad se quedó prendido de la cuerda con todas sus fuerzas. Hasta ahora me acuerdo, entre las risas de mi madre como uno de los instructores de abajo gritó: —Señor, respire—. Yo me reí después. En ese momento solo estaba pensando en cómo sobrevivir a lo que me esperaba.

Ahora quedábamos mi madre y yo.

—Tírate tú, yo bajo por las escaleras—le decía asustado.

—Anda, te toca, no seas miedoso—me decía mientras la fila avanzaba—mira los niños se están tirando—se reía.

—Se pueden tirar 500 niños, yo bajo por las escaleras.

Al final ella fue primero con la condición de que yo baje después. Parecía una profesional, lo hizo sin dudar y en un segundo ya estaba abajo. Así es, todo lo que hace lo va a hacer bien y es motivador. Ahora estaba a un paso de la caída, ya amarrado. Me puse de espaldas con las manos en la posición que te pedían, una atrás a la altura de la cintura para regular la velocidad de bajada y otra adelante, sosteniendo la cuerda. No sé cuánto tiempo pasó antes de hacerlo. Me rendí una vez, ya iba a retirarme mientras veía a mi familia abajo, todos sonriendo. Mi papá gritó desde abajo: —Dale un intento más—. Lo hice, lo más difícil fue darle la espalda al vacío, después de eso, cuando ya estaba sostenido en el aire, solo había una salida: bajar. Lo hice más rápido de lo que pensé. Apenas pisé la tierra, solté todo a modo de risas. En ese viaje, mi padre me empujó 3 veces, esta fue la primera. Luego, cuando por miedo no quería saltar del bote en altamar para nadar con tiburones ballena. La última fue más por bromear, cuando me tiró al agua helada de un cenote.

Toda mi vida he podido avanzar a paso lento gracias a estos empujones de mi familia. De lo contrario, probablemente nunca hubiera hecho nada. Solo en ese viaje familiar, pude superar mi mayor miedo y ver a una criatura colosal desaparecer en la oscuridad del fondo marino. Lo que sentí en esos momentos está atesorado adentro mío.

Francisco Tafur. Crónica de Sudaca

Ahora que tengo 31 años, ya aprendí que muchas veces para salir de alguna situación concreta, por más que varias manos soporten mi peso mientras se hunde, el único que puede generar un cambio verdadero soy yo. Para hacerlo, solo puedo usar esos recuerdos como combustible. Los rostros sonrientes de mis padres en viajes, el matrimonio de mi hermano, mi abuela regalándome plata a escondidas, mis tíos regalándonos videojuegos de chicos, en esas figuras se basan mis ganas de querer sentirme bien y cada vez fortalecerme. Así es la única manera en que seguiré avanzando. Con la cabeza en alto, orgulloso de quien soy y agradecido de cómo crecí. Puedo perder muchas veces, pero eso no me lo va a quitar nadie.

El año pasado, caminaba por las calles de Osaka. Después de dos meses viajando por todo Japón, me comencé a sentir diminuto. Estaba lejísimos de todo. No había interactuado de manera elaborada en mucho tiempo. Era como si hubiera olvidado el sonido de mi propia voz. Miraba a mi alrededor y todo era desconocido. Seguí cabizbajo. Me metí por unos callejones con la intención de alejarme de la gente, ya que me estaba superando la ansiedad. Llegué sin querer a una escultura de Buda toda cubierta de moho. El verde era intenso y lo cubría en su totalidad. Había un par de ancianos meditando con las palmas juntas frente a él. Me quedé mirando atento.

Se fueron, y me acerqué a la figura misteriosa que parecía insertada en medio de la modernidad de la ciudad. Agarré el agua de las pequeñas fuentes que suelen acompañar a estos monumentos. Chorreé un poco en la figura para aportar a ese verde intenso y luego me mojé la cabeza hasta estar empapado. Cerré los ojos y junté las manos. No lo hacía desde que mi abuela nos hacía rezar, cuando éramos niños y aún creíamos en Dios. Lo único que pude pensar fue un gracias. Desde la oscuridad de mi mente sentía aquellas voces familiares llamándome con ternura por mi nombre, ese nombre que cuida de mí. Abrí los ojos, y algo había cambiado. Dentro de mí estaba ardiendo una luz extraña, incluso estando triste puedes ser genial, me repetía. De esa manera podré vivir tranquilo. Ha pasado poco tiempo desde que puedo levantarme y no pensar en expectativas ni sentidos, solo que puedo volver a ser el campeón que fui de niño, mirar sin temblar y sonreír todo lo que pueda. 

Después de esos clásicos regresos del colegio, donde el hambre y las ganas de hacer todo menos estudiar eran la prioridad, tenía que pedirles a mis padres que me compren Los jefes y Los cachorros, porque eran parte del plan lector escolar. Sin saber, dentro de la enorme biblioteca de mi padre se encontraba una joya oculta, nada menos que la primera edición. Recuerdo abrirlo y estornudar unas cinco veces por el polvo y olor a guardado. Sin querer, me enamoré de ese olor a reliquia. Por fin, pensaba. Estaba emocionado, ya que había llegado el momento de leer a aquel señor viejo, así lo veía, con pelo blanco y cejas pobladas. Lo que no me imaginaba es que la regresada al día siguiente fue con un libro en la mano y varios mareos de por medio.

—Y entonces todos supieron que a Cuéllar le había pasado algo espantoso —ahora que lo vuelvo a leer, me acuerdo del miedo—. Lo quisimos siempre, lo defendimos siempre, aunque no sabemos cómo ayudarlo —esa frase por fin logró entenderla a mis 31 años, la misma edad en la que él lo publicó.

Sabía que era una persona complicada. Las leyendas contaban que pedía ser encerrado en su propia biblioteca, que le metió un puñete a su hijo por retirarse de la universidad, que le metió otro a Gabriel García Márquez, por razones que ambos, cumpliendo su palabra, se llevaron a la tumba. Me causaba intriga. Y superó mis expectativas. Conocía su pasado político, que perdió las elecciones a la presidencia en 1990, tres años antes de que yo naciera, que pidió sanciones para el gobierno de Alberto Fujimori, aquel desconocido en su momento, que pudo superarlo en votos. Doctor Vargas, le decía a modo de quitarle el branding, digamos. Anécdotas que quedan en la historia, pequeños detalles que enriquecen la historia de este personaje que logró todo dentro de su mundo; me refiero al novelista, por supuesto. Después de todo, un escritor sin rabia es como un jugador de fútbol al que no le importa perder.

Me motivó. Mientras seguía escuchando leyendas, me enrumbé en un viaje literario, explorando otros autores, a leer en inglés, a escribir por mi cuenta. La idea de crear mi propio mundo sobre un papel en blanco le dio consuelo a un niño rebelde y a uno que necesitaba héroes ficticios. Ese es el poder de tener a una eminencia literaria peruana, tanto como cualquiera de nosotros. Años más adelante, descubrí el peso de un libro de más de 800 páginas. Conversación en La Catedral, esta vez sí fue comprado, ya que el afán de construir mi propia biblioteca se había insertado como una espina en mi cabeza. Constantemente, imaginaba la biblioteca de Vargas Llosa como una especie de laberinto, no muy diferente a la descrita en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, un lugar donde maravillas enterradas podían ser descubiertas. La imaginación es justamente lo que se incentiva al leer sus escritos. Recién esta semana me enteré de que había donado su biblioteca y se encuentra en Arequipa, así que ahora tengo una razón más para conocer esa ciudad. Esa historia extensa y rápida, en una Lima antigua para mí, y lejana en muchos sentidos, te enseña más que cualquier clase de historia. Solo una semana. Ya lo había terminado. No entendía cómo en una misma oración podía trasladarme del pasado, al presente y luego a otra ubicación geográfica. Genial.

—¿En qué momento se jodió el Perú?—, es una pregunta casi universal para todos nosotros, peruanos. Se aplica a toda época y generación. Probablemente coincidimos en que sigue jodido. Espero que no más que antes. Ahora que estoy releyendo fragmentos, es momento de saldar cuentas literarias y leer un par de novelas de nuestro autor que aún no leo. En especial, La fiesta del Chivo y La guerra del fin del mundo. Quieras o no, te caiga mal o bien, no importa. Es imposible crecer aquí y, queriendo ser escritor o algo similar, no tener influencia de Vargas Llosa. Es inevitable. Al igual que, así quieras o no, hay cosas por las cuales agradecerle. Tal vez es inapropiado, pero ahora, recordarlo me motiva a esforzarme como él lo hizo. Al final, me quedo con estas palabras que él mismo escribió; me dan a entender el tipo de persona que era y me agrada. Estas palabras del autor me las pasó mi padre cuando decidí dedicarme a la escritura:

«Yo voy a ser un escritor. Yo no voy a ser periodista, no voy a ser un abogado, no voy a ser un profesor. Aunque tenga que dedicar mi tiempo, para ganarme la vida, a esas actividades. Pero yo voy a ser un escritor. ¿Y qué va a querer decir en mi vida “ser un escritor”? Va a querer decir lo siguiente: que yo voy a dedicar lo mejor de mi tiempo y lo mejor de mi energía a escribir. Y voy a buscar trabajos alimenticios que no sustituyan, que no estorben, que no perturben esa dedicación fundamental a lo que es mi vocación. Si eso significa que voy a vivir con enormes dificultades materiales, pues que signifique eso. Pero yo sé que voy a ser infinitamente más “infeliz” en la vida si renuncio por razones prácticas a la literatura».

[Migrante al paso] Acá, en una ventana barranquina. Acompañado, solo, trabajando, escribiendo, fumando… pero la mayoría de las veces solo pensando. Llega un momento en que te aburres de pensar. Es para volverse loco. Felizmente, mi ventana está encima de la salida del estacionamiento del edificio. Hay dos de esos espejos redondos, para que cuando salgas manejando puedas ver si viene alguien caminando. Aparentemente son perfectos para las fotos. Por día se detienen cientos de personas. No las cuento, pero son demasiadas. Al comienzo no entendía qué pasaba. Desde adolescentes bailando para hacer TikToks, nunca falta una pareja, los fines de semana unos borrachos de madrugada. Así, viendo a mil personas parar un rato justo a mi costado. Ver a la gente es extraño: a veces los maldices y a veces te alegran el día. Depende de lo que veas. Pero me ayudan a distraerme un rato, para mal o para bien. Así dejo de pensar un ratito. Está subestimado. A veces creo que las personas más felices piensan menos. A veces por entrenamiento, y otras, solo están bendecidas con menos capacidad de procesar. Al final, no importa. En el fondo, me gustaría estar caminando, encontrar un espejo bonito y tomarme fotos haciendo muecas o sacando el dedo medio. Quién sabe.

Comienzo a decirme que la adultez es horrible, casi una condena. De pronto, un grupo de escolares uniformados, parados al frente, saltando, molestándose y riendo, me interrumpen esos pensamientos. Tengo que salir más también, si no me quedaré siendo un espectador de otras vidas. A este paso me voy a deprimir de nuevo; de repente ya lo estoy, pero ahora hasta me dan risa los pensamientos apocalípticos que entran. El otro día me llama un amigo de Londres: “¿Qué tal?”, me dice. “Acá, hecho una basura”, le respondo. Solo estallamos de risa por minutos por lo que había dicho. Ya se sabe que lo mejor para salir de ese bucle es reírte de las absurdeces que puedes llegar a pensar. Escribirlas también te ayuda. Verlo en papel te da perspectiva de que estás pensando tonterías. Las palabras tienen un poder único cuando están plasmadas; es como si aterrizaran en la hoja.

Francisco Tafur

Al igual que estos transeúntes que se detienen frente a los espejos, las risas suavizan cualquier idea turbia. Me dijeron que el trabajo con horario de oficina me iba a ayudar a estar más ordenado. Mentira, estoy más confundido que antes. Pero me levanto a las 8 a. m., es una mejora. No entiendo cómo puede existir la adicción al trabajo. Solo quiero ganarme la Tinka o algo así para no tener que trabajar nunca más. Tiene su lado bueno igual: aprendes. Y mis deudas no se van a pagar solas. Si no, ya estaría viajando de nuevo, tomándome fotos en espejos de calles de Japón o China. Algún lugar lejano y misterioso, como siempre me imagino. Y estaría escribiendo sobre eso. Pero bueno, siempre puede ser peor, mucho peor en mi caso. Dentro de todo, estoy en un trabajo tranquilo, con buen ambiente. Suena mi WhatsApp y es alguien del trabajo; veo mis últimas conversaciones y, salvo unas cuantas personas, todas las últimas son del trabajo. Así cómo no voy a pensar que estoy aburrido. Más allá de las bromas, es un lujo tener trabajo y estar agradecido de tenerlo. Una necesidad. Al final, es parte de aprender y, también, es vivir.

Tuve más de dos años viajando constantemente. Lima solo era mi paradero seguro y, obviamente, mi hogar. Ocho horas más adelantado, dos horas menos, en distintos continentes, distintos idiomas. Los aeropuertos eran algo común. Los bajones entran en todos lados, es imposible escapar de eso. De lo que no me di cuenta es que ver santuarios, paisajes y calles extranjeras me servían de alivio y distracción. Mis estímulos eran constantemente nuevos. Igual de nuevas que las caras que veo desde mi ventana. Es extraño: me siento cómodo, después de todo, es mi ciudad, pero a la vez estoy como un delfín afuera del agua, con el cuerpo aplastándose. Por eso, mi objetivo no ha cambiado. Voy a seguir viajando hasta que me aburra. Es lo único que extrañamente no me aburre; normalmente, nada me dura más que unas cuantas semanas. Pero esta vez tengo que ser constante, aprender a estar en un solo lugar por un rato y, apenas vea la oportunidad, seguir. Que no será dentro de mucho. Igual creo que continuar con ambas cosas es posible y no son excluyentes. 

La verdad, no me puedo quejar. Hay días mejores que otros, pero así es para todos. A veces solo se trata de hacer lo que toca y ya. Pensar menos, hacer algo que te saque de la cabeza un rato. No hace falta que todo tenga un sentido o que cada cosa te cambie la vida. Mirar por la ventana, trabajar, distraerse un rato… con eso alcanza. Claro que me gustaría estar en otro lado a veces, viajando o haciendo algo distinto, pero por ahora estoy acá, y está bien. No perfecto, pero bien. Supongo que de eso se trata. Seguir, sin complicarse tanto. Después de todo, no pasará mucho tiempo hasta que vuelva a moverme. 

Página 1 de 14 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14
x