Resulta evidente que toda construcción jurídica debe tener presente su efectividad y que el sentimiento que de ello brota está fundado en la convicción de que determinadas normas escritas o consuetudinarias son convenientes y justas para convivir. Dice Pablo Lucas Verdú, el reconocido jurista español, que las normas jurídicas, siendo la Constitución la de mayor jerarquía, calan profundamente en la sociedad y se incorpora en la vida social cuando los ciudadanos la sienten como algo suyo.

Afirma ese autor, “cuando un ordenamiento jurídico es capaz de suscitar amplia e intensa adhesión efectiva a sus normaciones y, sobre todo, a sus instituciones que más enraízan con las bases sociales, entonces tal ordenamiento es algo vivo, (…) penetra en la entraña popular y entonces es ordenamiento sentido”. Cuando se dice que la ley se obedece pero no se cumple, el mandato legal no puede llevarse a cabo, simplemente porque no complace a los ciudadanos. En efecto, y cito nuevamente a Lucas Verdú,  una Constitución vívida lo es, en gran parte, porque es sentida por el pueblo y aparece como símbolo político que tiene sentido por su función integradora”.

Pues bien, eso no ocurre en el Perú de nuestros días. Hemos tenido varias Constituciones y es posible que la mayoría de los ciudadanos en cada ocasión no haya entendido su propósito. No es que no existan personas que entienden y desean vivir y practicar conductas y comportamientos que estén cercanos a ese sentimiento de unidad y de propósito que se expresa en una Constitución; claro que las hay, pero son minoría. Son varias las razones para que ello sea así. La primera es que la mayoría de la población no conoce el sentido de un acuerdo constitucional. Otra, el bajo nivel educativo que impide comprender las ventajas de un acuerdo de esa naturaleza. También la circunstancia de ser un país con marcos culturales diversos, tanto en sus orígenes como en la tabla de valores que propone, y que no han logrado una paridad en la estima de las mayorías. Finalmente, no puede olvidarse a los gobiernos alejados de los intereses mayoritarios y a una representación política de baja calidad. Todo ello hace difícil poder gozar de los beneficios de un pacto consensuado, armónico y con propósito duradero.

Se puede expresar de muchas maneras, pero la conducta de la mayoría de nuestros gobernantes y de las mafias que eventualmente los rodean tienen una evidente acción destituyente, porque lesionan y debilitan aquellas instituciones creadas para que los gobiernos sean eficaces y constructivos, dentro de las variadas propuestas políticas de carácter democrático. Los míseros intereses de corto plazo pugnan por establecerse transitando en compañía de aquellos que les ayuden a consolidarse. Hay que reconocer que son conductas que a muchos les parecen aceptables, pues consideran que son el necesario tránsito para obtener y gozar de las ventajas del poder o de la ausencia de éste. Son estas vías destituyentes las que hacen perder sentido a un acuerdo constitucional sólido. Prácticamente todas las tiendas políticas están implicadas en esa desventura, y no se aprecia en su fragmentación real una vía de superación. Encono, resentimiento, avaricia y ausencia de aprecio a la nación están vigentes.

Lo anterior supondrá para algunos que, como consecuencia de lo dicho, la campaña por una Asamblea Constituyente sea imprescindible y su reclamo justificado, creyendo que ello nos traerá paz, alegría y superación. El deseo es comprensible, pero no habrá ningún texto, en las circunstancias actuales, que haga posible un acuerdo armónico, ensamblado con esperanza y confianza en el prójimo, con un futuro pleno de posibilidades. No se trata de cambiar un texto por otro. Los males que nos agobian van mucho más allá de un texto constitucional.

En esa campaña destituyente que vivimos hay un par de elementos más a considerar. La información y la libertad de expresión  deben ser equitativamente distribuidas en el país, lo que no ocurre actualmente con medios de comunicación concentrados y descaradamente parcializados, y con tecnologías utilizadas para la ofensa y la maldad. La otra, la necesidad de superar el discurso religioso que pregona sin descanso, y así ingresa a los hogares, que lo que vale para “salvarse” después de la muerte es una ética de máximos supra racionales, que hace difícil entender la necesidad de una ética de mínimos, que pueda ser compartida y defendida por todos. Esta última significa la vigencia de una ética cívica que nace de la convicción de que somos ciudadanos, no súbditos, y capaces en consecuencia de tomar decisiones de un modo moralmente autónomo. Lo que comparten los ciudadanos no son entonces determinados proyectos de felicidad, porque cada uno tiene su propio ideal de vida buena, que son las éticas de máximos morales. Lo que se requiere es aceptar unos mínimos morales que sean compartidos porque los distintos grupos sociales han llegado a la convicción de que son valores y normas a los que una sociedad no puede renunciar sin hacer dejación de su humanidad. (Adela Cortina, 2000)

¿Qué significa un pacto roto? Pues que aquellos que han sido elegidos o nombrados para gobernar y trabajar en las instituciones y oficinas estatales son  a la fecha en amplia mayoría defensores de intereses mezquinos, y que están incapacitados para hacer posible un pacto común. Y que los más educados o con mejor situación no tengan verdadero interés por el futuro de su comunidad. Desgraciadamente, la mayoría de los promotores de una nueva ley de leyes sigue el mismo guion que el de las asambleas bolivarianas, como la actual de Venezuela, donde el proceso se ha dado radicalmente fuera de cauces democráticos mínimos. En efecto, la propuesta actual de una Asamblea Constituyente no tiene como finalidad encontrar un texto que convoque a todos haciendo uso de su función integradora. Tiene, más bien, un propósito partidario y coyuntural, para hacerse cargo de un gobierno, quizás totalitario. De otro lado, los defensores de la Constitución vigente, en especial de su régimen económico, son reacios a aceptar cualquier reforma, pues son dogmáticamente extremistas. Por cierto, esta calificación tiene excepciones, porque algunos creen que será un paso adelante formular una nueva Constitución para lograr la unidad nacional, dada la falta de legitimidad de origen, aunque no de ejercicio, de la actual Constitución fujimorista.

Es penoso comprobar que la actual generación del bicentenario ha fracasado, a diferencia de la correspondiente al centenario, pues ha neutralmente aceptado, con la excepción de una minoría patriota y austera, que se ha producido un vaciamiento democrático, ahondando una enemistad histórica con la institucionalidad y la confianza en el otro. Es inexistente, por ejemplo, el lugar que ocupa la política regional en el debate público. Por ahora no hay nada parecido a una carrera política que asuma como desafío revitalizar el proyecto país de unidad nacional. La mayoría de los actuales promotores para convocar a una Asamblea Constituyente, así como sus extremistas opositores, consideran inaceptables las varias reformas que deben incorporarse al texto de la Constitución del 93, tanto en el régimen político como económico. Son sin duda, ambas, conductas destituyentes y antidemocráticas. Cuando ello se supere, entonces habrá llegado la hora de plantearse formular una nueva Constitución que con gran exigencia nos haga a todos “firmes y felices por la unión”.

Es preciso luchar, entonces, para que pueda reconocerse una ética de mínimos común para todos los peruanos y que tenga como cimiento al concepto de dignidad humana, un principio de resistencia contra los tiranos. La dignidad es el bien verdaderamente universal. El artículo 1 de la Constitución vigente señala que “la defensa de la persona humana y el respeto a su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”, cláusula pétrea que soporta al actual –y esperamos también que al futuro- edificio constitucional peruano. El respeto a la dignidad humana se asienta en el reconocimiento que todas las personas tienen los mismos derechos y ella no puede existir sin libertad, justicia, igualdad y pluralismo político.

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