Juan Villoro

Escribir sobre el padre es escribir sobre uno mismo. Sobre la coartada sutil de contar la vida de otro, se yergue una autobiografía vicaria, pues el padre es un espejo que, aunque no queramos, nos devuelve tarde o temprano la mirada.

Hay una cierta recurrencia en escribir sobre el padre como un acto de vindicación. La figura paterna ha despertado odios, rencores, miedos y toda una gama de sentimientos oscuros que de vez en cuando son interrumpidos por una construcción luminosa o proactiva.

Cuando Kafka escribe Carta al padre (1919), un emblemático texto en la tradición de la demonización paterna, se construye a sí mismo como un sujeto opacado por el peso de un progenitor cruel y tiránico: el omnipotente Herman Kafka. Baste recordar que en el inicio se menciona el miedo paralizante que inspira su figura y la poca certeza de que esa escritura logre, finalmente, su cometido catártico.

En el ámbito latinoamericano, tendríamos que contar al Mario Vargas Llosa de El pez en el agua (1993), revelador y pormenorizado libro de memorias de dos períodos de la vida del escritor: su infancia y juventud hasta el año 1957 y su actuación política, que comenzó a mediados de los años 80 con la formación del Fredemo para oponerse a la estatización de la banca de Alan García y culmina en 1990, con su derrota electoral en segunda vuelta frente al candidato sorpresa Alberto Fujimori.

Muchos lectores recordamos aquel conmovedor capítulo titulado “Ese señor que era mi papá”, en el que después de romperse el mito familiar el padre reaparece y es la figura que encarna la violencia, el trato cruel, la disciplina feroz, el maltrato y otros golpes que en definitiva sellaron la infancia del escritor y marcaron su existencia de manera indeleble. Las escenas que describen el tormento de convivir con el padre solo inspiran terror y compasión por lo que el propio Vargas Llosa llamó una experiencia comparable con lo carcelario.

¿La representación del padre, entonces, ha sido siempre esta? ¿Se trata acaso de un arquetipo del mal, incapaz de despertar ninguna admiración? Aunque no hayamos agotado las referencias, podemos decir que afortunadamente no. Hay otras imágenes del padre que se tejen desde la orilla opuesta. Y propongo como ejemplo un libro de la mexicana Margo Glantz, Las genealogías (1981) que constituye en principio una memoria familiar, pero acaba por inclinarse intensamente sobre su padre, un judío de origen ucraniano que se había instalado en México.

En el libro de Glantz el padre es retratado con pinceladas librescas. Lector, artista, hombre de gran inventiva y persona decisiva en la vocación literaria de la escritora. Sus atributos son radicalmente distintos a los que exhiben el padre kafkiano y el Vargasllosiano.

Un reciente libro de Juan Villoro me hace volver sobre el tema del padre. Bajo el título La figura del mundo (2023) Villoro recrea diversas etapas de la vida de su padre. La imagen resultante aquí no es el miedo de Kafka, ni el rencor de Vargas Llosa ni la delectación de Glantz. Villoro parece haber elegido un lugar en medio de dos orillas, un lugar que le permite reflexionar lúcida y desapasionadamente sobre su padre, Luis Villoro Toranzo, filósofo nacido en Cataluña, avecindado luego en México, donde desempeñó una notoria carrera intelectual, académica y política, donde destacó por su simpatía con el movimiento zapatista de Chiapas.

Hay pasajes en los que se mezcla la experiencia libresca y el recuerdo familiar, dos cosas que Villoro enlaza con sapiencia narrativa: “En la novela de caballerías Tirant Lo Blanc, un hijo es abofeteado repentinamente por su padre. No hay causa aparente para ello. El hijo pregunta por qué ha sido golpeado. “Para que no olvides este momento”, responde, pedagógico, el agresor. Las heridas fijan la memoria. Mi padre no recurrió a un método violento. No tuvo que hacerlo. Sus reacciones emocionales eran tan escasas que no puedo olvidar su único llanto” (p.51-52).

En otras ocasiones el recuerdo es más directo, inclusive más vivencial y por qué no, cotidiano: “No fue mi maestro en las aulas porque ya lo era en la vida. Nos encontrábamos de vez en cuando en el campus y en la cafetería, donde él remataba la comida con un Gansito. A pesar de su sencillez de trato, su aire ausente y su caminar seguro imponían respeto. Saludaba de lejos a muchas personas, sin reconocerlas del todo, paro casi nadie lo abordaba” (p.122).

En el capítulo 7, acaso uno de los momentos más interesantes de esta exploración biográfica y memoriosa, Villoro vuelve la mitrada a lo libresco, narrando la manera en que su padre se deshizo de su biblioteca. Villoro recuerda a Benjamin, Musil y Virginia Woolf en relación con los libros, rememorando que su padre donó su biblioteca a una universidad en Michoacán, en un gesto que interpreta como desprendimiento y búsqueda de confort, pues “las posesiones le incomodaban como solo pueden incomodarle a quien las percibe como un sobrante” (p.181).

En suma, Villoro se acerca a la figura del padre no con reverencia, sino con la pretensión de mirar equilibradamente el pasado. A pesar del fracaso matrimonial descrito en el libro, por ejemplo, no se despiertan rencores en el narrador, sino el deseo de entender y desentrañar los complejos hilos de la personalidad de un intelectual y activista político como fue su padre. El título es por eso deliciosamente engañoso: La figura del mundo no es el padre, sino aquello que sembró en el hijo.

Juan Villoro. La figura del mundo. México: RandomHouse, 2023.

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El mexicano Juan Villoro es uno de los más reconocidos cultores de la crónica en el ámbito latinoamericano. Aunque es también un reconocido autor de ficciones, destaca igualmente en el terreno de la no ficción, al que pertenece la crónica por definición. Villoro planteó en algún momento una particular teoría sobre la estructura de la crónica como género y se refirió a ella como el “ornitorrinco” de la prosa, aludiendo a uno de sus rasgos centrales: la hibridez. La analogía tenía pleno sentido: el ornitorrinco, es mamífero, lleva una vida semiacuática, y pertenece al orden de los monotremas, es decir, no procrea criaturas vivas sino lo hace a través de huevos. Su aspecto físico es igualmente variopinto: tiene pico de palmípedo, su cola recuerda a la del castor y sus patas son, indudablemente, de nutria.  Un prodigio de combinaciones y alusiones, al igual que su pariente textual, la crónica: no es ficción, pero tiene forma literaria (particularmente cercana al cuento) y admite en su seno interpolaciones y componentes de variado origen: ensayo, diálogo, epístola o escritura autobiográfica, por mencionar cuatro ejemplos.

Estamos entonces ante un género flexible, que responde muchas veces a urgencias sociales, hechos noticiosos que pueden trascender los límites de una coyuntura determinada, relatos excepcionales de trayectorias vitales o cualquier hecho capaz de despertar asombro o curiosidad. Puede tratarse de un personaje de carne y hueso, de una comunidad que sufre una experiencia traumática o de un suceso conmovedor, no hay fronteras temáticas precisas, así como tampoco las hay respecto de su extensión: puede ser breve y cargada de ironía, como muchas de las que escribe Jaime Bedoya o puede enmascararse en un relato de largo aliento como el modélico Opus Gelber de Leila Guerriero.

Quizá no sea este el espacio propicio para discutir el origen de la crónica latinoamericana de hoy; solo diré que prefiero pensarla como descendiente directa del costumbrismo del XIX antes que de la llamada crónica de Indias. El costumbrismo define el perfil social de las nuevas repúblicas que se forman a consecuencia de los diversos procesos de Independencia en América Latina, su impronta es esencialmente urbana y, aunque puede tener orientaciones ideológicas diversas, sus autores no reciben mandato ninguno, actúan por lo general de manera autónoma en sus intervenciones a través de la escritura. Una de las formas que asume la crónica es una que me gusta llamar el catálogo citadino: su radiografía e incluso su dispersión en distintos relatos que a menara de un tejido van dando cuenta del espacio urbano. A ese diseño responden libros como Lima (1867), de Manuel Atanasio Fuentes, crónica diseminada y salpicada de cuando en cuando de informaciones, datos y cifras sobre la ciudad. 

Salvando distancias de estilo y mirada, el mexicano Juan Villoro entrega a sus lectores un libro caleidoscópico, de indudable espíritu de obra abierta (el lector queda invitado a decidir el orden de su lectura): El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México. Su autor, a la manera del flanneur benjaminiano, recorre la ciudad y penetra en sus capas de sentido: la memoria, los hábitos sociales, las tragedias, el espacio urbano, en suma, elementos que, en conjunto, según indica García Canclini en un prólogo iluminador, constituyen un “palimpsesto” de la ciudad. Y añade: “El vértigo horizontal es un libro que se conecta con los trazados familiares, los ritos de los habitantes, sus procesiones sagradas y laicas, incluso las profanadoras (…) persigue sobre todo rearmar nuestros vínculos con la urbe a fuerza de apuntes sobre lo que nos entrelaza, lo que nos hace de aquí” (p.19).

En conjunto, El vértigo horizontal es una suma de crónicas que van mostrando el tejido urbano desde distintas perspectivas. Pueden ser las voces de sus habitantes más arquetípicos, personajes singulares o curiosos; las costumbres vistas siempre desde un prisma cotidiano, aunque no ajeno al asombro; lugares que son puntos de referencia en el mapa citadino y hasta la propia experiencia de vivir (en) la ciudad se somete a escrutinio, a observación aguda, a veces nostálgica y otras cargada de ironía.

Ciudad de México es, entre otras cosas, un atavismo poderoso. En la página 323, por ejemplo, se lee: “Los chilangos no estamos desinformados. Inventariamos calamidades como si un álgebra fabulosa anulara la suma de valores negativos. Somos expertos en los signos de deterioro, comparamos nuestras ronchas, hablamos de bebés con plomo en la sangre y embarazadas con placenta previa. No es la ignorancia lo que nos tiene aquí. La ciudad nos gusta, para qué más que la verdad”.

Las ferias de juegos son una presencia recurrente en espacios urbanos, lugares donde parece suspenderse la realidad. Villoro observa: “Las ferias y los parques temáticos son ofertas del vértigo y el estruendo imaginados por adultos. Su principal característica es la de brindar zonas de irrealidad, separadas de la lógica de la ciudad: un dominio alterno donde es posible ingresar en un castillo o tripular una ambulancia en miniatura” (p. 230).

No falta Tepito, célebre barrio picante de Ciudad de México y paraíso del universo informal: “Estamos ante un bastión del frenesí laboral, sólo que ahí se trabaja de otro modo. En rigor, su principal fuente de ingresos no es tan excéntrica (…) En la zona se distribuyen juguetes, útiles escolares, tijeras, cortaúñas, electrodomésticos, ropa, peines paraguas y otros productos dignos de una adaptación al siglo XXI de los bazares de Las mil y una noches. Ninguno de ellos tiene garantías porque todos son de contrabando” (p.183). 

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